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LOS SUEÑOS DE
SAN JUAN BOSCO


San Juan Bosco

Fuente: Reina del Cielo

«PARTE 3 de 3

Partes: [ 1 ] [ 2 ] [ 3 ]


102.- La Filoxera

103.- Aparición de Santo Domingo Savio, parte I

103.- Aparición de Santo Domingo Savio, parte II

103.- Aparición de Santo Domingo Savio, parte III

104.- La muerte del Papa Beato Pío IX

105.- La señora y los confites

106.- Una Escuela Agrícola, Parte I

106.- Una Escuela Agrícola, Parte II

107.- Los perros y el gato

108.- Las vacaciones

109.- Las tres palomas

110.- Una receta contra el
mal de ojos

111.- La gran batalla

112.- Una lluvia misteriosa

113.- Un banquete misterioso

114.- Las casas Salesianas de Francia

115.- Una casa de Marsella

116.- Luis Colle, Parte I

116.- Luis Colle, Parte II

116.- Luis Colle, Parte III

116.- Luis Colle, Parte IV

117.- La Sociedad Salesiana, Parte I

117.- La Sociedad Salesiana, Parte II

118.- Las castañas

119.- El mensaje de don Provera

120.- A través de la América
del Sur, Parte I

120.- A través de la América
del Sur, Parte II

120.- A través de la América
del Sur, Parte III

121.- El nicho de san Pedro

122.- San Pedro y San Pablo

123.- Una plática y una misa

124.- Desde Roma, Parte I

124.- Desde Roma, Parte II

125.- La inocencia, parte I

125.- La inocencia, parte II

126.- Los jóvenes y la niebla

127.- Una visita a Léon XIII

128.- Las misiones Salesianas en America meridional
parte I

128.- Las misiones Salesianas en America meridional
parte II

129.- Trabajo, trabajo, trabajo

130.- El porvenir de la congregación

131.- El congreso de los diablos

132.- Las fieras con piel
de cordero

133.- La doncella vestida de blanco

134.- El demonio en Marsella

135.- Un Oratorio para jovencitas

136.- Muerte de un Clérigo y de un alumno del Oratorio

137.- Las misiones salesianas
de Asia, Africa y oceania

138.- El ramillete de flores

139.- Un jóven extraño

140.- El respeto al templo

141.- El Via Crucis

142.- Con Margarita en Becchi

143.- De Valparaíso a Pekín

144.- Soñando con el Oratorio

145.- En una sangrienta batalla

146.- Ricos y pobres

147.- Ludovico Olive

148.- Las cerezas

149.- La vendimia

150.- Las penas del infierno

151.- Sobre la obligación
de la limosna

152.- En compañía de San
José Don Cafasso

153.- La modestia Cristiana

 

A TRAVÉS DE LA AMERICA DEL SUR

SUEÑO 120.—AÑO DE 1883. PARTE III

El tren avanzaba velozmente y me pareció que recorría las provincias hoy ya civilizadas de la República Argentina.

En nuestra marcha penetramos en una floresta virgen, muy ancha, larguísima, interminable. A cierto punto la máquina se detuvo y ante mi vista apareció un doloroso espectáculo.

Una turba inmensa de salvajes se había concentrado en un espacio despejado de la floresta. Sus rostros eran deformes y repugnantes; estaban vestidos al parecer con pieles de animales, cosidas las unas a las otras. Rodeaban a un hombre amarrado que estaba sentado sobre una piedra.

El prisionero era muy grueso, porque los salvajes le habían alimentado bien. Aquel pobrecillo había sido capturado y parecía pertenecer a una nación extranjera por la regularidad de sus facciones. Los salvajes lo habían sometido a un interrogatorio y él les contestaba narrándoles sus diversas aventuras, fruto de sus viajes.

De pronto un salvaje se levantó y blandiendo un grueso hierro que no era una espada, pero mucho más afilado, se lanzó sobre el prisionero y de un solo golpe le cortó la cabeza.

Todos los viajeros del ferrocarril estábamos asomados a las puertas y ventanillas observando la escena y mudos de espanto.

El mismo Colle miraba y callaba. La víctima lanzó un grito desgarrador al ser herida. Sobre el cadáver, que yacía en un lago de sangre, se lanzaron aquellos caníbales y haciéndolo pedazos colocaron aquellas carnes aún calientes y palpitantes sobre un fuego encendido de propósito y después de asarlas un poco, comenzaron a comérselas medio crudas.

Al grito de aquel desgraciado la máquina se puso en movimiento y poco a poco adquirió su velocidad vertiginosa.

Durante larguísimas horas avanzamos a lo largo de las orillas de un río interminable. Y el tren unas veces discurría por la orilla derecha y a veces por la izquierda. Yo no me fijé mucho por la ventanilla en los puentes sobre los cuales hacíamos estos cambios.

Entretanto, sobre aquellas orillas aparecían de cuando en cuando numerosas tribus de salvajes, siempre que veíamos aquellas turbas el jovencito Colle repetía:

—¡He ahí la mies de los Salesianos! ¡He ahí la mies de los Salesianos!

Entramos después en una región llena de animales feroces y de reptiles venenosos, de formas extrañas y horribles. Hormigueaban por las faldas de los montes, por los senos de las colinas, por los salientes de aquellos montes y de aquellas colinas cubiertas de sombra, por las orillas de los lagos, por las márgenes de los ríos, por las llanuras, por los declives, por las playas.

Los unos parecían perros con alas y eran extraordinariamente gordos, de abultado abdomen, símbolo de la gula de la lujuria, de la soberbia.

Otros eran sapos grandísimos que se alimentaban de ranas. Se veían ciertos escondrijos llenos de animales de formas diversas de los que nosotros conocemos. Estas tres especies de alimañas estaban mezcladas y gruñían sordamente como si quisieran morderse.

Se veían también tigres, hienas, leones, pero diferentes de las especies comunes de Asia y África. Mi compañero me dirigió entonces la palabra diciéndome mientras me señalaba aquellas fieras: —Los Salesianos las amansarán.

El tren, entretanto, se acercaba al lugar de donde habíamos salido, del cual estábamos ya poco distante. El joven Colle sacó entonces un mapa topográfico de una belleza extraordinaria y me dijo:

—¿Quieres ver el viaje que has hecho? ¿Las regiones que hemos recorrido?

—Con mucho gusto—le respondí.

El entonces extendió aquel mapa en el cual estaba dibujada con maravillosa exactitud toda la América del Sur. Aún más, allí estaba representado todo lo que fue, todo lo que es, todo lo que serán aquellas regiones, sin confusión alguna, sino con una claridad tal que de un solo golpe de vista se veía todo.

Yo lo comprendí inmediatamente, pero como los detalles eran tantos, la clara visión de aquellas cosas me duró apenas una hora, y en la actualidad en mi mente reina una gran confusión.                

Mientras contemplaba aquel mapa a la espera de que el jovencito añadiera alguna explicación, emocionado por la sorpresa de lo que tenía ante mis ojos, me pareció que Quirino tocase el Ave María del alba, pero me desperté y me di cuenta que eran las campanas de la parroquia de San Benigno. El sueño había durado toda la noche.

[San] Juan Don Bosco puso término a su relato con estas palabras:

—Con la dulzura de San Francisco de Sales, los Salesianos atraerán hacia Cristo los pueblos de América. Será empresa dificilísima el moralizar a los salvajes; pero sus hijos obedecerán con toda facilidad las consignas de los misioneros y se fundarán colonias y la civilización suplantará a la barbarie y así muchos salvajes entrarán en el redil de Cristo.

Como confirmación de estas extraordinarias visiones, apenas habían pasado unos días, cuando el Obispo de San José de Costa Rica, Monseñor Bernardo Augusto Thiel, y algunos señores de la Misión, escribían una carta a [San] Juan Don Bosco pidiéndole algunos Misioneros salesianos. A hora bien, esta ciudad se encuentra precisamente bajo el grado 10, mencionado en el sueño.

El Santo mismo, escribiendo al Conde Colle el 11 de febrero de 1884, dirá: «El viaje realizado con nuestro querido Luis se va cumpliendo cada vez más. En este momento se ha convertido en el punto central de nuestras empresas. Mucho se habla, se escribe, se publica para explicar y poner en práctica nuestros planes.

Siempre en relación con el sueño de la Patágonia, Don Lemoyne recogió de labios de [San] Juan Don Bosco estas palabras:

—Cuando se lleguen a conocer las inmensas riquezas que encierra la Patágonia, este territorio tendrá un desarrollo comercial extraordinario. En las entrañas de los montes se ocultan minas preciosas; en la cadena de los Andes, entre los grados 10 y 20, hay minas de plomo, de oro y de materiales más preciosos aún que el oro.

Para que se tenga una idea del valor de este sueño, añadiremos algunos datos de mayor relieve. El [Santo] nos ofrece una serie de noticias positivas de las que él no podía tener conocimiento ni por los geógrafos ni por los viajeros, pues aquellas latitudes estaban aún por explorar, siendo aún desconocidas al turismo y a las expediciones científicas.

A estos elementos hay que añadir datos de naturaleza profética, referentes a un porvenir más o menos lejano. Pasando por encima de estos últimos, nos limitaremos a cuatro particularidades del primer género apoyados en las preciosas informaciones que nos han sido suministradas por Don De Agostini, el salesiano explorador de las tierras australes.

Ante todo, consideremos la descripción que [San] Juan Don Bosco hace de las Cordilleras. Todos creían que este accidente geográfico era como una muralla divisoria, esto es, una cadena homogénea que se extendía de Norte a Sur por más de 30 grados de latitud, formando un cordón único en elevación y dirección.

En cambio, las exploraciones y los estudios realizados durante algunos decenios han demostrado que los Andes, como, observa justamente [San] Juan Don Bosco, se encuentran seccionados por numerosas y profundas depresiones en forma de sinuosidades, valles, pasajes lacustres y subdivididos en grupos o  nudos de cadenas que se presentan en direcciones opuestas, ofreciendo grandes diferencias en sus caracteres geológicos y orográficos.

Nos encontramos, pues, en los antípodas de la representación primitiva de una cadena integrada por una unidad geográfica.

En la descripción de [San] Juan Don Bosco, que representa la configuración vertical de los Andes y los accidentes que modifican su estructura orográfica, hallamos en verdad una impresionante exactitud.

Ni el más autorizado estudioso de estos temas geográficos habría podido publicar en aquel tiempo una afirmación tan precisa y detallada como él; una visión tan clara y exacta de aquellos lugares es debida sin duda a un poder que sobrepasa los limites humanos.

Que en efecto, entonces se ignorara la existencia de tantas sinuosidades y de tantos extensísimos valles, lo proclaman los mapas de aquella época: es el argumento más convincente.

A los canales patagónicos, por ejemplo, se habían hecho numerosas expediciones hidrográficas, debidas a los célebres expedicionarios de los buques ingleses "Adventure" y "Beagle", al mando de Parker King y de Fitz Roy, entre el 1826 y el 1836, hasta llegar a las de los chilenos Simpson, Valverde, Roguera y Serrano en los años comprendidos entre el 1874 y 1889; pues bien, a excepción de un pequeño trecho seguido por los vapores de gran  tonelaje, que desde Puerto Monti se dirigían al Estrecho de Magallanes a través de una intrincada red de islas y canales, casi toda la costa externa del Occidente de la Cordillera Patagónica estaba envuelta en el más profundo misterio.

Un hecho elocuente lo confirma. El señor Baker, el más grande y más extenso de los fiordos patagónicos, cuyas ramificaciones continentales formadas por profundas depresiones, valles y cuencas lacustres cortan la Cordillera patagónica entra los grados 46 y el 52 de latitud Sur, no llegó a conocimiento del mundo sino hasta el 1898, después de los viajes de exploración realizados por el célebre explorador y geógrafo Juan Steffen, cuando se organizaron respectivamente en Chile y Argentina viajes científicos para determinar los límites de la Cordillera de los Andes.

En segundo lugar, [San] Juan Don Bosco describe ferrocarriles fantásticos donde entonces reinaba el desierto y la soledad. Hoy las redes ferroviarias en las repúblicas del Centro y de Sudamérica han alcanzado un desarrollo prodigioso y atraviesan ya por muchos puntos la Cordillera de los Andes.

Algunas líneas fueron construidas a lo largo de la Cadena Andina y no está muy lejano el día, en el que, convirtiéndose en realidad el sueno de nuestro Santo, estas líneas lleguen a unir el Norte de América con el Estrecho de Magallanes, atravesando toda la Patagonia.

En tercer lugar, [San] Juan Don Bosco asegura que yacimientos de carbón mineral, de petróleo, de plomo y de metales aun más preciosos están escondidos en las entrañas de aquellas montañas, colocadas allí por la mano del Creador Omnipotente en beneficio de los hombres.

¿Quien ignora que de año en año se están descubriendo continuamente nuevos depósitos de minerales en toda la zona de la cordillera y a lo largo de la costa atlántica?

Particular importancia tuvo el descubrimiento de petróleo en Comodoro Rivadavia, en el Chubut, él 13 de noviembre de 1907, cuando la Dirección General de Minas procedía a una perforación del terreno en busca de agua potable. Existen actualmente en Comodoro novecientos pozos petrolíferos.

Otras fuentes de petróleo fueron descubiertas en años sucesivos junto a los contrafuertes subandinos de Salta, Juyuy y a lo largo del Neuquén, para citar solamente los de Argentina.

Exploraciones y sondeos se siguen realizando de un extremo a otro de la Patagonia, apareciendo indicios ciertos de la presencia de este mineral. Potentes industrias petrolíferas han sido montadas también en Bolivia, en el Brasil, Colombia y Venezuela.

Importantes yacimientos de carbón mineral se han encontrado bajo la cordillera cerca de Epuyen en el Chubut y en Puntarenés.

El plomo constituye hoy en la Argentina la producción metálica más sobresaliente, obteniéndose unas diez mil toneladas anuales.

Finalmente, [San] Juan Don Bosco dijo, refiriéndose al Archipiélago fueguino. «Algunas de estas islas estaban habitadas por indígenas bastante numerosos; otras, de aspecto estéril, desnudas, rocosas, se hallaban deshabitadas; otras estaban cubiertas por completo de hielo y de nieve. Al Occidente, algunos grupos de islas se hallaban habitadas por numerosos salvajes».

Quien ha leído el libro de Don De Agostini, «Mis recientes viajes por la Tierra del Fuego» admira la realidad específica contenida en esta descripción.

Son estos los tres aspectos del paisaje fueguino: la zona de la Hanura y esteparia habitada por los Onas; después, la zona de la cordillera insular cubierta de nieves perpetuas y de témpanos inmensos; los numerosos grupos de islas del Occidente, estériles, desnudas, rocosas, donde viven ¡os indios Alacalufes y Vagan.

Aun aquí se ve uno obligado a reconocer que tal precisión no era humanamente posible sino a una persona que hubiese contemplado con los propios ojos, aquel paisaje tan característico y de tan difícil acceso.

Creemos que este breve resumen sea suficiente para hacer comprender la importancia de este sueño; ulteriores desarrollos de las Misiones Salesianas y de las obras civilizadoras harán cada vez más evidente la realidad de su contenido.

   


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