LA MISERICORDIA DIVINA
SUEÑO 88.—AÑO DE 1873.
El 29 de noviembre de 1873, al regresar de su visita a las casas de Sampierdarena, Varazze y Alassio, después de las oraciones de la noche, [San] Juan Don Bosco narraba a sus oyentes este otro sueño del que Don Berto nos legó esta detallada relación:
En los pasados días, mis queridos jóvenes, en los cuales me encontré fuera de casa, tuve un sueño verdaderamente espantoso.
Una noche me fui a acostar pensando en quién sería aquel que, en el sueño que hace poco les narré, me había acompañado con la linterna en la mano a visitar los dormitorios, haciéndome observar sobre la frente de los jóvenes las negras manchas que embadurnaban sus conciencias; esto es, si era el desconocido un hombre como nosotros, o bien un espíritu en forma humana. Y preocupado con esta idea me quedé dormido.
Cuando he aquí que me vi transportado al Oratorio, pero con gran sorpresa pude comprobar que no se hallaba situado en el mismo sitio. Estaba emplazado a la entrada de un inmenso y amplio valle flanqueado de dos montículos en forma de hermosas colinas.
Yo me encontraba en medio de los jóvenes allí concentrados, todos los cuales permanecían silenciosos y pensativos. Cuando, de pronto, veo aparecer en el cielo un sol tan luminoso y brillante que con su luz deslumbraba de tal manera la vista que para no quedar enceguecidos teníamos que permanecer con la mirada fija en el suelo.
Así estuvimos durante un buen rato, hasta que la luz de aquel sol tan esplendoroso comenzó a disminuir poco a poco hasta llegar a extinguirse casi por completo, dejándonos envueltos en la más profunda oscuridad, de forma que los jóvenes, incluso los que estaban más próximos unos a otros apenas si podían verse y reconocerse recíprocamente.
Este repentino paso de la más viva de las luces a las más profundas tinieblas nos llenó a todos de un gran terror.
Pero mientras yo pensaba en la forma de librarnos de aquella tétrica oscuridad, vi aparecer por una esquina del valle una luz verdosa que extendiéndose en forma de amplia faja venía a colocarse sobre el mismo valle y describiendo un bellísimo arco tocaba con ambas extremidades ligeramente las dos colinas.
Entonces, en medio de tanta oscuridad, apareció un poco más de luz y el referido arco iris, que era semejante a los que se ven después de la lluvia o de un furioso temporal, o como suele suceder al producirse una aurora boreal, dejando caer torrentes de luces de los más variados colores.
Mientras permanecíamos todos allí admirando y gozando de aquel agradable espectáculo, descubro allá en el fondo del valle un nuevo portento que hizo desaparecer al primero.
Era un globo eléctrico de extraordinarias dimensiones, que parecía suspendido en el aire entre el cielo y la tierra, el cual despedía por todas partes haces de luz tan vivos que ninguno podía tener la vista fija en él sin peligro de caer sin sentido al suelo.
Dicho globo bajaba hacia nosotros y convertía el valle en un lugar tan resplandeciente, que diez de nuestros soles en pleno cenit no habrían logrado un efecto semejante.
Y a medida que se aproximaba, veía yo cómo los jóvenes caían de bruces al suelo deslumbrados por su resplandor, como si hubiesen sido heridos por un rayo.
Al ver aquello quedé al principio tan lleno de terror que no sabía qué partido tomar; pero después, reaccioné y haciendo un gran esfuerzo posé la mirada fija e impávidamente en el globo siguiendo todos sus movimientos, hasta que al llegar encima de nosotros se detuvo como a unos 300 metros de altura.
Entonces dije entre mí:
—¡Quiero ver en qué consiste este maravilloso e inaudito fenómeno!
Lo examiné, pues, detenidamente, a pesar de encontrarse tan alto, y pude descubrir que por la parte de arriba terminaba en forma de gruesa pelota sobre la cual estaban grabadas en grandes caracteres estas palabras:
«El que todo lo puede». Todo alrededor estaba dotado de varias filas de balconcillos ocupados por una inmensa multitud de personas de toda edad y condición, todas de aspecto glorioso y feliz, adornadas con vestiduras resplandecientes por la infinita variedad de los colores más diversos y de belleza indescriptible, que con sus sonrisas y actitud amistosa parecían invitarnos a tomar parte de su gozo y triunfo.
Del centro de aquel globo celeste partía una tupida lluvia de haces y de dardos de luz tan viva que, yendo a herir directamente a los jóvenes en los ojos, los dejaba sin sentido, haciéndoles vacilar y, finalmente, no pudiendo mantenerse en pie, se veían obligados a tirarse de bruces al suelo.
Por mi parte, no pudiendo resistir un tan gran esplendor, comencé a exclamar:
—¡Oh Señor, te ruego o que hagas cesar este divino espectáculo o que me hagas morir, pues me es imposible resistir la vista de una tan extraordinaria belleza!
Al terminar de decir esto y como sintiese que las fuerzas me faltaban, me arrojé yo también al suelo gritando:
—¡Invoquemos la misericordia de Dios!
Después de unos instantes, un tanto repuesto de la emoción, me levanté y di una vuelta por el valle para ver qué había sido de nuestros jóvenes; y con gran sorpresa y admiración por mi parte, pude comprobar que estaban todos tendidos por el suelo, inmóviles y en actitud de rezar. Para cerciorarme de si estaban vivos o muertos comencé a tocarles con el pie, diciéndoles:
—¡Ea! ¿Qué haces aquí? ¿Están vivos o muertos?
Y uno me dijo:
—Estoy invocando la misericordia de Dios.
Y sucesivamente fui recibiendo la misma respuesta de todos los que estaban tendidos por tierra.
Pero al llegar a cierta zona del valle, vi con gran dolor a algunos que estaban de pie, derechos, en actitud de rebeldía, con la cabeza erguida y vuelta hacia el globo, como si quisieran desafiar la majestad de Dios y con el rostro negro como un carbón.
Me acerqué a ellos, los llamé por sus nombres, pero no daban señal alguna de vida. Estaban fríos como el hielo y como fulminados por los rayos y por los dardos que emitía el globo por su obstinación en no quererse someter e invocar con sus compañeros la misericordia divina.
Lo que me causó mayor desagrado fue, como dije, comprobar que aquellos desgraciados eran bastante numerosos.
Mas he aquí que entretanto veo aparecer por el fondo del valle, como brotado del suelo, un monstruo de extraordinaria corpulencia y de una indecible deformidad.
Era más horrible y deforme que cualquier monstruo de la tierra que yo jamás hubiera visto. Aquel endriago se venía acercando hacia nosotros a grandes pasos. Entonces hice levantar a todos los muchachos, los cuales, al ver aquella horrible aparición, se sintieron también llenos de pavor.
Yo entonces, preocupado y anhelante, me puse a buscar por allí cerca para ver si había algún superior que me ayudase a acompañar a los muchachos al montículo más próximo y ponerlos así a salvo de las zarpas de aquella bestia feroz, si por acaso intentaba asaltarles; pero no encontré a nadie.
Entretanto, el monstruo se acercaba cada vez más, y ya estaba a poca distancia de nosotros, cuando aquel globo que hasta entonces había permanecido inmóvil en el aire sobre nuestras cabezas, comenzó a moverse a toda velocidad y saliendo al encuentro de aquel monstruo llegó a colocarse precisamente entre nosotros y la bestia, bajando casi hasta el suelo como para impedirle que nos hiciera algún daño.
En aquel instante se oyó resonar en el valle como el retumbar de un trueno, esta voz:
—Nulla est conventio Christi cum Belial! No puede haber acuerdo posible entre Cristo y Belial, entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas...; esto es, entre los buenos y los malos, que son llamados en la Sagrada Escritura precisamente hijos de Belial.
Al oír aquellas palabras me desperté todo tembloroso y como pasmado de frío, y aunque sólo eran las doce de la noche, no pude conciliar el sueño ni entrar en calor en toda ella.
Y si por una parte me sentí muy consolado al comprobar que casi la totalidad de nuestros jóvenes invocaban con humildad la misericordia de Dios y correspondían fielmente a los divinos favores, por otra parte les debo decir que me causó un gran dolor el número no pequeño de los ingratos que por maldad y dureza de corazón en resistir a todas las invitaciones de la gracia, habían sido castigados por la divina justicia quedando privados de vida.
A algunos los he llamado ya ayer noche y a otros hoy mismo, a fin de que se pongan en paz con el Señor y cesen de abusar de la Misericordia Divina, de ser piedra de escándalo para sus compañeros, pues no puede existir alianza alguna entre los hijos de Dios y los secuaces del demonio:
—Nulla est conventio Christi cum Belial.
Este es el último aviso que se les da.
Como ven, mis queridos jóvenes, mis recomendaciones proceden de un sueño como todos los demás; con todo, hemos de dar gracias al Señor, que se sirve de este medio para hacernos conocer el estado de nuestra alma y cómo prodiga generosamente sus luces y sus gracias a aquellos que invocan con humildad su auxilio y asistencia en las necesidades de alma y cuerpo, quia Deus superbis resistit, humilibus autem dat gratiam.
[San] Juan Don Bosco —escribe Don Berto— no dio otras explicaciones particulares del sueño; pero es fácil comprender las enseñanzas en él encerradas.
Dios, mientras estamos in hac lacrymarum valle, de la misma manera que el día alterna con la noche, tambien en la vida espiritual permite el paso de la luz a las tinieblas, y quien soporta con fe y humildad las épocas de oscuridad y de aparente abandono, ve también tornar la luz más viva y brillante en un espléndido arco iris tendido sobre el horizonte.
Y si permanece constante en la fe y en la humildad más profunda, el pensamiento orientado hacia Dios, llega a comprender cada vez con mayor claridad la propia nulidad y la sublime majestad de Dios y la belleza inefable del premio que nos tiene preparado, sintiendo siempre la necesidad de estar continuamente postrado ante su presencia implorando su infinita misericordia.
En cambio, el que, lleno de sí, descuida la vida interior, no pensando más que en las cosas terrenas y sin preocuparse de nada, pronto muere a la gracia y cae una y otra vez entre las garras del monstruo infernal, que da vueltas continuamente como un león rugiente, para arrebatar las almas a Dios.
Mientras que el que habitualmente vive unido a Dios en las pruebas más graves, permanece en su gracia, porque Dios lo defiende con la espada desenvainada y goza de su auxilio acá abajo asegurándose el premio en el Paraíso.
La humildad, por tanto, es el camino del cielo. Donde hay humildad dice San Agustín, allí hay grandeza, porque el humilde está unido a Dios. Y la humildad no consiste en aparecer mezquino en el vestido, en el obrar, en el hablar; sino en estar postrado, con toda la mente, con todo el corazón, con toda el alma, en la presencia de Dios, convencidos de la propia nulidad e implorando de continuo la misericordia divina.