251- A los pescadores siro-fenicios: la parábola del minero perseverante. Hermasteo de Ascalón              
            
             Son las  primeras horas de la mañana cuando Jesús llega a una ciudad de mar. Está ante  ella. Cuatro barcas siguen a la suya. 
             La ciudad se  adentra en el mar de una forma extraña, como si estuviera construida en un  istmo, o, más exactamente, como si un estrecho istmo uniera sus dos partes: la  que penetra completamente en el mar y la que se extiende sobre la orilla. 
               
               Vista desde  el mar, parece un enorme hongo (acostada su cabeza en las olas, hincada su base  en la costa y como pie el istmo). A los lados del istmo, dos puertos: uno, el  que mira a septentrión, menos cerrado, está lleno de embarcaciones pequeñas; el  otro, situado al Sur, mucho más protegido, está lleno de naves grandes, que  llegan o zarpan. 
               
               -Hay que ir  allá -dice Isaac señalando hacia el puerto de las embarcaciones pequeñas -Allí  están los pescadores. 
             Costean la  isla y veo que el istmo es artificial, una especie de dique ciclópeo que une la  islita con tierra firme. ¡En aquellos tiempos construía sin tacañerías! Deduzco  de esta obra y del número de aves que hay en los puertos que la ciudad era muy  rica y comercialmente muy activa. Detrás de la ciudad, tras una zona de  llanura, hay algunas colinas bajas y de gracioso aspecto. En la lejanía se  pueden ver el gran Hermón y la cadena libanesa. Deduzco también que esta es una  de las ciudades que veía desde el Líbano. 
             La barca de  Jesús, entretanto, está llegando al puerto septentrional, a la rada del puerto  (no atraca, sino que se mueve lentamente, con los remos hacia adelante y hacia  atrás, hasta que Isaac ve a los que buscaba y los llama gritando). 
               
               Se acercan  dos bonitas barcas de pesca. Los pescadores se inclinan hacia las barcas más  pequeñas de los discípulos. 
               -El Maestro  está con nosotros, amigos. Venid, si queréis oír su palabra. Esta misma tarde  vuelve a Sicaminón -dice Isaac. 
               -Enseguida.  ¿A dónde vamos? 
             -A un lugar  tranquilo. El Maestro no baja a Tiro, ni a la ciudad de tierra firme. Hablará  desde la barca. Elegid un sitio que esté a la sombra y protegido. 
               -Venid hacia  las rocas, detrás de nosotros. Allí hay ensenadas tranquilas y con sombra.  Podréis incluso bajar a tierra. 
               
               Y van a una  concavidad del arrecife, más al Norte. La pared rocosa, cortada a pico, protege  del sol. Es un lugar solitario, sólo poblado de gaviotas y torcazos que salen  para hacer sus incursiones en el mar y vuelven emitiendo fuertes gritos a sus  nidos de la roca. Pero, en esto, otras pequeñas embarcaciones se han ido  uniendo a las que van en cabeza, de manera que forman ya una minúscula  flotilla. En el fondo de este pequeñísimo golfo hay una insignificancia de  playa, verdaderamente una insignificancia, una pequeña explanada pedregosa;  pero un centenar de personas sí que cabe. 
               
               Bajan  sirviéndose de un escollo ancho y liso que, cual si fuera un espigón natural,  sobresale de las aguas profundas, y se colocan en la playita pedregosa y  brillante de sal. Son hombres morenos, enjutos, tostados por el sol y el mar.  Llevan cortas túnicas que dejan descubiertas las extremidades ágiles y  delgadas. Es muy visible la diversidad de la raza respecto a los judíos  presentes (diversidad que se ve menos respecto a los galileos). Yo diría que  estos siro-fenicios asemejan más a los filisteos lejanos-que a los pueblos  cercanos; al menos estos que veo yo. 
             Jesús se  pone pegando a la pared rocosa y empieza a hablar. 
               
               -Se lee en  el libro de los Reyes cómo el Señor mandó a Elías que fuera a Sarepta de los  Sidones durante la sequía y carestía que afligieron a la Tierra durante más de  tres años. No es que al Señor le faltaran recursos para dar el necesario  sustento a su profeta en todos los lugares. No lo envió a Sarepta porque en  esta ciudad abundasen los alimentos; es más, allí la gente ya moría de hambre.  ¿Por qué, entonces, Dios mandó a Elías tesbita? 
             Había en  Sarepta una mujer de corazón recto, viuda y santa, madre de un niño, pobre y  sola, la cual, a pesar de todo, no se rebelaba contra el tremendo castigo, ni  se mostraba egoísta padeciendo el hambre, ni era desobediente. Dios quiso  agraciarla con tres milagros: uno por el agua que ofreció al sediento; otro por  el panecillo cocido bajo la brasa, cuando ella no tenía sino un puñado de  harina; otro por la hospitalidad que ofreció al profeta. Le dio pan y aceite,  la vida de su hijo y el conocimiento de la palabra de Dios. 
             Así podéis  ver cómo un acto de caridad no sólo sacia el cuerpo y aleja el dolor de la  muerte, sino que también instruye al alma en la sabiduría del Señor. Vosotros  habéis ofrecido alojamiento a los siervos del Señor y Él os da la palabra de la  Sabiduría. He aquí, entonces, que a este lugar donde no viene la palabra del  Señor una buena acción la trae. Os puedo comparar con aquella única mujer de  Sarepta que recibió al profeta; vosotros aquí también sois los únicos que  recibís al Profeta, porque, si hubiera bajado a la ciudad, los ricos, los  poderosos, no me habrían recibido, y los atareados comerciantes y marineros de  las naves no me habrían hecho caso, y mi venida aquí habría resultado ineficaz. 
             Yo ahora os  dejaré, y diréis: "Pero, ¿qué somos nosotros? Un puñado de hombres. ¿Qué  poseemos? Una gota de sabiduría". Pues bien, no obstante, os digo:  "Os dejo con el encargo de anunciar la hora del Redentor". Os dejo,  repitiendo las palabras de Elías profeta: ̪El ánfora de la harina no se agotará, el aceite no  disminuirá hasta que venga quien lo distribuya con mayor abundancia". 
             Ya lo habéis  hecho. Porque aquí hay fenicios mezclados con vosotros de allende el Carmelo.  Señal es de que habéis hablado como se os habló a vosotros. Como podéis ver el  puñado de harina y la gota de aceite no se han agotado, sino que han aumentado  cada vez más. Seguid haciendo que aumente. Y si os parece extraño el que Dios  os haya elegido para esta obra, porque no os sintáis capaces de llevarla a  cabo, pronunciad la palabra de la profunda confianza: "Me fiaré de tu  palabra y haré lo que dices". 
               -Maestro,  ¿cómo tenemos que comportarnos con estos paganos? A éstos los conocemos por la  pesca. Nos une a ellos el trabajo, que es el mismo. Pero, ¿los otros? -pregunta  un pescador de Israel. 
             -Dices que  participáis del mismo trabajo y ello os une. ¿Y no debería uniros un origen  común? Dios ha creado tanto a los israelitas como a los fenicios. Los de la  llanura de Sarón o los de la Alta Judea no difieren de los de esta costa. El  Paraíso fue hecho para todos los hijos del hombre, y el Hijo del hombre viene  para llevar al Paraíso a todos los hombres. La finalidad es conquistar el Cielo  y alegrar al Padre. Caminad, pues, por el mismo camino y amaos espiritualmente  de la misma forma que os amáis por razones de trabajo. 
               
               -Isaac nos  ha dicho muchas cosas. Pero quisiéramos saber más. 
               
               -¿Es posible  tener a un discípulo para nosotros, tan lejos como estamos? 
               -Mándales a  Juan de Endor, Maestro. Vale mucho, y además está acostumbrado a vivir entre  paganos -sugiere Judas de Keriot. 
               
               -No. Juan  estará con nosotros -responde resueltamente Jesús. Y luego, volviéndose a los  pescadores: « ¿Cuándo termina la pesca de la púrpura?». 
               
               -Con las  borrascas de otoño. Después el mar está demasiado agitado aquí. 
               
               -¿Volveréis  entonces a Sicaminón? 
               -Allí y a  Cesárea. Abastecemos mucho a los romanos. 
               -Entonces  podréis encontraros con los discípulos. Mientras tanto perseverad. 
               -A bordo de  mi barca hay uno que yo no quería que viniera pero que se presentó en tu  nombre, casi. 
               -¿Quién es? 
               
               -Un joven  pescador de Ascalón. 
               -Dile que  baje y que venga. 
               El hombre  sube a su barca, y vuelve con un jovenzuelo al que se ve más bien azarado por  ser objeto de tanta atención. 
               
               El apóstol Juan  lo reconoce. 
               -Es uno de  los que nos dieron el pescado, Maestro -y se levanta a saludarlo -¿Entonces has  venido, ¡eh! Hermasteo? ¿Tú aquí? ¿Vienes solo? 
               
               -Sí, solo.  En Cafarnaúm sentí vergüenza... Me quedé en la orilla, esperando... 
               -¿Qué  esperabas? 
               -Ver a tu  Maestro. 
               
               -¿No es  todavía el tuyo? ¿Por qué, amigo, eludes la decisión todavía? Ve a la Luz, que  te está esperando. Mira cómo te observa y sonríe. 
               -¿Cómo podrá  soportarme? 
               -Maestro,  ven un momento. 
               Jesús se  alza y va donde Juan. 
             -No se atreve  porque es extranjero. 
               -Para mí no  hay extranjeros. ¿Y tus compañeros? ¿No erais muchos?... No te azares. Tú eres  el único que ha sabido perseverar. Pero, aunque sea por ti sólo, me siento  feliz. Ven conmigo. 
               
               Jesús vuelve  con su nueva conquista a donde estaba. 
               -A éste sí  que se lo vamos a dar a Juan de Endor -dice a Judas Iscariote. Y se pone a  hablarles a todos. 
               Un grupo de  excavadores bajaron a una mina en que sabían que había tesoros, que, de todas  formas, estaban muy escondidos en las entrañas del suelo. Y empezaron a  excavar. Pero el terreno era duro y el trabajo fatigoso. 
               
               Muchos se cansaron y,  arrojando los picos, se marcharon. Otros se burlaron del responsable del equipo  de obreros, casi tratándolo como a un estúpido. Otros imprecaron contra el estado  en que se encontraban, contra el trabajo, contra la tierra, contra el metal, y,  airadamente, golpearon las entrañas de la tierra y fragmentaron el filón en  inservibles partículas, y, luego, visto que en vez de obtener ganancias no  habían hecho sino daño, se marcharon también. 
               
               Se quedó  solo el más perseverante. Con delicadeza trató los estratos de la tenaz tierra  para perforarla sin hacer daños, hizo una serie de catas, siguió en  profundidad, excavó... A1 final quedó al descubierto un espléndido filón  precioso. La perseverancia del minero fue premiada y con el metal precioso que  descubrió pudo obtener muchos trabajos y conquistar mucha gloria y muchos  clientes, porque todos querían de ese metal que solamente la perseverancia  había sabido encontrar donde los otros holgazanes o iracundos no habían  obtenido nada. 
               
               Mas el oro  hallado, para que sea bonito hasta el punto de que sirva para el orfebre, debe  a su vez perseverar en su voluntad de dejarse trabajar. Si el oro, después del  primer trabajo de excavación, no quisiera ya volver a sufrir penas, no pasaría  de ser un metal en bruto no elaborable. Así pues, podéis ver cómo no basta el  primer entusiasmo para tener éxito, ni como apóstoles, ni como discípulos, ni  como fieles. Es necesario perseverar. 
               
               Eran muchos  los compañeros de Hermasteo; por efecto del primer entusiasmo, todos habían  prometido venir. Sólo él ha venido. Muchos son mis discípulos, y más lo serán.  Pero sólo la tercera parte de la mitad sabrán serlo hasta el final. Perseverar;  es la gran palabra; para todas las cosas buenas. 
             
               ¿Cuando  echáis el trasmallo para conseguir las conchas de la púrpura, lo hacéis una  sola vez? No. Lo hacéis una y otra vez y otra, durante horas, días, meses, ya  incluso con la idea de volver al año siguiente al mismo sitio... porque ello os  da pan y bienestar a vosotros y a vuestras familias. Pues bien, siendo esto  así, ¿os comportaréis de forma distinta en las cosas más grandes, como son los  intereses de Dios y de vuestras almas, si sois fieles; vuestras y de vuestros hermanos,  si sois discípulos? En verdad os digo que para conseguir la púrpura de las  vestiduras eternas es necesario perseverar hasta el final. 
               
               Y ahora  estemos aquí como buenos amigos hasta la hora de volver. Así nos conoceremos  mejor y nos será fácil reconocernos unos a otros... 
             Y se dispersan por la pequeña ensenada peñascosa. Y  cuecen mejillones y cangrejos arrebatados a los escollos, o peces pescados con  pequeñas redes. Y duermen en lechos de algas secas, dentro de cavernas abiertas  en la costa rocosa por los terremotos o las olas. Y el cielo y el mar son un  azul cegador que se besa en el horizonte; las gaviotas, continuo carrusel de  vuelos, del mar a los nidos, con gritos y batir de alas, únicas voces que,  junto con el chapoteo de las olas, hablan en esta hora de bochorno estivo.