464- En la casa de campo de Cusa, intento de elegir rey a Jesús. El testimonio del Predilecto
En la otra orilla, junto al paso constituido por el puente, espera ya un carro cubierto.
-Sube, Maestro. No te cansarás, a pesar de que el trayecto sea largo, y no tanto por razón de la distancia como por el hecho de que he ordenado que tengan siempre aquí parejas de bueyes... para no causar molestias a los invitados más cumplidores de la Ley... Debemos ser compasivos con ellos...
-Pero, ¿y dónde están ésos?
-Delante de nosotros, en otros carros. ¡Tobiolo!
-¿Señor? -dice el carretero, que está enyugando a los bueyes.
-¿Dónde están los otros invitados?
-¡Muy adelante! Estarán ya muy cerca de la casa.
-¿Has oído, Maestro?
-¿Y si Yo no hubiera venido?
-Estábamos seguros de que vendrías. ¿Por qué no ibas a haber venido?
-¿Que por qué? Cusa, Yo vengo para que veas que no soy un cobarde. Sólo son cobardes los malos, los que tienen culpas que les hacen temer la justicia... la justicia de los hombres, por desgracia mientras que deberían temer en primer lugar, en único lugar, la de Dios. Mas Yo no tengo culpas y no tengo miedo de los hombres.
-¡Pero Señor! ¡Todos los que están conmigo te veneran! Como yo también. ¡No deberíamos causarte miedo por nada! ¡Nuestro deseo es honrarte, no atacarte! -Cusa está apenado y casi indignado.
Jesús, sentado enfrente de él, mientras el carro avanza lentamente, chirriando, entre los verdes campos, responde:
-Más que a la guerra abierta de los enemigos, debo temer a la subrepticia de los falsos amigos, o al errado celo de amigos verdaderos que todavía no me han entendido. Y tú eres de éstos. ¿No te acuerdas de lo que dije en Béter?
-Yo te he entendido, Señor -susurra Cusa, aunque no muy seguro y sin responder directamente a la pregunta.
-Sí, me has entendido. Con la ventada del dolor y la alegría, tu corazón se había vuelto límpido, como aparece límpido el horizonte después de una tormenta y un arco iris. Y veías lo correcto. Luego... Vuélvete, Cusa, a mirar nuestro Mar de Galilea. ¡Parecía tan terso con la aurora!
Durante la noche el aguazo había limpiado el aire, y el fresco nocturno había calmado la evaporación del agua: cielo y lago eran dos espejos de zafiro claro que mutuamente se reflejaban sus bellezas; y las colinas de alrededor estaban frescas y limpias como si las hubiera creado Dios durante la noche. Mira ahora. El polvo de los caminos costeños, recorridos por personas y animales, el fuego del sol, que hace a los bosques y jardines vaporear, como calderas al fuego, e incendia el lago y evapora sus aguas, mira cómo han turbado el horizonte.
Primero las riberas, nítidas por la gran tersura del aire, parecían cercanas; ahora, mira... parecen temblar empañadas, confusas, semejantes a cosas vistas a través de un velo de impuras aguas. Eso ha sucedido en ti. Polvo: humanidad. Sol: orgullo. Cusa, no te perturbes a ti mismo...
Cusa agacha la cabeza y juguetea mecánicamente con los adornos de su túnica y con la hebilla del rico cinturón que sujeta la espada. Jesús calla. Permanece con los ojos casi cerrados, como bajo efecto de un momento de sopor.
Cusa respeta su descanso, o lo que cree que es descanso.
El carro avanza lentamente en dirección sudeste, hacia las leves ondulaciones que constituyen -eso creo al menos-el primer escalón de la meseta que limita el valle del Jordán por este lado, el oriental. Sin duda por riqueza de aguas subterráneas
o de algún curso de agua, los campos son fertilísimos y hermosos; por todas partes se ven racimos y frutos.
El carro cambia de dirección, deja el camino de primer orden y toma uno particular; se adentra en un paseo frondosísimo en el que hay sombra y frescor, al menos relativo, respecto al horno que es el soleado camino principal.
En el fondo del paseo hay una casa blanca, baja, de aspecto señorial. Y, acá o allá, por los campos y los viñedos, están diseminadas casas pequeñas. El carro atraviesa un puente y un poste señalizador, a partir del cual el pomar se transforma en un jardín con un paseo recubierto de guijo. Al sonar de forma distinta las ruedas sobre la grava, Jesús abre los ojos.
-Hemos llegado, Maestro. Ahí están los invitados que nos han oído, y vienen hacia nosotros -dice Cusa.
Efectivamente, muchos, todos de rica condición, se agolpan donde comienza el paseo, y saludan con pomposas reverencias al Maestro, que está llegando. Veo y reconozco a Manahén, a Timoneo, a Eleazar, y me parece ver a otros no nuevos pero cuyo nombre no sé decir. Y luego muchos, muchos, jamás vistos, o por lo menos que nunca he advertido concretamente.
Hay muchos que llevan espada; otros, en vez de las espadas, ostentan abundantes perifollos farisaicos y sacerdotales o rabínicos.
El carro se detiene. Jesús es el primero en bajar. Se inclina, como saludo de conjunto para los presentes. Los discípulos Manahén y Timoneo se acercan y lo saludan en particular; luego también se acerca Eleazar (el fariseo bueno del convite en casa de Ismael), y, junto con éste, se abren paso dos escribas que tienen interés en ser reconocidos.
Estos son: aquel al que en Tariquea le fue curado su hijito el día de la primera multiplicación de los panes, y aquel que al pie del monte de las bienaventuranzas dio comida para todos. Otro más se abre paso: el fariseo que en casa de José, en el tiempo de la siega, fue instruido por Jesús acerca del verdadero móvil de sus injustos celos.
Cusa procede a las presentaciones. Se las ahorro a todos. Porque es para volverse mico entre tanto Simón, tanto Juan, tanto Leví, tanto Eleazar, entre tanto Natanael y tanto José y tanto Felipe, etc. etc.; saduceos, escribas, sacerdotes, herodianos y debería decir que estos últimos constituyen la mayoría-, algún que otro prosélito y fariseo, dos miembros del Sanedrín, cuatro arquisinagogos, y, perdido no sé cómo aquí dentro, un esenio.
Jesús se inclina al oír cada uno de los nombres, mirando penetrantemente a cada uno de los rostros, algunas veces sonriendo levemente (como cuando, para aclarar más su identidad, alguno especifica algún hecho que le puso en relación con Jesús).
Así, un cierto Joaquín de Bosra dice:
-Curaste de la lepra a mi mujer, María. ¡Bendito seas!
Y el esenio:
-Te oí cuando hablaste cerca de Jericó y un hermano nuestro dejó las orillas del Mar Salado para seguirte. Y volví a saber de ti por el milagro de Elíseo de Engadí. En aquellas tierras nosotros los puros vivimos esperando...
¿Qué es lo que esperarán?... No lo sé. Sí sé que, al decirlo, éste mira con un aire de superioridad un poco exaltada a los otros, que ciertamente no muestran apariencia de místicos, sino que, en su mayor parte, parecen disfrutar alegremente de las comodidades que su posición les concede.
Cusa libera a su Invitado de las ceremonias de los saludos y lo conduce a una cómoda estancia de baño, donde lo deja para las abluciones usuales, sin duda gratas con ese calor.
Vuelve con sus invitados. Habla animadamente con ellos. Y llegan casi a una disputa porque los presentes tienen dispares opiniones: unos quisieran abrir inmediatamente la conversación -¿cuál?-; otros, por el contrario, proponen no asaltar enseguida al Maestro, sino convencerlo antes de que le guardan un profundo respeto.
Triunfa esta última parte, que es la más numerosa; así que Cusa, como amo de la casa, llama a los criados para ordenar la preparación de un banquete que habrá de celebrarse hacia el atardecer, dejando tiempo a Jesús, "que está cansado y se ve, de descansar", cosa que es aceptada por todos, tanto que, cuando Jesús aparece de nuevo, los invitados se despiden con grandes reverencias y lo dejan con Cusa, que lo conduce a una habitación umbría donde hay un lecho bajo recubierto de ricas alfombrillas.
Pero Jesús, cuando se queda solo, tras haber dado a un doméstico las sandalias y la túnica para que les limpien el polvo y las señales de la peregrinación del día anterior, no duerme. Sentado en la orilla del lecho, descalzos sus pies apoyados en la estera del suelo, cubierto su cuerpo hasta los codos y las rodillas con la túnica corta (la prenda de debajo), piensa intensamente.
Y si, por una parte, el indumento tan reducido, con la espléndida y perfecta armonía de su cuerpo varonil, le da un aspecto más joven, por otra parte, la intensidad del pensamiento, que ciertamente no es dichoso, le incide arrugas y le carga el rostro con una expresión de doloroso cansancio que lo avejenta.
Ningún ruido en la casa, ninguno en el campo, donde maduran los racimos con el calor adusto. Las cortinas oscuras que cuelgan en las puertas y ventanas no ondean mínimamente.
Pasan así las horas... Merma el sol y la penumbra va creciendo, pero el calor persiste, y también la meditación de Jesús.
En fin, la casa da señales de revivir. Se oyen voces, pisadas, indicaciones.
Cusa mueve cuidadosamente la cortina para ver sin molestar.
-¡Entra! No estoy durmiendo -dice Jesús.
Cusa entra: lleva ya la túnica engalanada del banquete. Mira y ve que el lecho no presenta signos de haber recibido un cuerpo.
-¿No has dormido? ¿Por qué? Estás cansado...
-He descansado en el silencio y en la sombra. Me basta.
-Mandaré que te traigan una túnica...
-No. La mía seguro que ya está seca. La prefiero. Tengo intención de ponerme en camino en cuanto termine el banquete. Te ruego que te ocupes del carro y de la barca para mí.
-Como quieras, Señor... Hubiera deseado tenerte aquí hasta mañana al rayar el alba...
-No puedo. Tengo que irme...
Cusa hace una reverencia y sale... Se oye un abundante cuchicheo...
Pasa más tiempo. Vuelve el doméstico con la túnica de lino fresca de lavado, fragante de sol; y con las sandalias, que ya no tienen polvo y han sido suavizadas con aceite o lardo, que les dan brillo y flexibilidad. Otro le sigue con un barreño, un ánfora y unas toallas, y deposita todo encima de una mesa baja. Salen...
...Jesús va a donde los invitados, al atrio que divide la casa de norte a sur creando un lugar ventilado y agradable en que están diseminados unos asientos, adornado con cortinas ligeras, de coloridas franjas, que modifican la luz sin poner obstáculo al aire; ahora, recogidas, permiten ver la verde cornisa que rodea la casa.
Jesús está majestuoso. A pesar de no haber dormido, parece haberse nutrido de fuerza y su andadura es regia. El lino de la túnica -acaba de ponérsela-aparece blanquísimo. Sus cabellos, brillantes por el baño de la mañana, relucen suavemente encuadrando el rostro con su color dorado.
-Ven, Maestro. Te esperábamos sólo a ti -dice Cusa; y con prioridad sobre los demás, lo conduce a la estancia donde están las mesas. Tras la oración y una suplementaria ablución de las manos, se sientan. Empieza el banquete, pomposo como siempre, y silencioso al principio. Luego se vence la reserva.
Jesús está al lado de Cusa. Manahén está a su otro lado y tiene por compañero a Timoneo. A los demás los distribuye Cusa, con experiencia de cortesano, a ambos lados de la mesa de forma de U.
El esenio -sólo él-se niega obstinadamente a participar en el banquete y a sentarse a la mesa con los demás, y sólo cuando un criado, por orden de Cusa, le ofrece un cestillo precioso colmado de fruta, acepta sentarse detrás de una mesa baja, después de no sé cuántas abluciones, tras remangarse las amplias mangas de su cándida túnica por miedo a mancharlas, o por rito, no lo sé.
Es un banquete original, donde son más protagonistas las miradas que las palabras. Solamente algunas breves frases de cortesías y un recíproco examinarse, o sea: Jesús escruta a los presentes y éstos a Jesús.
Finalmente, Cusa hace una señal a los criados para que se retiren, tras haber dejado grandes bandejas de fruta, fresca porque quizás la han tenido en el pozo, hermosísima; diría: casi helada, pues claramente muestran esa capa escarchada que es típica de la fruta guardada en lugar friísimo. Los criados salen, tras encender también las lámparas, por ahora inútiles porque todavía el día está luminoso con su largo ocaso estival.
-Maestro -comienza Cusa -debes haberte preguntado la razón de este encuentro y de este silencio nuestro. Pero es que lo que te tenemos que decir es muy grave y no deben escucharlo oídos imprudentes. Ahora estamos solos y podemos hablar. Ya ves que todos los presentes te tienen el máximo respeto. Estás entre hombres que te veneran como Hombre y como Mesías. Tu justicia, tu sabiduría, los dones que Dios te ha otorgado son conocidos y admirados entre nosotros. Tú para nosotros eres el Mesías de Israel.
Mesías según la idea espiritual y según la idea política.
Eres el Esperado para poner fin al dolor, a la postración de todo un pueblo. Y no solamente de este pueblo comprendido en los confines de Israel -mejor: de Palestina-sino del pueblo de todo Israel, de las numerosísimas colonias de la Diáspora esparcidas por toda la Tierra, que hacen resonar el Nombre de Yeohveh bajo los cielos todos y hacen conocer las promesas y esperanzas, que ahora se cumplen, de un Mesías restaurador, de un Vengador, de un Libertador y creador de la verdadera independencia , de la Patria de Israel, o sea, de la Patria más grande que hay en el mundo, la Patria, reina y dominadora, canceladora de todo pasado recuerdo y de todo signo vivo de servidumbre, el Hebraísmo triunfante sobre todo y sobre todos, y para siempre, porque así fue dicho y así se cumple.
Señor, aquí, ante ti, tienes a todo Israel en los representantes de las distintas clases de este pueblo eterno, castigado pero estimado por el Altísimo, que lo proclama "suyo".
Tienes ante ti el corazón pulsante y sagrado de Israel: los miembros del Sanedrín y los sacerdotes; tienes el poder y la santidad: fariseos y saduceos; tienes la sabiduría: escribas y rabíes; tienes la política y el valor: los herodianos; tienes el patrimonio: los ricos; el pueblo: mercaderes y hacendados; tienes la Diáspora: los prosélitos; tienes incluso a los separados, que ahora se sienten dispuestos a unirse de nuevo, porque ven en ti al Esperado: los esenios, los inasequibles esenios.
Mira, Señor, este primer prodigio, este gran signo de tu misión, de tu verdad. Tú, sin violencia, sin medios, sin ministros, sin soldados, sin espadas, reúnes a todo tu pueblo como un depósito reúne las aguas de mil fuentes.
Tú, casi sin palabras, sin ninguna imposición en absoluto, nos reúnes, a nosotros, pueblo dividido por desventuras, por odios, por ideas políticas y religiosas, y nos pacificas.
¡Oh, Príncipe de la paz, exulta por haber redimido y restaurado aun antes de tomar el cetro y la corona! Tu Reino, el esperado Reino de Israel ha surgido. Nuestras riquezas, nuestro poder, nuestras espadas, están a tus pies. ¡Habla! ¡Ordena! La hora ha llegado.
Todos aprueban el discurso de Cusa. Jesús, con los brazos cruzados, guarda silencio.
-¿No hablas? ¿No respondes, Señor? Quizás es que esto te ha sorprendido... Quizás es que no te sientes preparado y, sobre todo, dudas de que esté preparado Israel... No, no es así. Escucha nuestras palabras. Yo hablo, y conmigo Manahén, por el Palacio, que ya no merece existir, que es el oprobio purulento de Israel, la tiranía vergonzosa que oprime al pueblo y se inclina, servil, a adular al usurpador. Su hora ha llegado. Álzate, Estrella de Jacob, y pon en fuga las tinieblas de ese coro de delitos y vergüenzas.
Aquí están los que, conocidos como herodianos, son los enemigos de los profanadores del nombre para ellos sagrado de la dinastía Herodiana. Hablad, vosotros.
-Maestro. Yo soy viejo, y recuerdo lo que fue el esplendor pasado. Como nombre de héroe puesto a una hedionda carroña, tal es el nombre de Herodes sobre los degenerados descendientes que envilecen a nuestro pueblo. Es la hora de repetir el gesto que otras veces hiciera Israel, cuando indignos monarcas se sentaron sobre los dolores del pueblo. Tú sólo eres digno de llevar a cabo este gesto.
Jesús calla.
-Maestro, ¿crees que podemos dudar? Hemos escudriñado las Escrituras. Eres Tú. Tú debes reinar -dice un escriba.
-Debes ser Rey y Sacerdote. Nuevo Nehemías, más grande que él debes venir y purificar. El altar está profanado. Que te sea acicate el celo del Altísimo -dice un sacerdote.
-Muchos de nosotros te han presentado batalla, los que temen tu reinado sabio. Pero el pueblo está contigo, y los mejores de nosotros con el pueblo. Necesitamos un sabio.
-Necesitamos un hombre puro.
-Un verdadero rey.
-Un santo.
-Un redentor. Cada vez somos más esclavos, de todo y de todos ¡Defiéndenos, Señor!
-Nos pisotean en este mundo porque, a pesar del número y la riqueza, somos como ovejas sin pastor. Llámanos a formar con el antiguo grito: "¡A tus tiendas, Israel!", y de todas las partes de la Diáspora, como un reclutamiento, se alzarán tus súbditos y volcarán los inseguros tronos de los poderosos a los que Dios no ama.
Jesús sigue en silencio. Es el único que está sentado, sereno, como si no se tratase de Él, en medio de esta cuarentena pocos más, pocos menos-de exaltados, de cuyas razones apenas si recojo la décima parte, porque hablan todos al mismo tiempo con algarabía de mercado; y conserva su postura y su silencio.
Todos gritan:
-¡Di una palabra! ¡Responde!
Jesús se pone lentamente en pie, apoyándose en las manos sobre el borde de la mesa. Se crea un profundo silencio.
Quemado por el fuego de ochenta pupilas, abre sus labios (los otros los abren como para aspirar su respuesta). Y la respuesta es breve pero neta:
-No.
-¿Pero cómo es eso? ¿Pero por qué? ¿Nos traicionas?
¡Traicionas a tu pueblo! ¡Reniega de su misión! ¡Rechaza la orden de Dios!...
¡Qué marimorena!... ¡Qué alboroto! Caras que se ponen de color carmesí, ojos que se encienden, manos que casi amenazan... Más que fieles parecen enemigos. Pero es así: cuando una idea política domina los corazones, hasta los mansos se vuelven fieras contra quien impugna esa idea suya.
Al alboroto le sigue un silencio extraño. Parece como si, agotadas las fuerzas, todos se sintieran exhaustos, vencidos. Se miran interrogativamente, la mayor parte desolados... algunos inquietos...
Jesús mira en torno a sí y dice:
-Sabía que queríais que viniera para esto. Y conocía la inutilidad de este paso vuestro. Cusa puede decir que lo he dicho en Tariquea. He venido para que vierais que no temo insidia alguna, porque no ha llegado la hora. Y tampoco la temeré cuando se cierna sobre mí la hora de la insidia, porque para esto he venido. Y he venido para convenceros.
Vosotros, no todos, pero sí muchos de vosotros, actuáis de buena fe. Pero debo corregir el error en que, con buena fe, habéis caído. ¿Veis? No os reprendo. No reprendo a ninguno, ni siquiera a los que, por ser mis discípulos fieles, deberían saber con justicia y regular las propias pasiones con justicia.
No te reprendo a ti, justo Timoneo, pero te digo que en el fondo de tu amor, que me quiere honrar, está todavía tu yo, que bulle y sueña un tiempo mejor en que puedas ver el daño en los que te dañaron.
No te reprendo a ti, Manahén, a pesar de que muestras haber olvidado la sabiduría y el ejemplo enteramente espirituales que recibiste de mí, y de Juan el Bautista antes que de mí; pero te digo que también en ti hay una raíz de humanidad que resurge después de la llamarada de mi amor.
No te reprendo a ti, Eleazar, hombre justo aunque sólo fuera por la anciana que te confiaron, justo siempre, pero ahora no justo. Y no te reprendo a ti, Cusa, aunque debería hacerlo porque en ti más que en todos los que queréis con buena fe verme rey está vivo tu yo. Rey, sí, quieres verme.
No hay insidia en tus palabras. No vienes para cogerme en renuncio, para denunciarme al Sanedrín, al rey, a Roma.
Pero más que por el amor -crees que es todo amor y no lo es-más que por el amor actúas para vengarte de ofensas que el palacio te ha infligido. Yo soy tu invitado. Debería mantener celada la verdad de tus sentimientos. Pero Yo soy la Verdad. Y hablo. Por tu bien. Y lo mismo te sucede a ti, Joaquín de Bosra, y a ti, escriba Juan, y a ti también, y a ti, y ati, y ati.
Señala a éste, a aquél, sin rencor, pero con tristeza... y prosigue:
-No os reprendo. Porque sé que no sois vosotros los que queréis esto, espontáneamente. Es la Insidia, es el Adversario el que actúa, y vosotros... vosotros sois, sin saberlo, títeres en sus manos. Y también del amor, también de vuestro amor, Timoneo, Manahén, Joaquín -vosotros que realmente me amáis-, también de vuestra veneración -vosotros que en mí sentís al Rabí perfecto-, también de esto él, el Maldito, se sirve para perjudicar y perjudicarme.
Pero Yo os digo -a vosotros, y también a los que no tienen vuestros sentimientos, sino que con fines cada vez más bajos, hasta constituir traiciones y delitos, quisieran que aceptara ser rey-, os digo: "No.
Mi Reino no es de este mundo. Venid a mí, para que instaure mi Reino en vosotros. No otra cosa". Y ahora dejad que me vaya.
-No, Señor. Estamos bien decididos. Hemos puesto ya en movimiento riquezas, preparado planes, hemos decidido salir de esta incertidumbre que tiene inquieto a Israel, de la cual, además, se aprovechan los otros para perjudicar a Israel. Te acosan, es verdad. Tienes enemigos en el Templo mismo. Yo, uno de los Ancianos, no lo niego.
Pero para acabar con esto hay esto: tu unción. Y estamos dispuestos a dártela. No es la primera vez que en Israel uno es proclamado rey así, para acabar con una serie de desventuras nacionales y discordias. Aquí hay quien en nombre de Dios lo puede hacer. Déjate ungir -dice uno de los sacerdotes.
-No. No os es lícito. No tenéis autoridad para hacerlo.
-El Sumo Sacerdote es el primero que quiere esto, aunque no se dé a ver. No puede seguir permitiendo este estado de dominación romana y escándalo regio.
-No mientas, sacerdote. En tus labios la blasfemia es doblemente impura. Quizás no sabes, y te engañan. Pero en el Templo eso no se quiere.
-¿Crees entonces que nuestra aserción es falaz?
-Sí. Si no de todos vosotros, de muchos de vosotros. No mintáis. Yo soy la Luz e ilumino los corazones...
-A nosotros nos puedes creer -gritan los herodianos -Nosotros no amamos a Herodes Antipas ni a ningún otro.
-No. Vosotros os amáis sólo a vosotros mismos. Es verdad.
Y no podéis amarme a mí. Yo sería la palanca para derribar el trono para abriros el camino a un poder más fuerte y para gravar al pueblo con una opresión peor. Un engaño a mí, al pueblo y a vosotros mismos. Roma aplastaría a todos, después de que vosotros hubierais hecho lo mismo.
-Señor, en las colonias de la Diáspora hay hombres dispuestos a amotinarse... nosotros empeñamos nuestros bienes dicen los prosélitos.
-Y los míos y todo el apoyo de la Auranítida y la Traconítida -grita el de Bosra. -Sé lo que me digo.
Nuestros montes pueden preparar un ejercito, y sin ser hostigado, para lanzarlo luego, como cohorte de águilas, a tu servicio.
-También la Perea.
-Y la Gaulanítida.
-¡El valle del Gahas está contigo!
-¡Y también las riberas del Mar Salado con los nómadas que nos creen dioses, si aceptas unirte a nosotros! -grita el esenio, y prosigue con un vaniloquio de exaltado que se pierde en el clamor.
-Los montañeses de Judea son de la raza de los reyes fuertes.
-Y los de la Alta Galilea son héroes del temple de Débora. ¡Y son héroes también las mujeres y los niños!
-¿Nos consideras pocos? Somos huestes numerosas. Todo el pueblo está contigo. ¡Tú eres el rey de la estirpe de David, el Mesías! Éste es el grito que sale de los labios de sabios e ignorantes, porque es el grito de los corazones... Tus milagros... tus palabras... Los signos...
Un alboroto en que me pierdo. Jesús, como roca bien firme rodeada por una vorágine, no se mueve. Ni siquiera reacciona. Está impasible. Y el torbellino de súplicas, imposiciones, razones, continúa.
-¡Nos defraudas! ¿Por qué quieres nuestra destrucción? ¿Quieres actuar solo? No puedes. Matatías Macabeo no rechazó la ayuda de los asideos y Judas liberó a Israel con su ayuda... ¡¡¡Acepta!!!
Cada cierto tiempo el grito se anuda en esta palabra. Jesús no cede.
Uno de los Ancianos -anciano, y mucho, también de edad-cuchichea con un sacerdote y un escriba más viejos que él.
Pasan adelante. Imponen silencio. Habla el escriba anciano, que ha llamado a Eleazar y a los dos escribas de nombre Juan:
-Señor, ¿por qué no quieres ceñir la corona de Israel?
-Porque no es mía. No soy hijo de príncipe hebreo.
-Señor. Quizás Tú no lo sabes, pero yo y éste y éste fuimos requeridos un día porque tres Sabios vinieron preguntando dónde estaba el que había nacido rey de los hebreos. ¿Comprendes? "Nacido rey". Herodes el Grande nos reunió, para la respuesta, a los príncipes de los sacerdotes y escribas del pueblo. Con nosotros estaba Hil.lel el Justo. Nuestra respuesta fue: "En Belén de Judá".
Tú, nos consta, naciste allí, y tu nacimiento estuvo acompañado de grandes signos. Algunos de tus discípulos son testigos de tu nacimiento. ¿Puedes negar que los tres Sabios te adoraron Rey?
-No niego.
-¿Puedes negar que los milagros te preceden y te acompañan
y te siguen, como signo del Cielo?
-No niego.
-¿Puedes negar que eres el Mesías prometido?
-No niego.
-Entonces, en nombre del Dios vivo, ¿por qué quieres defraudar las esperanzas de un pueblo?
-Yo vengo a cumplir las esperanzas de Dios.
-¿Cuáles?
-Las de la redención del mundo, de la formación del Reino de Dios. Mi Reino no es de este mundo. Devolved a su lugar vuestros bienes y vuestras armas. Abrid los ojos y el espíritu para leer las Escrituras y los Profetas y para acoger mi Verdad, y tendréis en vosotros el Reino de Dios.
-No. Las Escrituras hablan de un Rey libertador.
-De la esclavitud satánica, del pecado, del error, de la carne, del gentilismo, de la idolatría. ¿Qué ha hecho en vosotros Satanás, oh hebreos, pueblo sabio, para induciros a error acerca de las verdades proféticas?
¿Qué os hace, oh hebreos, hermanos míos, para cegaros de esta forma? ¿Qué, qué os hace, oh discípulos míos, para que ya tampoco comprendáis vosotros?
La mayor desventura de un pueblo y de un creyente es caer en una falsa interpretación de los signos. Y aquí se cumple esta desventura. Intereses personales, prejuicios, exaltaciones, pernicioso amor patrio, todo contribuye a crear esta vorágine... la vorágine del error en que un pueblo perecerá considerando a su Rey como lo que no es.
-Tú te consideras en modo erróneo.
-Vosotros os consideráis erradamente, y también a mí. Yo no soy el rey humano. Y vosotros... Vosotros, tres cuartas partes de los que estáis aquí reunidos, lo sabéis y queréis mi mal, no mi bien. Actuáis por encono, no por amor. Yo os perdono. Digo a los rectos de corazón:
"Volved en vosotros mismos, no seáis los inconscientes esclavos del mal". Dejadme irme. No hay nada más que decir.
Un silencio lleno de estupor...
Eleazar dice:
-Yo no soy enemigo tuyo. Creía que obraba bien. Y no soy el único... Otros amigos buenos piensan como yo.
-Lo sé. Pero dime, y sé sincero: ¿Qué dice Gamaliel?
-¿El rabí?... Dice... Sí, dice: "El Altísimo dará el signo si éste es su Cristo".
-Bien dice. ¿Y qué, José el Anciano?
-Que Tú eres el Hijo de Dios y reinarás como Dios.
-José es un justo. ¿Y Lázaro de Betania?
-Sufre... Habla poco... Pero dice... que reinarás solamente cuando te acojan nuestros espíritus.
-Lázaro es sabio. Cuando vuestros espíritus me acojan. Por ahora vosotros -incluso aquellos a quienes juzgaba espíritus abiertos-, no acogéis ni al Rey ni el Reino, y en ello está mi dolor.
-En definitiva, ¿te niegas? -gritan muchos.
-Lo habéis dicho.
-Nos has hecho comprometernos, nos perjudicas, nos... -gritan otros: herodianos, escribas, fariseos, saduceos, sacerdotes...
Jesús deja la mesa y va hacia este grupo, asaeteándolo con sus miradas. ¡Qué ojos! Ellos, involuntariamente, enmudecen, se aprietan contra la pared... Jesús va justamente cara a cara. Dice, lentamente pero con una incisividad que corta como un golpe de sable:
-Está escrito (Deuteronomio 27, 24-25): "Maldito el que encubiertamente descarga su mano contra su prójimo y acepta regalos para condenar a muerte a un inocente".
Yo os digo: os perdono. Pero el Hijo del hombre conoce vuestro pecado. Si no os perdonara Yo... Por mucho menos, Jeohveh redujo a cenizas a muchos de Israel.
Y se muestra tan terrible al decir esto, que ninguno se atreve a moverse. Jesús levanta la doble cortina y sale al atrio, y ninguno osa hacer un solo gesto.
Hay que esperar a que la cortina deje de moverse, es decir: unos momentos después, para verlos reaccionar.
-Hay que alcanzarlo...
-Hay que retenerlo... -dicen los más enfurecidos.
-Tenemos que ganarnos el perdón -suspiran los mejores, o sea, Manahén, Timoneo, algunos prosélitos, el de Bosra; en definitiva, los rectos de corazón.
Se arremolinan fuera de la sala. Buscan, preguntan a los criados:
-¿El Maestro? ¿Dónde está?
-¿El Maestro? Ninguno lo ha visto, ni siquiera los que estaban en las dos puertas del atrio. No está... Con antorchas y faroles lo buscan entre las sombras del jardín, en la habitación donde había descansado. No está, y tampoco está el manto, que había dejado en el lecho, ni su bolsa, que había dejado en el atrio...
-¡Se nos ha escapado!
-¡Es un Satanás!
-No. Es Dios.
-Hace lo que quiere.
-¡Nos traicionará!
-No. Nos conocerá en nuestra verdadera realidad.
Un clamor de pareceres y de recíprocos insultos. Los buenos gritan:
-Vosotros nos habéis seducido. ¡Traidores! ¡Debíamos haberlo imaginado!
Los malos, o sea, la mayoría, amenazan, y la riña, perdido el chivo expiatorio en que centrarse, revierte sus dos partes sobre sí misma...
¿Y Jesús, dónde está? Yo lo veo, por voluntad suya. Está muy lejos, hacia el puente de la embocadura del Jordán. Va raudo como llevado por el viento. Sus cabellos enmarcan ondeantes el pálido rostro; su manto, con esta marcha veloz, se entrechoca como una vela. Luego, cuando está seguro de haberse distanciado, se adentra entre los juncos de la orilla y toma la margen oriental.
En cuanto encuentra los primeros escollos del alto arrecife, se encarama a ellos, y no se preocupa de que la poca luz haga peligrosa la subida por la pronunciada ladera. Sube, sube hasta un peñasco que se asoma hacia el lago, velado por una encina solitaria; y allí se sienta, pone un codo en la rodilla, apoya el mentón en la palma de la mano, y, con la mirada fija en el espacio anchuroso que va entenebreciéndose, apenas visible aún por el claror del manto y la palidez del rostro, así permanece...
Pero alguien lo ha seguido. Juan. Un Juan semidesnudo, o sea, vestido sólo con la corta prenda de los pescadores, tiesos los cabellos, como cuando uno ha estado en el agua, jadeante (pero pálido). Se acerca despacio hacia su Jesús.
Parece una sombra deslizándose por el arrecife escabroso. Se detiene a poca distancia. Observa a Jesús... No se mueve. Parece una peña añadida al peñasco. La túnica oscura lo anula aún más; sólo la cara y las piernas y los brazos desnudos son un poco visibles en la sombra nocturna.
Pero cuando, más que verlo lo oye llorar a Jesús, entonces no resiste más, y se acerca, hasta llamarlo:
-¡Maestro!
Jesús oye el susurro y alza la cabeza; con ademán de huir, se recoge el manto.
Pero Juan grita:
-¿Qué te han hecho, Maestro, para que ya no conozcas a Juan?
Y Jesús reconoce a su Predilecto. Tiende sus brazos hacia él y Juan se arroja a ellos. Los dos lloran, por dos dolores distintos y un único amor.
Pero luego el llanto se calma y Jesús es el primero que recupera la neta percepción visual de las cosas. Oye y ve a Juan semidesnudo, con la túnica húmeda, las carnes heladas, descalzo.
-¿Cómo estás aquí, en este estado? ¿Por qué no estás con los demás?
-No me reprendas, Maestro. No podía estar... No podía dejarte irte... Me he quitado la ropa, todo menos esto, y me he echado a nadar; he regresado a Tariquea nadando; de allí, por la orilla, corriendo, hasta el puente; y luego más, más, detrás de ti; y me he quedado escondido en el foso que hay junto a la casa, preparado para auxiliarte, atento, al menos, para saber si te raptaban, si te hacían algún mal. Y he oído muchas voces que disputaban y luego te he visto a ti pasando veloz por delante de mí. Parecías un ángel.
Por seguirte sin perderte de vista, me he caído en hoyos y aguazales y estoy lleno de barro. Te habré manchado el vestido... Desde que has llegado aquí estaba mirándote...
¿Llorabas?... ¿Qué te han hecho, mi Señor? ¿Te han insultado? ¿Te han pegado?
-No. Me querían hacer rey. ¡Un pobre rey, Juan! Y muchos querían hacerlo con buena fe, por verdadero amor, con finalidad buena... La mayoría... para poderme denunciar y deshacerse de mí...
-¿Quiénes son éstos?
-No lo preguntes.
-¿Y los otros?
-Ni siquiera preguntes el nombre de éstos. No debes odiar ni criticar... Yo perdono...
-Maestro... ¿había discípulos?... Dime sólo esto.
-Sí.
-¿Y apóstoles?
-No, Juan. Ningún apóstol.
-¿Verdaderamente, Señor?
-Verdaderamente, Juan.
-¡Ah, alabado sea Dios por ello!... Pero, ¿por qué lloras todavía, Señor? Yo estoy contigo. Te amo por todos. Y también Pedro, y Andrés y los otros... Cuando han visto que me echaba al lago me han dicho que estaba loco, y Pedro estaba furioso, y mi hermano decía que quería morir en los remolinos. Pero luego han comprendido y me han gritado:
"Que Dios te acompañe. Ve. Ve...". Nosotros te amamos. Pero ninguno como este pobre niño que soy yo.
-Sí. Ninguno como tú. ¡Tienes frío, Juan! Ven aquí, debajo de mi manto...
-No, a tus pies, así... ¡Maestro mío! ¿Por qué no te aman todos como este pobre niño que soy yo?
Jesús se sienta a su lado y lo arrima contra su corazón.
-Porque no tienen tu corazón de niño...
-¿Te querían hacer rey? ¿Pero no han comprendido todavía que tu Reino no es de esta Tierra?
-¡No han comprendido!
-Sin decir nombres, cuenta, Señor...
-¿Pero no vas a decir lo que te diga?
-Si no quieres, Señor, no lo diré...
-Lo dirás solamente cuando los hombres quieran mostrarme como un común líder del pueblo. Un día esto llegará. Y tú estarás. Habrás de decir: "Él no fue rey de la Tierra porque no quiso. Porque su Reino no era de este mundo. Era el Hijo de Dios, el Verbo encarnado, y no podía aceptar lo que es terreno.
Quiso venir al mundo y vestirse de carne para redimir los cuerpos y las almas y al mundo, pero no se sometió a las pompas del mundo y a los fomes del pecado, y en Él no hubo nada carnal ni mundano. La Luz no se recubrió de Tinieblas, el Infinito no aceptó cosas finitas; sino que de las criaturas limitadas por la carne y el pecado hizo criaturas que fueran más iguales a Él.
Llevó a los que creyeron en Él a la regalidad verdadera e instauró su Reino en los corazones, antes de instaurarlo en los Cielos, donde será completo y eterno con todos los salvados". Dirás esto, Juan, a quien pretenda verme enteramente humano, a quien pretenda verme enteramente espíritu, a quien niegue que Yo haya padecido la tentación... y el dolor... Dirás a los hombres que el Redentor lloró... y que ellos, los hombres, han sido redimidos también por mi llanto...
-Sí, Señor. ¡Cómo sufres, Jesús!...
-¡Cómo redimo! Pero tú me eres consuelo en mi sufrimiento. Al rayar el día nos marcharemos de aquí. Encontraremos una barca. ¿Crees, si digo que podremos ir sin remos?
-Creería aunque dijeras que iremos sin barca...
Permanecen abrazados, envueltos en el único manto de Jesús. Y Juan, con el calorcito, acaba durmiéndose, cansado, como un niño entre los brazos de su mamá.
Dice Jesús (a María Valtorta):
-Esta página evangélica, desconocida y tan ilustrativa, tan ilustrativa, ha sido dada para los rectos de corazón. Juan, al escribir después de muchos lustros su Evangelio, hace una breve alusión a este hecho.
(Una brece alusión a este hecho es la de Juan 6, l4-l5, puesta al final del episodio de la primera multiplicación de los panes, que ocupa los precedentes versículos l-l3.
La multiplicación de los panes no fue contemporánea del intento de proclamar a Jesús rey, pero sirvió para suscitar la idea; tanto, que el evangelista une en la narración esos dos hechos, distantes en el tiempo)
Obediente al deseo de su Maestro, cuya naturaleza divina ilustra más que ningún otro evangelista, descubre a los hombres este detalle ignorado, y lo descubre con esa discreción virginal suya que envolvía todas sus acciones y palabras con pudor humilde y reservado.
Juan, mi confidente de los hechos más graves de mi vida, nunca se engalanó pomposamente con estos beneficios míos.
Antes al contrario -leed bien-, parece sufrir cuando los revela, y parece decir; "Debo decir esto porque es una verdad que exalta a mi Señor, pero os pido perdón de tenerme que mostrar como el único que la sabe", y con palabras concisas alude al detalle que sólo él conoce.
Leed el primer capítulo de su Evangelio, donde narra su encuentro conmigo: “Juan el Bautista se hallaba de nuevo con dos discípulos suyos... Los dos discípulos, oídas estas palabras... Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído las palabras de Juan y habían seguido a Jesús. El primero con que se topó Andrés...". Él no se nombra; es más, se cela tras Andrés, al que pone de relieve.
En Caná estaba conmigo, y dice: “Jesús estaba con sus discípulos... y sus discípulos creyeron en Él". Eran los otros los que tenían necesidad de creer. Él ya creía. Pero se unifica con los otros, cual criatura que necesitara ver milagros para creer.
Testigo de la primera expulsión de los mercaderes del Templo, y del coloquio con Nicodemo, del episodio de la
Samaritana, nunca dice: "Yo estaba allí", sino que conserva la línea de conducta que había tomado en Caná, y dice: "Sus discípulos" incluso cuando estaba él sólo o él y otro más. Y así continúa, no nombrándose nunca, antes al contrario, poniendo siempre delante a sus compañeros, cual si él no hubiera sido el más fiel, el siempre fiel, el perfectamente fiel.
Recordad la delicadeza con que alude al episodio de la Cena, del cual resulta que él era el predilecto, reconocido como tal también por los demás, que a él recurren cuando quieren saber los secretos del Maestro: “Así pues, empezaron los discípulos a mirarse unos a otros, no sabiendo a quién aludía el Maestro. Estaba uno de ellos, el predilecto de Jesús, recostado en el pecho
de Jesús. A éste le hizo una señal Simón Pedro y le preguntó: “¿De quién habla?'. Y aquél, estando recostado en el pecho de Jesús, le preguntó a Él: “¿Y quién es, Señor?”
Ni siquiera se nombra como llamado en el Getsemaní con Pedro y Santiago. Ni siquiera dice: "Yo seguí al Señor". Dice: "Le siguió Simón Pedro y otro discípulo; y este otro, siendo conocido por el Pontífice, entró con Jesús en el atrio del Pontíϳ̨ϛϩ̪̣ Sin Juan Yo no habría tenido el consuelo de verlos a él y a Pedro en las primeras horas de ta captura. Pero Juan no se jacta de ello.
Fue uno de los personajes principales en las horas de la Pasión, el único apóstol que en ella estuvo siempre presente, amorosamente, compasivamente, heroicamente presente junto a Cristo, junto a la Madre, frente a una Jerusalén desatada... y calla su nombre incluso en ese episodio especialmente importante de la Crucifixión y de las palabras del Moribundo: "Mujer, ahí tienes a tu hijo",
"Ahí tienes a tu madre". Es el "discípulo", el sin nombre, sin otro nombre aparte del que, tras haber constituido su vocación, constituye su gloria: "el discípulo".
No se exalta siquiera después de haber recibido el honor de ser el "hijo" de la Madre de Dios, y en la Resurrección dice todavía: "Pedro y el otro discípulo (a los que María de Lázaro había hablado del sepulcro vacío) salieron y fueron... Corrían... pero aquel otro discípulo corrió más que Pedro y llegó antes y, agachándose, vio... pero no entró...". ¡Hechura de delicada humildad! Él, el predilecto, el fiel, deja que Pedro -pecador por cobardía, pero cabeza-entre antes. No lo juzga. Es su Pontífice.
Antes al contrario, lo socorre con su santidad porque también los que son "cabeza" pueden ser apoyados por sus súbditos; es más, tienen necesidad de ellos como apoyo.
¡Cuántos súbditos son mejores que sus "jefes"! ¡No neguéis nunca vuestra piedad, oh súbditos santos, a los "jefes" que se pliegan bajo el peso que no saben llevar, o a aquellos a los que el humo del honor produce ceguera y embriaguez! ¡Sed, oh súbditos santos, los cirineos de vuestros Superiores; sed -sé, mi pequeño Juan, porque te hablo a ti para todos esos “Juanes" que se adelantan corriendo y guían a los "Pedros", y luego se detienen dejándolos entrar, por respeto a su cargo, y que -¡oh obra maestra de humildad!-, y que, para no humillar a los "Pedros" que no saben comprender y creer, llegan al punto de dar de sí una imagen, y dejar creerlo, de que también
ellos como los "Pedros" son tardos e incrédulos!
Leed el último episodio del lago de Tiberíades. Es también Juan el que, repitiendo el acto de otras veces, reconoce al Señor en el Hombre que está en pie en la orilla y, después de haber compartido juntos el alimento, ante la pregunta de Pedro: "¿Y de éste que será? es siempre "el
discípulo", nada más.
Por lo que a él respecta, se anonada. Mas cuando debe decirse algo que haga resplandecer con luz cada vez más divina al Verbo de Dios Encarnado, ¡ah! entonces Juan alza los velos y revela un secreto.
En el sexto capítulo del Evangelio dice: "Dándose cuenta de que querían apoderarse de Él para hacerlo rey, huyó de nuevo solo al monte".
Y esta hora del Cristo es comunicada a los creyentes para que sepan que múltiples y complejas fueron las tentaciones y las luchas intentadas contra Él en sus distintas características de Hombre, Maestro, Mesías, Redentor, Rey, y que los hombres y Satanás -el eterno instigador de los hombres-no le evitaron ninguna insidia a Cristo, para rebajarlo, abatirlo, destruirlo. Contra el Hombre, contra el eterno Sacerdote, contra el Maestro, contra el Señor arremetieron las malicias satánicas y humanas, enmascaradas bajo los pretextos más aceptables como buenos; y todas las pasiones del ciudadano, del patriota, del hijo, del hombre, fueron hurgadas o tentadas para descubrir un punto débil que sirviera de fulcro.
¡Oh, hijos míos que no reflexionáis más que en la tentación inicial y en la última, y que de mis fatigas de Redentor os parecen "fatigas" sólo las últimas, y dolorosas sólo las últimas horas, y amargas y desengañadoras sólo las últimas experiencias, poneos sólo una hora en mi lugar, pensad que es a vosotros a quienes se os propone la paz con los coterráneos, su ayuda, la posibilidad de llevar a cabo el necesario acrisolamiento para hacer santo al País amado, las posibilidades de restaurar, de reunir a los diseminados miembros de Israel, de acabar con el dolor, con la servidumbre, con el sacrilegio! Y no digo: poneos en mi lugar pensando en vosotros como destinatarios de una corona que se os ofrece.
Digo sólo que tengáis mi Corazón de Hombre durante una hora, y que penséis en cómo habríais salido de esta seductora propuesta. ¿Como triunfadores fieles a la divina Idea, o, más bien, como vencidos? ¿Habríais salido de ella más santos y espirituales que nunca, u os habríais destruido a vosotros mismos adhiriéndoos a la tentación o cediendo a las amenazas? ¿Y con qué corazón habríais salido de ella, tras haber constatado hasta qué punto Satanás usaba sus armas para herirme en la misión y en los sentimientos, llevándome a los discípulos buenos por un camino desviado, poniéndome en estado de lucha abierta con los enemigos, en ese momento ya desenmascarados, agresivos ahora por haber sido descubiertas sus arterías?
No estéis ahí con el compás y la medida pequeña, con el microscopio y la ciencia humana; no andéis ahí midiendo, comparando, refutando, con pedantes razonamientos de escriba, sobre si Juan habló con exactitud y hasta qué punto es verdad esto o aquello. No superpongáis la frase de Juan y el episodio dado ayer, para ver si los contornos coinciden.
Ni erró Juan por debilidad senil, ni ha errado el pequeño Juan (María Valtorta) por debilidad de enferma. Éste ha dicho lo que ha visto. Juan, el grande, pasados muchos lustros después del episodio, narró lo que sabía y, con fina concatenación de lugares y hechos, reveló el secreto que sólo él conocía de cuando intentaron, no sin malicia, coronar a Cristo.
En Tariquea, después de la primera multiplicación de los panes, surge en el pueblo la idea de hacer del Rabí nazareno el rey de Israel. Están presentes Manahén, el escriba y otros muchos que, aún imperfectos en el espíritu pero honestos de corazón, recogen la idea y la apoyan para dar honor al Maestro, para acabar con la lucha injusta contra Él, por error en la interpretación de las Escrituras, un error difundido por todo Israel cegado por sueños de humana regalidad y por esperanzas de santificar a la Patria contaminada por muchas cosas.
Muchos, como era natural, se adhieren simplemente a la idea. Muchos fingen subrepticiamente su adhesión para perjudicarme. Unidos estos últimos por el odio contra mí, olvidan sus odios de casta, que los habían mantenido siempre separados, y se alían para tentarme, para poder dar después una apariencia legal al delito que ya sus corazones habían decidido. Esperan en una debilidad mía, en un orgullo mío.
El orgullo y la debilidad, con consiguiente aceptación de la corona que me ofrecían, darían una justificación a las acusaciones que querían lanzar contra mí. Y después... después ello serviría para dar la paz a su espíritu engañoso atrapado por los remordimientos, porque se dirían a sí mismos, esperando poder creerlo: "Roma, no nosotros, ha castigado al Nazareno revoltoso". La eliminación legal de su Enemigo (enemigo era para ellos su Salvador)...
Aquí están las razones de la proclamación que intentaron. Aquí está la clave de los odios, más fuertes, que siguieron. Aquí tenéis, en fin, la alta lección de Cristo.
¿La comprendéis? Es lección de humildad, de justicia, de obediencia, de fortaleza, de prudencia, de fidelidad, de perdón, de paciencia, de vigilancia, de saber soportar, respecto a Dios, respecto a la propia misión, respecto a los amigos, respecto a los ingenuos, respecto a los enemigos, respecto a Satanás, respecto a los hombres que de éste son instrumentos de tentación, respecto a las cosas, respecto a las ideas. Todo debe ser contemplado, aceptado, rechazado, amado o no, mirando al fin santo del hombre: el Cielo, la voluntad de Dios.
Pequeño Juan. Ésta fue una de las horas de Satanás para mí. Y como las tuvo el Cristo las tienen los pequeños Cristos. Es necesario sufrirlas y superarlas, sin soberbias ni desconfianzas. No carecen de finalidad, de finalidad buena.
Pero no temas, porque Dios, durante estas horas, no abandona, sino que sujeta al que es fiel. Y, luego, desciende el Amor para hacer reyes a los fieles. Y, posteriormente, acabada la hora de la Tierra, suben los fieles al Reino, en paz para siempre, victoriosos para siempre...
Mi paz, pequeño Juan coronado de espinas. Mi paz...