LA FE, NUESTRO ESCUDO Y NUESTRO TRIUNFO
SUEÑO 99.—AÑO DE 1876. PARTE II
Era un canto tan armonioso, tan acorde, de tan sublime melodía, que nosotros estábamos como estáticos. Se percibían todas las notas desde la más grave a la más alta y parecía como si cien voces cantasen al unísono.
Nosotros escuchábamos aquel canto de paraíso, cuando vimos partir de los flancos de la Virgen numerosos alígeros jovencitos que habían caído del cielo. Se acercaron a nosotros llevando escudos en sus manos y colocaban uno sobre el corazón de cada uno de nuestros jóvenes.
Todos los escudos eran grandes, hermosos, resplandecientes. Se reflejaba en ellos la luz que procedía de la Virgen, pareciendo una cosa celestial. Cada escudo en el centro parecía de hierro, teniendo alrededor un círculo de diamantes y su borde era de oro finísimo. Este escudo representaba la fe.
Cuando todos estuvimos armados, los que estaban alrededor de la Virgen entonaron un dúo y cantaron de una manera tan armoniosa, que no sabría qué palabras emplear para expresar semejante dulzura. Era cuanto se puede imaginar de más bello, de más suave, de más melodioso.
Mientras yo contemplaba aquel espectáculo y estaba absorto escuchando aquella música, me sentí estremecido por una voz potente que gritaba:
—Ad pugnam!
Entonces todas aquellas fieras comenzaron a agitarse furiosamente. En un momento caímos todos, quedando de pie en el suelo y he aquí que cada uno luchaba con las fieras, protegido por el escudo divino. No sabría decir si la batalla se entabló en el comedor o en el patio. El coro celestial continuaba sus armonías.
Aquellos monstruos lanzaban contra nosotros, con los vapores que salían de sus fauces, bolas de plomo, lanzas, saetas y toda suerte de proyectiles; pero aquellas armas o no llegaban hasta nosotros o daban sobre nuestros escudos rebotando hacia atrás.
Pero el enemigo quería herirnos a toda costa y matarnos y reanudaba sus asaltos, pero no nos podía producir herida alguna. Todos sus golpes daban con fuerza en los escudos y los monstruos se rompían los dientes y huían. Como las olas, se sucedían aquellas masas asaltantes, pero todos hallaban la misma suerte.
Larga fue la lucha. Al fin se dejó sentir la voz de la Virgen que decía:
—Haéc est victoria vestra, quae vincit mundum, fides vestra.
Al oír tales palabras aquella multitud de fieras espantosas se dio a una precipitada fuga y desapareció. Nosotros quedamos libres, a salvo, victoriosos en aquella sala inmensa del refectorio, siempre iluminada por la luz viva que emanaba de la Virgen.
Entonces me fijé con toda atención en los que llevaban el escudo. Eran muchos millares. Entre otros vi a Don Alasonatti, a Don Ruffino, mi hermano José, al Hermano de las Escuelas Cristianas, los cuales habían combatido con nosotros.
Pero las miradas de todos los jóvenes no podían apartarse de la Santísima Virgen. Ella entonó un cántico de acción de gracias, que despertaba en nosotros nuevos sentimientos de alegría y nuevos éxtasis indescriptibles. No sé si en el Paraíso se puede oír algo superior.
Pero nuestra alegría se vio turbada de improviso por gritos y gemidos desgarradores mezclados con rugidos de fieras. Parecía como si nuestros jóvenes hubiesen sido asaltados por aquellos animales, que poco antes habíamos visto huir de aquel lugar.
Yo quise salir fuera inmediatamente para ver lo que sucedía y prestar auxilio a mis hijos; pero no lo podía hacer porque los jóvenes estaban en la puerta por la que yo tenía que pasar y no me dejaban salir en manera alguna. Yo hacía toda clase de esfuerzos por librarme de ellos, diciéndoles:
—Pero déjenme ir en auxilio de los que gritan. Quiero ver a mis jóvenes y si ellos sufren algún daño o están en peligro de muerte, quiero morir con ellos. Quiero ir aunque me cueste la vida.
Y escapándome de sus manos me encontré inmediatamente debajo de los pórticos. Y ¡oh, horrible espectáculo! El patio estaba cubierto de muertos, de moribundos y de heridos.
Los jóvenes, llenos de espanto, intentaban huir hacia una y otra parte perseguidos por aquellos monstruos que les clavaban los dientes en sus miembros, dejándoles cubiertos de heridas. A cada momento había jóvenes que caían y morían, lanzando los ayes más lastimeros.
Pero quien hacía la más espantosa mortandad era aquel oso que había sido el primero en aparecer en el patio de los artesanos. Con sus dientes semejantes a dos tajantes espadas, traspasaba el pecho de los jóvenes de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y sus víctimas con las dos heridas en el corazón caían miserablemente muertas.
Yo me puse a gritar resueltamente:
—¡Animo, mis queridos jóvenes!
Muchos se refugiaron junto a mí. Pero él oso al verme corrió a mi encuentro. Yo, haciéndome el valiente, avancé algunos pasos hacia él. Entretanto algunos jóvenes de los que estaban en el refectorio y que habían vencido ya a las bestias, salieron y se unieron a mí.
Aquel príncipe de los demonios se arrojó contra mí y contra ellos, pero no nos pudo herir porque estábamos defendidos por los escudos. Ni siquiera llegó a tocarnos, porque a la vista de los recién llegados, como espantado y lleno de respeto huía hacia atrás.
Entonces fue cuando mirando con fijeza aquellos sus dos largos dientes en forma de espada, vi escritas dos palabras en gruesos caracteres. Sobre uno se leía: Otium; y sobre el otro: Gula.
Quedé estupefacto y me decía para mí:
—¿Es posible que en nuestra casa, donde todos están tan ocupados, donde hay tanto que hacer, que no se sabe por dónde empezar para librarnos de nuestras ocupaciones, haya quien peque de ocio? Respecto a los jóvenes, me parece que trabajan, que estudian y que en el recreo no pierden el tiempo. Y no sabía explicarme aquello.
Pero me fue respondido:
—Y con todo, se pierden muchas medias horas.
—¿Y de la gula?, —me decía yo—. Parece que entre nosotros no se pueden cometer pecados de gula aunque uno quiera. No tenemos ocasión de faltar a la templanza. Los alimentos no son rebuscados ni tampoco las bebidas. Apenas si se proporciona lo necesario. ¿Cómo pueden darse en casa casos de intemperancia que conduzcan al infierno?
De nuevo me fue respondido:
—¡Oh, sacerdote! Tú crees que tus conocimientos sobre la moral son profundos y que tienes mucha experiencia; pero de esto no sabes nada; todo constituye para ti una novedad. ¿No sabes que se puede faltar contra la templanza incluso bebiendo inmoderadamente agua?
Yo, no contento con esto, quise que se me diese una explicación más clara y como estaba el refectorio aún iluminado por la Virgen, me dirigí lleno de tristeza al Hermano Miguel para que me aclarase mi duda.
Miguel me respondió:
—¡Ah, querido, en esto eres aún novicio! Te explicaré, pues, lo que me preguntas.
—Respecto de la gula, has de saber que se puede pecar de intemperancia, cuando incluso en la mesa se come o se bebe más de lo necesario; se puede cometer intemperancia en el dormir o cuando se hace algo relacionado con el cuerpo, que no sea necesario, que sea superfluo.
Respecto al ocio has de saber que esta palabra no indica solamente no trabajar u ocupar o no el tiempo de recreo en jugar, sino también el dejar libre la imaginación durante este tiempo para que piense en cosas peligrosas.
El ocio tiene lugar también cuando en el estudio uno se entretiene en otra cosa, cuando se emplea cierto tiempo en lecturas frívolas o permaneciendo con los brazos cruzados contemplando a los demás; dejándose vencer por la desgana y especialmente cuando en la iglesia no se reza o se siente fastidio en los actos de piedad. El ocio es el padre, el manantial, la causa de muchas malas tentaciones y de múltiples males.
Tú, que eres director de estos jóvenes, debes procurar alejar de ellos estos dos pecados, procurando avivar en ellos la fe. Si llegas a conseguir de tus muchachos que sean temperantes en las pequeñas cosas que te he indicado, vencerán siempre al demonio y con esta virtud alcanzarán la humildad, la castidad y las demás virtudes.
Y si ocupan el tiempo en el cumplimiento de sus deberes, no caerán jamás en la tentación del enemigo infernal y vivirán y morirán como cristianos santos.
Después de haber oído todas estas cosas, le di las gracias por una tan bella instrucción, y después, para cerciorarme de si era realidad o simple sueño todo aquello, intenté tocarle la mano; pero no lo pude conseguir.
Lo intenté por segunda vez y por tercera, pero todo fue inútil: sólo tocaba el aire. Con todo yo veía a todas aquellas personas, las oía hablar, parecían vivas. Me acerqué a Don Alasonatti, a Don Ruffino, a mi hermano, pero no me fue posible tocar la mano a ninguno de ellos.
Yo estaba fuera de mí y exclamé:
—Pero ¿es cierto o no es cierto todo lo que estoy viendo? ¿Acaso no son estas personas? ¿No los he oído hablar a todos ellos?
El Hermano Miguel me respondió:
—Has de saber, puesto que lo has estudiado, que hasta que el alma no se reúna con el cuerpo, es inútil el que intentes tocarme.
No se puede tocar a los simples espíritus. Sólo para que los mortales nos puedan ver debemos adoptar la forma humana. Pero cuando todos resucitemos para el Juicio, entonces tomaremos nuevamente nuestros cuerpos inmortales, espiritualizados.
Entonces quise acercarme a la Virgen que parecía tener algo que decirme. Estaba muy próximo a Ella, cuando llegó hasta mis oídos un nuevo ruido y nuevos gritos que procedían del exterior. Inmediatamente quise salir por segunda vez del comedor; pero al intentar hacerlo, me desperté.
Una vez que hubo terminado su relato ---continúa Don Lemoyne— el [Santo] añadió estas observaciones y recomendaciones:
—Sea lo que fuere de este sueño de una tan variada estructura, el hecho es que en él se explican algunas palabras de San Pablo.
Pero era tal el abatimiento y la postración de fuerzas que él me produjo, que pedí al Señor no se ofreciese a mi mente nunca más un sueno semejante; pero he aquí que a la noche siguiente hube de contemplar las mismas escenas y el final que no había visto la noche precedente.
Y comencé a gritar de tal manera que Don Berto, que me oyó, vino a preguntarme por la mañana la razón de mis gritos y si había pasado la noche sin dormir. Estos sueños me han causado mayor cansancio que si hubiese pasado toda la noche en vela y escribiendo.
Como ven, esto es un sueño y yo no quiero concederle importancia alguna, sino hacerle solamente el caso que se puede hacer a un sueño.
Desearía que no escribiesen a casa nada sobre esto, ni que se hablase de él aquí o allá, a fin de que los extraños al Oratorio, que nada conocen de nuestras cosas, no vayan a decir, como ya lo han dicho, que [San] Juan Don Bosco hace vivir a sus jóvenes de sueños.
Esto desde luego no importa mucho; que digan lo que quieran. Que cada uno saque del sueño lo que se pueda interesar. Por ahora no les daré explicación alguna, puesto que todos lo pueden comprender fácilmente.
Lo que les recomiendo muchísimo es que reaviven su fe, la cual se conserva especialmente con la templanza y con la fuga del ocio.
Sean enemigos de este y amigos de aquélla. En otra ocasión volveré a tratar este argumento, entretanto les deseo buenas noches.