308- Curación del hijo de Simón de Alfeo. Margziam es el primero de los niños discípulos
Jesús, con Simón Zelote y Margziam, atraviesa Nazaret en dirección a la campiña que separa Nazaret de Caná.
Atraviesa esta ciudad suya incrédula y hostil, precisamente por las calles del centro y cortando oblicuamente la plaza del mercado, llena de gente en esa hora matutina.
Muchos se vuelven a mirarlo; algún nazareno -pocos -lo saluda; las mujeres, especialmente las ancianas; le sonríen; pero, aparte de algún que otro niño, ninguno se acerca a El. Un murmullo le sigue cuando termina de pasar. Jesús ve todo, pero hace como si no viera. Habla con Simón, o con el niño, que va entre los dos hombres, y sigue por su camino.
Ya han llegado a las últimas casas. A la puerta de una de éstas hay una mujer de unos cuarenta años. Parece esperar a alguien. Al ver a Jesús hace ademán de moverse, luego se queda quieta e inclina la cabeza ruborizándose.
-Es una pariente mía, la mujer de Simón de Alfeo -dice Jesús al apóstol.
La mujer parece incómoda, en lucha con un fuerte contraste de sentimientos. Cambia de color, alza y baja los ojos, todo su rostro expresa un deseo de hablar, contenido por algún motivo.
-Paz a ti, Salomé -saluda Jesús, que ha llegado a la altura de ella. La mujer lo mira como asombrada de la afectuosidad que hay en la voz de su Pariente, y, ruborizándose más todavía, responde:
-Paz i...
Un nudo de llanto le impide concluir la frase. Se tapa la cara con un brazo doblado y llora acongojadamente, contra la jamba de la puerta de su casa.
-¿Por qué lloras así, Salomé? ¿No puedo hacer nada para consolarte? Ven aquí, detrás de esta esquina, y dime qué te pasa... -y, tomándola por un codo, la conduce a una callejuela estrecha que hay entre su casa y el huerto de otra casa. Simón y Margziam, que está todo asombrado, se quedan a la entrada de aquélla.
-¿Qué te pasa, Salomé? Sabes que siempre te he querido. Os he querido siempre. A todos. Y os quiero. Debes creerlo y tener, por tanto, confianza...
El llanto se detiene a intervalos como para escuchar esas palabras y comprender su verdadero significado. Luego vuelve con más fuerza, entrecortado con palabras quebradas: -Tú sí... Nosotros... Yo no... Ni tampoco Simón... Pero él es más necio que yo... Yo le decía... "Llama a Jesús"... Pero tenemos la oposición de todo un pueblo... Tú... yo... y mi hijo...
Habiendo tocado el punto trágico, el llanto se hace también trágico. La mujer se contorsiona y gime, Mientras se golpea la cara como en un delirio de dolor.
Jesús le coge las manos y dice:
-No hagas esto. Estoy aquí para consolarte. Habla. Haré todo...
La mujer lo mira con unos ojos desorbitados por el estupor y el dolor. Pero la esperanza le da fuerzas para hablar, para hablar incluso con orden:
-¿Aunque Simón sea reprobable, usarás misericordia conmigo? ¿Sí?... ¡Oh, Jesús que a todos salvas! ¡Mi hijo! ¡Alfeo, el último, está mal... se está muriendo! Tú amabas a Alfeo. Le tallabas juguetes de madera... Lo alzabas para que cogiera uvas e higos de tu huerta... y, antes de marcharte para... para ir por el mundo, ya le enseñabas muchas cosas buenas... Ahora no podrías hacerlo... Está como muerto... Ya no volverá a comer ni uvas ni higos. Ya no aprenderá nada más... -y llora fuertemente.
-Salomé, cálmate. Dime qué le pasa.
-Su vientre está muy enfermo. Ha estado muchos días gritando, con dolores atroces, delirando. Ahora ya no dice nada. Está como si hubiera recibido un golpe en la cabeza.
Gime, pero no responde. Ni siquiera se da cuenta de sus gemidos. Está violáceo. Se está poniendo frío. Hace muchos días que le suplico a Simón que vaya a ti. Pero...
¡oh!... Lo he amado siempre, pero ahora lo odio, porque es un estúpido, que por una idea estúpida permite que muera mi hijo. Pero, cuando se muera, me voy. A mi casa. Con mis otros hijos. No es capaz de ser padre en el momento necesario. Protejo a mis hijos. Me voy. Sí. Que la gente diga lo que quiera. Me voy.
-No digas eso. Abandona inmediatamente este pensamiento de venganza.
-De justicia. Me rebelo. ¿Ves? Te he esperado yo, porque ninguno te decía: "Ven". Te lo digo yo. Pero he tenido que hacerlo como si fuera una mala acción. Y no te puedo decir: "Entra", porque en casa están los de José y...
-No es necesario. ¿Me prometes que perdonarás a Simón?, ¿que serás siempre una buena esposa? Si me lo prometes, te digo: "Entra en casa, que tu hijo te sonreirá curado". ¿Eres capaz de creer esto?
-Yo creo en ti. Creo, aunque sea contra todo el mundo.
-¿Y, de la misma forma que tienes fe, eres capaz de perdonar?
-… ¿Pero verdaderamente me lo vas a curar?
-No sólo eso. Te prometo que cesará la vacilación de Simón respecto a mí, y que el pequeño Alfeo, y con él tus otros hijos y tú misma, con tu esposo y padre de tus hijos, volveréis a mi casa. María te menciona muchas veces...
-¡Oh! ¡María! ¡María! Estaba ella cuando Alfeo nació... Sí, Jesús. Perdonaré. No le diré nada... No, es más, le diré: "Mira cómo responde Jesús a tu comportamiento: te rescata un hijo". ¡Puedo decir esto?
-Lo puedes decir... Ve, Salomé. Ve. No llores más. Adiós. Paz a ti, buena Salomé. Ve. Ve.
La acompaña de nuevo a la puerta. La mira mientras entra. Sonríe al ver que por el ansia que la invade se echa a correr por el vestíbulo, sin cerrar siquiera la puerta; y la entorna Él, lentamente, hasta cerrarla del todo.
Se vuelve a sus dos y dice:
-Y ahora vamos a donde teníamos que ir...
-¿Crees que Simón se convertirá? -pregunta el Zelote.
-No es una persona infiel. Sólo es uno que se deja dominar por el más fuerte.
-¡Pues entonces! ¡Más fuerte que el milagro!...
-Como ves, tú te das la respuesta... Estoy contento de haber salvado al niño. Lo vi cuando tenía sólo unas pocas horas. Siempre me ha querido mucho...
-¡Cómo te quiero yo? ¿Se va a hacer discípulo? -pregunta Margziam, interesado y un poco incrédulo de que uno pueda amar a Jesús como lo ama él.
-Tú me quieres como niño y como discípulo. Alfeo me quería sólo como niño. Pero más adelante me querrá también como discípulo. Pero ahora es muy niño. Está para cumplir ocho años. Lo verás.
-¿Entonces, niño y discípulo soy sólo yo?
-Por ahora tú sólo. Eres el adalid de los niños discípulos. Cuando seas hombre plenamente maduro, acuérdate de que supiste no peor que los hombres ser discípulo; abre, pues, los brazos a todos los niños que vayan a ti buscándome a Mí diciendo:
“Quiero ser discípulo de Cristo". ¿Lo vas a hacer?
Lo haré» promete serio Margziam... Los campos abiertos, llenos de sol, ya los rodean, y ellos se me alejan bajo el sol...