Wednesday April 24,2024
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LOS SUEÑOS DE
SAN JUAN BOSCO


San Juan Bosco

Fuente: Reina del Cielo

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50.- El aguila, parte I

50.- El aguila, parte II

51.- El lirio y el gatazo

52.- Los monstruos y los niños

53.- La linterna mágical

54.- Las ofrendas simbólicas

55.- La inundación, parte I

55.- La inundación, parte II

56.- Una visita a los dormitorios

57.- Los cabritos

58.- Las espadas y los números

59.- Las reglas

60.- Los rebaños, parte I

60.- Los rebaños, parte II

61.- El purgatorio, parte I

61.- El purgatorio, parte II

62.- El jardín, parte I

62.- El jardín, parte II

63.- Saltando sobre el torrente

64.- Las fieras del prado

65.- El monstruo

66.- La muerte, el juicio, el paraíso

67.- La vid, parte I

67.- La vid, parte II

68.- El infierno, parte I

68.- El infierno, parte II

68.- El infierno, parte III

68.- El infierno, parte IV

69.- Vocación de una jóven

70.- El porvenir de un jóven

71.- La novena de la natividad de la Virgen

72.- Los dos supultureros

73.- Recorriendo los dormitorios

74.- La confesión y los lazos del demonio

75.- Castigos sobre Roma y París

76.- Muerte de un Salesiano

77.- Triunfo de la Iglesia

78.- Una visita al colegio de Lanzo

79.- El estandarte fúnebre

80.- Por los dormitorios en compañia de la Virgen

81.- El demonio en el patio

82.- El ruiseñor

83.- Al volver de vacaciones

84.- La Patagonia

85.- Los propósitos en la confesión

86.- Los pecados en la frente

87.- Predicción de una nueva muerte

88.- La Misericordia Divina

89.- Los senderos

90.- Monseñor Gastaldi

91.- La guerra Carlista de España

92.- Vocaciones tardías

93.- Un árbol prodigioso

94.- El corcel misterioso, parte I

94.- El corcel misterioso, parte II

95.- La palabra de Dios y la murmuración, parte I

95.- La palabra de Dios y la murmuración, parte II

96.- Anuncio de tres muertes, parte I

96.- Anuncio de tres muertes, parte II

97.- El auxilio del Cielo

98.- Beato Papa Pío IX

99.- La fe, nuestro escudo y nuestro triunfo, parte I

99.- La fe, nuestro escudo y nuestro triunfo, parte II

100.- Las ovejas fieles y las desertoras

101.- Trabajo y templanza, parte I

101.- Trabajo y templanza, parte II

101.- Trabajo y templanza, parte III

101.- Trabajo y templanza, parte IV


EL INFIERNO

SUEÑO 68.—AÑO DE 1860. PARTE II

Había perdido ya de vista a todos mis jóvenes; muchísimos de ellos habían logrado salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por otros atajos.

Yo continué adelante. Cuanto más avanzaba más áspera era la bajada y más pronunciada, de forma que algunas veces me resbala­ba, cayendo al suelo, donde permanecía sentado un rato para tomar un poco de aliento.

De cuando en cuando el guía acudía en mi auxi­lio y me ayudaba a levantarme. A cada paso se me encogían los tendones y me parecía que se me iban a descoyuntar los huesos de las piernas.

Entonces dije anhelante a mí guía:

—Querido, las piernas se niegan a sostenerme. Me encuentro tan falto de fuerzas que no será posible continuar el viaje.

El guía no me contestó, sino que, animándome, prosiguió su camino, hasta que al verme cubierto de sudor y víctima de un can­sancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio que se alzaba en el mismo camino.

Me senté, lancé un hondo suspiro y me pareció haber descansa­do suficientemente. Entretanto observaba el camino que había reco­rrido ya; parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y de piedras puntiagudas.

Consideraba también el camino que me quedaba por recorrer, cerrando los ojos de espanto, exclamando:

—Volvamos atrás, por caridad. Si seguimos adelante, ¿cómo haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que yo pueda em­prender después esta subida!

Y el guía me contestó resueltamente:

—Ahora que hemos llegado aquí, ¿quieres quedarte solo?

Ante esta amenaza repliqué en tono suplicante: —¿Sin ti cómo podría volver atrás o continuar el viaje? —Pues bien, sígueme— añadió el guía.

Me levanté y continuamos bajando. El camino era cada vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si podía permanecer de pie.

Y he aquí que al fondo de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, aparece un edificio inmenso que mostraba ante nues­tro camino una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del precipicio.

Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de sanguinolentas llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas mu­rallas y pude comprobar que eran altas como una montaña y más aún.

[San] Juan Don Bosco preguntó al guía: .—¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto? —Lee lo que hay escrito sobre aquella puerta —me respondió— , y la inscripción te hará comprender dónde estamos. Miré y sobre la puerta se leía: Ubi non est redemptio.

Me di cuenta de que estábamos a las puertas del infierno. El guía me acompañó a dar una vuelta alrededor de los muros de aquella horrible ciudad. De cuando en cuando, a una regular dis­tancia, se veía una puerta de bronce, como la primera, al pie de una peligrosa bajada, y cada una de ellas tenía encima una inscripción diferente.

Discédite, maledicti, in ignem aeternum qui paratus est diabolo et ángelis eius... Omnis arbor quae non facit fructum bonum excidetur et in ignem mittetur.

Yo saqué la libreta para anotar aquellas inscripciones, pero el guía me dijo:

—¡Detente! ¿Qué haces? —Voy a tomar nota de esas inscripciones. —No hace falta: las tienes todas en la Sagrada Escritura; incluso tú has hecho grabar algunas bajo los pórticos.

Ante semejante espectáculo habría preferido volver atrás y encaminarme al Oratorio, pero el guía no se volvió, a pesar de que yo había dado ya algunos pasos en sentido contrario al que había­mos llevado hasta entonces.

Recorrimos un inmenso y profundísimo barranco y nos encon­tramos nuevamente al pie del camino pendiente que habíamos reco­rrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De pronto el guía se volvió hacia atrás con el rostro demudado y sombrío, me in­dicó con la mano que me retirara, diciéndome al mismo tiempo:

—¡Mira!

Tembloroso, miré hacia arriba y, a cierta distancia, vi que por aquel camino en declive bajaba uno a toda velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y finalmente pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás por efecto del viento y los brazos tendidos hacia adelante, en actitud como de quien nada para salvarse del naufragio.

Quería detenerse y no po­día. Tropezaba continuamente con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían para darle un mayor impulso en la carrera.

—Corramos, detengámoslo, ayudémosle— gritaba yo tendiendo las manos hacia él.

Y el guía:

—No; déjalo.

—¿Y por qué no puedo detenerlo?

—¿No sabes lo tremenda que es la venganza de Dios? ¿Crees que podrías detener a uno que huye de la ira encendida del Señor?

Entretanto aquel joven, volviendo la cabeza hacia atrás y miran­do con los ojos encendidos si la ira de Dios le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino, como si no hubiese encontrado en su huida otra solución que ir a dar contra aquella puerta de bronce.

—¿Y por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?, — pregunte yo—.

—Porque la ira de Dios traspasa todas las puertas del infierno e irá a atormentarle aún en medio del fuego.

En efecto, como consecuencia de aquel choque, entre un ruido de cadenas, la puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, cien, mil, otras puertas impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible, irresistible, velocísimo.

Todas aquellas puertas de bronce, que estaban una delante de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos, como la boca de un horno, y mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de ella se elevaban numerosos globos de fuego.

Y las puertas volvieron a cerrarse con la misma rapidez con que se habían abier­to. Entonces yo tomé la libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz, pero el guía me tomó del brazo y me dijo: —Detente —me ordenó—y observa de nuevo.

Lo hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitada­mente por la misma senda a tres jóvenes de nuestras casas que en forma de tres peñascos rodaban rapidísimamente uno detrás del otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban de espanto.

Llegaron al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. [San] Juan Don Bosco al instante conoció a los tres. Y la puerta se abrió y después de ella las otras mil; los jóvenes fueron empujados a aquella larguísima galería, se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, y aquellos infelices desaparecieron y las puertas se cerraron.

Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en cuando... Vi precipi­tarse en el infierno a un pobrecillo impulsado por los empujones de un pérfido compañero. Otros caían solos, otros acompañados; otros cogidos del brazo, otros separados, pero próximos.

Todos lle­vaban escrito en la frente el propio pecado. Yo los llamaba afanosa­mente mientras caían en aquel lugar. Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse y al cerrarse se hacía un silencio de muerte.

—He aquí las causas principales de tantas ruinas eternas —ex­clamó mi guía—: los compañeros, las malas lecturas y las perversas costumbres.

Los lazos que habíamos visto al principio eran los que arrastra­ban a los jóvenes al precipicio. Al ver caer a tantos de ellos, dije con acento de desesperación:

—Entonces es inútil que trabajemos en nuestros colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este fin. ¿No habrá manera de reme­diar la ruina de estas almas?

Y el guía me contestó:

—Este es el estado actual en que se encuentran y si mueren en él vendrán a parar aquí sin remedio.

—¡Oh, déjame anotar los nombres para que yo les pueda avisar y ponerlos en la senda que conduce al Paraíso!

—¿Y crees tú que algunos se corregirían si les avisaras? Al prin­cipio el aviso les impresionará; después no harán caso, diciendo: se trata de un sueño. Y se tornarán peores que antes.

Otros, al verse descubiertos, frecuentarán los Sacramentos, pero no de una manera espontánea y meritoria, porque no proceden rectamente. Otros se confesarán por un temor pasajero a caer en el infierno, pero segui­rán con el corazón apegado al pecado.

—¿Entonces para estos desgraciados no hay remisión? Dame al­gún aviso para que puedan salvarse.

—Helo aquí: tienen los superiores, que los obedezcan; tienen el reglamento, que lo observen; tienen los Sacramentos, que los frecuenten.

Entretanto, como se precipitase al abismo un nuevo grupo de jóvenes, las puertas permanecieron abiertas durante un instante y:

—Entra tú también— me dijo el guía.

Yo me eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio para avisar a los jóvenes y detenerles en aquel camino; para que no siguieran rodando hacia la perdición. Pero el guía me volvió a insistir:

—Ven, que aprenderás más de una cosa. Pero antes dime: ¿Quieres proseguir solo o acompañado?

Esto me lo dijo para que yo reconociese la insuficiencia de mis fuerzas y al mismo tiempo la necesidad de su benévola asistencia; a lo que contesté:

—¿Me he de quedar solo en ese lugar de horror? ¿Sin el consue­lo de tu bondad? ¿Y quién me enseñará el camino del retorno?

Y de pronto me sentí lleno de valor pensando para mí:

—Antes de ir al infierno es necesario pasar por el juicio y yo no me he presentado todavía ante el Juez Supremo. Después exclamé resueltamente: —¡Entremos, pues!

Y penetramos en aquel estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada una de las puertas del interior lucía con luz velada una inscripción amenazadora.

Cuando termina­mos de recorrerlo desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo del cual se veía una rústica portezuela, cuyas hojas eran de un grosor como jamás había visto y encima de la cual se leía esta ins­cripción: Ibunt impii in ignem aeternum. Los muros en todo su perímetro estaban recubiertos de inscripciones. Yo pedí a mi guía permiso para leerlas y éste me contestó:

---Haz como te plazca.

Entonces lo examiné todo. En cierto sitio vi escrito lo siguiente: Dabo ignem in carnes eorum ut comburantur in sempiternum. Cruciabuntur die ac nocte in saecula saeculorum. Y en otro lugar: Hic univérsitas malorum per omnia saecula saeculorum.

En otros: Nullus est hic ordo, sed horror sempiternus inhabitat. — Fumus tormentorum suorum in aeternum ascendit. —Non est pax impiis. —Clamor et stridor dentium.

Mientras yo daba la vuelta alrededor de los muros leyendo estas inscripciones, el guía, que se había quedado en el centro del patio, se acercó a mí y me dijo:

—Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le ayude, un amigo que le consuele, un corazón que le ame, una mirada compasiva, una palabra benévola: hemos pasado la línea. ¿Tú quieres ver o probar?

—Quiero ver solamente— respondí.

—Ven, pues, conmigo— añadió el amigo, y tomándome de la mano me condujo ante aquella puertecilla y la abrió.

Esta ponía en comunicación con un corredor en cuyo fondo había una gran cueva cerrada por una larga ventana con un solo cristal que llegaba desde el suelo hasta la bóveda y a través del cual se podía mirar dentro. Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve presa de un te­rror indescriptible.

[Contínua parte III]

   


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