EL ÁGUILA
SUEÑO 50.—AÑO 1865. PARTE II
Antonio Ferraris murió el jueves 16 de marzo, por la mañana. Había recibido todos los auxilios de la Religión. Estaba para entrar en agonía cuando he aquí que aparece [San] Juan Don Bosco, se le acerca al lecho y le sugiere algunas jaculatorias, le da la última absolución y le recomienda el alma.
Esta muerte tuvo lugar antes de que se hiciese en el Oratorio el segundo Ejercicio de la Buena Muerte a partir del anuncio hecho por el [Santo].
Juan Bisio, que expuso bajo juramento la intervención que tuvo en este hecho, concluye su relato con estas palabras: «[San] Juan Don Bosco nos contó otros muchos sueños sobre futuras muertes de jóvenes del Oratorio, y sus predicciones fueron siempre consideradas por nosotros como verdaderas profecías que se cumplieron siempre al pie de la letra. En siete años que yo estuve en el Oratorio, no falleció ningún joven sin que él lo hubiese anunciado con anterioridad. Estábamos todos persuadidos, además, de que quien moría en el Oratorio bajo la vigilancia y con la asistencia del [Santo], tenía que ir necesariamente al Paraíso».
Aquella misma noche del 16 de marzo, [San] Juan Don Bosco hablaba así a los jóvenes:
«Los veo a todos deseosos de saber algo sobre los últimos momentos de nuestro Ferraris y aquí me tenéis para satisfacer vuestro justo anhelo. Murió resignado; en su breve enfermedad sufrió mucho, pero no perdió la serenidad. Al entrar en el Oratorio me dijo:
—[San] Juan Don Bosco, yo estoy en todo dispuesto a hacer su voluntad: le obedeceré plenamente; si ve que falto en algo, avíseme, castigúeme y verá que me enmendaré.
Yo le prometí que haría cuanto pudiese por el bien de su alma y de su cuerpo. Muchas veces me repitió el mismo ruego y siempre que hube de avisarle de algo, se corrigió inmediatamente. Se puede decir que no tenía voluntad propia, tan obediente era. Su profesor me asegura que en la clase estaba entre los primeros por su aplicación al estudio. Cuando enfermó fui inmediatamente a visitarle, diagnosticando el médico desde el primer momento la gravedad del mal. Le pregunté si el día de Santo Tomás quería recibir la Comunión. Me respondió:
—Tendría que vestirme para ir a la iglesia con los demás. Me encuentro muy débil para hacerlo.
—Eso tiene remedio, te traeremos a tu habitación a Jesús Sacramentado. ¿Estás contento?
—Sí, muy bien.
Yo le pregunté:
—¿No tienes nada que te turbe la conciencia?
¿Tendrías algo que decirme?
Y después de reflexionar durante algunos instantes, respondió:
—¡No tengo nada!
¡Qué hermosa respuesta! Un joven que se avecina a la muerte, que sabe que tiene que morir y puede responder con la mayor serenidad y tranquilidad de espíritu: —¡No tengo nada!
Le volví a preguntar:
—Dime: ¿vas de buena gana al Paraíso?
—Seguro —me replicó—, así veré cara a cara cómo es el Señor, del cual he oído decir cosas tan maravillosas, y comprenderé cómo está hecha mi alma.
En otra ocasión le dije:
—¿No quieres nada de mí?
—Solamente una cosa: que me ayude a ir al Paraíso.
—Sí. Pero ¿no me pides nada más?
—Que ayude también a todos mis compañeros a ganarse el cielo.
Le prometí que haría cuanto estuviese de mi parte. Esta mañana lo encontré muy grave, no podía hablar, el catarro lo sofocaba.
Habiéndole dicho ya a Rossi que apenas el enfermo diese señal de entrar en agonía me avisase, acudí junto a su lecho. Tenía los ojos cerrados; estaba muy falto de fuerzas, pero apenas había dado yo un paso para ausentarme, pues el fin no me parecía inminente, abrió los ojos y comenzó a mover los brazos y todo el cuerpo gritando con voz sofocada:
—¡Ah, ah, ah!
Volví atrás, le pregunté qué era lo que quería y haciendo un gran esfuerzo me dijo que deseaba morir teniéndome a su lado. Le respondí que se tranquilizase, que iba a mi habitación para despachar algunas cartas y que volvería apenas me avisasen que había llegado su último momento.
Fui a mi habitación y después de haber trabajado un rato, vinieron a decirme que el enfermo empeoraba por momentos. Acudí inmediatamente y pude comprobar que se había agravado mucho más, pero no me pareció que su muerte fuese cosa inminente. Por tanto, me dispuse a volver otra vez a mi habitación. Pero el enfermo volvió a abrir los ojos emitiendo el mismo grito:
—¡Ah, ah, ah!
El pobrecillo, siempre que me alejaba se daba cuenta.
Después de unos instantes vino Rossi a llamarme. Corrí al lecho del moribundo: efectivamente, había entrado en agonía; ya no respiraba, pero su pulso latía aún. Unos minutos después, dando un suspiro, entregaba su alma al Señor.
Ferraris había contraído un resfriado que degeneró en la pulmonía que lo llevó a la tumba. Sufrió muchos dolores con verdadera resignación, sin proferir un lamento. La muerte no le infundía temor, no tenía nada que le causase remordimiento.
Cada uno de nosotros, mis queridos hijos, debería desear haberse encontrado en el lugar de Ferraris. Tengo la seguridad de que fue derecho al Paraíso y de buena gana cambiaría mi puesto por el suyo. A pesar de ello, mañana se rezará el Rosario de difuntos en sufragio de su alma.
Los compañeros de clase acompañarán mañana por la tarde sus despojos a la Parroquia.
Termino con un aviso. Cuando yo anuncie desde aquí que algún otro tiene que morir, por caridad guardad secreto, pues hay algunos que se ajustan demasiado ante estos avisos y escriben a sus padres para que se los lleven del Oratorio, porque [San] Juan Don Bosco anuncia continuamente que alguien tiene que morir...
Pero, díganme: si yo no lo hubiese anunciado, ¿se habría preparado Ferraris tan bien para presentarse ante el tribunal de Dios?
Es cierto que era un excelente muchacho, pero, en el trance de la muerte, ¿quién puede creerse absolutamente preparado para sufrir el riguroso juicio del Señor? Vuestro compañero tuvo la suerte de que se le avisara. Pero desde ahora en adelante no diré nada.
(Muchas voces: No, no. Dígalo, dígalo).
Y a los que tanto temen a la muerte les digo: Hijitos míos, cumplan con su deber, no tengáis malas conversaciones, frecuenten los Sacramentos, sean sobrios y la muerte no los asustará.