UNA VISITA AL COLEGIO DE LANZO
SUEÑO 78.—AÑO DE 1871.
En fecha del 11 de febrero de 1871, [San] Juan Don Bosco escribía al personal y alumnos del Colegio de Lanzo, la siguiente carta:
Mis queridos y amadísimos hijos:
Deseo, oh queridos hijos, ir a celebrar el Carnaval con vosotros. Cosa insólita porque en estas fechas no suelo ausentarme de Turín. Pero el afecto que tantas veces me han manifestado y las cartas que me han escrito me llevaron a tomar esta determinación.
Con todo, existe un motivo aún más grave que me obliga a proceder así, y es una visita que les hice hace pocos días sin que lo vosotros advirtieran. Escuchen qué relato tan triste y doloroso. Como les he dicho, sin que vosotros y sus superiores lo notasen estuve ahí.
Al llegar a la placilla que hay delante de la iglesia vi un monstruo verdaderamente horrible. Sus ojos eran saltones y brillantes, el hocico grueso y chato, la boca grande, el mentón puntiagudo, las orejas semejantes a las de los perros, con dos cuernos de macho cabrío que le sobresalían de la cabeza. Este animal reía y bromeaba con algunos de sus compañeros que saltaban de acá para allá.
—¿Qué haces tú aquí, monstruo infernal?—, le dije asustado.
—Me divierto —contestó—; no sé qué hacer.
—¡Cómo! ¿No sabes qué hacer? ¿Entonces has determinado ya dejar en paz a mis queridos hijos?
—No es necesario que me ocupe de ellos, pues tengo dentro del Colegio a unos amigos que hacen mis veces estupendamente. Una selección de alumnos que se han alistado y se mantienen fieles a mi servicio.
—¡Mientes, padre de la mentira! Tantas prácticas de piedad, tantas lecturas, meditaciones, confesiones...
Me miró con una sonrisa sarcástica y haciéndome señas de que le siguiese, me condujo a la sacristía y me señaló al Director que estaba confesando:
—¿Ves?, —me dijo—. Algunos son mis enemigos; pero muchos me sirven también aquí y son los que prometen y no cumplen; se confiesan siempre de las mismas cosas y yo me gozo de sus confesiones.
Después me llevó a un dormitorio y me hizo observar a algunos que fingiéndose enfermos procuran no ir a la iglesia. Después me señaló a uno diciendo:
—Este estuvo ya en punto de muerte y entonces hizo mil promesas al Creador, pero ¡cuánto peor es ahora que antes!
Me condujo después a otros lugares de la casa y me hizo ver cosas que me parecían imposibles y que no les quiero escribir y que les diré de palabra. Entonces me llevó al patio y seguidamente con sus compañeros que estaban delante de la iglesia y le pregunté:
—¿Qué es lo que te presta un mejor servicio entre estos jóvenes?
—Las conversaciones, las conversaciones, las conversaciones. Todo viene de ahí. Cada palabra es una semilla que produce maravillosos frutos.
—¿Quiénes son tus mayores enemigos?
—Los que frecuentan la Comunión.
—¿Qué es lo que te produce mayor disgusto?
—Dos cosas: la devoción a María... Y al llegar aquí calló como si no quisiese seguir hablando.
—¿Cuál es la segunda?
Entonces no pudo disimular su turbación: adquirió las apariencias de un perro, de un gato, de un oso, de un lobo. Unas veces tenía tres cuernos, otras cinco, otras diez; tres cabezas, cinco, siete. Y esto casi al mismo tiempo. Yo temblaba y el monstruo quería huir; yo quería hacerlo hablar, hasta que le dije:
—Quiero que me digas qué es lo más que temes de todo cuanto se hace aquí. Y esto te lo ordeno en nombre de Dios Creador, tu Señor al cual todos debemos obedecer.
Al oír esto, tanto él como sus compañeros hicieron mil contorsiones, adoptaron unas formas que no querría ver más en la vida; después comenzaron a gritar haciendo un ruido horrible, terminando con estas palabras:
—Lo que mayor mal nos proporciona, lo que tememos más que nada es la observancia de los propósitos que se hacen en la confesión.
Estas palabras fueron dichas en medio de gritos tan espantosos y tan penetrantes, que todos aquellos monstruos desaparecieron como rayos y yo me encontré en mi habitación sentado junto a mi mesa de trabajo.
Lo demás se los narraré de viva voz con las consiguientes explicaciones.