EL CORCEL MISTERIOSO
SUEÑO 94.—AÑO DE 1875. PARTE I
En las buenas noches del 30 de abril, [San] Juan Don Bosco, exhortando a sus oyentes a hacer bien el mes de mayo, después de haber recomendado el fiel cumplimiento de los propios deberes y la elección de alguna práctica devota en honor de María, añadió que tenía un sueño que contar; pero que no habiendo entonces tiempo por ser demasiado tarde, lo haría el domingo siguiente, 2 de mayo.
Los jóvenes estaban impacientes y a aumentar esta expectación contribuyó el haber tenido que prorrogar el relato del sueño hasta el día 4 por no estar el [Santo] en condiciones de hacerlo. Finalmente en la noche de dicha fecha, [San] Juan Don Bosco pudo satisfacer los deseos generales.
Después de las oraciones y desde la cátedra de siempre se expresó así:
Aquí me tienen dispuesto a cumplir mi palabra. Saben que los sueños se tienen durmiendo. Acercándose, pues, el tiempo de los Ejercicios espirituales, pensaba en la forma que debía emplear para que mis jóvenes los hiciesen bien y qué había de aconsejarles para que sacasen el fruto consiguiente.
Y así me fui a descansar con este pensamiento la noche del domingo 25 de abril, víspera de los ejercicios. Apenas me acosté comencé a soñar...
Me pareció encontrarme completamente solo en un valle extensísimo: por una parte y otra se veían altas colinas. Al fondo del valle, por una parte, el terreno se elevaba y en ella resplandecía una luz vivísima y en la otra parte el horizonte se presentaba muy oscuro.
Mientras contemplaba esta llanura, vi venir hacia mí a Buzzetti con Gastini, los cuales me dijeron:
—[San] Juan Don Bosco, suba a caballo, ¡pronto!
Yo les contesté:
—¿Se quieren burlar de mí? Saben que hace mucho tiempo que no subo a caballo.
Los dos jóvenes insistían; pero yo me resistía diciendo:
—No quiero montar a caballo; lo hice una vez y me caí.
Buzzetti y Gastini continuaban presionando cada vez con mayor tesón diciendo:
—Pronto, suba a caballo, que no tenemos tiempo que perder.
—Pero, en resumidas cuentas, después de montar a caballo, ¿dónde quieren conducirme?
—Vamos, vamos, dése prisa.
—Pero ¿dónde está el caballo? Yo no veo ninguno.
—¡Allá está!—, exclamó Gastini señalando hacia una parte de aquel valle. Yo me puse a mirar hacia el lugar indicado y, en efecto, vi un brioso y hermosísimo caballo. Tenía las patas gruesas y largas, la crin espesa y el pelo brillantísimo.
—Y bien —continué—, puesto que quieren que monte a caballo, lo haré; pero si me caigo...
—Esté tranquilo —me respondieron—, estamos nosotros aquí para ayudarle en cualquier circunstancia.
—Si me rompo el cuello —dije a Buzzetti—, tú tendrás que ponérmelo en su sitio.
Buzzetti comenzó a reír.
—No es hora de reír—, murmuró Gastini.
Y así nos acercamos al animal. Monté a la grupa con mucho trabajo ayudado por ellos y al fin heme caballero en mi caballo. ¡Cuan alto me pareció entonces aquel animal! Creí estar como sobre un elevado pedestal desde el cual divisaba todo aquel valle hasta sus más lejanos confines.
Cuando he aquí que mi caballo se pone en movimiento despertando en mí nueva admiración: me pareció entonces encontrarme en mi propia habitación, por lo que me pregunté a mí mismo:
—¿Dónde estamos?
Y veía venir en mi busca, sacerdotes, clérigos y otras muchas personas, todos asustados y anhelantes.
Después de recorrer un buen trecho, el caballo se detuvo. Entonces vi venir hacia mí a todos los sacerdotes del Oratorio en compañía de numerosos clérigos, los cuales rodearon al animal.
Entre ellos vi a [Beato] Miguel Don Rúa, a Don Cagliero, a Don Bologna. Al llegar se pusieron firmes contemplando a aquel enorme animal sobre el cual estaba yo sentado; pero ninguno decía palabra. Yo los veía a todos con aspecto melancólico, que reflejaba una turbación que jamás había contemplado en ellos. Llamé junto a mí a Don Bologna y le dije:
—Don Bologna, tú que estás en la portería, ¿sabes decirme si hay alguna novedad en casa? ¿Cuál es la causa de la turbación que veo en todos los rostros?
Y él me contestó:
—Yo no sé ni dónde estoy, ni lo que hago... Estoy aturdido... Vinieron algunos, hablaron, se marcharon; la portería es un continuo ir y venir que yo no comprendo.
—¡Oh! ¿Es posible, —me decía yo a mí mismo— que hoy tenga que suceder alguna cosa extraordinaria?
Entonces uno me entregó una trompeta, diciéndome que me quedara con ella que la necesitaría. Yo le pregunté:
—¿Dónde estamos?
—Toque la trompeta— me dijo.
Soplé en ella y se oyeron estas palabras: Estamos en el país de la prueba...
Después se vio descender de lo alto de la colina una cantidad de jóvenes tal, que creo pasasen de los cien mil. Ninguno de ellos hablaba. Todos armados de una horquilla, avanzaban a toda marcha hacia el valle. Entre ellos vi a todos los jóvenes del Oratorio y de otros colegios nuestros y a muchísimos a los cuales no conocía.
Entretanto, por una parte del valle comenzó a oscurecerse el cielo de tal manera que parecía de noche y apareció un número inmenso de animales semejantes a los tigres y a los leones. Estos monstruos feroces, de cuerpo descomunal y de patas robustas y cuello largo, tenían la cabeza más bien pequeña.
Su hocico producía espanto; con los ojos enrojecidos y casi fuera de las órbitas, se lanzaron contra los jóvenes, los cuales, al verse asaltados por aquellos animales, se aprestaron para la defensa. Los muchachos tenían en la mano una horca de dos puntas con la que hacían frente a aquellas alimañas, levantándola o bajándola según la dirección del ataque de las mismas.
Los monstruos, no pudiendo vencer a sus víctimas al primer asalto, mordían el hierro de la herramienta, se rompían los dientes y desaparecían.
Había algunos cuya horca sólo tenía una punta y los tales sufrían heridas por parte de las fieras atacantes; otros la tenían con el mango roto; otros carcomido por la polilla; otros eran tan presuntuosos, que se arrojaban contra aquellos animales sin arma alguna siendo víctimas de su temeridad, y no pocos encontraron la muerte en la lucha. Muchos conservaban la horquilla con el mango nuevo y con dos puntas.
Entretanto mi caballo fue rodeado desde un principio de una cantidad extraordinaria de serpientes. Pero con sus saltos y dando coces a diestra y siniestra, las aplastaba o las alejaba, elevándose cada vez a mayor altura y ganando en corpulencia.
Entonces pregunté a alguno qué significaban aquellas horcas de dos puntas. Me trajeron uno de aquellos instrumentos y vi escrito sobre uno de sus apéndices: «Confesión» y en el otro: «Comunión».
—¿Qué significan esas dos puntas?—, pregunté.
—Toca la trompeta— me fue respondido.
Soplé y de la trompeta salió esta voz: La confesión y la Comunión bien hechas.
Soplé de nuevo y se oyó lo siguiente: El mango roto: Confesiones y Comuniones mal hechas. Mango carcomido: Confesiones defectuosas.
Terminado este primer asalto, di con el caballo una vuelta por el campo de batalla y vi muchos heridos y muchos muertos.
Observé que algunos yacían por el suelo estrangulados; con el cuello horriblemente inflamado y deforme; otros con el rostro desfigurado de una manera horrible, y otros muertos de hambre a pesar de que tenían junto a sí un plato de riquísimos confites.
Los estrangulados son los que habiendo tenido la desgracie de haber cometido de pequeños algún pecado, no se confesaron nunca de él; los de la cara deforme, eran los golosos; los muertos de hambre, los que se confiesan, pero después no ponen en práctica los avisos y amonestaciones del confesor.
Junto a cada uno de aquellos que tenían el mango carcomido, se veía escrita una palabra. Uno tenía escrito: «Soberbia»; otro, «Pereza»; otro, «Inmodestia», etc.
Hay que hacer notar que los jóvenes al caminar pasaban sobre una alfombra de rosas y se sentían jubilosos de tal circunstancia; pero apenas habían avanzado unos pasos, después de lanzar un grito, caían muertos o quedaban heridos, pues bajo las rosas había abundantes espinas. Otros, en cambio, pisando aquellas rosas valerosamente, caminaban sobre ellas y se animaban recíprocamente saliendo victoriosos.
Pero de nuevo se oscureció el cielo y en un momento apareció una cantidad de animales y monstruos superiores a los de la primera vez, todo lo cual sucedió en menos de tres o cuatro segundos y hasta mi caballo se vio asediado por aquellas alimañas.
Los monstruos siguieron creciendo sin medida, de forma que también yo comencé a sentir miedo, pareciéndome ya que aquellas zarpas habían arañado todo mi cuerpo.
Suerte la mía que en aquel momento me proporcionaron a mí también una horquilla; entonces comencé a combatir y los monstruos se dieron a la fuga. Todos desaparecieron: se daban a la fuga, vencidos en la primera acometida.
Entonces soplé en la trompeta y resonó por todo el valle esta VOZ:
—¡Victoria, victoria!
—Pero ¡cómo!, —dije yo—, ¿hemos conseguido la victoria? ¿Y a pesar de ello hay tantos muertos y tantos heridos?
Entonces tocando nuevamente la trompeta oí esta voz:
Tregua a los vencidos.
[Contínua parte II]