LA FE, NUESTRO ESCUDO Y NUESTRO TRIUNFO
SUEÑO 99.—AÑO DE 1876. PARTE I
En la noche del 27 de junio de 1876, [San] Juan Don Bosco, después de las oraciones dijo a los jóvenes del Oratorio, entre otras cosas, lo siguiente:
Me he olvidado de una cosa, esto es, de contarles un sueño. Me hubiera gustado narrárselos esta misma noche, pero son ya las nueve y tendría que resumirlo demasiado: (Gritos generales: Cuéntelo, cuéntelo).
Es un poco complicado y bastante largo y es necesario que se lo narre detenidamente y con todos sus detalles. Esta noche he hablado ya demasiado y por eso mañana por la noche, sin detenerme en otros asuntos, trataré solamente del sueño.
Les hará reír un poco y les causará también un poco de miedo: lo mismo que me ha sucedido a mí. Por lo demás deseo que lo consideren como lo que es, como un sueño. Dejémoslo, pues, para mañana. Entretanto les deseo muy buenas noches.
Los jóvenes, y no solamente ellos, esperaban con ansiedad el relato del sueño; [San] Juan Don Bosco mantuvo su promesa, pero con un día de retraso, en las buenas noches del 30 de junio, festividad del Corpus Christi.
Comenzó de esta manera:
«Me alegro de volveros a ver. ¡Oh cuántos rostros angelicales tengo vueltos hacia mí! (Risas generales). He pensado que si les cuento el sueño de que les hable les causaría un poco de miedo. Si yo tuviera un rostro angelical les podría decir: ¡Mírenme! Y entonces se disiparía todo temor. Pero desgraciadamente no soy más que un poco de barro, como todos vosotros.
Sin embargo, somos obra de Dios y puedo decir con San Pablo que sois gaudium meum et corona mea.--- vosotros sois mi alegría y mi corona. Mas no hay que extrañarse si en la corona hay algún Gloria Patri un poco mohoso. Pero volvamos al sueño. Yo no les lo quería contar por miedo a atemorizarlos; pero después pensé:
Un padre no debe ocultar nada a sus hijos, tanto más si éstos tienen interés por conocer lo que el padre sabe; bueno es, pues, que los hijos sepan lo que el padre hace y conoce. Por eso me he decidido a contárselos con todos sus detalles; pero les ruego que le den simplemente la importancia que se suele dar a los sueños y que cada uno lo tome cómo más le agrade y de la forma más beneficiosa.
Tengan entendido, pues, que los sueños se tienen durmiendo (risas generales); pero sepan, además, qué este sueño no lo he tenido ahora, sino hace quince días, precisamente cuando estaban terminando sus ejercicios.
Hacía mucho tiempo que yo pedía al Señor que me hiciese conocer el estado de alma de mis hijos y qué podía yo hacer para su progreso en la virtud y para desarraigar de sus corazones ciertos vicios. Estos eran los pensamientos que me preocupaban durante estos ejercicios.
Demos gracias al Señor porque los ejercicios, tanto por parte de los estudiantes como de los artesanos, han resultado muy bien. Pero no terminaron con ellos las misericordias divinas; Dios quiso favorecerme de manera que pudiese leer en las conciencias de los jóvenes, como se lee en un libro; y lo que es aún más admirable, vi no solamente el estado actual de cada uno, sino lo que a cada uno le sucederá en el porvenir.
Y esto fue también para mí algo inusitado; pues no me podía convencer de que pudiese ver de una manera semejante, tan bien y con tanta claridad, tan al descubierto las cosas futuras y las conciencias juveniles.
Es la primera vez que me sucedía esto. También pedí mucho a la Santísima Virgen, que se dignase concederme la gracia de que ninguno de vosotros tuviese el demonio en el corazón y abrigo la esperanza de que también esto me haya sido concedido; pues tengo motivos suficientes para creer que todos vosotros habéis manifestado sus conciencias.
Estando, pues, ocupado en estos pensamientos y rogando al Señor me mostrara qué es lo que puede favorecer y perjudicar la salud de las almas de mis queridos jóvenes, me fui a descansar y he aquí que comencé a soñar lo que seguidamente les voy a contar».
El preámbulo del sueño —continúa Don Lemoyne— está saturado del acostumbrado sentido de humildad profunda; pero en esta ocasión termina con una afirmación de tal naturaleza, que excluye toda duda acerca del carácter sobrenatural del fenómeno.
El sueño se podría titular así: La fe, nuestro escudo y nuestra victoria.
Me pareció —comenzó diciendo [San] Juan Don Bosco— encontrarme con mis queridos jóvenes en el Oratorio. Era hacia el atardecer, ese momento en que las sombras comienzan a oscurecer el cielo.
Aun se veía, pero no con mucha claridad. Yo, saliendo de los pórticos, me dirigí a la portería; pero me rodeaba un número inmenso de jóvenes, como suelen hacer vosotros, como prueba de amistad.
Unos se habían acercado a saludarme, otros para comunicarme algo. Yo dirigía una palabra, ahora a uno ya a otro. Así llegué al patio muy lentamente, cuando he aquí que oigo unos lamentos prolongados y un ruido grandísimo, unido a las voces de los muchachos y a una gritería feroz que procedía de la portería.
Los estudiantes, al escuchar aquel insólito tumulto se acercaron a ver; pero bien pronto los vi huir precipitadamente en unión de los artesanos también asustados, gritando y corriendo hacia nosotros. Muchos de éstos se habían salido por la puerta que está al fondo del patio.
Pero al crecer cada vez más el griterío y los acentos de dolor y de desesperación, yo preguntaba a todos con ansiedad qué era lo que había sucedido y procuraba avanzar para prestar mi auxilio donde hubiera sido necesario. Pero los jóvenes, agrupados a mi alrededor, me lo impedían. Yo entonces les dije:
—Pero déjenme andar; permítanme que vaya a ver qué es lo que produce un espanto tal.
—No, no, por caridad, me decían todos; no siga adelante; quédese, quédese aquí; hay un monstruo que lo devorará; huya, huya con nosotros; no intente seguir adelante.
Con todo quise ver qué era lo que pasaba y deshaciéndome de los jóvenes avancé un poco por el patio de los artesanos, mientras todos los jóvenes gritaban: —¡Mire, mire! —¿Qué hay? —¡ Mire allá al fondo !
Dirigí la vista hacia la parte indicada y vi a un monstruo que al primer golpe me pareció un león gigantesco, tan grande que no creo exista uno igual en la tierra. Lo observé atentamente; era repulsivo; tenía el aspecto de un oso, pero aun más horrible y feroz que éste.
La parte de atrás no guardaba relación con los otros miembros siendo más bien pequeña; pero las extremidades anteriores, como también el cuerpo, los tenía grandísimos.
Su cabeza era enorme y la boca tan desproporcionada y abierta, que parecía hecha como para devorar a la gente de un solo bocado; de ella salían dos grandes, agudos y larguísimos dientes a guisa de tajantes espadas.
Yo me retiré inmediatamente donde estaban los jóvenes, los cuales me pedían consejo ansiosamente; pero ni yo mismo me veía libre del espanto y me encontraba sin saber qué partido tomar. Con todo les dije:
—Me gustaría decirles qué es lo que tienen que hacer; pero no lo sé. Por lo pronto concentrémonos debajo de los pórticos.
Los jóvenes se habían estrechado alrededor de mi persona. Todos los ojos estaban fijos en mí:
—[San] Juan Don Bosco: ¿qué es lo que hemos de hacer?—, me decían.
Y yo también miraba a los jóvenes, pero en silencio, no sabiendo qué hacer.
Finalmente exclamé:
—Volvámonos hacia el fondo del pórtico, hacia la imagen de la Virgen, pongámonos de rodillas, invoquémosla con más devoción que nunca, para que ella nos diga qué es lo que tenemos que hacer en estos momentos para que venga en nuestro auxilio y nos libre de este peligro.
Si se trata de un animal feroz, entre todos creo que lograremos matarlo; y si es un demonio, María nos protegerá. ¡No teman! La Madre celestial se cuidará de nuestra salvación.
Entretanto el oso continuaba acercándose lentamente, casi arrastrándose por el suelo en actitud de preparar el salto para arrojarse sobre nosotros.
Nos arrodillamos y comenzamos a rezar. Pasaron unos minutos de verdadero espanto.
La fiera había llegado ya tan cerca que de un salto habría caído sobre nosotros. Cuando he aquí que, no sé cómo ni cuándo nos vimos trasladados todos del lado allá de la pared encontrándonos en el comedor de los clérigos.
En el centro del mismo estaba la Virgen, que se asemejaba, no a la estatua que está bajo los pórticos o a la del mismo comedor, o a la de la cúpula o también a la que está en la iglesia.
Mas, sea como fuese, el hecho es que estaba radiante de una luz vivísima que iluminaba todo el comedor, cuyas dimensiones en todo sentido habían aumentado cien veces más, apareciendo esplendoroso como un sol al mediodía. Estaba rodeada de bienaventurados y de ángeles, de forma que el salón parecía un paraíso.
Los labios de la Virgen se movían como si quisiese hablar, para decirnos algo.
Los que estábamos en aquel refectorio éramos muchísimos. Al espanto que había invadido nuestros corazones sucedió un sentimiento de estupor. Los ojos de todos estaban fijos en la imagen, la cual con voz suavísima nos tranquilizó diciéndonos:
—No teman; tengan fe; esta es solamente una prueba a la cual les quiere someter mi Divino Hijo.
Observé entonces a los que fulgurantes de gloria hacían corona a la Santísima Virgen y reconocí a Don Alasonatti, a Don Ruffino, a un tal Miguel, hermano de las escuelas cristianas, a quien algunos de vosotros han conocido y a mi hermano José; y a otros que estuvieron en otro tiempo en el Oratorio y que pertenecieron a la Congregación y que ahora están en el Paraíso. En compañía de éstos vi también a otros que viven actualmente.
Cuando he aquí que uno de los que formaban en el cortejo de la Virgen dijo en alta voz:
—Surgamus!
Nosotros estábamos de pie y no entendíamos qué era lo que nos quería decir con aquella orden y nos preguntábamos:
—Pero ¿cómo surgamus? Si estamos todos de pie.
—Surgamus!—, repitió más fuerte la misma voz.
Los jóvenes, de pie y atónitos, se habían vuelto hacia mí, esperando que yo les hiciese alguna señal, sin saber entretanto qué hacer.
Yo me volví hacia el lugar de donde había salido aquella voz y dije:
—Pero ¿qué es lo que tenemos que hacer? ¿Qué quiere decir surgamus, si estamos todos de pie?
Y la voz me respondió con mayor fuerza:
—Surgamus!
Yo no conseguía explicarme este mandato que no entendía.
Entonces otro de los que estaban con la Virgen se dirigió a mí, que me había subido a una mesa para poder dominar a aquella multitud y comenzó a decir con voz robusta y bien timbrada, mientras los jóvenes escuchaban:
—Tú que eres sacerdote debes comprender qué quiere decir surgamus. ¿Cuando celebras la Misa no dices todos los días sursum corda? ¿Con esto entiendes elevarte materialmente o levantar los afectos del corazón al cielo, a Dios?
Yo inmediatamente dije a voz en cuello a los jóvenes:
—Arriba, arriba hijos, reavivemos, fortifiquemos nuestra fe, elevemos nuestros corazones a Dios, hagamos un acto de amor y de arrepentimiento; hagamos un esfuerzo de voluntad para orar con vivo fervor; confiemos en Dios. Y hecha una señal, todos se pusieron de rodillas.
Un momento después, mientras rezábamos en voz baja llenos de confianza, se dejó oír de nuevo una voz que dijo:
—Surgite! Y nos pusimos todos de pie y sentimos que una fuerza sobrenatural nos elevaba sensiblemente sobre la tierra y subimos, no sabría precisar cuánto, pero puedo asegurar que todos nos encontrábamos; muy alto.
Tampoco sabría decir dónde descansaban nuestros pies. Recuerdo que yo estaba agarrado a la cortina o al repecho de una ventana. Los jóvenes se sujetaban, quiénes a las puertas, quiénes a las ventanas, quién se agarraba acá, quién allá; quien a unos garfios de hierro, quién a unos gruesos clavos, quién a la cornisa de la bóveda. Todos estábamos en el aire y yo me sentía maravillado de que no cayésemos al suelo.
Y he aquí que el monstruo que habíamos visto en el patio, penetra en la sala seguido de una innumerable cantidad de fieras de diversas clases, todas dispuestas al ataque.
Corrían de acá para allá por el comedor, lanzaban horribles rugidos, parecían deseosas de combatir y que de un momento a otro se habían de lanzar de un salto sobre nosotros. Pero por entonces nada intentaron.
Nos miraban, levantaban el hocico y mostraban sus ojos inyectados en sangre. Nosotros lo contemplábamos todo desde arriba, y yo, muy agarradito a aquella ventana, me decía:
—Si me cayese, ¡qué horrible destrozo harían de mi persona! Mientras continuábamos en aquella extraña postura, salió una voz de la imagen de la Virgen que cantaba las palabras de San Pablo:
—Sumite ergo scutum fidei inexpugnabile.
[Contínua parte II]