Tuesday April 23,2024
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LOS SUEÑOS DE
SAN JUAN BOSCO


San Juan Bosco

Fuente: Reina del Cielo

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50.- El aguila, parte I

50.- El aguila, parte II

51.- El lirio y el gatazo

52.- Los monstruos y los niños

53.- La linterna mágical

54.- Las ofrendas simbólicas

55.- La inundación, parte I

55.- La inundación, parte II

56.- Una visita a los dormitorios

57.- Los cabritos

58.- Las espadas y los números

59.- Las reglas

60.- Los rebaños, parte I

60.- Los rebaños, parte II

61.- El purgatorio, parte I

61.- El purgatorio, parte II

62.- El jardín, parte I

62.- El jardín, parte II

63.- Saltando sobre el torrente

64.- Las fieras del prado

65.- El monstruo

66.- La muerte, el juicio, el paraíso

67.- La vid, parte I

67.- La vid, parte II

68.- El infierno, parte I

68.- El infierno, parte II

68.- El infierno, parte III

68.- El infierno, parte IV

69.- Vocación de una jóven

70.- El porvenir de un jóven

71.- La novena de la natividad de la Virgen

72.- Los dos supultureros

73.- Recorriendo los dormitorios

74.- La confesión y los lazos del demonio

75.- Castigos sobre Roma y París

76.- Muerte de un Salesiano

77.- Triunfo de la Iglesia

78.- Una visita al colegio de Lanzo

79.- El estandarte fúnebre

80.- Por los dormitorios en compañia de la Virgen

81.- El demonio en el patio

82.- El ruiseñor

83.- Al volver de vacaciones

84.- La Patagonia

85.- Los propósitos en la confesión

86.- Los pecados en la frente

87.- Predicción de una nueva muerte

88.- La Misericordia Divina

89.- Los senderos

90.- Monseñor Gastaldi

91.- La guerra Carlista de España

92.- Vocaciones tardías

93.- Un árbol prodigioso

94.- El corcel misterioso, parte I

94.- El corcel misterioso, parte II

95.- La palabra de Dios y la murmuración, parte I

95.- La palabra de Dios y la murmuración, parte II

96.- Anuncio de tres muertes, parte I

96.- Anuncio de tres muertes, parte II

97.- El auxilio del Cielo

98.- Beato Papa Pío IX

99.- La fe, nuestro escudo y nuestro triunfo, parte I

99.- La fe, nuestro escudo y nuestro triunfo, parte II

100.- Las ovejas fieles y las desertoras

101.- Trabajo y templanza, parte I

101.- Trabajo y templanza, parte II

101.- Trabajo y templanza, parte III

101.- Trabajo y templanza, parte IV


TRABAJO Y TEMPLANZA

SUEÑO 101 .—AÑO DE 1876.

Como clausura y recuerdo de los ejercicios espirituales de aquel año. [San] Juan Don Bosco contó un sueño simbólico, que es uno de los más instructivos de cuantos hasta entonces había tenido. Don Lemoyne tomó apuntes del mismo mientras el [Santo] ha­blaba; después lo puso todo por escrito y se lo dio a leer al buen padre que hizo algunas leves modificaciones.

Para mayor claridad dividiremos la narración en cuatro par­tes.


PRIMERA PARTE

«Dícese —comenzó el [Santo]— que no se debe hacer caso de los sueños: les aseguro que en la mayor parte de los ca­sos también yo soy de este mismo parecer. Con todo, algunas ve­ces, aunque no nos revelan cosas futuras, nos sirven para hacernos conocer cómo hemos de resolver asuntos intrincadísimos y la prudencia con que hemos de solventar algunas cuestio­nes. Entonces se les puede hacer caso, por el bien que nos proporcionan.

Deseo contarles ahora un sueño que me ocupó, se puede de­cir, todo el tiempo de estos ejercicios y que me tuvo agitado par­ticularmente la noche pasada. Se los voy a contar tal y como lo tuve, resumiéndolo acá y allá un poco para no ser demasiado lar­go, pues me parece rico de muchas importantes enseñanzas.

Me pareció, pues, que estábamos todos reunidos y que nos diri­gíamos de Lanzo a Turín. Íbamos montados en cierto vehículo, pero no sabría decirles si viajábamos en ferrocarril o en ómnibus; lo segu­ro es que no lo hacíamos a pie. Al llegar a un punto del camino, no recuerdo dónde, el vehículo se detuvo.

Yo descendí de él para ver qué era lo que sucedía, cuando se me presentó un personaje que no sabría describir. Me parecía de alta y de baja estatura al mismo tiem­po; grueso y delgado; blanco y rojo; caminaba por la tierra y por el aire. Me sentí lleno de estupefacción, pues no sabia darme razón de todo aquello, cuando dándome ánimos a mí mismo, le pregunté:

—¿Quién eres?

Y él sin más me respondió:

—Ven.

Yo quería saber antes quién fuese, qué es lo que quería, pero el repitió:

—Ven pronto; hagamos girar los vehículos hacia este campo.

Lo más admirable era que hablaba bajo y alto al mismo tiempo y a varias voces, por lo que yo me sentía extraordinariamente mara­villado.

El campo era extensísimo, aun a simple vista, y muy llano; no había en él surcos y estaba apisonado como si fuera una era. No sa­biendo qué decir y viendo a aquel personaje tan resuelto, hicimos volver a los vehículos, los cuales entraron en aquel campo y después les ordenamos a todos los que iban dentro que bajasen. Todos lo hi­cieron en un santiamén, y he aquí que apenas echaron pie a tierra desaparecieron los carruajes sin saber donde irían a parar.

—Ya que hemos bajado, me dirás..., me dirá..., me dirás... dije yo en tono vacilante, al no saber cómo tratar a aquel personaje ¿por qué nos has hecho parar en este lugar?

Entonces me respondió:

—Por una razón muy grave; para librarnos de un grandísimo peligro.

—¿Qué peligro?

—El de un toro furioso que no deja pasar a una persona viva por el lugar en que se encuentra. Taurus rugiens quaerens quem devoret.

—Despacio, querido, tú atribuyes al toro lo que en la Sagrada Escritura el Apóstol San Pedro dice del león: leo rugiens!

—No importa,, allí era leo rugiens y aquí es taurus rugiens. El hecho es que tienes que estar alerta. Llámalos a todos que se congreguen a tu alrededor.

Anúnciales con toda solemnidad y premura que estén atentos, muy atentos y que apenas sientan el mugido del toro, que es extraordinario e inmenso, que se arrojen inmediata­mente al suelo y que permanezcan así boca abajo con la cara vuelta a la tierra hasta que el toro haya pasado.

¡Ay de aquel que no escu­che y no siga tu consejo; y no se postre boca abajo de la manera que te he dicho! Está irremisiblemente perdido, pues se lee en las Sagradas Escrituras que quien se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado: quí se humiliat exaltabitur, et qui se exaltat humiliabitur.

Después me añadió de nuevo:

—¡Pronto, pronto! El toro está para llegar; grita, grita fuerte que se tiren al suelo.

Yo gritaba y él me decía:

—¡Más, más! Grita aún más fuerte, más fuerte.

Yo lo hice tan fuerte que creo que asusté a Don Lemoyne que dormía en la habitación contigua a la mía; más no podía gritar.

Y he aquí que, de pronto, se siente el mugido del toro.

—¡Atención! ¡Atención! Que se pongan formando una línea rec­ta, próximos los unos a los otros en una y otra parte dejando un pa­sillo en medio para que el toro pueda pasar.

Esto me gritó el personaje. Yo, a mi vez, a voz en cuello di esta orden a los jóvenes y en un abrir y cerrar de ojos todos se postraron en tierra y nosotros comenzamos a ver al toro que desde muy lejos llegaba lleno de furor.

Si bien la gran mayoría de los muchachos es­taban echados en el suelo, con todo había algunos empeñados en ver al toro y no se postraban en tierra por completo; afortunada­mente eran pocos.

Entonces aquel individuo me dijo:

—Ahora verás lo que les va a suceder a éstos; ya verás la suerte que les va a caber por no querer abajarse.

Yo quise avisarles gritar aun, correr adonde estaban; pero el otro se negaba; yo insistí que me dejara. Pero me contestó seca­mente:

—Tú también tienes que abajarte, ¡obedece!

No me había aún tirado al suelo, cuando un terrible mugido, espantoso, tremendo, se dejó sentir. El toro estaba ya próximo a nosotros. Todos temblábamos y nos preguntábamos:

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—No teman; pegúense al suelo— les gritaba yo.

Y el desconocido continuaba diciendo en alta voz:

Qui se humiliat, exaltabitur, et qui se exaltat, humiliabitur... qui se humiliat... qui se humiliat...

Una cosa extraña que me llenó de estupor fue la siguiente: que a pesar de que yo tenía la cabeza pegada al suelo y de estar completamente con los ojos pegados al polvo, veía perfectamente todo cuanto a mi alrededor sucedía. El toro tenia siete cuernos en forma de círculo, dos los tenía situados sobre la nariz, dos en el lu­gar de los ojos, dos en el sitio corriente de los cuernos y uno enci­ma.

Y ¡cosa maravillosa! Dichos cuernos eran fortísimos, movibles, se los podía volver hacia donde quería, de manera que para echar por tierra a uno, al correr, no tenía que volverse de un lado o de otro, sino que bastaba con que prosiguiese adelante, sin retroceder, para abatir a quien encontraba. Los cuernos más largos eran los que tenía sobre el hocico, con los que causaba estragos verdaderamente espantosos.

Ya estaba el animal muy cerca. Entonces el personaje comenzó gritar:

—Ahora se verá el efecto de la humildad. Y ¡oh maravilla!, en un instante todos nosotros nos vimos levantados en el aire, a una considerable altura, de modo que era imposible que el toro nos pudiese alcanzar.

Los que no se habían bajado no fueron levantados. Y al llegar el toro los destrozó en un momento. Ni uno solo se salvó. Nosotros entretanto, elevados de aquella manera en el aire, teníamos miedo y decíamos:

—Si caemos desde aquí arriba sí que estamos perdidos. ¡Pobres de nosotros, entonces! ¿Qué será de nosotros?

Entretanto veíamos al toro que intentaba alcanzarnos; daba sal­tos terribles para darnos cornadas; pero no nos pudo hacer ningún mal.

Entonces, más furioso que nunca, hace ademán de ir en busca de algunos compañeros, como diciendo:

—Entonces nos ayudaremos los unos a los otros y formaremos una escalera...,

Y así, habens iram magnam, se fue.
Entonces nos encontramos nuevamente tendidos en el suelo y el personaje aquel comenzó a gritar: —Volvamos hacia el mediodía.

[Contínua parte II]

   


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