TRABAJO Y TEMPLANZA
SUEÑO 101 .—AÑO DE 1876.
Como clausura y recuerdo de los ejercicios espirituales de aquel año. [San] Juan Don Bosco contó un sueño simbólico, que es uno de los más instructivos de cuantos hasta entonces había tenido. Don Lemoyne tomó apuntes del mismo mientras el [Santo] hablaba; después lo puso todo por escrito y se lo dio a leer al buen padre que hizo algunas leves modificaciones.
Para mayor claridad dividiremos la narración en cuatro partes.
PRIMERA PARTE
«Dícese —comenzó el [Santo]— que no se debe hacer caso de los sueños: les aseguro que en la mayor parte de los casos también yo soy de este mismo parecer. Con todo, algunas veces, aunque no nos revelan cosas futuras, nos sirven para hacernos conocer cómo hemos de resolver asuntos intrincadísimos y la prudencia con que hemos de solventar algunas cuestiones. Entonces se les puede hacer caso, por el bien que nos proporcionan.
Deseo contarles ahora un sueño que me ocupó, se puede decir, todo el tiempo de estos ejercicios y que me tuvo agitado particularmente la noche pasada. Se los voy a contar tal y como lo tuve, resumiéndolo acá y allá un poco para no ser demasiado largo, pues me parece rico de muchas importantes enseñanzas.
Me pareció, pues, que estábamos todos reunidos y que nos dirigíamos de Lanzo a Turín. Íbamos montados en cierto vehículo, pero no sabría decirles si viajábamos en ferrocarril o en ómnibus; lo seguro es que no lo hacíamos a pie. Al llegar a un punto del camino, no recuerdo dónde, el vehículo se detuvo.
Yo descendí de él para ver qué era lo que sucedía, cuando se me presentó un personaje que no sabría describir. Me parecía de alta y de baja estatura al mismo tiempo; grueso y delgado; blanco y rojo; caminaba por la tierra y por el aire. Me sentí lleno de estupefacción, pues no sabia darme razón de todo aquello, cuando dándome ánimos a mí mismo, le pregunté:
—¿Quién eres?
Y él sin más me respondió:
—Ven.
Yo quería saber antes quién fuese, qué es lo que quería, pero el repitió:
—Ven pronto; hagamos girar los vehículos hacia este campo.
Lo más admirable era que hablaba bajo y alto al mismo tiempo y a varias voces, por lo que yo me sentía extraordinariamente maravillado.
El campo era extensísimo, aun a simple vista, y muy llano; no había en él surcos y estaba apisonado como si fuera una era. No sabiendo qué decir y viendo a aquel personaje tan resuelto, hicimos volver a los vehículos, los cuales entraron en aquel campo y después les ordenamos a todos los que iban dentro que bajasen. Todos lo hicieron en un santiamén, y he aquí que apenas echaron pie a tierra desaparecieron los carruajes sin saber donde irían a parar.
—Ya que hemos bajado, me dirás..., me dirá..., me dirás... dije yo en tono vacilante, al no saber cómo tratar a aquel personaje ¿por qué nos has hecho parar en este lugar?
Entonces me respondió:
—Por una razón muy grave; para librarnos de un grandísimo peligro.
—¿Qué peligro?
—El de un toro furioso que no deja pasar a una persona viva por el lugar en que se encuentra. Taurus rugiens quaerens quem devoret.
—Despacio, querido, tú atribuyes al toro lo que en la Sagrada Escritura el Apóstol San Pedro dice del león: leo rugiens!
—No importa,, allí era leo rugiens y aquí es taurus rugiens. El hecho es que tienes que estar alerta. Llámalos a todos que se congreguen a tu alrededor.
Anúnciales con toda solemnidad y premura que estén atentos, muy atentos y que apenas sientan el mugido del toro, que es extraordinario e inmenso, que se arrojen inmediatamente al suelo y que permanezcan así boca abajo con la cara vuelta a la tierra hasta que el toro haya pasado.
¡Ay de aquel que no escuche y no siga tu consejo; y no se postre boca abajo de la manera que te he dicho! Está irremisiblemente perdido, pues se lee en las Sagradas Escrituras que quien se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado: quí se humiliat exaltabitur, et qui se exaltat humiliabitur.
Después me añadió de nuevo:
—¡Pronto, pronto! El toro está para llegar; grita, grita fuerte que se tiren al suelo.
Yo gritaba y él me decía:
—¡Más, más! Grita aún más fuerte, más fuerte.
Yo lo hice tan fuerte que creo que asusté a Don Lemoyne que dormía en la habitación contigua a la mía; más no podía gritar.
Y he aquí que, de pronto, se siente el mugido del toro.
—¡Atención! ¡Atención! Que se pongan formando una línea recta, próximos los unos a los otros en una y otra parte dejando un pasillo en medio para que el toro pueda pasar.
Esto me gritó el personaje. Yo, a mi vez, a voz en cuello di esta orden a los jóvenes y en un abrir y cerrar de ojos todos se postraron en tierra y nosotros comenzamos a ver al toro que desde muy lejos llegaba lleno de furor.
Si bien la gran mayoría de los muchachos estaban echados en el suelo, con todo había algunos empeñados en ver al toro y no se postraban en tierra por completo; afortunadamente eran pocos.
Entonces aquel individuo me dijo:
—Ahora verás lo que les va a suceder a éstos; ya verás la suerte que les va a caber por no querer abajarse.
Yo quise avisarles gritar aun, correr adonde estaban; pero el otro se negaba; yo insistí que me dejara. Pero me contestó secamente:
—Tú también tienes que abajarte, ¡obedece!
No me había aún tirado al suelo, cuando un terrible mugido, espantoso, tremendo, se dejó sentir. El toro estaba ya próximo a nosotros. Todos temblábamos y nos preguntábamos:
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—No teman; pegúense al suelo— les gritaba yo.
Y el desconocido continuaba diciendo en alta voz:
Qui se humiliat, exaltabitur, et qui se exaltat, humiliabitur... qui se humiliat... qui se humiliat...
Una cosa extraña que me llenó de estupor fue la siguiente: que a pesar de que yo tenía la cabeza pegada al suelo y de estar completamente con los ojos pegados al polvo, veía perfectamente todo cuanto a mi alrededor sucedía. El toro tenia siete cuernos en forma de círculo, dos los tenía situados sobre la nariz, dos en el lugar de los ojos, dos en el sitio corriente de los cuernos y uno encima.
Y ¡cosa maravillosa! Dichos cuernos eran fortísimos, movibles, se los podía volver hacia donde quería, de manera que para echar por tierra a uno, al correr, no tenía que volverse de un lado o de otro, sino que bastaba con que prosiguiese adelante, sin retroceder, para abatir a quien encontraba. Los cuernos más largos eran los que tenía sobre el hocico, con los que causaba estragos verdaderamente espantosos.
Ya estaba el animal muy cerca. Entonces el personaje comenzó gritar:
—Ahora se verá el efecto de la humildad. Y ¡oh maravilla!, en un instante todos nosotros nos vimos levantados en el aire, a una considerable altura, de modo que era imposible que el toro nos pudiese alcanzar.
Los que no se habían bajado no fueron levantados. Y al llegar el toro los destrozó en un momento. Ni uno solo se salvó. Nosotros entretanto, elevados de aquella manera en el aire, teníamos miedo y decíamos:
—Si caemos desde aquí arriba sí que estamos perdidos. ¡Pobres de nosotros, entonces! ¿Qué será de nosotros?
Entretanto veíamos al toro que intentaba alcanzarnos; daba saltos terribles para darnos cornadas; pero no nos pudo hacer ningún mal.
Entonces, más furioso que nunca, hace ademán de ir en busca de algunos compañeros, como diciendo:
—Entonces nos ayudaremos los unos a los otros y formaremos una escalera...,
Y así, habens iram magnam, se fue.
Entonces nos encontramos nuevamente tendidos en el suelo y el personaje aquel comenzó a gritar: —Volvamos hacia el mediodía.
[Contínua parte II]