DESDE ROMA
SUEÑO 124.—AÑO DE 1884. PARTE II
El que sabe que es amado, ama y el que es amado lo consigue todo, especialmente de los jóvenes. Esta confianza establece como una corriente eléctrica entre jóvenes y Superiores. Los corazones se abren y dan a conocer sus necesidades y manifiestan sus defectos.
Este amor hace que los Superiores puedan soportar las fatigas, los disgustos, las ingratitudes, las faltas de disciplina, las ligerezas, las negligencias de los jóvenes. Jesucristo no rompió la caña ya rota, ni apagó la mecha humeante.
He aquí vuestro modelo. Entonces no habrá quien trabaje por vanagloria, ni quien castigue por vengar su amor propio ofendido; ni quien se retire del campo de la asistencia por celo a una temida preponderancia de otros; ni quien murmure de los otros para ser amado y estimado de los jóvenes con exclusión de todos los demás superiores, mientras en cambio no cosecha más que desprecio e hipócritas zalamerías; ni quien se deje robar el corazón por una criatura y para agasajar a ésta descuide a todos los demás jovencitos; ni quienes por amor a la propia comodidad menosprecien el deber de la asistencia; ni quienes por falso respeto humano se abstengan de amonestar a quien necesite ser amonestado.
Si existe este amor efectivo no se buscará otra cosa más que la gloria de Dios y el bien de las almas. Cuando languidece este amor, entonces es que las cosas no marchan bien. ¿Por qué se quiere sustituir la caridad por la frialdad de un reglamento? ¿Por qué los Superiores dejan a un lado la observancia de aquellas reglas de educación que [San] Juan Don Bosco les dictó?
Porque al sistema de prevenir, de vigilar y corregir amorosamente los desórdenes, se le quiere reemplazar por aquel otro más fácil y más cómodo para el que manda, de promulgar la ley y hacerla cumplir mediante los castigos que encienden odios y acarrean disgustos; si se descuida el hacerlas observar son causa de desprecio para los Superiores y de desordenes gravísimos. Y esto sucede necesariamente si falta la familiaridad.
Si, por tanto, se desea que en el Oratorio reine la antigua felicidad, hay que poner en vigor el antiguo sistema: el Superior sea todo para todos, siempre dispuesto a escuchar toda duda o lamentación de los jóvenes, todo ojos para vigilar paternalmente su conducta, todo corazón para buscar el bien espiritual de sus subalternos y el bienestar temporal de aquellos a quienes la Providencia ha confiado a sus cuidados.
Entonces los corazones no permanecerán cerrados y no se ocultarán ciertas cosas que causan la muerte de las almas. Sólo en caso de inmoralidad sean los Superiores inflexibles.
Es mejor correr el peligro de alejar de casa a un inocente que hacer que permanezca en ella un escandaloso. Los asistentes consideren como un estrechísimo deber de conciencia el referir a los Superiores todas aquellas cosas que crean puede constituir ofensa de Dios.
Entonces yo le pregunté:
—¿Y cuál es el medio principal para que triunfe semejante familiaridad y ese amor y confianza?
—La observancia exacta del Reglamento de la Casa.
—¿Y nada más?
—El mejor plato en una comida es la buena cara.
Mientras mi antiguo alumno terminaba de hablar con estas palabras yo continué contemplando con verdadero disgusto el recreo y poco a poco me sentí oprimido por un gran cansancio que iba en aumento. Esta opresión llegó a tal punto, que no pudiendo resistirla más me estremecí, despertándome a renglón seguido.
Me encontré de pie junto a mi lecho. Mis piernas estaban tan hinchadas y me dolían tanto que no podía estar de pié. Era ya muy tarde; por tanto, me fui a la cama decidido a escribir estos renglones a mis queridos hijos.
Yo deseo no tener estos sueños porque me producen un cansancio enorme.
Al día siguiente sentía aún un gran dolor en todos mis huesos y no veía la hora de poder descansar. Pero he aquí que llegada la noche, apenas estuve en el lecho comencé a soñar nuevamente.
Tenía ante mi vista el patio ocupado por los jóvenes que están actualmente en el Oratorio y junto a mí el mismo antiguo alumno.
Yo entonces comencé a preguntarle
—Lo que me has dicho se lo haré saber a mis Salesianos, pero ¿qué debo decir a los jóvenes del Oratorio?
El me respondió:
—Que reconozcan los trabajos que se imponen los Superiores, los maestros y los asistentes por amor a ellos, pues si no fuese por labrar su bien no se impondrían tantos sacrificios; que recuerden que la humildad es la fuente de toda tranquilidad; que sepan soportar los defectos de los demás, pues la perfección no se encuentra en el mundo sino solamente en el Paraíso; que dejen de murmurar, pues la murmuración enfría los corazones; y sobre todo que procuren vivir en gracia de Dios. Quien no vive en paz con Dios, no puede tener paz consigo mismo ni con los demás.
—¿Me has dicho, pues, que hay entre mis jóvenes quienes no están en paz con Dios?
Esta es, entre otras, la primera causa del malestar reinante, a la que debe poner remedio y que no es necesario que yo enumere.
En efecto, sólo desconfía quien tiene secretos que ocultar, quien teme que estos secretos sean descubiertos, pues sabe que de ponerse de manifiesto se derivaría de ellos una gran vergüenza y no pocas desgracias.
Al mismo tiempo, si el corazón no está en paz con Dios, vive angustiado, inquieto, rebelde a toda obediencia, se irrita por nada, le parece que todo marcha mal y como él no ama, juzga que los Superiores tampoco aman.
—Pues con todo, ¿no ves, querido mío, la frecuencia de confesiones y comuniones existentes en el Oratorio?
—Es cierto que la frecuencia de confesiones es grande, pero lo que falta en absoluto en muchísimos jóvenes que se confiesan es la estabilidad o firmeza en los propósitos.
Se confiesan, pero siempre de las mismas faltas, de las mismas ocasiones próximas, de las mismas malas costumbres, de las mismas desobediencias, de las mismas negligencias en el cumplimiento de los deberes. Así siguen adelante durante meses y años y algunos llegan hasta el final de los estudios.
Tales confesiones valen poco o nada; por tanto, no proporcionan la paz y si un jovencito fuese llamado en tal estado ante el tribunal de Dios se vería en un aprieto.
—¿Y de estos hay muchos en el Oratorio?
—En relación con el gran número de jóvenes que hay en la casa, afortunadamente son pocos. Mira.
Y al decir esto me los señalaba.
Yo los observé uno a uno. Pero en esos pocos vi cosas que amargaron grandemente mi corazón. No quiero ponerlas por escrito, pero cuando esté de regreso quiero comunicarlas a cada uno de los interesados. Ahora les diré solamente que es tiempo de rezar y de tomar firmes resoluciones; de cumplir no de palabra sino de hecho y demostrar que los Comollo, los [Santo] Domingo Savio, los Besucco y los Saccardi, viven aún entre nosotros.
Por último pregunté a aquel amigo:
—¿Tienes algo más que decirme?
—Predica a todos, grandes y pequeños, que recuerden siempre que son hijos de María Santísima Auxiliadora. Que Ella los ha reunido aquí para librarlos de los peligros del mundo, para que se amen como hermanos y para que den gloria a Dios y a Ella con su buena conducta; que es la Virgen quien les provee de pan y de cuanto necesitan para estudiar, obrando infinitos portentos y concediendo innumerables gracias.
Que se recuerden que están en vísperas de la fiesta de su Santísima Madre y que con su auxilio debe caer la barrera de la desconfianza que el demonio ha sabido levantar entre los jóvenes y los Superiores y de la cual sabe servirse para ruina de las almas.
—¿Y conseguiremos derribar esa barrera?
—Sí, ciertamente, con tal de que grandes y pequeños estén dispuestos a sufrir alguna pequeña mortificación por amor a María y pongan en práctica cuanto he dicho.
Entretanto yo continuaba observando a los jovencitos y ante el espectáculo de los que veía encaminarse a su perdición eterna, sentí tal angustia en el corazón que me desperté.
Quisiera contarles otras muchas cosas importantísimas que vi en este sueño, pero el tiempo y las circunstancias no me lo permiten.
Concluyo: ¿Saben qué es lo que desea de vosotros este pobre anciano que ha consumido toda su vida buscando el bien de los queridos jóvenes?
Nada más que, observadas las debidas proporciones, florezcan los días felices del antiguo Oratorio. Las jornadas del afecto y de la confianza cristiana entre los jóvenes y los Superiores; los días del espíritu de condescendencia y de mutua tolerancia por amor a Jesucristo; los días de los corazones abiertos a la sencillez y al candor; los días de la caridad y de la verdadera alegría para todos.
Necesito que me consuelen haciendo renacer en mí la esperanza y prometiéndome que harán todo lo que deseo para el bien de sus almas.
Vosotros no sabéis apreciar la suerte que han tenido al estar recogidos en el Oratorio. Les aseguro delante de Dios que basta que un joven entre en una Casa Salesiana, para que la Santísima Virgen lo tome enseguida bajo su celestial protección. Pongámonos, pues, todos de acuerdo. La caridad de los que mandan, la caridad de los que deben obedecer haga reinar entre nosotros el espíritu de San Francisco de Sales.
¡Oh, mis queridos hijos, se acerca el tiempo en que me tendré que separar de vosotros y partir para mi eternidad! (Nota del secretario).
Al llegar aquí [San] Juan Don Bosco dejó de dictar; sus ojos estaban llenos de lágrimas, no a causa del disgusto sino por la inefable ternura que se reflejaba en su rostro y en sus palabras; unos instantes después, continuó: Por tanto, mi mayor deseo, queridos sacerdotes, clérigos y jóvenes, es dejarlos encaminados por la senda que el Señor desea que marchen.
Con éste fin, el Santo Padre [Leon Pp. XIII] al cual he visto el viernes nueve de mayo, les envía de todo corazón su bendición. El día de María Auxiliadora me encontraré en su compañía ante la imagen de nuestra amantísima Madre. Deseo que su fiesta se celebre con toda solemnidad y Don Lazzero y Don Marchisio se preocuparán de que la alegría reine también en el comedor.
La festividad de María Auxiliadora debe ser el preludio de la fiesta eterna que hemos de celebrar todos juntos un día en el Paraíso.
Roma, 10 de mayo de 1884.
Su afectísimo en J. C. Sacerdote Juan Bosco
Esta carta es un verdadero tesoro que con el tratadito sobre el Sistema Preventivo y con el Reglamento para las Casas, forma la trilogía pedagógica dejada por [San] Juan Don Bosco, como herencia, a sus hijos. Pedagogía humilde y elevada, que donde sea entendida y puesta en práctica, puede convertir a los institutos educativos en remansos de paz, asilos de inocencia, hogar de virtudes, palestra de estudio, viveros en suma de óptimos cristianos, de honrados ciudadanos y dignos eclesiásticos. Pero todo ello ha de conseguirse con la buena voluntad y el espíritu de sacrificio.