Thursday April 25,2024
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LOS SUEÑOS DE
SAN JUAN BOSCO


San Juan Bosco

Fuente: Reina del Cielo

«PARTE 3 de 3

Partes: [ 1 ] [ 2 ] [ 3 ]


102.- La Filoxera

103.- Aparición de Santo Domingo Savio, parte I

103.- Aparición de Santo Domingo Savio, parte II

103.- Aparición de Santo Domingo Savio, parte III

104.- La muerte del Papa Beato Pío IX

105.- La señora y los confites

106.- Una Escuela Agrícola, Parte I

106.- Una Escuela Agrícola, Parte II

107.- Los perros y el gato

108.- Las vacaciones

109.- Las tres palomas

110.- Una receta contra el
mal de ojos

111.- La gran batalla

112.- Una lluvia misteriosa

113.- Un banquete misterioso

114.- Las casas Salesianas de Francia

115.- Una casa de Marsella

116.- Luis Colle, Parte I

116.- Luis Colle, Parte II

116.- Luis Colle, Parte III

116.- Luis Colle, Parte IV

117.- La Sociedad Salesiana, Parte I

117.- La Sociedad Salesiana, Parte II

118.- Las castañas

119.- El mensaje de don Provera

120.- A través de la América
del Sur, Parte I

120.- A través de la América
del Sur, Parte II

120.- A través de la América
del Sur, Parte III

121.- El nicho de san Pedro

122.- San Pedro y San Pablo

123.- Una plática y una misa

124.- Desde Roma, Parte I

124.- Desde Roma, Parte II

125.- La inocencia, parte I

125.- La inocencia, parte II

126.- Los jóvenes y la niebla

127.- Una visita a Léon XIII

128.- Las misiones Salesianas en America meridional
parte I

128.- Las misiones Salesianas en America meridional
parte II

129.- Trabajo, trabajo, trabajo

130.- El porvenir de la congregación

131.- El congreso de los diablos

132.- Las fieras con piel
de cordero

133.- La doncella vestida de blanco

134.- El demonio en Marsella

135.- Un Oratorio para jovencitas

136.- Muerte de un Clérigo y de un alumno del Oratorio

137.- Las misiones salesianas
de Asia, Africa y oceania

138.- El ramillete de flores

139.- Un jóven extraño

140.- El respeto al templo

141.- El Via Crucis

142.- Con Margarita en Becchi

143.- De Valparaíso a Pekín

144.- Soñando con el Oratorio

145.- En una sangrienta batalla

146.- Ricos y pobres

147.- Ludovico Olive

148.- Las cerezas

149.- La vendimia

150.- Las penas del infierno

151.- Sobre la obligación
de la limosna

152.- En compañía de San
José Don Cafasso

153.- La modestia Cristiana

 

APARICIÓN DE SANTO DOMINGO SAVIO

SUEÑO 103.—AÑO DE 1876. PARTE III

—¡No,no!

—¿Cuál fue, pues, tu mayor consuelo en aquella última hora?—, le insistí confuso y suplicante, al ver que no lograba adivinarlo.

—Lo que más me confortó en el trance de la muerte fue la asis­tencia de la potente y bondadosa Madre de Dios. Dilo a tus hijos; que no se olviden de invocarla en todos los momentos de la vida. Pero... habla pronto, si quieres que te responda.

—En cuanto al porvenir, ¿qué me dices?

—Que el año venidero de 1877 tendrás que sufrir un gran do­lor, seis hijos de los que te son más queridos serán llamados por Dios a la eternidad. Pero consuélate, pues han de ser trasplantados del erial de este mundo a los jardines del Paraíso. No temas: serán coronados. El Señor te ayudará y te mandará otros hijos igualmente buenos.

—¡Paciencia!, —exclamé—. ¿Y por lo que se refiere a la Con­gregación?

—Por lo que respecta a la Congregación has de saber que Dios le prepara grandes acontecimientos. El año venidero surgirá para ella una aurora de gloria tan espléndida que iluminará cual relámpago los cuatro ángulos del orbe, de Oriente al Ocaso y del Mediodía al Septentrión: una gran gloria le está reservada. Tú debes procurar que el carro en el que va el Señor no sea por los tuyos apartado de sus directrices ni de su sendero. Si tus sacerdotes lo conducen bien y saben hacerse dignos de la alta misión que se les ha confiado, el porvenir será espléndido e infinitas las personas que se salvarán, a condición empero de que tus hijos sean devotos de la Santísima Vir­gen y conserven la virtud de la castidad, que tan grata es a los ojos de Dios, cuantos viven en tu casa.

—Ahora desearía que me dijeses algo sobre la Iglesia en gene­ral.

—Los destinos de la Iglesia están en manos del Creador. Lo que ha determinado en sus infinitos decretos, no lo puedo revelar. Tales arcanos se los reserva El exclusivamente para sí y de ellos no partici­pa ninguno de los espíritus creados.

—¿Y [Beato] Pío Pp. IX?

—Lo único que puedo decirte es que el Pastor de la Iglesia ten­drá que sostener aún duras batallas sobre esta tierra. Pocas son las que le quedan por vencer. Dentro de poco será arrebatado de su trono y el Señor le dará la merecida merced. Lo demás ya es sabido de todos: la Iglesia no puede perecer... ¿Tienes aún algo más que preguntar?

—Y de mí, ¿qué me dices de mí?

—¡Oh, si supieras por cuántas vicisitudes tendrás todavía que pasar! Pero date prisa, pues apenas me queda tiempo para hablar contigo—. Entonces extendí anhelante las manos para tocar a aquel mi querido hijo, pero sus manos parecían inmateriales y nada pude asir.

—¿Qué haces, loquillo?—, me dijo [Santo] Domingo [Savio] sonriendo. —Es que temo que te vayas —exclamé—. ¿No estás aquí con el cuerpo?

—Con el cuerpo no; lo recobraré un día. —¿Y qué es, pues, este tu parecido? Yo veo en ti la fisonomía de [Santo] Domingo Savio.

—Mira: cuando por permisión divina se les aparece algún alma separada del cuerpo, presenta a su vista la forma exterior del cuer­po al que en vida estuvo unido con todos sus rasgos exteriores, si bien grandemente embellecidos y así los conserva mientras con él no vuelva a reunirse en el día del juicio universal. Entonces se lo llevara consigo al Paraíso. Por eso te parece que tengo manos, pies y cabeza; en cambio no puedes tocarme porque soy espíritu puro. Esta es sólo una forma externa por la que me puedes conocer.

Comprendo —contesté—; pero escucha. Una palabra más. ¿Mis jóvenes están todos en el recto camino de la salvación? Dime alguna cosa para que pueda dirigirlos con acierto.

—-Los hijos que la Divina Providencia te ha confiado pueden dividirse en tres clases. ¿Ves estas tres listas? Y me entregó una. —¡Examínala!

Observé la primera; estaba encabezada por la palabra: Invulnerati y contenía los nombres de aquellos a quienes el demonio no ha­bía podido herir: los que no habían mancillado su inocencia con culpa alguna. Eran muchos y los vi a todos. A muchos de ellos los conocía, a otros no los había visto nunca y seguramente vendrán al Oratorio en años sucesivos. Marchaban rectamente por un estrecho sendero, a pesar de que eran el blanco de las flechas, sablazos y lan­zadas que por todas partes les llovían. Dichas armas formaban como un seto a ambos lados del camino y los hostigaban y molesta­ban sin herirlos.
Entonces [Santo] Domingo [Savio] me dio la segunda lista, cuyo título era: Vulnerati, esto es, los que habían estado en desgracia de Dios; pero una vez puestos en pie, ya se habían curado de sus heridas arrepin­tiéndose y confesándose. Eran más numerosos que los primeros y habían sido heridos en el sendero de su vida por los enemigos que le asediaban durante el viaje. Leí la lista y los vi a todos. Muchos marchaban encorvados y desalentados.

Domingo tenía aun en la mano la tercera lista. Era su epígrafe. Lassati in via iniquitatis y contenía los nombres de los que estaban en desgracia de Dios. Estaba yo impaciente por conocer aquel se­creto; por lo que extendí la mano, pero [Santo Domingo] Savio me interrumpió con presteza:

—No; aguarda un momento y escucha. Si abres esta hoja saldrá dé ella un hedor tal, que ni tú ni yo lo podríamos resistir. Los ánge­les tienen que retirarse asqueados y horrorizados, y el mismo Espíri­tu Santo siente náuseas ante la horrible hediondez del pecado.

—¿Y cómo puede ser eso —le interrumpí— siendo Dios y los ángeles impasibles? ¿Cómo pueden sentir el hedor de la materia?

—Sí; porque cuanto mejores y más puras son las criaturas, tanto más se asemejan a los espíritus celestiales; y por el contrario, cuan­to peor y más deshonesto y soez es uno, tanto más se aleja de Dios y de sus Ángeles, quienes a su vez se apartan del pecador convert­ido en objeto de náusea y de repulsión.

Entonces me dio la tercera lista.

—Tómala —me dijo—, ábrela y aprovéchate de ella en bien de tus hijos; pero no te olvides del ramillete que te he dado: que todos los tengan y conserven.

Dicho esto y después de entregarme la lista, retiróse en medio de sus compañeros como en actitud de marcha.

Abrí entonces la lista; no vi nombre alguno, pero al instante se me presentaron de golpe todos los individuos en ella escritos, como si en realidad estuviera contemplando sus personas. ¡Con cuánta amargura los observé! A la mayor parte de ellos los conocía; perte­necen al Oratorio y a otros Colegios. ¡Cuántos de ellos parecen buenos, e incluso los mejores de entre los compañeros, y, sin em­bargo, no lo son!
Mas apenas abrí la lista, esparcióse en derredor de mí un hedor tan insoportable, que al punto me vi aquejado de acerbísimos dolo­res de cabeza y de unas ansias tales de vomitar que creía morirme.

Entretanto oscurecióse el aire; desapareció la visión y nada más vi de tan hermoso espectáculo; al mismo tiempo un rayo iluminó la estancia y un trueno retumbó en el espacio, tan fuerte y terrible que me desperté sobresaltado.                                    
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Aquel hedor penetró en las paredes, infiltrándose en mis ves­tidos, de tal forma que muchos días después aún parecía percibir aquella pestilencia. Ahora mismo, con sólo recordarlo, me vie­nen náuseas, me siento como ahogado y se me revuelve el estó­mago.

En Lanzo, donde me encontraba, comencé a preguntar a unos y a otros; hablé con varios y pude cerciorarme de que el sueño no me había engañado.

Es, pues, una gracia del Señor, que me ha dado a conocer el estado del alma de cada uno de vosotros; pero de esto me guarda­ré de decir nada en público. Ahora no me queda más que augu­rarles buenas noches.

El ver en el sueño —continúa Don Lemoyne— que eran con­siderados como malos ciertos jóvenes que pasaban en la casa por los mejores, hizo sospechar a [San] Juan Don Bosco que se trataba de una ilusión. He aquí el motivo por el cual había llamado precedente­mente a algunos ad audiendum verbum: quería asegurarse bien sobre la naturaleza del sueño. Por el mismo motivo retrasó en quince días su relato. Cuando tuvo la seguridad de que la cosa procedía de lo alto, habló. El tiempo vendría a confirmar la realidad de otras muchas cosas que vio en el mismo y que llega­ron a cumplirse.

La primera predicción, la más importante, se refería al núme­ro de sus queridos hijos que morirían en 1877, divididos en dos grupos: seis más dos. En la actualidad los registros del Oratorio ofrecen la cruz, señal tradicional de defunción junto a los nom­bres de seis jóvenes y de dos clérigos. Estaba al frente de la co­misaría de seguridad pública en el distrito Dora un señor que tenía algunos conocidos en el Oratorio. Este tal oyó el sueño y le impresionó el vaticinio de las ocho muertes. Estuvo atento todo el 1877, para comprobar la realidad del mismo. Al enterarse del último caso de muerte, que tuvo lugar precisamente el último día del año dijo adiós al mundo, se hizo salesiano y trabajó mu­cho no sólo en Italia, sino también en América. Fue Don Ángel Piccono de imperecedera memoria.

La segunda predicción anunciaba una aurora esplendorosa para la Sociedad Salesiana en 1877, que iluminaría los cuatro ángulos del mundo; en efecto, aquel año apareció en el horizon­te de la Iglesia la Asociación de los Cooperadores Salesianos y comenzó a publicarse el Boletín Salesiano, dos instituciones que debían llevar de un extremo a otro de la tierra el conoci­miento y la práctica del espíritu de [San] Juan Don Bosco.

La tercera predicción se refería al fin próximo del Papa [Beato] Pío IX, que, en efecto, murió catorce meses después del sueño.

La última predicción fue muy amarga para el siervo de Dios: "¡Oh, si supieses cuántas dificultades tienes aún que vencer!"

Y en efecto, en el resto de su vida, que duró aún once años y dos meses, luchas y fatigas y sacrificios se sucedieron sin tregua hasta el fin de su existencia.

   


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