LOS PERROS Y EL GATO
SUEÑO 107.—AÑO DE 1878.
Hacía cuatro meses que [San] Juan Don Bosco no salía en busca de socorros y las necesidades se hacían sentir por todas partes; pero la mano de la Providencia acudió a reponer la falta de medios. Un día el [Santo] dijo a Enria:
—¡Cuánto nos quiere la Virgen! Atravesábamos por graves dificultades y nos era difícil contar con el dinero que necesitábamos y, poco a poco, la Providencia nos ha provisto de todo. ¡Démosle gracias de todo corazón!
En una de aquellas noches de mayores apuros, [San] Juan Don Bosco tuvo uno de sus sueños acostumbrados. Enria estuvo presente en el relato, pero Don Lemoyne también lo oyó en otra ocasión de labios del [Santo], según la siguiente versión conservada en su memoria personal;
«En la noche del Viernes Santo estuve velando al lado de [San] Juan Don Bosco casi hasta las dos de la noche, retirándome a la habitación próxima para descansar, habiendo acudido para sustituirme Pedro Enria, continuando la vela junto al padre enfermo.
Al darme cuenta de los gritos ahogados del [Santo], deduje que estaba soñando con cosas poco agradables y por la mañana le pregunté al respecto y tuve la siguiente contestación:
Me pareció encontrarme en medio de una familia, cuyos miembros habían decidido dar muerte a un gato. El juicio y la sentencia habían sido puestos en manos de Mons. Manacorda, pero este se negaba a hacerlo, diciendo:
—¿Qué tengo yo que ver en su asunto? Eso a mí no me interesa nada.
Y en aquella casa reinaba una gran confusión.
Yo estaba apoyado en un bastoncillo y mientras observaba cuanto sucedía, cuando he aquí que, de pronto, aparece un gato negruzco con los pelos erizados qué se precipitó corriendo hacía donde yo me encontraba.
Detrás venían persiguiéndole dos perrazos que parecía darían alcance inmediatamente a aquel pobre animal, presa del mayor espanto. Yo, al verle pasar cerca dé mí, lo llamé; el bicho pareció dudar un poco, pero habiendo yo repetido la llamada y levantado un poco el borde de mi sotana, el gato acudió a agazaparse a mis pies.
Aquellos dos perrazos se detuvieron delante de mí ladrando horriblemente.
—Fuera de aquí —les dije—, dejen en paz a este pobre gato.
Entonces, con gran Sorpresa por mi parte, aquellos animales abrieron la boca y dando rienda suelta a sus lenguas comenzaron a hablar como las personas.
—No podemos marcharnos; tenemos que obedecer a nuestro dueño, y hemos recibido orden de él de matar a ese gato.
—¿Y con qué derecho?
—El se ofreció voluntariamente a servir a nuestro dueño. El amo puede disponer de la vida de sus esclavos de una manera absoluta. Por tanto, nosotros hemos recibido orden de matarlo y lo mataremos.
—El amo —les repliqué yo—, tiene derecho sobre las acciones de su siervo y no sobre su vida y yo no consentiré nunca que maten a este animal.
— ¿Que tú no lo permitirás? ¿Tú?
Y dicho esto los dos animales se lanzaron furiosamente para atrapar al gato. Yo levanté el bastón y comencé a lanzar golpes desesperados contra los asaltantes.
—¡Ea! ¡Quietos! ¡Atrás!—, les gritaba.
Pero ellos unas veces avanzaban y otras retrocedían y así la lucha se prolongó durante mucho tiempo, de forma que yo estaba rendido de cansancio.
Habiéndome dejado aquellos animales un momento de tregua, quise observar a aquel pobre gato que continuaba a mis pies, pero con gran estupor hube de comprobar que se había trocado en un corderillo. Mientras reflexionaba sobre aquel fenómeno, dirijo la vista a los dos perros.
También éstos habían cambiado de forma, se habían convertido en dos osos feroces y seguidamente, mudando una y otra vez de aspecto, los veía transformados en tigres, en leones, en monos espantosos, adoptando formas cada vez más horribles. Finalmente, se trocaron en dos demonios horribles.
—Lucifer es nuestro dueño —gritaban aquellos demonios—, aquél a quien tú defiendes ha estado con él y, por tanto, debemos arrastrarlo hasta donde está él, quitándole la vida.
Entonces me volví al corderillo, pero no lo vi; en su lugar había un pobre jovencito que fuera de sí por el espanto, repetía con acento suplicante:
—¡[San] Juan Don Bosco, sálveme! ¡[San] Juan Don Bosco, sálveme!
—No tengas miedo —le dije—. ¿Estás decidido a ser bueno?
—Sí, sí, [San] Juan Don Bosco; pero ¿qué tengo que hacer para salvarme?
—No temas; arrodíllate, toma en tus manos la medalla de la Virgen. Vamos, reza conmigo.
Y el jovencito se arrodilló. Los demonios deseaban acercarse, pero yo permanecía en guardia con el bastón levantado, cuando Enria, al verme tan agitado me despertó, Impidiéndome ver el final de aquella escena.
El jovencito era uno de los que yo conozco.