233- La parábola de la oveja perdida.
María de Magdala también la oye              
            
             Jesús está  hablando a la muchedumbre. Desde encima del ribazo arbolado de un pequeño  torrente, está hablando a numerosa gente esparcida por un campo de trigo ya  recogido, que presenta el desolador aspecto propio de los rastrojos  ahornagados. 
             Declina la  tarde. Es la hora del crepúsculo. 
               
               Pero la Luna está subiendo. Es un bonito y  claro atardecer de comienzos de verano. Los rebaños vuelven a sus apriscos y el din-don de  los cencerros se mezcla con un intenso canto de grillos o cigarras, un intenso  gri, gri, gri... 
             Jesús se inspira en las greyes que pasan. Dice: 
               
               -Vuestro Padre es como un pastor solícito. 
               
               ¿Qué hace un pastor bueno? 
               
               Busca pastos buenos para  sus ovejas, en que no haya ni cicuta ni otras plantas venenosas, sino delicados  tréboles, poleo aromático, achicorias amargas pero saludables. 
               
               Busca lugares  donde, además del alimento, haya también un riachuelo fresco y puro, y sombra  de árboles, y no reinen las áspides por entre la hierba de las glebas. No pone  especial preferencia en los pastos más pingües, porque sabe que en ellos es  fácil encontrar peligrosas culebras y hierbas nocivas; elige, más bien, los  pastos montanos, donde el rocío limpia y da frescura a la tierna hierba y el  sol la limpia de reptiles, donde el aire se mueve y es bueno, no cargado y  malsano como el de llanura. 
               
               El buen pastor observa a cada una de sus ovejas. Si  están enfermas, las cuida; si heridas, las cura. Llama a la que es demasiado  glotona y corre el peligro de enfermarse; a la que enfermaría por estar demasiado  expuesta a la humedad, o demasiado al sol, le dice que vaya a otro lado; y, si  una está desganada y no come, busca para ella los tallitos acídulos y  aromáticos capaces de despertarle el apetito y se los ofrece con su propia  mano, hablándole como a persona amiga. 
             Así hace el Padre bueno que está en los Cielos con sus  hijos que viven errantes en la Tierra. Su amor es el cayado que los reúne; su  voz, la guía; sus pastos, su Ley; su redil, el Cielo. 
             Pero, he aquí que una oveja lo abandona. ¡Cuánto la  amaba! Era joven, pura, cándida, como nube en cielo abrileño. El pastor la  miraba con mucho amor, pensando en el mucho bien que podía hacerle y en el  mucho amor que de ella podía recibir. Y ella lo abandona... 
             Es que ha pasado, a lo largo del camino que bordea los  pastos, un tentador. No lleva pellico austero, sino un indumento de mil  colores. No lleva cinturón de piel de donde penden hacha y cuchillo, sino  cinturón de oro del que penden cascabeles argentinos, melodiosos cual canto de  ruiseñor, y ampollas de esencias embriagadoras... 
               
               No lleva tampoco bordón, como  el pastor bueno, con que reunir y defender a las ovejas (y, si no es suficiente  el bordón, las defenderá solícito con el hacha y el cuchillo, y hasta con la  vida). No, este tentador que pasa lleva en sus manos un turíbulo brillante de  gemas que emana un humo que es hedor y perfume al mismo tiempo, pero que  enajena; de la misma forma que los tornasoles de las joyas -¡qué falsas! deslumbran.  Pasa cantando mientras deja caer puñados de sal, de una sal que brilla en el  camino oscuro... 
             Noventa y nueve ovejas miran, pero permanecen donde  están; la oveja número cien, la más joven y estimada, da un salto y desaparece  en pos del tentador. El pastor la llama, pero no vuelve. Va más veloz que el  viento para tratar de alcanzar al que ha pasado. Para mantenerse durante la  carrera, gusta aquella sal. La sal le entra dentro, le produce un extraño  delirio que la abrasa. Por ello, desea las aguas profundas y verdes de una  espesura tenebrosa, donde, siguiendo al tentador, se hunde y penetra, sube y  baja y cae... una, dos, tres veces; y una, dos, tres veces siente alrededor de  su cuello el legamoso abrazo de los reptiles. Queriendo beber, bebe aguas  contaminadas; queriendo nutrirse, come hierbas brillantes por las repugnantes  babas que las cubren. 
             ¿Qué hace entretanto el pastor bueno? 
               
               Deja cerradas en  lugar seguro a las noventa y nueve fieles y se pone en camino. No se detiene  hasta que no encuentra huellas de la oveja perdida. Dado que ella no vuelve a  él, a pesar de que confía al viento sus voces de reclamo, él va a ella.
               
La ve  desde lejos, ebria, atrapada entre las roscas de los reptiles, tan ebria que no  siente siquiera la nostalgia del rostro que la ama; antes bien, lo injuria. 
De  nuevo la ve, culpable de haber entrado como ladrona en morada ajena, tan  culpable que no se atreve ya a mirarlo... Y, a pesar de todo, el pastor no se  cansa... y continúa... la busca, la busca, la sigue, la acosa. 
Llorando ante  las señales que va dejando la oveja perdida (mechones de lana, pedazos de alma;  huellas de sangre, delitos diversos; porquerías, pruebas de su lujuria), sigue  y la alcanza. 
             ¡Ah, te he encontrado, amada! ¡Te he alcanzado!  ¡Cuánto camino he recorrido por ti, para conducirte de nuevo al redil! 
               
               No  agaches la frente humillada. Tu pecado está sepultado en mi corazón. Ninguno lo  conocerá, excepto Yo, que te amo. Te defenderé de las críticas de los demás, te  cubriré con el escudo de mi propia persona contra las piedras de tus  acusadores. Ven. ¿Estás herida? ¡Enséñame tus heridas! 
               
               Las conozco, pero quiero  que me las muestres con la confidencia que tenías conmigo cuando eras pura y me  mirabas a mí, pastor y dios tuyo, con mirada inocente... 
               
               Aquí están. Todas  tienen un nombre. ¡Qué profundas son! 
               
               ¿Quién te ha hecho estas heridas tan  profundas en el fondo del corazón? Lo sé: el Tentador. No lleva ni bordón ni  hacha, pero con su mordisco envenenado hiere más a fondo, y después de él  hieren también las falsas gemas de su turíbulo, las que te han seducido con sus  resplandores y que en realidad eran piedras de azufre infernales, sacadas a la  luz para abrasarte el corazón. 
               
               ¡Mira cuántas heridas, cuántas vedijas  arrancadas, cuánta sangre! ¡Cuántas zarzas! 
               
               ¡Oh, pobre, pequeña alma ilusa! Dime: ¿Si te perdono,  me amarás todavía? Dime: ¡Si tiendo a ti mis brazos, vendrás? 
               
               Dime:  ¿Tienes sed del amor bueno?... Pues entonces ven y renace. Vuelve a los pastos  santos. Llora. Tu llanto con el mío lavarán las huellas de tu pecado. 
               
               Yo, para  nutrirte -porque estás consumida por el mal que te ha abrasado-, me abro el  pecho, me abro las venas, y te digo: "¡Nútrete! ¡Y vive!". Ven, te  tomaré en mis brazos. 
               
               Iremos más veloces a los pastos santos y seguros.  
               
               Olvidarás todo lo sucedido en esta hora desesperada. Tus noventa y nueve  hermanas, las buenas, se regocijarán al verte regresar. Sí, porque te  digo -oveja mía perdida que he venido a buscar desde muy lejos y he  encontrado y rescatado- que hacen más fiesta los buenos por uno que,  habiéndose extraviado, regresa, que no por noventa y nueve justos que jamás se  han alejado del redil. 
             Jesús en todo este tiempo no se ha vuelto en ninguna  ocasión a mirar al camino que tiene a sus espaldas, a donde ha llegado, en la penumbra  nocturna, María de Magdala, todavía elegantísima pero al menos vestida, y  cubierta con un velo oscuro que amalgama rasgos y formas. 
               
               Y, cuando Jesús llega  al punto: «Te he encontrado, amada», María introduce bajo el velo sus manos y  llora, con un llanto silencioso y continuo. 
La gente no la ve,  porque ella está a este lado del ribazo, que bordea el camino. 
La ve sólo la  Luna, ya alta, y el espíritu de Jesús...