LA PATAGONIA
SUEÑO 84.—AÑO DE 1872.
He aquí el sueño que decidió a [San] Juan Don Bosco a iniciar el apostolado misionero en la Patagonia.
Lo contó por vez primera a Beato Pío Pp. IX en el mes de marzo de 1876. Seguidamente repitió el relato del mismo a algunos salesianos en privado. Al primero a quien hizo esta confidencia fue a Don Francisco Bodrato el 30 de julio del mismo año, y Don Bodrato aquella misma noche lo contó a Don Julio Barberis, en Lanzo, donde había ido a pasar algunos días de vacaciones con un grupo de clérigos novicios.
Tres días después, Don Barberis se dirigía a Turín, y encontrándose en la biblioteca conversando con el Santo, mientras paseaban, oyó de sus labios el mismo relato. Don Barberis nada dijo de esto, habiendo experimentado una gran satisfacción por haber oído directamente de labios de [San] Juan Don Bosco la narración de este sueño, pues el [Santo] siempre solía añadir algún detalle nuevo.
También Don Lemoyne lo oyó del mismo [San] Juan Don Bosco, y tanto Barberis como Don Lemoyne lo pusieron por escrito.
[San] Juan Don Bosco —declaraba Don Lemoyne— les dijo que habían sido los primeros a los cuales había expuesto detalladamente esta especie de visión, que ofrecemos aquí repitiendo las mismas palabras casi, del [Santo].
Me pareció encontrarme en una región salvaje y por completo desconocida. Era una inmensa llanura completamente inculta, en la cual no se descubrían ni montes ni colinas. Pero en sus lejanísimos confines se perfilaban escabrosas montañas. Vi en ella una turba de hombres que la recorrían. Estaban casi desnudos, su altura y estatura eran extraordinarias, su aspecto feroz, los cabellos largos y erizados, el color bronceado y negruzco e iban vestidos con largas pieles de animales que les caían por las espaldas. Usaban como armas una especie de lanza larga y la honda o lazo.
Estas turbas de hombres, esparcidos por acá y por allá, ofrecían a los ojos del espectador escenas diversas: unos corrían detrás de las fieras para darles caza; otros llevaban clavados en las puntas de sus lanzas trozos de carne ensangrentada. Por una y otra parte los unos luchaban contra los otros, otros peleaban con soldados vestidos a la europea, quedando el terreno cubierto de cadáveres. Yo temblaba al contemplar semejante espectáculo, y he aquí que en el límite de la llanura aparecen numerosos personajes, en los cuales, por sus ropas y por la manera de conducirse, reconocí a los Misioneros de varias Ordenes. Estos se aproximaron para predicar a aquellos bárbaros la religión de Jesucristo. Los observé atentamente, pero no reconocí a ninguno. Se mezclaron con los salvajes, pero aquellos bárbaros, apenas los tenían cerca, con un furor infernal y con una alegría diabólica se arrojaban encima de ellos, los mataban y con una saña feroz los descuartizaban y clavaban los pedazos de sus carnes en las puntas de sus largas picas. Después se volvían a repetir las luchas entre ellos y con los pueblos vecinos.
Después de haber observado aquellas horribles matanzas, me dije para mi:
—¿Cómo hacer para convertir una gente tan salvaje?
Entretanto vi en lontananza un grupo de nuevos misioneros que se acercaban a aquellos bárbaros con rostro alegre, precedidos por un número determinado de jovencitos.
Yo temblaba pensando:
—Vienen para hacerse matar.
Y me acerqué a ellos; eran clérigos y sacerdotes. Los miré atentamente y vi que eran nuestros salesianos. Los primeros me eran conocidos y si bien no pude conocer personalmente a otros muchos que seguían a éstos, me di cuenta de que eran también Misioneros salesianos, misioneros de los nuestros.
—Pero ¿cómo es esto?—, exclamé.
Estaba decidido a no dejarlos avanzar y me dispuse a hacerles que se detuvieran. Estaba seguro de que correrían la misma suerte que los anteriores. Quise hacerles volver atrás, cuando noté que su aparición había provocado la alegría entre todas las turbas de los bárbaros, los cuales depusieron las armas y su ferocidad y acogieron a nuestros Misioneros con las mayores muestras de cortesía.
Maravillado de esto me decía a mí mismo:
—¡Ya veremos cómo termina todo esto!
Y vi que nuestros misioneros avanzaban hacia aquellas hordas de salvajes; les instruían mientras ellos escuchaban atentamente sus palabras; les enseñaban y aprendían prontamente; les amonestaban y ellos aceptaban y ponían en práctica sus avisos.
Seguí observando y me di cuenta de que los misioneros rezaban el santo Rosario, mientras que los salvajes corriendo por todas partes se agrupaban alrededor de ellos y contestaban a aquellas oraciones.
Después los salesianos se colocaron en el centro de aquella muchedumbre y se arrodillaron. Los salvajes, después de deponer las armas a los pies de los misioneros, también se arrodillaron. Y he aquí que uno de los salesianos entonó el: «Alabad a María, oh lenguas fieles», aquellas turbas, todas a una voz, continuaron la letrilla tan al unísono y en tono tan fuerte que yo, asustado, me desperté.
Este sueño lo tuve hace cuatro o cinco años y me causó mucha impresión, quedando convencido de que se trataba de un aviso del cielo. Con todo, no comprendí su particular significado. Vi claramente que hacía referencia a Misiones extranjeras, en las que ya hacía tiempo había pensado con gran ilusión.
El sueño, pues, continúa Don Lemoyne, tuvo lugar hacia el 1872. Al principio, [San] Juan Don Bosco creyó que se trataba de los pueblos de Etiopía, después pensó en los alrededores de Hong-Kong y en los habitantes de Australia y de las Indias; sólo en el 1874, cuando recibió las más apremiantes invitaciones para que enviase los salesianos a la Argentina, comprendió claramente que los salvajes que había visto eran los habitantes de la inmensa región, entonces casi desconocida y conocida hoy con el nombre de Patagonia.