191- El sábado en Esdrelón. El pequeño Yabés. Parábola del rico Epulón               
            
             -Entrega a  Miqueas la cantidad de dinero suficiente para que mañana pueda restituir lo que  hoy ha pedido prestado a los campesinos de esta zona -dice Jesús a Judas  Iscariote, que es quien, generalmente, administra los... bienes comunes. 
             Luego llama  a Andrés y a Juan y los manda a dos puntos desde donde se puede ver el camino,  o los caminos, que vienen de Yizreel; luego, a Pedro y a Simón, y les dice que  salgan al encuentro de los campesinos de Doras, con la indicación de detenerlos  en la divisoria de las dos propiedades; finalmente, dice a Santiago y a Judas: 
             -Coged las  provisiones y venid. 
             Los siguen  los campesinos de Jocanán, mujeres, hombres y niños; los hombres llevan dos  pequeñas ánforas -bueno, pequeñas es un decir -que deben estar llenas de vino  hasta los bordes; más que ánforas, son tinajas y contendrán, más o menos, sus  buenos diez litros cada una (ruego también esta vez que no se tomen mis medidas  por artículo de fe). 
               
               Caminan hasta donde una espesa viña señala el límite de la  propiedad de Jocanán; más allá, adyacente, hay una ancha zanja que mantienen  siempre llena de agua (¡a saber con cuánto trabajo!). 
               
               -¿Ves? Jocanán ha litigado con Doras por esto. Jocanán decía: "Esta  completa devastación es culpa de tu padre. Si no quería adorarlo, al menos  debía haberle temido y no provocarlo". Y Doras -parecía un demonio gritaba: “¡Has salvado tus tierras por esta zanja! Los insectos no la han atravesado...". Y  Jocanán decía: "¿Y entonces cómo es que ahora sufres toda esta devastación  mientras que antes tus campos eran los mejores de Esdrelón? Créeme, es el  castigo de Dios; habéis sobrepasado la medida. ¿Esta agua?... 
               
               Siempre ha estado  aquí; no es el agua lo que me ha salvado". Y Doras gritaba: "¡Esto  prueba que Jesús es un demonio!". "¡Es un justo!" gritaba  Jocanán. Y así fueron caminando un trecho, mientras les quedó resuello. Luego  Jocanán, gastando mucho, hizo derivar un ramal del torrente y cavar para buscar  más agua en el subsuelo y hacer todo un orden de zanjas como divisoria entre él  y su pariente, y las hizo excavar más hondas, y a nosotros nos dijo lo que ayer  te referimos... En el fondo él se alegra de lo sucedido. Se sentía muy  envidioso de Doras... Ahora espera poder comprar todo, porque Doras acabará  vendiendo todo por dos perras gordas. 
             Jesús  escucha benigno todas estas confidencias mientras espera a los pobres  campesinos de Doras. Éstos no tardan en llegar, y, en cuanto ven a Jesús, que  está a la sombra de un árbol, se postran en tierra. 
             -Paz a  vosotros, amigos. Acercaos. Hoy la sinagoga está aquí y Yo soy vuestro  arquisinagogo; pero antes quiero ser vuestro padre de familia. Sentaos en  círculo, os daré comida. Hoy tenéis con vosotros al Esposo, hoy se hace  banquete nupcial. 
             Y Jesús  destapa una cesta, saca unos panes, los distribuye entre los asombrados  campesinos de Doras; de otra saca las provisiones que ha podido encontrar:  quesos, verduras -ha encargado que las cocinen -y un pequeño cabritillo o  corderito, asado entero, que también distribuye a los pobres desdichados; luego  echa el vino en una tosca copa que ofrece para que se la pasen entre ellos y  todos beban. 
               
               -¿Pero por  qué?, ¿por qué? ¿Y ellos? -dicen los de Doras, refiriéndose a los de Jocanán. 
               
               -Ya les he  dado a ellos. 
               -¡Qué  compra! ¿Cómo te las has arreglado para conseguirlo? 
               -Todavía hay  personas buenas en Israel -dice Jesús sonriendo. 
               -Pero hoy es  sábado... 
               
               -Agradecédselo  a este hombre -dice Jesús señalando al hombre de Endor -Él nos ha procurado el  cordero. Lo demás ha sido fácil conseguirlo. 
               
               Los  desdichados devoran -ésta es la palabra -esta comida que no veían desde hacía  mucho tiempo. 
               Hay uno, ya  entrado en años, que come y llora teniendo apretado contra su costado a un niño  de unos diez años. 
               
               -¿Por qué  eso, padre?... -pregunta Jesús -Porque rebosas bondad... 
               
               El hombre de  Endor dice con su voz gutural: 
               -Es  verdad... Provoca el llanto, pero son lágrimas que no dejan mal sabor... 
               -No dejan  mal sabor. Es verdad. Además... yo quisiera una cosa. Este llanto es también  deseo. 
               
               -¿Qué  quieres, padre? 
               -¿Ves a este  niño? Es mi nieto. Me ha quedado él, después del desprendimiento de tierras que  hubo este invierno. 
               
               Doras ni siquiera sabe que ha venido, porque lo tengo en el  bosque viviendo como si fuera un animal salvaje y no lo veo sino los sábados.  Si me lo descubre, o lo aleja o lo pone a trabajar... y entonces este tierno  niño, sangre de mi sangre, estará en peores condiciones que una acémila... 
               
               Para  la Pascua pienso mandarlo a Jerusalén con Miqueas, pues le llega el momento de  hacerse hijo de la Ley... ¡Es el hijo de mi hija!... 
               
               -¿Me lo  confiarías a mí?... No llores. Tengo muchos amigos honrados, santos y sin  hijos; lo educarán santamente en mi camino... 
               
               -Señor,  desde que he tenido noticia de ti, lo he deseado! Al santo Jonás le rogaba -a  él, que sabe lo que significa ser de este amo -que salvase a mi nieto de una  muerte así... 
               
               -Niño,  ¿vendrías conmigo? 
               -Sí,  mi Señor, y no te haré sufrir. 
               -No se hable  más. 
               
               -Pero... ¿a  quién se lo piensas confiar? -pregunta Pedro tirándole a Jesús de una manga. ¿A  Lázaro también? 
               -No,  Simón... Pero hay muchos que no tienen hijos... 
               
               -Yo soy uno  de ellos... 
               
               El rostro de  Pedro parece incluso afilarse por este deseo. 
               
               -Simón, ya  te he dicho que habrás de ser el "padre" de todos los hijos que te  voy a dejar en herencia, pero sin la cadena de ningún hijo tuyo propio. No te  aflijas; eres demasiado necesario para el Maestro como para que el Maestro  pueda prescindir de ti por un sentimiento. Soy exigente, Simón, más exigente que  un marido celosísimo; te amo con toda predilección y te quiero todo para mí,  todo mío. 
               
               -De acuerdo,  Señor... De acuerdo... Hágase como quieres. 
               El pobre  Pedro se adhiere heroicamente a la voluntad de Jesús. 
               
               -Será hijo  de mi Iglesia naciente. ¿De acuerdo? De todos y de ninguno. Será  "nuestro" niño. Nos seguirá, o irá a donde nosotros estemos, cuando  lo permita la distancia; sus tutores serán los pastores, que en todos los niños  aman a "su" niño Jesús. Ven aquí jovencito. ¿Cómo te llamas? 
               
               -Yabés de Juan, y soy de Judá -dice  con tono firme el muchacho. -Sí, somos judíos -confirma el anciano. Yo  trabajaba en las tierras de Doras en Judea y mi hija se casó con un hombre de  aquella zona; trabajaba en los bosques cerca de Arimatea, pero este invierno...  -He visto la desgracia. 
               
               -El niño se  salvó, porque esa noche estaba con un pariente lejano... ¡Verdaderamente lo ha  signado su nombre, Señor!
               
Se lo dije a mi hija inmediatamente: "¿Es que te  has olvidado de su antepasado?". Pero el marido quiso llamarlo así, y  Yabés se llamó. 
               
               -“El niño invocará al Señor. El Señor lo  bendecirá y dilatará sus fronteras. La mano del Señor está sobre su mano, no pesará ya el mal sobre él". 
             El Señor se  lo concederá para consuelo tuyo, padre, y de los espíritus de los muertos, y para  confortación de este huérfano. 
               
               Bien, ahora  que hemos separado la necesidad del cuerpo de la del alma con un acto de amor  hacia este niño, escuchad la parábola que he pensado para vosotros. 
               
               Había un  hombre muy rico. Sus indumentos eran vistosísimos. Vestido de púrpura y de lino  cendalí, se pavoneaba en las plazas y en su propia casa. Era reverenciado como  el más poderoso del lugar por los habitantes de la ciudad, y por los amigos,  que secundaban su soberbia para sacar provecho. Las salas de su casa estaban  todos los días abiertas para celebrar espléndidos banquetes, hervidero de  invitados -todos ricos y, por tanto, no necesitados -que adulaban al rico  Epulón. Sus banquetes eran célebres por la abundancia de manjares y de vinos  selectos. 
               
               En la misma  ciudad había un mendigo, un mísero mendigo, verdaderamente mísero; tan mísero  era éste cuanto rico era el otro. Pero, bajo la costra de la miseria humana del  mendigo Lázaro, se celaba un tesoro aún mayor que su propia miseria y que la  riqueza de Epulón; tal tesoro era la auténtica santidad de Lázaro: no había  transgredido nunca la Ley, ni siquiera impulsado por la necesidad, pero, sobre  todo, había cumplido el precepto del amor a Dios y al prójimo. 
               
               Como hacen  siempre los pobres, se acercaba a las puertas de los ricos para pedir limosna y  no morir de hambre; al declinar la tarde, todos los días, iba a la puerta de  Epulón, esperando recibir al menos las migajas de los pomposos banquetes que en  esas riquísimas salas se celebraban. Se echaba en el suelo, en la calle, junto  a la puerta, y, paciente, esperaba. Pero, si Epulón se daba cuenta de que  estaba ahí, mandaba que lo alejasen, porque ese cuerpo cubierto de llagas,  desnutrido, andrajoso, era un espectáculo demasiado triste para sus invitados;  eso decía Epulón (en realidad era porque la vista de esa miseria y esa bondad  le significaba un continuo reproche). 
               
               Más  compasivos que él eran sus perros -que estaban bien alimentados y lucían  valiosos collares -, pues se acercaban al pobre Lázaro y le lamían las llagas,  gimoteando de alegría por sus caricias, y hasta incluso le llevaban las sobras  de las ricas mesas; así Lázaro superaba la desnutrición por mérito de los  animales (si hubiera sido por el hombre, habría muerto, pues el hombre no le  permitía siquiera entrar en las salas después del banquete para recoger las  migajas que hubieran caído de las mesas). 
               
               Un día  Lázaro murió. Ninguno en esa tierra se dio cuenta, nadie lo lloró; es más,  Epulón se puso muy contento porque a partir de ese día dejó de ver a esa  miseria, que él llamaba "oprobio", al lado de su puerta. Pero en el  Cielo sí lo advirtieron los ángeles, y en sus últimos estertores, en su  covachuela fría y desposeída de todo, estaban presentes las cohortes celestes,  las cuales, rutilantes, recogieron el alma de Lázaro y la llevaron entre cantos  de aleluya al seno de Abraham. 
               
               Pasado un  tiempo, murió Epulón. ¡Oh, qué funerales tan fastuosos! Toda la gente de la  ciudad, que había estado al corriente de su agonía y que ahora se apiñaba en la  plaza donde se alzaba la casa -para ser notados como amigos del grande, o por  curiosidad o por interés hacia los herederos -, se unió al duelo. El vocerío  subió hasta el cielo, y con el vocerío las falsas alabanzas al  "grande", al "benefactor", al "justo" que había  muerto. 
               
  ¿Podrá,  acaso, palabra humana alguna mutar el juicio de Dios? ¿Podrá apología humana  alguna borrar lo que está escrito en el libro de la Vida? No, no puede. Lo  juzgado juzgado está, lo escrito escrito está. A pesar de los solemnes  funerales, el espíritu de Epulón fue sepultado en el Infierno. 
  
               Entonces, en  esa horrenda cárcel, bebiendo y comiendo fuego y tinieblas, hallando odio y  torturas en todos los lugares y en todos los instantes de esa eternidad, alzó  la mirada al Limbo de los justos, a ese Limbo que había visto en una  exhalación, en un átomo de minuto, y cuya inefable belleza recordaba cual  tormento entre atroces tormentos. 
               
               Vio arriba a Abraham, lejano pero fúlgido,  gozoso...; y en su seno, también fúlgido y feliz, a Lázaro, a ese pobre Lázaro  en otro tiempo despreciado, repelente, mísero... ¿y ahora?... ¡ah!, ahora,  hermoso con la luz de Dios y con su propia santidad, rico en amor de Dios,  admirado, no ya por los hombres sino por los ángeles de Dios. 
             Epulón gritó  llorando: "¡Padre Abraham, ten piedad de mí! ¡Manda a Lázaro -puesto que  no puedo esperar que vengas tú -, manda a Lázaro para que moje la punta de un  dedo en el agua y la ponga en mi lengua, para refrescarla, porque sufro  atrozmente por esta llama que me penetra continuamente y me quema!".   Abraham respondió:  
               
               “Acuérdate, hijo, de que tuviste en la tierra todos los bienes, y Lázaro todos  los males, y supo hacer del mal un bien, mientras que tú sólo supiste  hacer el mal con tus bienes. Por tanto, es justo que ahora él, aquí, sea  consolado y que tú sufras. Pero es que además no es posible lo que pides. Los  santos están diseminados sobre la faz de la tierra para beneficio de los  hombres, pero, cuando, a pesar de la extrema cercanía de éstos, el hombre sigue  siendo lo que es -en tu caso, un demonio -, inútil es recurrir después a los  santos. Ahora estamos separados. 
               
               Las hierbas, en el campo, están mezcladas,  mas, una vez cortadas, serán separadas las malas de las buenas. Lo mismo sucede  con vosotros y nosotros: estuvimos juntos en la tierra y, contra el amor, nos  arrojasteis de vuestra presencia, nos atormentasteis de todos los modos  posibles, nos relegasteis al olvido; pues bien, ahora estamos divididos y entre  vosotros y nosotros se abre un abismo tal, que los que quisieran pasar de aquí  a vosotros no podrían, ni tampoco vosotros, que estáis allí, podéis salvar este  abismo tremendo para venir a nosotros". 
             Epulón, llorando con más fuerza, gritó: “¡Ál menos, padre santo, manda -  te lo ruego -, manda a Lázaro a casa de mi padre. Tengo cinco hermanos. Nunca  he comprendido el amor, ni siquiera entre familiares. Pero ahora... ahora  comprendo lo terrible que es el no ser amados. Y, dado que aquí, donde estoy,  vive el odio, ahora he comprendido -por ese átomo de tiempo en que mi alma vio  a Dios -lo que es el Amor. No quiero que mis hermanos sufran estas penas. 
               
               Tengo  verdadero terror por ellos, porque llevan la misma vida que yo llevaba. ¡Oh,  manda a Lázaro, a decirles dónde estoy y por qué; a decirles que el Infierno  existe, y que es atroz, y que quien no ama a Dios y al prójimo viene al  Infierno! ¡Mándalo, para que actúen en consecuencia antes de que sea tarde, y  así eviten el venir aquí, a este lugar de eterno tormento!". 
             Pero Abraham  respondió: "Tus hermanos tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen";  a lo que Epulón, con un gemido de alma torturada, replicó: "¡Oh, padre  Abraham, les hará más impresión un muerto; escúchame; ten piedad!". 
               
               Pero Abraham  dijo: "Si no han escuchado a Moisés y a los Profetas, no creerán tampoco a  uno que resucite por una hora de entre los muertos para dirigirles palabras de  Verdad. Y, además, no es justo que un bienaventurado deje mi seno para ir a  recibir ofensas de los hijos del Enemigo. El tiempo de las injurias para él ya  ha pasado; ahora está en la paz y en ella permanece, por orden de Dios, que ve  la inutilidad de intentar la conversión de quienes no creen siquiera en la  palabra de Dios y no la ponen en práctica". 
             Ésta es la  parábola. Su significado es tan claro que ni siquiera requiere explicación. 
               Aquí ha  vivido verdaderamente, conquistando su santidad, el nuevo Lázaro, mi Jonás,  cuya gloria ante Dios se manifiesta evidente en la protección que otorga a  quien en Él espera. Jonás sí puede venir a vosotros, como protector y amigo;  vendrá si sois siempre buenos. 
             Os digo a  vosotros lo que le dije a él la pasada primavera: quisiera poderos ayudar a  todos, incluso materialmente, pero no puedo. Este es mi pesar. Sólo puedo  señalaros el Cielo; sólo puedo enseñaros la gran sabiduría de la resignación y  prometeros el Reino futuro. No odiéis jamás, por ninguna razón. El Odio es  fuerte en el mundo, pero tiene siempre un límite; el Amor no tiene límite ni de  potencia ni de tiempo. Amad, pues, para poseer el Amor, como protección y  consuelo en la tierra y como premio en el Cielo. Es mejor ser Lázaros que  Epulones, creedme. ¡Bienaventurados seréis, si llegáis a creer esto! 
             No  interpretéis como palabra de odio el castigo que se ha verificado en estas  tierras, aunque los hechos pudieran justificarlo. No leáis mal el milagro. Yo soy  el Amor; en principio, no habría descargado mi mano, pero -visto que el Amor no  podía doblegar a este cruel Epulón -, lo abandoné a la Justicia, y ella ha  vengado al mártir Jonás y a sus hermanos. Esto es lo que tenéis que aprender  del milagro acaecido: que la Justicia está siempre vigilante, aun en los  momentos en que parece ausente, y que, siendo Dios el Señor de toda la  creación, se puede servir, para aplicarla, de los más pequeños -como las orugas  y las hormigas -para morder el corazón del cruel y avariento y hacerle morir  ahogado por un vómito de veneno. 
             Os bendigo  ahora; pero, cada nueva aurora oraré por vosotros. En cuanto a ti, padre, no  estés angustiado por el cordero que me confías; te lo traeré de vez en cuando,  para gozo tuyo al verlo crecer en sabiduría y bondad en el camino de Dios: él  será tu cordero para esta pobre Pascua tuya, el más grato de los corderos que  serán presentados al altar de Yeohveh. Yabés, despídete de tu anciano padre;  luego ven a tu Salvador, a tu Pastor bueno. ¡La paz sea con vosotros! 
             -¡Oh,  Maestro, Maestro bueno!... ¡Dejarte!... 
               -Sí, es  penoso, pero no conviene que el vigilante os encuentre aquí. He elegido este  lugar precisamente para evitaros castigos. Obedeced por amor al Amor, que os da  este consejo. 
             Los pobres desdichados se alzan con lágrimas en los  ojos y se dirigen hacia su cruz. Jesús los bendice de nuevo. Luego, llevando al  niño de la mano, y con el hombre de Endor al otro lado, regresa -por el camino  recorrido antes -a casa de Miqueas. Se reúnen con Él Andrés y Juan, los cuales,  terminado su turno de guardia, vuelven a donde sus hermanos.