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LOS SUEÑOS DE
SAN JUAN BOSCO


San Juan Bosco

Fuente: Reina del Cielo

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50.- El aguila, parte I

50.- El aguila, parte II

51.- El lirio y el gatazo

52.- Los monstruos y los niños

53.- La linterna mágical

54.- Las ofrendas simbólicas

55.- La inundación, parte I

55.- La inundación, parte II

56.- Una visita a los dormitorios

57.- Los cabritos

58.- Las espadas y los números

59.- Las reglas

60.- Los rebaños, parte I

60.- Los rebaños, parte II

61.- El purgatorio, parte I

61.- El purgatorio, parte II

62.- El jardín, parte I

62.- El jardín, parte II

63.- Saltando sobre el torrente

64.- Las fieras del prado

65.- El monstruo

66.- La muerte, el juicio, el paraíso

67.- La vid, parte I

67.- La vid, parte II

68.- El infierno, parte I

68.- El infierno, parte II

68.- El infierno, parte III

68.- El infierno, parte IV

69.- Vocación de una jóven

70.- El porvenir de un jóven

71.- La novena de la natividad de la Virgen

72.- Los dos supultureros

73.- Recorriendo los dormitorios

74.- La confesión y los lazos del demonio

75.- Castigos sobre Roma y París

76.- Muerte de un Salesiano

77.- Triunfo de la Iglesia

78.- Una visita al colegio de Lanzo

79.- El estandarte fúnebre

80.- Por los dormitorios en compañia de la Virgen

81.- El demonio en el patio

82.- El ruiseñor

83.- Al volver de vacaciones

84.- La Patagonia

85.- Los propósitos en la confesión

86.- Los pecados en la frente

87.- Predicción de una nueva muerte

88.- La Misericordia Divina

89.- Los senderos

90.- Monseñor Gastaldi

91.- La guerra Carlista de España

92.- Vocaciones tardías

93.- Un árbol prodigioso

94.- El corcel misterioso, parte I

94.- El corcel misterioso, parte II

95.- La palabra de Dios y la murmuración, parte I

95.- La palabra de Dios y la murmuración, parte II

96.- Anuncio de tres muertes, parte I

96.- Anuncio de tres muertes, parte II

97.- El auxilio del Cielo

98.- Beato Papa Pío IX

99.- La fe, nuestro escudo y nuestro triunfo, parte I

99.- La fe, nuestro escudo y nuestro triunfo, parte II

100.- Las ovejas fieles y las desertoras

101.- Trabajo y templanza, parte I

101.- Trabajo y templanza, parte II

101.- Trabajo y templanza, parte III

101.- Trabajo y templanza, parte IV


LA INUNDACIÓN

SUENO 55.—AÑO DE 1866. PARTE II

Cerca de allí había una alta y amplia prominencia de tierra o promontorio con numerosos árboles silvestres desordenadamente dispuestos, entre los que se agitaban gran número de nuestros jóve­nes de los que habían caído a las aguas o de los que se habían aleja­do de nosotros en el curso del viaje.

Yo bajé a tierra, sin hacer caso del peligro a que me exponía, me acerqué y vi que tenían los ojos, las orejas, los cabellos y hasta el corazón llenos de insectos y de as­querosos gusanos que les roían aquellos órganos causándoles atrocí­simos dolores.

Uno de ellos sufría más que los demás; quise acercarme a él, pero huía de mí escondiéndose detrás de los árbo­les. Vi a otros que entreabriendo sus ropas, mostraban la persona ceñida de serpientes; otros, llevaban víboras en el seno.

Señalé a todos ellos una fuente que arrojaba agua fresca en gran cantidad, aquella agua era al mismo tiempo ferruginosa; todo el que iba a lavarse en ella curaba al instante y podía volver a la barca.

La mayor parte de aquellos infelices obedeció mis mandatos; pero algu­nos se negaron a secundarlos. Entonces yo, decididamente, me vol­ví a los que habían sanado, los cuales, ante mis instancias, me siguieron sin titubear, mientras los monstruos desaparecían. Apenas estuvimos en la embarcación, ésta, impulsada por el viento, atravesó aquel estrecho saliendo por la parte opuesta a la que había entrado, lanzándose de nuevo a un mar sin límites.

Nosotros, compadecidos del fin lastimoso y de la triste suerte de nuestros compañeros abandonados en aquel lugar, comenzamos a cantar: "¡Load a María, oh lenguas fieles!, en acción de gracias a la Madre celestial, por habernos protegido hasta entonces"; y al ins­tante, como obedeciendo a un mandato de la Virgen, cesó la furia del viento y la nave comenzó a deslizarse con rapidez sobre las plá­cidas olas, con una suavidad imposible de describir. Parecía que avanzase al solo impulso que le diesen los jóvenes al jugar echando el agua hacia atrás con la palma de la mano.

He aquí que seguidamente aparece en el cielo un arco iris, más maravilloso y esplendoroso que una aurora boreal; al pasar bajo el cual leímos escrito con gruesos caracteres de luz, la palabra MEDOUM sin entender su significado. A mí me pareció que cada letra era la inicial de estas palabras: Mater Et Domina Omnis Universi María.

Después de un largo trayecto he aquí que despunta la tierra en el horizonte; al acercarnos a ella, sentíamos renacer poco a poco en el corazón una alegría indecible. Aquella tierra maravillosa, cubierta de bosques, de toda clase de árboles, ofrecía el panorama más en­cantador que imaginarse puede, iluminada por la luz del sol naciente que subía tras las colinas que la formaban. Era una luz que brillaba con una inefable suavidad, semejante a la de un espléndido atarde­cer de verano, infundiendo en el ánimo una sensación de tranquili­dad y de paz.

Finalmente, dando contra las arenas de la playa y deslizándose sobre ella, la balsa se detuvo en seco al pie de una hermosísima viña.

Bien se pudo decir de esta embarcación: Eam tu, Deus, pontem fecisti quo a mundi flúctibus trajicientes ad tranquillum portum tuum devéniamus.

Los jóvenes estaban deseosos de penetrar en aquella viña y algu­nos, más curiosos que otros, de un salto se pusieron en la playa. Pero, apenas avanzaron unos pasos, al recordar la suerte desgracia­da de los que quedaron fascinados por la colina que se levantaba en medio del mar borrascoso, volvieron apresuradamente a la balsa.

Las miradas de todos se habían vuelto hacia mí y en la frente de cada uno se leía esta pregunta:

—[San] Juan Don Bosco: ¿es hora ya de que bajemos y nos paremos? Primero reflexioné un poco y después les dije: ¡Bajemos! Ha llegado el momento: ahora estamos seguros. Fue un grito general de alegría; y cada uno de los muchachos, frotándose las manos de júbilo, penetró en la viña, en la cual reina­ba el orden más perfecto. De las vides pendían racimos de uva se­mejantes a los de la tierra prometida y en los árboles había toda clase de frutos; cuantos se pueden desear en la bella estación y to­dos de un sabor desconocido.

En medio de aquella extensísima viña se elevaba un gran castillo rodeado de un delicioso y regio jardín cercado de fuertes murallas. Nos dirigimos a aquel edificio, permitiéndosenos la entrada.

Estábamos cansados y hambrientos y en una amplia sala ador­nada toda de oro, había preparada para nosotros una gran mesa abastecida de los más exquisitos manjares, de los que cada uno se podía servir a su placer.

Mientras terminábamos de refocilarnos, entró en la sala un no­ble joven, ricamente vestido y de una hermosura singular, el cual, con afectuosa y familiar cortesía nos saludó llamándonos a todos por nuestros nombres. Al vernos estupefactos y maravillados ante su belleza y por las cosas que habíamos visto, nos dijo:

—Esto no es nada; venid a ver.

Todos nosotros le seguimos y desde los balcones de las habita­ciones nos hizo contemplar los jardines, diciéndonos que éramos dueños de todos ellos y que los podíamos usar para nuestros re­creos.

Nos llevó después de una en otra sala; cada una superaba a la anterior por la riqueza de su arquitectura, por sus columnas y deco­rados de toda espacie. Abriendo después una puerta que comunica­ba con una capilla, nos invitó a entrar. Por fuera la capilla parecía pequeña, pero apenas cruzamos el dintel, comprobamos que era tan amplia que de un extremo a otro apenas si nos podíamos ver. El pavimento, los muros, las bóvedas estaban guarnecidas de mármo­les artísticamente trabajados, de piezas de plata y oro, de piedras preciosas, por lo que yo, profundamente maravillado, exclamé:

—¡Esto es una belleza de Paraíso! No tendría inconveniente en quedarme aquí para siempre.

En medio de este gran templo, se alzaba sobre un rico basamen­to, una magnífica estatua de María Auxiliadora. Llamando a muchos de los jóvenes que se habían dispersado por una y otra parte para encaminar las bellezas de aquel sagrado edificio, logré concentrarlos a todos ante la imagen de Nuestra Señora para darle gracias por tantos favores como nos había otorgado. Entonces me di cuenta de la enorme capacidad de aquella iglesia, pues aquellos millares y mi­llares de jóvenes parecían formar un pequeño grupo que ocupase el centro de la misma.

Mientras contemplaban aquella estatua cuyo rostro era de una hermosura inefable, la imagen pareció animarse de pronto y son­reír. Y he aquí que se levantó un murmullo entre los muchachos, apoderándose de sus corazones una emoción indecible.

—¡La Virgen mueve los ojos!—, exclamaron algunos.

Y  en efecto: María Santísima recorría con su maternal mirada aquel grupo de hijos.

Seguidamente se oyó una nueva y general exclamación: —¡La Virgen mueve las manos!

Y en efecto, abriendo lentamente los brazos levantaba el manto como para acogernos a todos debajo de él.

Lágrimas de emoción surcaban nuestras mejillas.

—¡La Virgen mueve los labios!—, dijeron algunos.

Se hizo un silencio profundo; y la Virgen abrió la boca y con una voz argentina y suavísima, dijo:

—Si ustedes son para Mí hijos devotos, yo seré para vosotros una Madre piadosa.

Al oír estas palabras, todos caímos de rodillas y entonamos el canto sagrado: "Load a María, oh lenguas fieles".

Los jóvenes cantaban tan fuerte y al mismo tiempo tan suave, que gratamente impresionado me desperté, terminando así la vi­sión.

[San] Juan Don Bosco concluyó su relato con estas palabras:

¿Ven, mis queridos hijos? En este sueño se nos presenta el mar borrascoso de esta vida. Si son dóciles y obedientes a mis palabras y no hacen caso de los que les aconsejan mal, después de habernos esforzado por hacer el bien y huir del mal; después de vencidas todas nuestras malas tendencias, llegaremos feliz­mente al término de nuestra vida, al puerto seguro del cielo. En­tonces vendrá a nuestro encuentro la Virgen Santísima, que en nombre de nuestro buen Dios, nos introducirá para restaurarnos de nuestras fatigas, en su regio jardín, esto es, en el Paraíso, donde go­zaremos de su amabilísima presencia divina. Pero, si por el contra­rio, quieren obrar, no según yo les digo, sino siguiendo su capricho y desoyendo mis consejos, entonces naufragarán miserablemente.

[San] Juan Don Bosco —continúa Don Lemoyne— daba en circunstan­cias diversas y privadamente alguna explicación específica de este sueño, relacionado, según parece, no sólo con el Oratorio, sino también con la Pía Sociedad.

«El prado es el mundo; el agua que amenaza ahogarnos, los peligros del mundo. La inundación tan terriblemente extendida, los vicios y las máximas irreligiosas y las persecuciones contra los buenos.

El molino, esto es, un lugar aislado y tranquilo, pero también amenazado, la casa del pan, la Iglesia Católica. Los canastos del pan, la Santísima Eucaristía que sirve de viático a los navegan­tes. La embarcación, el Oratorio. El tronco del árbol que forma el puente entre el molino y la balsa es la Cruz, o sea, el sacrificio de sí mismo a Dios, mediante la mortificación cristiana. El leño empleado por los jóvenes, como un puente más ligero para en­trar en la embarcación, es el reglamento conculcado. Muchos vienen con fines rastreros y bajos: hacer una carrera; con deseos de lucro, de honores, de comodidades, de cambiar de condición y de estado; éstos son los que no rezan y se burlan de la piedad de los demás.

Los sacerdotes y los clérigos simbolizan la obediencia y las portentosas obras de salvación que por medio de ellos se consi­guen.

Los remolinos, las varias y tremendas persecuciones que se suscitan y se suscitarán. La isla sumergida, los desobedientes que no quieren permanecer en la embarcación y vuelven al mundo despreciando la vocación. Lo mismo habría que decir de los que se refugian en las otras balsas.

Muchos de los que caían al agua o tendían la mano a los que estaban en la embarcación y con la ayuda de los compañeros su­bían nuevamente a ella, eran los dotados de buena voluntad; los cuates, habiendo caído desgraciadamente en pecado, vuelven a adquirir la gracia de Dios mediante la penitencia. El estrecho, los gatazos, los monos y demás monstruos, son los revolucionarios, las ocasiones y las incitaciones a la culpa, etcétera.

Los insectos en los ojos, en la lengua, en el corazón: las miradas peligrosas, las conversaciones obscenas, los afectos desordenados. La fuente de agua ferruginosa que tenía la virtud de matar todos los insec­tos y de curar instantáneamente, son los sacramentos de la Con­fesión y de la Comunión. El lodazal y el fuego, los lugares del pecado y de la condenación.

Con todo, hay que observar que no quiere decir que cuantos cayeron en el fuego y no se volvieron a ver más y los que ardían en las llamas tienen que ir a parar irremisiblemente al infierno: ¡No! Dios nos libre de afirmar semejante cosa. Sino que indica que los que se encontraban en desgracia de Dios, si hubiesen muerto entonces, se habrían condenado para siempre. La sala, el templo, representan la Sociedad Salesiana, feliz y triunfante. El joven garrido que acoge a los demás y los acompañan a visitar el palacio y la iglesia, parece que fuera un alumno muerto en el Oratorio, tal vez [Santo] Domingo Savio».

De esta última frase se deduce, que en éste, como en otros sueños de [San] Juan Don Bosco, hay un significado escondido que se refie­re principalmente a la Sociedad Salesiana.

Hemos de hacer constar que contemporáneamente a cada frase del sueño, tanto de este como de los demás, correspondían otras tantas apariciones que diríamos paralelas y complementa­rias de las cosas descritas.

Nos autoriza a juzgar así el hecho de haber recordado [San] Juan Don Bos­co a Don Julio Barberis en el año 1879, que en este sueño había visto a Don Cagliero atravesar una gran extensión de agua, ayudan­do a otros a cruzarla y que tanto él como sus compañeros habían hecho diez estaciones. De esta forma veía anticipadamente sus via­jes a América.

Así también, en el año 1885 dijo que este sueño guardaba re­lación con la elevación al episcopado de Mons. Cagliero.

En la mañana del dos de enero, los jóvenes deseosos de co­nocer el estado de la propia conciencia, se apresuraron a confe­sarse con él en la sacristía. A cierto joven, el cual después de la confesión le preguntaba, dónde y en qué estado lo había visto en aquel sueño misterioso, le respondió:

—Estabas en la embarcación y te dedicabas a pescar y caíste varias veces al agua, pero yo te saqué y te devolví a la barca.

—Y cuando llegó al templo ¿recuerda haberme visto?

—Sí, sí— le respondió sonriente.

A un clérigo vercellés que le preguntó en el patio sobre su es­tado: Tú estorbabas a los demás —le replicó— y así impedías la pesca.

A un sacerdote que deseaba saber el papel que desempeñaba en aquella escena:

—Te vi —le dijo— apartado de los demás--- solo, serio, en un rincón de la embarcación, ocupado en preparar anzuelos con sus cuerdas correspondientes que los demás venían a coger para pescar.

Y añadió algunas cosas más que veinte años después se cum­plieron de una manera maravillosa y que no es necesario expo­ner aquí.

Los alumnos no olvidaron este sueño que tanta impresión les había causado, y el joven Agustín Semeria de Moltedo Superiore nos lo recordaba en una carta fechada en 24 de septiembre de 1883, confirmando en su descripción cuanto hemos expuesto anteriormente y añadiendo

«Recuerdo también que en una de las noches siguientes, cosa insólita, [San] Juan Don Bosco nos hizo rezar bajo los pórticos la tercera parte del Rosario por las necesidades de nuestra Santa Madre la Iglesia. Terminada esta oración, mientras avanzaba entre nosotros, acogido con grandes muestras de alegría y numerosos vivas, nos permitió que le ayudásemos a subir a la cátedra o tribuna desde la cual nos hablaba. Esto era muy frecuente. Una vez que hubieron terminado los aplausos, hizo alusión a la alegría que experimenta­rán los justos al llegar a las playas de la felicidad eterna; a la paz que disfruta un cristiano viviendo siempre en gracia de Dios y al au­gurarnos unas buenas noches, nos dijo:

—Cuando se despojen de las ropas para acostarse, háganlo con toda modestia; pensando que Dios los ve; después métanse en la cama; crucen las manos sobre el pecho y abandonados en los brazos de Jesús y de María, entregúense al descanso».

   


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