Friday April 26,2024
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LOS SUEÑOS DE
SAN JUAN BOSCO


San Juan Bosco

Fuente: Reina del Cielo

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Partes: [ 1 ] [ 2 ] [ 3 ]


50.- El aguila, parte I

50.- El aguila, parte II

51.- El lirio y el gatazo

52.- Los monstruos y los niños

53.- La linterna mágical

54.- Las ofrendas simbólicas

55.- La inundación, parte I

55.- La inundación, parte II

56.- Una visita a los dormitorios

57.- Los cabritos

58.- Las espadas y los números

59.- Las reglas

60.- Los rebaños, parte I

60.- Los rebaños, parte II

61.- El purgatorio, parte I

61.- El purgatorio, parte II

62.- El jardín, parte I

62.- El jardín, parte II

63.- Saltando sobre el torrente

64.- Las fieras del prado

65.- El monstruo

66.- La muerte, el juicio, el paraíso

67.- La vid, parte I

67.- La vid, parte II

68.- El infierno, parte I

68.- El infierno, parte II

68.- El infierno, parte III

68.- El infierno, parte IV

69.- Vocación de una jóven

70.- El porvenir de un jóven

71.- La novena de la natividad de la Virgen

72.- Los dos supultureros

73.- Recorriendo los dormitorios

74.- La confesión y los lazos del demonio

75.- Castigos sobre Roma y París

76.- Muerte de un Salesiano

77.- Triunfo de la Iglesia

78.- Una visita al colegio de Lanzo

79.- El estandarte fúnebre

80.- Por los dormitorios en compañia de la Virgen

81.- El demonio en el patio

82.- El ruiseñor

83.- Al volver de vacaciones

84.- La Patagonia

85.- Los propósitos en la confesión

86.- Los pecados en la frente

87.- Predicción de una nueva muerte

88.- La Misericordia Divina

89.- Los senderos

90.- Monseñor Gastaldi

91.- La guerra Carlista de España

92.- Vocaciones tardías

93.- Un árbol prodigioso

94.- El corcel misterioso, parte I

94.- El corcel misterioso, parte II

95.- La palabra de Dios y la murmuración, parte I

95.- La palabra de Dios y la murmuración, parte II

96.- Anuncio de tres muertes, parte I

96.- Anuncio de tres muertes, parte II

97.- El auxilio del Cielo

98.- Beato Papa Pío IX

99.- La fe, nuestro escudo y nuestro triunfo, parte I

99.- La fe, nuestro escudo y nuestro triunfo, parte II

100.- Las ovejas fieles y las desertoras

101.- Trabajo y templanza, parte I

101.- Trabajo y templanza, parte II

101.- Trabajo y templanza, parte III

101.- Trabajo y templanza, parte IV


EL INFIERNO

SUEÑO 68.—AÑO DE 1860. PARTE III

Vi ante mis ojos una especie de caverna inmensa que se perdía en las profundidades cavadas en las entrañas de los montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus lla­mas movibles, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandes­cente y blanco a causa de la elevada temperatura.

Muros, bóvedas, pavimento, herraje, piedras, madera, carbón; todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calores millares y millares de veces al fuego de la tierra sin consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba. Me sería imposible describir esta caverna en toda su espantosa realidad.

Mientras miraba atónito aquel lugar de tormento veo llegar con indecible ímpetu un joven que casi no se daba cuenta de nada, lan­zando un grito agudísimo, como quien estaba para caer en un lago de bronce hecho líquido, y que precipitándose en el centro, se torna blanco como toda la caverna y queda inmóvil, mientras que por un momento resonaba en el ambiente el eco de su voz mortecina.

Lleno de horror contemplé un instante a aquel desgraciado y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos.

—Pero ¿este no es uno de mis jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No es fulano?

—Sí, sí— me respondió.

—¿Y por qué no cambia de posición? ¿Por qué está incandes­cente sin consumirse?

Y él:

—Tú elegiste el ver y por eso ahora no debes hablar; observa y verás. Por lo demás omnis enim igne salietur et omnis uictima sale salietur.

Apenas si había vuelto la cara y he aquí otro joven con una furia desesperada y a grandísima velocidad que corre y se precipita a la misma caverna. También éste pertenecía al Oratorio.

Apenas cayó no se movió más. Este también lanzó un grito de dolor y su voz se confundió con el último murmullo del grito del que había caído an­tes. Después llegaron con la misma precipitación otros, cuyo núme­ro fue en aumento y todos lanzaban el mismo grito y permanecían inmóviles, incandescentes, como los que les habían precedido.

Yo observé que el primero se había quedado con una mano en el aire y un pie igualmente suspendido en alto. El segundo quedó como en­corvado hacia la tierra. Algunos tenían los pies por alto, otros el rostro pegado al suelo.

Quiénes estaban casi suspendidos sosteniéndose de un solo pie o de una sola mano; no faltaban los que estaban sentados o tirados; unos apoyados sobre un lado, otros de pie o de rodillas, con las ma­nos entre los cabellos. Había, en suma, una larga fila de muchachos, como estatuas en posiciones muy dolorosas.

Vinieron aún otros mu­chos a aquel horno, parte me eran conocidos y parte desconocidos. Me recordé entonces de lo que dice la Biblia, que según se cae la primera vez en el infierno así se permanecerá para siempre: Lignum, in quocumque loco cecíderit, ibi erit.

Al notar que aumentaba en mí el espanto, pregunté al guía:

—¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta que vienen a parar aquí?

—¡Oh!, sí que saben que van al fuego; les avisaron mil veces, pero siguen corriendo voluntariamente al no detestar el pecado y al no quererlo abandonar, al despreciar y rechazar la misericordia de Dios que los llama a penitencia, y, por tanto, la justicia divina, al ser provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no se pue­den parar hasta llegar a este lugar.

—¡Oh, qué terrible debe de ser la desesperación de estos desgra­ciados que no tienen ya esperanza de salir de aquí!—, exclamé.

—¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de sus almas? Pues, acércate un poco más—, me dijo el guía.

Di algunos pasos hacia adelante y acercándome a la ventana vi que muchos de aquellos miserables se propinaban mutuamente tre­mendos golpes, causándose terribles heridas, que se mordían como perros rabiosos; otros se arañaban el rostro, se destrozaban las ma­nos, se arrancaban las carnes arrojando con despecho los pedazos por el aire.

Entonces toda la cobertura de aquella cueva se había tro­cado como de cristal a través del cual se divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se habían salvado para siempre.

Y aquellos condenados rechinaban los dientes de feroz envidia, respirando afanosamente, porque en vida hicieron a los justos blan­co de sus burlas.

Yo pregunté al guía:

—Dime, ¿por qué no oigo ninguna voz?

—Acércate más— me gritó.

Me aproximé al cristal de la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e impreca­ban a los santos. Era un tumulto de voces y de gritos estridentes y confusos que me indujo a preguntar a mi amigo:

—¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que gritan?

Y él:

—Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven obliga­dos a confesar:

Nos insensatam vitam illorum aestimabamus insaniam et finem illorum sine honore. Ecce quómodo computati sunt inter filios Dei et ínter sanctos sors illorum est. Ergo errávimus a vía veritatis.

Por eso gritan: Lassati sumus in via iniquitatis et perdifionis. Erravimus per vias diffíciles, viam autem Domini ignoravimus. Quid nobis profuit superbia? Transierunt omnia illa tamquam umbra.

Estos son los cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda la eternidad. Pero gritos, esfuerzos, llantos son ya completamente inú­tiles. Omnis dolor irruet super eos! Aquí no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la eternidad.

Mientras lleno de horror contemplaba el estado de muchos de mis jóvenes, de pronto una idea floreció en mi mente.

—¿Cómo es posible —dije— que los que se encuentran aquí es­tén todos condenados? Esos jóvenes, ayer por la noche estaban aún vivos en el Oratorio.

Y el guía me contestó:

—Todos ésos que ves ahí son los que han muerto a la gracia de Dios y si les sorprendiera la muerte y si continuasen obrando como al presente, se condenarían.
Pero no perdamos tiempo, prosigamos adelante.

Y me alejó de aquel lugar por un corredor que descendía a un profundo subterráneo conduciendo a otro aún más bajo, a cuya en­trada se leían estas palabras: Vermis eorum non moritur, et ignis non extinguitur... Dabit Dominus omnipotens ignem et vermes in carnes eorum, ut urantur et sentiant usque in sempiternum.

Aquí se veían los atroces remordimientos de los que fueron educa­dos en nuestras casas.

El recuerdo de todos y cada uno de los pecados no perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios y muchos extraordinarios para convertirse al Señor, para perseverar en el bien, para ganarse el Paraíso.

El recuerdo de tantas gracias y pro­mesas concedidas y hechas a María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones completamente ineficaces está lleno el infierno, dice el proverbio.

Y allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que ha­bía visto poco antes en el horno, algunos de los cuales me están escuchando ahora, otros estuvieron aquí con nosotros y a otros mu­chos no los conocía.

Me adelanté y observé que todos estaban cu­biertos de gusanos y de asquerosos insectos que les devoraban y consumían el corazón, los ojos, las manos, las piernas, los brazos y todos los miembros, dejándolos en un estado tan miserable que no encuentro palabras para describirlo. Aquellos desgraciados perma­necían inmóviles, expuestos a toda suerte de molestias, sin poderse defender de ellas en modo alguno.

Yo avancé un poco más, acer­cándome para que me viesen, con la esperanza de poderles hablar y de que me dijesen algo, pero ellos no solamente no me hablaron sino que ni siquiera me miraron.

Pregunté entonces al guía la causa de esto y me fue respondido que en el otro mundo no existe libertad alguna para los condenados: cada uno soporta allí todo el peso del castigo de Dios sin variación alguna de estado y no puede ser de otra manera. Y añadió:

—Ahora es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que acabas de contemplar.

—¡No, no!, —repliqué aterrado—. Para ir al infierno es necesa­rio pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado aún. ¡Por tanto no quiero ir al infierno!

—Dime —observó mi amigo—, ¿te parece mejor ir al infierno y libertar a tus jóvenes o permanecer fuera de él abandonándolos en medio de tantos tormentos?

Desconcertado con esta propuesta, respondí: —¡Oh, yo amo mucho a mis queridos jóvenes y deseo que todos se salven! ¿Pero, no podríamos hacer de manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de tormento ni yo ni los demás?

—Bien —contestó mi amigo—, aún estás a tiempo, como tam­bién lo están ellos, con tal que tú hagas cuanto puedas.

Mi corazón se ensanchó al escuchar tales palabras y me dije in­mediatamente: Poco importa el trabajo con tal de poder librar a mis queridos hijos de tantos tormentos.

—Ven, pues —continuó mi guía—, y observa una prueba de la bondad y de la misericordia de Dios, que pone en juego mil medios para inducir a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eter­na.

Y tomándome de la mano me introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso transportado a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre ésta, a regular distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos departamentos que comunicaban con la caverna.

El guía me señaló uno de aquellos velos sobre el cual se veía es­crito: Sexto Mandamiento; y exclamó:

—La falta contra este Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna de tantos jóvenes.

—Pero ¿no se han confesado?

—Se han confesado, pero las culpas contra la bella virtud las han confesado mal o las han callado de propósito. Por ejemplo: uno, que cometió cuatro o cinco pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces.

Hay algunos que cometieron un pecado impuro en la niñez y sintieron siempre vergüenza de confe­sarlo, o lo confesaron mal o no lo dijeron todo. Otros no tuvieron el dolor o el propósito suficiente.

ncluso algunos, en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor. Y el que muere con tal resolución lo único que consigue es contarse en el nú­mero de los réprobos por toda la eternidad.

Solamente los que, arrepentidos de corazón, mueren con la esperanza de la eterna sal­vación, serán eternamente felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la misericordia de Dios?

Levantó un velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio, todos los cuales me eran conocidos, que habían sido condenados por esta cul­pa. Entre ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta.

—Al menos ahora —le supliqué— me dejarás escribir los nom­bres de esos jóvenes para poder avisarles en particular.

—No hace falta— me respondió.

—Entonces, ¿qué les debo decir?

—Predica siempre y en todas partes contra la inmodestia. Basta avisarles de una manera general y no olvides que aunque lo hicieras particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre sincera­mente.

Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual no faltará nunca a tus jóvenes si ellos se la piden. Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en el compadecer y en perdonar.

Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes que escuchen tus amonestaciones y enseñanzas, que pregunten a sus conciencias y éstas les dirán lo que deben hacer.

Y seguidamente continuó hablando por espacio de casi media hora sobre las condiciones necesarias para hacer una buena confe­sión.

El guía repitió después varias veces en voz alta:

—Avertere!... Avertere!...

—¿Qué quiere decir esos?

—¡Que cambien de vida!... ¡Que cambien de vida!...

[Contínua parte IV]

   


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