EL PURGATORIO
SUEÑO 61 .—AÑO DE 1867. PARTE I
El 25 de junio [San] Juan Don Bosco habló a la Comunidad, después de las oraciones de la noche, en estos términos:
«Ayer noche, mis queridos hijos, me había acostado, y no pudiéndome dormir, pensaba en la naturaleza y modo de existir del alma; cómo estaba hecha; cómo se podía encontrar en la otra vida separada del cuerpo; cómo se trasladaría de un lugar a otro; cómo nos podremos conocer entonces los unos a los otros siendo así que, después de la muerte sólo seremos espíritus. Y cuanto más reflexionaba sobre esto, tanto más misterioso me parecía todo.
Mientras divagaba sobre éstas y otras semejantes fantasías me quedé dormido y...
...me pareció estar en el camino que conduce a (y nombró la ciudad) y que a ella me dirigía. Caminé durante un rato; atravesé pueblos para mí desconocidos, cuando de pronto sentí que me llamaban por mi nombre. Era la voz de una persona que estaba parada en el camino.
—Ven conmigo —me dijo—; ahora podrás ver lo que deseas.
Obedecí inmediatamente. El tal se movía con tal rapidez que ni el mismo pensamiento le podía aventajar; lo mismo yo. Caminábamos sin que nuestros pies tocasen el suelo. Al llegar a una región que no sabría precisar, mi guía se detuvo. Sobre un lugar eminente se elevaba un magnífico palacio de admirable estructura. No sabría puntualizar dónde estaba, ni sobre qué altura; no recuerdo si sobre una montaña o en el aire, sobre las nubes. Era un edificio inaccesible, pues no se veía camino alguno que a él condujese. Sus puertas estaban a una altura considerable.
—¡Mira! ¡Sube a aquel palacio!— me dijo mi guía.
—¿Cómo podré hacerlo? —exclamé—. ¿Qué es lo que tengo que hacer? Aquí abajo no veo camino alguno y yo no tengo alas. —¡Entra!—, me dijo el otro en tono imperativo.
Y viendo que yo no me movía, añadió:
—Haz lo que yo; levanta los brazos con buena voluntad y subirás. Ven conmigo.
Y diciendo esto levantó en alto las manos hacia el cielo. Yo abrí entonces los brazos y al instante me sentí elevado en el aire a guisa de ligera nube. Y heme aquí a la entrada de palacio. El guía me había acompañado.
—¿Qué hay ahí dentro?—, le pregunté.
—Entra; visítalo y verás. En una sala, al fondo, encontrarás quien te aleccione.
El guía desapareció y yo, habiéndome quedado sólo y como guía de mí mismo, entré en el pórtico, subí las escaleras y me encontré en un departamento verdaderamente regio. Recorrí salas espaciosas, habitaciones riquísimamente decoradas y largos corredores. Yo caminaba a una velocidad fuera de lo natural. Cada sala brillaba al conjuro de los sorprendentes tesoros en ellas acumulados y con gran rapidez recorrí tantos departamentos que me hubiera sido imposible enumerarlos.
Pero, lo más admirable fue lo siguiente: A pesar de que corría a la velocidad del viento, no movía los pies, sino que permaneciendo suspendido en el aire y con las piernas juntas, me deslizaba sin cansancio sobre el pavimento sin tocarlo, como si se tratase de una superficie de cristal.
Así, pasando de una sala a otra, vi finalmente al fondo de una galería una puerta. Entré y me encontré en un gran salón, magnífico sobre toda ponderación... Al fondo del mismo, sobre un sillón, vi majestuosamente sentado a un Obispo, en actitud de recibir audiencia. Me acerqué con respeto y quedé maravillado al reconocer en aquel prelado a un amigo íntimo. Era Monseñor... (y dijo el nombre), Obispo de... muerto hacía dos años. Parecía que no sufriese nada. Su aspecto era saludable, afectuoso y de una belleza qué no se puede expresar.
—¡Oh, Monseñor! ¿Usted aquí?—, le dije con alegría.
—¿No me ves?—, replicó.
—¿Cómo es esto? ¿Está vivo todavía? Pero ¿no murió?
—Sí, que he muerto.
—Y si murió, ¿cómo es que está ahí sentado, con ese aspecto tan saludable y de tan buena apariencia? Si es que está vivo todavía, dígamelo, pues de lo contrario nos veremos en graves aprietos. En A... hay otro Obispo, Monseñor... ¿cómo arreglaremos este asunto?
—Esté tranquilo, no se preocupe, que yo estoy muerto —me contestó—.
—Más vale así, pues ya hay otro puesto en su lugar.
—Lo sé. ¿Y Vos, [San] Juan Don Bosco, está vivo o muerto?
—Yo estoy vivo. ¿No me ve aquí en cuerpo y alma?
—Aquí no se puede venir con el cuerpo.
—Pues yo lo estoy.
—Eso le parece, pero no es así.
Y al llegar a este punto de la conversación comencé a hablar muy de prisa, haciendo pregunta tras pregunta, sin obtener contestación alguna.
—¿Cómo es posible —decía— que estando yo vivo pueda estar aquí con Vuecencia que está muerto?
Y tenía miedo de que el prelado desapareciese; por eso comencé a decirle en tono suplicante:
—Monseñor, por caridad, no se vaya. ¡Necesito saber tantas cosas!
El Obispo, al verme tan preocupado:
—No se inquiete de ese modo —me dijo—; está tranquilo, no dude de mí; no me iré; hable.
—Dígame, Monseñor, ¿se ha salvado?
—Míreme— contestó; observe cuan lozano y resplandeciente me encuentro.
Su aspecto me daba cierta esperanza de que se hubiera salvado; pero no contentándome con eso, añadí:
—Dígame si se ha salvado: ¿sí o no?
—Sí; estoy en un lugar de salvación— me respondió.
—Pero ¿está en el Paraíso gozando de Dios o en el Purgatorio?
—Estoy en un lugar de salvación; pero aún no he visto a Dios y necesito aún que rece por mi.
—¿Y cuánto tiempo tendrá que estar todavía en el Purgatorio?
—¡Mire aquí!— Y me mostró un papel, añadiendo: —¡Lea!
Yo tomé el papel en la mano, lo examiné atentamente, pero no viendo en él nada escrito, le dije:
—Yo no veo nada.
—Mire lo que hay escrito; lea—. Me volvió a decir.
—Lo he mirado y lo estoy mirando, pero no puedo leer nada, porque nada hay escrito.
Mire mejor.
—Veo un papel con dibujos en forma de flores celestes, verdes, violáceas, pero cifras no veo ninguna.
—Pues esas son mis cifras.
—Yo no veo ni cifras, ni números.
El prelado miró el papel que yo tenía en la mano y después dijo:
—Ya sé por qué no comprende, ponga el papel al revés.
Examiné la hoja con mayor atención, la volví de un lado y de otro, pero ni al derecho ni al revés la pude leer. Solamente me pareció apreciar que entre los trazos de aquellos dibujos se veía el número dos.
El Obispo continuó:
¿Sabe por qué es necesario leer al revés? Porque los juicios de Dios son diferentes de los juicios del mundo. Lo que los hombres juzgan como sabiduría es necedad para Dios.
No me atreví a pedirle me diera una más clara explicación, y dije:
—Monseñor, no se marche; tengo que preguntarle algunas cosas más.
—Pregunte, pues; yo le escucho.
—¿Me salvaré?
—Tenga esperanza en ello.
—No me haga sufrir; dígame si me salvaré.
—No lo sé.
—Al menos, dígame si estoy o no en gracia de Dios.
—No lo sé.
—¿Y mis jóvenes, se salvarán?
—No lo sé.
—Por favor, le suplico que me lo diga.
—Ha estudiado Teología, por tanto lo puede saber y darse la respuesta a sí mismo.
[Contínua parte II]