LAS CASAS SALESIANAS DE FRANCIA
SUEÑO 114.—AÑO DE 1,880.
En el año de 1858 —dijo [San] Juan Don Bosco—, cuando estuve en Roma por primera vez y luego en otras ocasiones, [Beato] Papa Pío IX me mandó que contase o escribiese todo aquello que tuviese, aunque sólo fuese una lejana apariencia de sobrenatural; este es el motivo de que cuente algunas cosas y escriba otras y me satisface el que se sepan, pues siempre redundan en mayor gloria de Dios y bien de las almas.
Este sueño lo tuve cerca de la fiesta de la Natividad de la Virgen; no lo conté entonces porque no le di importancia alguna y quería ver antes algunos acontecimientos, pero después de observar algunas cosas he comprobado que lo que soñé tiene su importancia y por eso lo contaré.
Estábamos en el tiempo en que tanto se temía en Francia por la supresión de las Congregaciones religiosas; aun más, habían sido ya expulsados los jesuitas y parecía que los demás religiosos iban a correr la misma suerte, y temiendo yo por nuestras casas, rezaba y hacía rezar por esta intención.
Cuando he aquí que una noche mientras dormía me vi delante de la Santísima Virgen colocada en alto tal y como se encuentra María Auxiliadora sobre la cúpula. Tenía un gran manto que se extendía a su alrededor formando como un salón inmenso, y debajo de él vi a todas nuestras casas de Francia: la Virgen miraba con expresión sonriente dichas casas, cuando he aquí que se desencadenó un temporal tan horrible, o mejor un terremoto con rayos, granizos, monstruos horribles de las más diversas formas, disparos, cañonazos que llenaron a todos del mayor espanto.
Todos aquellos monstruos, los rayos, los proyectiles iban dirigidos contra los nuestros, que se habían cobijado bajo el manto de María; pero ninguno de ellos sufrió daño alguno, quedando ilesos cuantos se acogieron a la protección de tan poderosa defensora: todos los dardos perdían su eficacia al chocar contra el manto de María, cayendo despuntados al suelo.
La Santísima Virgen, en un mar de luces, con el rostro radiante y una sonrisa de Paraíso, dijo repetidas veces: Ego diligentes me, diligo: Yo amo a los que me aman. Poco a poco fue cesando aquélla borrasca y de los nuestros ninguno fue víctima de aquel temporal o tempestad o terremoto, como quieran llamarlo.
Yo no quise hacer gran caso de este sueño; pero escribí inmediatamente a todas las casas de Francia diciendo que estuviesen tranquilos.
Algunos me preguntaban:
—¿Cómo es que todos están preocupadísimos y solamente Vos permanecéis tranquilo en medio de tantos peligros y de tantas amenazas?
Yo les respondía simplemente que confiasen en la protección de la Virgen. Pero no se hizo caso. Escribí al Padre Guiol, párroco de San José, que no temiese, que las cosas se orientarían favorablemente; y él me respondió como quién no hubiese entendido mi carta.
Y en realidad, al considerar las cosas ahora que la borrasca ha pasado, se ve que lo sucedido tiene mucho de extraordinario.
Ver expulsadas y dispersas a todas las Congregaciones francesas que desde hacía mucho tiempo se dedicaban a hacer el bien en Francia y después comprobar cómo la nuestra, que es extranjera, que vive del pan recogido entre los franceses... ante un periodismo desatado que grita contra el Gobierno porque no nos expulsa, y nosotros tan tranquilos, es cosa maravillosa.
Que esto nos sirva de estímulo para depositar siempre nuestra confianza en la Santísima Virgen. Pero no nos ensoberbezcamos, pues bastaría un simple acto de vanagloria para que la Virgen se sintiese descontenta de nosotros y permitiese la victoria de los malos.
—Pero también otras Congregaciones habrán sido muy devotas de la Virgen dijo [Beato] Miguel Don Rúa—; ¿cómo es que...?
—La Virgen hace lo que quiere— contestó [San] Juan Don Bosco. Por otra parte, nuestras cosas comenzaron de esta forma extraordinaria desde que yo tenía nueve años o diez. ¡Me pareció ver en la era de casa a tantos y tantos niños! Entonces una persona me dijo:
—¿Por qué no los instruyes?
—Porque no sé— le repliqué.
—Ponte a instruirlos; yo te lo ordeno.
Y yo estaba tan contento por aquel mandato que todos se dieron cuenta de mi alegría.
Históricamente hablando —escribe Don Lemoyne— las cosas sucedieron de una manera muy sencilla. El Comisario encargado de proceder a la ejecución del decreto hubo de luchar hasta las diez de la noche para echar abajo las puertas y deshacer las barricadas del Convento de los Dominicos de la calle de Monteaux, de forma que lo avanzado de la hora le impidió dar el asalto a San León, que era la última casa religiosa que quedaba por cerrar.
Después, durante la noche le llegó al Prefecto una orden del Ministerio comunicándole que suspendiese las ejecuciones; motivos de política ministerial aconsejaban cierta moderación.
Mucho se equivocaría quien quisiera argumentar de esto, que [San] Juan Don Bosco no se preocupaba de recurrir a las providencias humanas aptas para conjurar el peligro. En efecto, se interesó vivamente por apelar al Cónsul de Italia en Marsella, Aníbal Strambio, que fue condiscípulo suyo en Chieri.
Por consejo de dicho señor y con la aprobación del [Santo], el Padre Mendre redactó un memorial justificativo para ser presentado a la autoridad contra las acusaciones de la prensa; y el documento surtió su efecto, pues los artículos difamatorios cesaron ante la intervención de la Prefectura.
[San] Juan Don Bosco no sólo obraba él mismo según los dictámenes de la prudencia humana, sino que no quería que los suyos se abandonasen a una imprudente confianza basados en las palabras de aliento por él enviadas.
El 16 de noviembre en una carta que no poseemos, expresando la propia satisfacción por la plausible situación momentánea y al exponer los acostumbrados pensamientos de confiada esperanza en el futuro, recomendaba que aun después de cantado el Te Deum, se continuara rezando, porque el huracán se había amansado pero no se había alejado del todo.
En efecto, algunas semanas después, fue presentada a la Cámara francesa un proyecto de ley encaminado a la destrucción de las casas religiosas y de los centros de beneficencia aún existentes, por medio de gravámenes fiscales que les hiciesen la existencia imposible.
En la misma carta, después de comunicar que había escrito al respecto al Santo Padre y que si las cosas no continuaban muy mal haría una visita a Francia en enero, respondía a la pregunta que se le había hecho sobre si procedía que las Hijas de María Auxiliadora que tenían que ir a Marsella fuesen vestidas de seglar, dando su consentimiento, aceptándola como medida de prudencia en semejantes circunstancias y remitiendo al juicio del párroco que determinase el momento oportuno de la partida.