Thursday March 28,2024
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LOS SUEÑOS DE
SAN JUAN BOSCO


San Juan Bosco

Fuente: Reina del Cielo

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50.- El aguila, parte I

50.- El aguila, parte II

51.- El lirio y el gatazo

52.- Los monstruos y los niños

53.- La linterna mágical

54.- Las ofrendas simbólicas

55.- La inundación, parte I

55.- La inundación, parte II

56.- Una visita a los dormitorios

57.- Los cabritos

58.- Las espadas y los números

59.- Las reglas

60.- Los rebaños, parte I

60.- Los rebaños, parte II

61.- El purgatorio, parte I

61.- El purgatorio, parte II

62.- El jardín, parte I

62.- El jardín, parte II

63.- Saltando sobre el torrente

64.- Las fieras del prado

65.- El monstruo

66.- La muerte, el juicio, el paraíso

67.- La vid, parte I

67.- La vid, parte II

68.- El infierno, parte I

68.- El infierno, parte II

68.- El infierno, parte III

68.- El infierno, parte IV

69.- Vocación de una jóven

70.- El porvenir de un jóven

71.- La novena de la natividad de la Virgen

72.- Los dos supultureros

73.- Recorriendo los dormitorios

74.- La confesión y los lazos del demonio

75.- Castigos sobre Roma y París

76.- Muerte de un Salesiano

77.- Triunfo de la Iglesia

78.- Una visita al colegio de Lanzo

79.- El estandarte fúnebre

80.- Por los dormitorios en compañia de la Virgen

81.- El demonio en el patio

82.- El ruiseñor

83.- Al volver de vacaciones

84.- La Patagonia

85.- Los propósitos en la confesión

86.- Los pecados en la frente

87.- Predicción de una nueva muerte

88.- La Misericordia Divina

89.- Los senderos

90.- Monseñor Gastaldi

91.- La guerra Carlista de España

92.- Vocaciones tardías

93.- Un árbol prodigioso

94.- El corcel misterioso, parte I

94.- El corcel misterioso, parte II

95.- La palabra de Dios y la murmuración, parte I

95.- La palabra de Dios y la murmuración, parte II

96.- Anuncio de tres muertes, parte I

96.- Anuncio de tres muertes, parte II

97.- El auxilio del Cielo

98.- Beato Papa Pío IX

99.- La fe, nuestro escudo y nuestro triunfo, parte I

99.- La fe, nuestro escudo y nuestro triunfo, parte II

100.- Las ovejas fieles y las desertoras

101.- Trabajo y templanza, parte I

101.- Trabajo y templanza, parte II

101.- Trabajo y templanza, parte III

101.- Trabajo y templanza, parte IV


EL INFIERNO

SUEÑO 68.—AÑO DE 1860. PARTE I

En la noche del domingo tres de mayo, festividad del Patroci­nio de San José, [San] Juan Don Bosco prosiguió el relato de cuanto había visto en los sueños:

—Debo contarles otra cosa —comenzó diciendo— que puede considerarse como consecuencia o continuación de cuanto les re­ferí en las noches del jueves y del viernes, que me dejaron tan quebrantado que apenas si me podía tener en pie. Vosotros los pueden llamar sueños o como quieran; en suma, le pueden dar el nombre que les parezca.

Les hablé de un sapo espantoso que en la noche del 17 de abril amenazaba tragarme y cómo al desaparecer, una voz me dijo:

—¿Por qué no hablas?

—Yo me volví hacia el lugar de donde había partido la voz y vi junto mi lecho a un personaje distinguido.

Como hubiese entendido el motivo de aquel reproche, le pre­gunté:

—¿Qué debo decir a nuestros jóvenes?

—Lo que has visto y cuanto se te ha indicado en los últimos sueños y lo que deseas conocer, que te será revelado la noche próxima.

Y se retiró.

Yo, pues, al día siguiente pensaba continuamente en la mala noche que tendría que pasar y al llegar la hora no me determina­ba a irme a acostar. Y así estuve en mi mesa de trabajo entrete­nido en algunas lecturas hasta la medianoche. Me llenaba de terror la idea de tener que contemplar nuevos espectáculos es­pantosos. Al fin, haciéndome violencia, me acosté.

Para no dormirme tan pronto, y por temor a que la imaginación me enfrascara en los sueños acostumbrados, dispuse la almohada de tal forma que estaba en el lecho casi sentado. Pero pronto, cansado como estaba, me dormí sin darme cuenta.

Y he aquí que de pronto veo en la habitación, cerca de la cama, al hombre de la noche precedente, el cual me dijo:

—¡Levántate y vente conmigo!

Yo le contesté:

—Se lo pido por caridad. Déjeme tranquilo, estoy cansado. ¡Mire! Hace varios días que sufro de dolor de muelas. Déjeme des­cansar. He tenido unos sueños, espantosos y estoy verdaderamente agotado.

Y decía estas cosas porque la aparición de este hombre es siem­pre indicio de grandes agitaciones, de cansancio y de terror.

El tal me respondió:

—¡Levántate, que no hay tiempo que perder! Entonces me levanté y lo seguí. Mientras caminábamos le pre­gunté:

—¿Adonde quiere llevarme ahora? —Ven y lo verás.

Y me condujo a un lugar en el cual se extendía una amplia llanura. Dirigí la mirada a mi alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los confines de la misma. Era un vasto desierto.

No se veía ni un alma viviente, ni una planta, ni un ria­chuelo; un poco de vegetación seca y amarillenta daba a aquella de­solación un aspecto de tristeza. No sabía ni dónde me encontraba, ni qué era lo que iba a hacer.

Durante unos instantes no vi a mi guía. Me pareció haberme perdido. No estaban conmigo ni [Beato] Miguel Don Rúa ni Don Francesia ni ningún otro. Cuando he aquí que diviso a mi ami­go que me sale al encuentro. Respiré y dije:

—¿Dónde estoy?

—Ven conmigo y lo sabrás.

—Bien; iré contigo.

El iba delante y yo le seguía sin chistar. Después de un largo y triste viaje, Don Bosco, al pensar que tenía que atravesar una tan di­latada llanura pensaba para sí:

—¡Ay mis pobres muelas! Pobre de mí, con las piernas tan hin­chadas...

Pero, de pronto, se abrió ante mí un camino.

Entonces interrumpí el silencio preguntando a mi guía:

—¿Adonde vamos a ir ahora?

—Por aquí— me dijo.

Y penetramos por aquel camino. Era una senda hermosa, an­cha, espaciosa y bien pavimentada. De un lado y de otro la flan­queaban dos magníficos setos verdes cubiertos de hermosas flores.

En especial despuntaban las rosas entre las hojas por todas partes. Aquel sendero, a primera vista, parecía llano y cómodo, y yo me eché a andar por él sin sospechar nada.

Pero después de caminar un trecho me di cuenta de que insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo y aunque la marcha no parecía precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ir por el aire.

Incluso noté que avanzaba casi sin mover los pies. Nuestra marcha era, pues, veloz. Pensando entonces que el volver atrás por un camino semejante hu­biera sido cosa fatigosa y cansada, dije a mi amigo:

—¿Cómo haremos para regresar al Oratorio?

—No te preocupes —me dijo—, el Señor es omnipotente y que­rrá que vuelvas a él. El que te conduce y te enseña a proseguir ade­lante, sabrá también llevarte hacia atrás.

El camino descendía cada vez más. Proseguíamos la marcha en­tre las flores y las rosas cuando vi que me seguían por el mismo sen­dero todos los jóvenes del Oratorio y otros numerosísimos compañeros a los cuales ya jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos.

Mientras los observaba veo que de repente, ora uno otra otro, comienzan a caer al suelo, siendo arrastrados por una fuerza invisi­ble que los llevaba hacia una horrible pendiente que se veía aún en lontananza y que conducía a aquellos infelices de cabeza a un horno.

—¿Qué es lo que hace caer a estos jóvenes?— pregunté al guía.

—Acércate un poco— me respondió.

Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban al ras del suelo y otros a la altura de la cabeza; estos lazos no se veían.

Por tanto, muchos de los muchachos al andar quedaban presos por aquellos lazos, sin darse cuenta del peligro, y en el momento de caer en ellos daban un salto y después rodaban al suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban corrían precipitadamente hacia el abismo.

Algunos que­daban presos, prendidos por la cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo, por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente.

Los lazos colocados en el suelo parecían de estopa, apenas visi­bles, semejantes a los hilos de la araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo, pude observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra.

Yo estaba atónito, y el guía me dijo:

—¿Sabes qué es esto?

—Un poco de estopa— respondí.

—Te diría que no es nada —añadió—; el respeto humano, simplemente.

Entretanto, al ver que eran muchos los que continuaban cayen­do en aquellos lazos, le pregunté al desconocido:

—¿Cómo es que son tantos los que quedan prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo que los arrastra de esa manera?
Y él:

—Acércate más; obsérvalo bien y lo verás.

Lo hice y añadí:

—Yo no veo nada.

—Mira mejor— me dijo el guía.

Tomé, en efecto, uno de aquellos lazos en la mano y pude com­probar que no daba con el otro extremo; por el contrario, me di cuenta de que yo también era arrastrado por él. Entonces seguí la dirección del hilo y llegué a la boca de una espantosa caverna.

Y me detuve porque no quería penetrar en aquella vorágine y tiré hacia mí de aquel hilo y noté que cedía, pero había que hacer mucha fuer­za. Y he aquí que después de haber tirado mucho, salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que infundía espanto, el cual mante­nía fuertemente cogido con sus garras la extremidad de una cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos.

Era este monstruo quien apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia sí.

Entonces me dije:

—Es inútil intentar hacer frente a la fuerza de este animal, pues no lograré vencerlo; será mejor combatirlo con la señal de la santa cruz y con jaculatorias.

Me volví, por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo:

—¿Sabes ya quién es?

—¡Oh, sí que lo sé!, —le respondí—. Es el demonio quien tien­de estos lazos para hacer caer a mis jóvenes en el infierno.

Examiné con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la en­vidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza, de la ira, etc.

Hecho esto me eché un poco hacia atrás para ver cual de aquellos lazos era el que causaba mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que era el de la deshonestidad, la de­sobediencia y la soberbia.

A este último iban atados otros dos. Des­pués de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de observación vi a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás. Y pregunté:

—¿Por qué esta diferencia?

—Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano— me fue respondido.

Mirando aún con mayor atención vi que entre aquellos lazos ha­bía esparcidos muchos cuchillos, que manejados por una mano providencial cortaban o rompían los hilos.

El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había también dos espa­das.

Una de ellas representaba la devoción al Santísimo Sacramen­to, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen. Había, además, un martillo: la confesión; y otros cuchillos símbolos de las varias devociones a San José, a San Luis, etc., etc.

Con estas armas no pocos rompían los lazos al quedar prendi­dos en ellos, o se defendían para no ser víctimas de los mismos.

En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre aquellos lazos de forma que jamás quedaban presos en ellos; bien lo hacían antes de que el lazo estuviese tendido, y si lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hom­bros, o sobre las espaldas, o en otro lado diferente sin lograr captu­rarlos.

Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo, me hizo continuar el camino flanqueado de rosas; pero a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras, em­pezando a aparecer punzantes espinas.

Finalmente, por mucho que me fijé no descubrí ni una rosa y, en el último tramo, el seto se ha­bía tornado completamente espinoso, quemado por el sol y despro­visto de hojas; después, de los matorrales ralos y secos, partían ramajes que al tenderse por el suelo lo cubrían, sembrándolo de es­pinas de tal forma que difícilmente se podía caminar.

Habíamos llegado a una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las regiones circundantes; y el camino, que descendía cada vez de una manera más pronunciada, se hacía tan horrible, tan poco fir­me y tan lleno de baches, de salientes, de guijarros y de piedras ro­dadas, que dificultaba cada vez más la marcha.

[Contínua parte II]

   


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