EL PURGATORIO
SUEÑO 61 .—AÑO DE 1867. PARTE II
—¿Cómo? ¿Está en un lugar de salvación y no sabéis nada de estas cosas?
—Mire; el Señor se las hace saber a quien quiere; y cuando quiere que se den a conocer estas cosas, concede el permiso y da la orden. De otra manera nadie puede comunicarlo a los que viven aún.
Yo me sentía impulsado por un deseo vehemente de preguntar más y más cosas ante el temor de que Monseñor se marchase.
—Ahora, dígame algo de su parte para comunicarlo a mis jóvenes.
—Vos sabéis tan bien como yo qué es lo que tiene que hacer. Tenéis la Iglesia, el Evangelio, las demás Escrituras que lo contienen todo; dígales que salven el alma, que lo demás nada interesa.
—Pero, eso lo sabemos ya; debemos salvar el alma. Lo que necesitamos es conocer los medios que hemos de emplear para conseguirlo. Déme un consejo que nos haga recordar esta necesidad. Yo se lo repetiré a mis jóvenes en vuestro nombre.
—Dígales que sean buenos y obedientes
—¿Y quién no sabe esas cosas?
—Dígales que sean modestos y que recen.
—Pero, dígame algo más práctico.
—Dígales que se confiesen frecuentemente y que hagan buenas comuniones.
—Algo más concreto, más particular.
—Se lo diré puesto que así lo quiere. Dígales que tienen delante de si una niebla y que simplemente el distinguirla es ya una buena cosa. Que se quiten ese obstáculo de delante de los ojos, como se lee en los Salmos: Nubem dissipa.
—¿Y qué significa esa niebla?
—Todas las cosas del mundo, las cuales impiden ver la realidad de los bienes celestiales.
—¿Y qué deben hacer para que desaparezca esa niebla?
—Considerar el mundo tal cual es: mundus totus in maligno positus est; y entonces salvarán el alma: que no se dejen engañar por las apariencias mundanas. Los jóvenes creen que los placeres, las alegrías, las amistades del mundo pueden hacerles felices y, por tanto, no esperan más que el momento de poder gozar de ellas; pero que recuerden que todo es vanidad y aflicción de espíritu. Que
se acostumbren a ver las cosas del mundo, no según sus apariencias, sino como son en realidad.
—¿Y de dónde proviene principalmente esta niebla?
—Así como la virtud que más brilla en el Paraíso es la pureza; también la oscuridad y la niebla es producida por el pecado de la inmodestia y de la impureza.
Es como un negro y densísimo nubarrón que priva de la vista e impide a los jóvenes ver el precipicio que les amenaza con tragárselos. Dígales, pues, que conserven celosamente la virtud de la pureza, pues los que la poseen, florebunt sicut lilium in civitate Dei.
—¿Y qué se precisa para conservar la pureza?
Dígamelo, que yo se lo comunicaré a mis jóvenes de su parte.
—Es necesario: el retiro, la obediencia, la huida del ocio y la oración.
—¿Y después?
—Oración, huida del ocio, obediencia, retiro.
—¿Y qué más?
—Obediencia, retiro, oración y huida del ocio.
Recomiéndeles estas cosas que son suficientes.
Yo deseaba preguntarle algunas cosas más, pero no me acordaba de nada.
De forma que, apenas el prelado hubo terminado de hablar, en mi deseo de repetirles aquellos mismos consejos, abandoné precipitadamente la sala y corrí al Oratorio. Volaba con la rapidez del viento y, en un instante me encontré a las puertas de nuestra casa. Seguidamente me detuve y comencé a pensar:
—¿Por qué no estuve más tiempo con el Obispo de...?
¡Me habría proporcionado nuevas aclaraciones! He hecho mal en dejar perder tan buena ocasión. ¡Podría haber aprendido tantas cosas hermosas!
E inmediatamente volví atrás con la misma rapidez con que había venido, temeroso de no encontrar ya a Monseñor. Penetré, pues, de nuevo en aquel palacio y en el mismo salón.
Pero, ¡qué cambio se había operado en tan breves instantes! El Obispo, palidísimo como la cera, estaba tendido sobre el lecho; parecía un cadáver; a los ojos le asomaban las últimas lágrimas; estaba agonizando. Sólo por un ligero movimiento del pecho agitado por los postreros estertores se comprendía que aún tenía vida. Yo me acerque a él afanosamente:
—Monseñor, ¿qué es lo que le ha sucedido?
—Déjeme—, dijo dando un suspiro.
—Monseñor, tendría aún muchas cosas que preguntarle.
—Déjeme solo; sufro demasiado.
—¿En qué puedo aliviarle?
—Rece y déjeme ir.
—¿Adonde?
—Donde la mano omnipotente de Dios me conduce.
—Pero, Monseñor, se lo suplico, dígame dónde.
—Sufro demasiado; déjeme.
—Al menos dígame qué puedo hacer en su favor.
—Rece.
—Una palabra nada más, ¿no tiene que hacerme algún encargo para el mundo? ¿No tiene nada que decir a su sucesor?
—Vaya con el actual Obispo de... y dígale de mi parte esto y esto.
Las cosas que me dijo a vosotros no les interesan, mis queridos jóvenes, por tanto las omitiremos.
El prelado prosiguió diciendo:
—Dígale también a tales y tales personas, estas y estas otras cosas en secreto.
—¿Nada más?—, continué yo.
—Diga a sus jóvenes que siempre los he querido mucho; que mientras viví, siempre recé por ellos y que también ahora me recuerdo de ellos. Que ellos rueguen también por mí.
—Tenga la seguridad de que se lo diré y de que comenzaremos inmediatamente a aplicar sufragios. Pero, apenas se encuentre en el Paraíso, acuérdese de nosotros.
El aspecto del prelado denotaba entretanto un mayor sufrimiento. Daba pena el contemplarlo; sufría muchísimo, su agonía era verdaderamente angustiosa.
—Déjeme —me volvió a decir—; déjeme que vaya donde el Señor me llama.
—¡Monseñor!... ¡Monseñor!...—, repetía yo lleno de indecible compasión.
—¡Déjeme!... ¡Déjeme!...
Parecía que iba a expirar mientras una fuerza superior se lo llevaba de allí a las habitaciones más interiores, hasta que desapareció de mi vista.
Yo, ante una escena tan dolorosa, asustado y conmovido me volví para retirarme, pero habiendo dado al bajar la escalera con la rodilla en algún objeto, me desperté y me encontré en mi habitación y en el lecho.
Como ven, mis queridos jóvenes, este es un sueño como todos los demás, y en lo relacionado con vosotros no necesita explicación, porque todos lo han entendido.
[San] Juan Don Bosco terminó diciendo:
«En este sueño aprendí tantas cosas relacionadas con el alma y con el Purgatorio, que antes no había llegado a comprender y que ahora las veía tan claras que no las olvidaré jamás».
Así termina la narración que nos ofrecen nuestras Memorias. Parece que [San] Juan Don Bosco haya querido exponer en dos cuadros distintos el estado de gracia de las almas del Purgatorio y el de sus sufrimientos expiatorios.
El [Santo] no hizo comentario alguno sobre el estado de aquel buen prelado. Por lo demás, por revelaciones dignísimas de fe y por los testimonios de los Santos Padres se sabe que personajes de santidad suma, lirios de pureza virginal, ricos en méritos, por faltas ligerísimas hubieron de permanecer largo tiempo en el Purgatorio.
La justicia divina exige que antes de entrar en el cielo, cada uno pague hasta el último cuadrante de sus deudas.
Habiendo preguntado algún tiempo después a [San] Juan Don Bosco — continúa Don Lemoyne— si había cumplido los encargos que se le habían dado por parte de aquel Obispo, con aquella confianza con la cual me honraba, le oí responder:
—Sí, he observado fielmente lo que se mandó.