Friday April 26,2024
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LOS SUEÑOS DE
SAN JUAN BOSCO


San Juan Bosco

Fuente: Reina del Cielo

«PARTE 3 de 3

Partes: [ 1 ] [ 2 ] [ 3 ]


102.- La Filoxera

103.- Aparición de Santo Domingo Savio, parte I

103.- Aparición de Santo Domingo Savio, parte II

103.- Aparición de Santo Domingo Savio, parte III

104.- La muerte del Papa Beato Pío IX

105.- La señora y los confites

106.- Una Escuela Agrícola, Parte I

106.- Una Escuela Agrícola, Parte II

107.- Los perros y el gato

108.- Las vacaciones

109.- Las tres palomas

110.- Una receta contra el
mal de ojos

111.- La gran batalla

112.- Una lluvia misteriosa

113.- Un banquete misterioso

114.- Las casas Salesianas de Francia

115.- Una casa de Marsella

116.- Luis Colle, Parte I

116.- Luis Colle, Parte II

116.- Luis Colle, Parte III

116.- Luis Colle, Parte IV

117.- La Sociedad Salesiana, Parte I

117.- La Sociedad Salesiana, Parte II

118.- Las castañas

119.- El mensaje de don Provera

120.- A través de la América
del Sur, Parte I

120.- A través de la América
del Sur, Parte II

120.- A través de la América
del Sur, Parte III

121.- El nicho de san Pedro

122.- San Pedro y San Pablo

123.- Una plática y una misa

124.- Desde Roma, Parte I

124.- Desde Roma, Parte II

125.- La inocencia, parte I

125.- La inocencia, parte II

126.- Los jóvenes y la niebla

127.- Una visita a Léon XIII

128.- Las misiones Salesianas en America meridional
parte I

128.- Las misiones Salesianas en America meridional
parte II

129.- Trabajo, trabajo, trabajo

130.- El porvenir de la congregación

131.- El congreso de los diablos

132.- Las fieras con piel
de cordero

133.- La doncella vestida de blanco

134.- El demonio en Marsella

135.- Un Oratorio para jovencitas

136.- Muerte de un Clérigo y de un alumno del Oratorio

137.- Las misiones salesianas
de Asia, Africa y oceania

138.- El ramillete de flores

139.- Un jóven extraño

140.- El respeto al templo

141.- El Via Crucis

142.- Con Margarita en Becchi

143.- De Valparaíso a Pekín

144.- Soñando con el Oratorio

145.- En una sangrienta batalla

146.- Ricos y pobres

147.- Ludovico Olive

148.- Las cerezas

149.- La vendimia

150.- Las penas del infierno

151.- Sobre la obligación
de la limosna

152.- En compañía de San
José Don Cafasso

153.- La modestia Cristiana

 

DESDE ROMA

SUEÑO 124.—AÑO DE 1884. PARTE I

Próximo a partir de Roma para Turín [San] Juan Don Bosco hizo escribir al Oratorio en forma de carta la narración de un sueño de máxima importancia. Lo había tenido una de aquellas noches, en las cuales se sentía mal. Lo contó por partes a Don Lemoyne indicándole que lo desarrollase; hecho lo cual se lo hizo leer haciendo algunas correcciones. El seis de mayo hizo que le escribiesen a [Beato] Miguel Don Rúa: «[San] Juan Don Bosco está preparando una carta que desea enviar a los jóvenes y en la que les quiere decir cosas muy bellas a sus amadísimos hijos».

La carta fue expedida el 10 de mayo, pero [Beato] Miguel Don Rúa, no juzgando conveniente leerla en público toda entera, rogó que se le enviase una copia adaptada a los jóvenes. Don Lemoyne eliminó la parte que interesaba sólo a los superiores. La lectura hecha por [Beato] Miguel Don Rúa en la noche después de las oraciones fue acogida por los muchachos con temor, máxime porque el [Santo] decía en ella que había conocido el estado de muchas conciencias.

Al regreso del buen Padre fue una continua peregrinación de jovencitos a su habitación para saber el estado en que los había visto. De todo esto se derivaron dos efectos principales: un principio de reforma en la vida del Oratorio y el alejamiento de algunos, que parecían buenísimos. He aquí el texto completo del sueño:

Mis queridos hijos en J. C:

Cerca o lejos yo pienso siempre en vosotros. Uno sólo es mi deseo, el que seáis felices en el tiempo y en la eternidad. Este pensamiento, este deseo me han impulsado a escribirles esta carta. Siento, queridos míos, el peso de la distancia a que me encuentro de vosotros y el no verlos y el no oírlos me causa una pena, como no pueden imaginar. Por eso habría deseado escribir estas líneas hace ya una semana, pero las continuas ocupaciones me lo impidieron.

Con todo, aunque faltan pocos días para mi regreso, quiero anticipar mi llegada entre vosotros, al menos por medio de una carta, ya que no puedo hacerlo con la persona. Son las palabras de quien les ama tiernamente en Jesucristo y tiene el deber de hablarles con la libertad de un padre. Y vosotros me permitiréis que así lo haga ¿no es cierto? Y prestarán atención y pondrán en práctica lo que les voy a decir.

Os he afirmado una y otra vez que sois el único y continuo pensamiento de mi mente. Ahora bien, en una de las noches pasadas yo me había retirado a mi habitación y mientras me disponía a entregarme al descanso, comencé a rezar las oraciones que me enseñó mi buena madre y en aquel momento, no sé bien si víctima del sueño o fuera de mí por alguna distracción, me pareció que se presentaban delante de mí dos antiguos alumnos del Oratorio.

Uno de ellos se me acercó y saludándome afectuosamente me dijo:
—¡Oh, [San] Juan Don Bosco! ¿Me conoce?

—Sí que te conozco—, le respondí.

—¿Y se acuerda aún de mí?—, añadió.

—De ti y de los demás. Tu eres Valfré y estabas en el Oratorio antes del 1870.

—Diga —continuó aquel hombre—, ¿quiere ver a los jóvenes que estaban en el Oratorio en mis tiempos?

—Sí, házmelos ver —le contesté—, eso me proporcionará una gran alegría.

Entontes Valfré me mostró todos los jovencitos con el mismo semblante y con la misma edad y estatura de aquel tiempo. Me parecía estar en el antiguo Oratorio en tiempo de recreo. Era una escena llena de vida, de movimiento y de alegría. Quién corría, quién saltaba, quién hacía saltar a los demás; quién jugaba a la rana, quién a bandera, quién a la pelota.

En un sitio había reunido un corrillo de muchachos pendientes de los labios de un sacerdote que les contaba una historia. En otro lado había un clérigo con otro grupo jugando al «burro vuela» o a los oficios.

Se cantaba, se reía por todas partes y por doquier sacerdotes y clérigos y alrededor de ellos jovencitos que alborotaban alegremente. Entre jóvenes y superiores reinaba la mayor cordialidad y confianza. Yo estaba encantado al contemplar este espectáculo y Valfré me dijo:                   

—Vea, la familiaridad engendra afecto y el afecto confianza. Esto es: lo que abre los corazones y los jóvenes lo manifiestan todo sin temor a los maestros, a los asistentes y a los superiores.

Son sinceros en la Confesión y fuera de ella y se prestan con docilidad a todo lo que les quiere mandar aquel que saben que les ama.

En tanto se acercó a mí otro antiguo alumno que tenía la barba completamente blanca y me dijo:

—[San] Juan Don Bosco ¿quiere ver ahora los jóvenes que están actualmente en el Oratorio? Este era José Buzzetti.

—Sí, respondí; pues hace un mes que no los veo. Y me los señaló: vi el Oratorio y a todos vosotros que estabais en recreo. Pero no oía ya gritos de alegría y canciones, no contemplaba aquel movimiento, aquella vida que vi en la primera escena.  En los ademanes y en el rostro de algunos jóvenes se notaba una tristeza, una desgana, un disgusto, una desconfianza que causaba gran pena a mi corazón.

Vi, es cierto, a muchos que corrían, que jugaban, que se movían con dichosa despreocupación; pero otros, y eran bastantes, estaban solos, apoyados en las columnas, presa de pensamientos desalentadores; otros estaban en las escaleras y en los corredores o en los poyetes que dan a la pared del jardín para no tomar parte en el recreo común; otros paseaban lentamente formando grupos y hablando en voz baja entre ellos, lanzando a una y otra parte miradas sospechosas y mal intencionadas; quiénes sonreían, pero con una sonrisa acompañada de gestos que hacían no solamente sospechar, sino creer que San Luis habría sentido sonrojo si se hubiese encontrado en compañía de los tales; incluso entre los que jugaban había algunos tan desganados que daban a entender a las claras que no encontraban gusto alguno en el recreo.

—¿Ha visto a sus jóvenes?— me dijo aquel antiguo alumno.
—Sí que los veo— le contesté suspirando.

—¡Qué diferentes son de lo que éramos nosotros!—, exclamó.

—¡Mucho! ¡Qué desgana en este recreo!

—Y de aquí proviene la frialdad de muchos para acercarse a los Santos Sacramentos, el descuido de las prácticas de piedad en la iglesia y en otros lugares; el estar de mala gana en un lugar donde la Divina Providencia los colma de todo bien corporal, espiritual e intelectual.

De aquí el no corresponder de muchos a la vocación; de aquí la ingratitud para con los superiores; de aquí los secretitos y las murmuraciones con todas las demás deplorables consecuencias.

---Comprendo, entiendo —respondí yo—. Pero ¿cómo animar a estos jóvenes para que practiquen la antigua vivacidad, alegría, y expansión?

—Con la caridad.

—¿Con la caridad? Pero ¿es que mis jóvenes no son bastante amados? Tú sabes cuánto los amo. Tú sabes cuánto he sufrido por ellos y cuánto he tolerado en el transcurso de cuarenta años y cuánto tolero y sufro en la actualidad.

Cuántos trabajos, cuántas humillaciones, cuántos obstáculos, cuántas persecuciones para proporcionarles pan, albergue, maestros y especialmente para buscar la salvación de sus almas. He hecho cuanto he podido y sabido por ellos que son el afecto de toda mi vida.

—No me refiero a Vos.

—¿De quién hablas, pues? ¿De los que hacen mis veces? ¿De los Directores, de los prefectos, de los maestros, de los asistentes? ¿No ves que son mártires del estudio y del trabajo? ¿Cómo consumen los años de su juventud en favor de ellos que son como un legado de la Providencia?

—Lo veo y lo sé; pero eso no basta; falta lo mejor.

—¿Qué falta, pues?

—Que los jóvenes no sean solamente amados, sino que se den cuenta de que se les ama.

—Pero ¿no tienen ojos en la cara? ¿No tienen la luz de la inteligencia? ¿No ven que cuanto se hace en su favor se hace por amor?

—No; lo repito: eso no basta.

—¿Qué se requiere, pues?

—Que al Ser amados en las cosas que les agradan participando en sus inclinaciones infantiles aprendan a ver el amor también en aquellas cosas que les agradan poco, como son: la disciplina, el estudio, la mortificación de sí mismos y que aprendan a obrar con generosidad y amor.

—Explícate mejor.

—Observe a los jóvenes en el recreo.

Hice lo que me decía y exclamé:

—¿Qué hay de particular?

—¿Tantos años como hace que se dedica, a la educación de la juventud y no comprende? Observe mejor. ¿Dónde están nuestros Salesianos?

Me fijé y vi que eran muy pocos los sacerdotes y los clérigos que estaban mezclados entre los jóvenes y muchos menos eran los que tomaban parte de sus juegos. Los Superiores no eran ya el alma de los recreos.

La mayor parte de ellos paseaban hablando entre sí, sin preocuparse de lo que hacían los alumnos; otros jugaban pero sin pensar para nada en los jóvenes; otros vigilaban a la buena sin advertir las faltas que se cometían; alguno que otro corregía a los infractores pero con amenazas y esto raramente.

Había algún Salesiano que deseaba introducirse en algún grupo de jóvenes, pero vi que los muchachos buscaban la manera de alejarse de sus maestros y Superiores.

Entonces mi amigo me dijo:

—En los primitivos tiempos del Oratorio ¿Vos no estabais siempre en medio de los jóvenes, especialmente en tiempo de recreo? ¿Recuerda aquéllos hermosos años? Era una alegría de Paraíso, una época que recordamos siempre con emoción, porque el amor lo regulaba todo y nosotros no teníamos secretos para [San] Juan Don Bosco.

—¡Cierto! Entonces todo era para mí motivo de alegría y los jóvenes iban a porfía por acercarse a mí, por hablarme y existía una verdadera ansiedad por escuchar mis consejos y ponerlos en práctica. Ahora, en cambio, las continuas audiencias, mis múltiples ocupaciones y la falta de salud me lo impiden.

—Bien, bien; pero si Vos no podéis, ¿por qué sus Salesianos no se convierten en sus imitadores? ¿Por qué no insistís, no les exiges que traten a los jóvenes como Vos los tratabais?

—Yo les hablo e insisto hasta cansarme, pero muchos no están decididos a tomarse el trabajo que la educación requiere.

—Y así, descuidando lo menos, pierden lo más y este más es el fruto de sus fatigas. Que amen lo que agrada a los jóvenes y los jóvenes amarán lo que es del gusto de los Superiores.

De esta manera el trabajo les será muy llevadero. La causa del cambio presente del Oratorio es que un buen número de jóvenes no tiene confianza con los Superiores.

Antiguamente los corazones todos estaban abiertos a los Superiores, por lo que los jóvenes amaban y obedecían prontamente. Pero ahora los Superiores son considerados sólo como tales y no como padres, hermanos y amigos; por tanto, son más temidos que amados.

Por eso, si se quiere hacer un solo corazón y una sola alma, por amor a Jesús se debe romper esa barrera fatal de la desconfianza que ha de ser suplantada por la confianza más cordial. Es decir: que la obediencia ha de guiar al alumno como la madre a su hijito; entonces reinarán en el Oratorio la paz y la antigua alegría.

—¿Cómo hacer, pues, para romper esta barrera?

—Familiaridad con los jóvenes, especialmente en el recreo. Sin la familiaridad no se puede demostrar el afecto y sin esta demostración no puede haber confianza. El que quiere ser amado es menester que demuestre que ama a Jesucristo que se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras enfermedades.

¡He aquí el Maestro de la familiaridad!
El maestro al cual sólo se le ve en la cátedra, es solamente maestro y nada más, pero si participa del recreo de los jóvenes se convierte también en hermano.

Si a uno se le ve en el pulpito predicando se dirá que cumple con su deber, pero si se le ve diciendo en el recreo una buena palabra habrá que reconocer que esa palabra proviene de una persona que ama.                                                    

¡Cuántas conversiones no fueron, efecto de alguna de sus palabras pronunciadas improvisadamente al oído de un jovencito mientras se divertía!

[Contínua parte II]

   


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