LAS MISIONES SALESIANAS
DE ASIA, ÁFRICA Y OCEANIA
SUEÑO 137.—AÑO DE 1885.
La Providencia divina no cesaba de descorrer de vez en cuando delante de los ojos de [San] Juan Don Bosco el velo de la suerte futura de la Sociedad Salesiana en el campo sin límites de las Misiones.
También en 1885 un sueño revelador vino a manifestarle cuáles eran los designios de Dios para un porvenir remoto.
[San] Juan Don Bosco lo contó y comentó en presencia de todo el Capítulo Superior la noche del dos de julio; Don Lemoyne se apresuró a tomar nota.
Me pareció —dijo el [Santo]— estar delante de una montaña elevadísima, sobre cuya cumbre estaba un Ángel resplandeciente de luz que iluminaba las regiones más apartadas.
Alrededor de la montaña había un extenso reino de gente desconocida.
El Ángel tenía una espada en su diestra que mantenía levantada, espada que brillaba como una llama vivísima y con la izquierda señalaba las regiones circundantes. Entonces me dijo:
—Ángelus Arfaxad vocat vos ad praelianda bella Domini et ad congregandos populas in horrea Domini. El Ángel de Arfaxad te llama a combatir las batallas del Señor y a reunir a los pueblos en los graneros del Señor.
Su palabra no tenía como otras veces forma de mandato, sino que parecía una propuesta.
Una turba maravillosa de Ángeles, de los cuales no supe ni pude, retener el nombre, lo rodeaba. Entre ellos estaba Luis Colle, al cual hacían corona una multitud de jovencitos, a los que enseñaba a cantar alabanzas a Dios y él mismo también las cantaba.
Alrededor de la montaña, a los pies de la misma y en sus laderas habitaba multitud de gentes. Todos hablaban entre sí, pero su lenguaje era desconocido, ininteligible. Yo sólo comprendía lo que decía el Ángel. Me sería imposible describir lo que vi.
Veía al mismo tiempo objetos separados, simultáneos, los cuales transfiguraban el espectáculo que se ofrecía a mi vista. Por tanto, aquello unas veces me parecía la llanura de la Mesopotamia, otra un monte altísimo, y aquella misma montaña sobre la cual estaba el Ángel de Arfaxad a cada momento tomaba mil aspectos diferentes, hasta convertirse en una serie de sombras vaporosas, pues tales parecían los habitantes que la poblaban.
Delante de este monte y durante todo este viaje me parecía estar elevado a una altura grandísima, como si me encontrase sobre las nubes circundado de un espacio inmenso.
¿Quién podrá expresar con palabras aquella altura, aquella anchura, aquella luz, aquella claridad, en suma, un espectáculo semejante? Se puede gozar de él, pero no se le puede describir.
En este y en otros recorridos había muchos que me acompañaban y que me animaban y animaban también a los Salesianos para que no se detuviesen en su camino. Entre los que me llevaban de la mano y me obligaban, por así decirlo, a seguir adelante, estaba el querido Luis Colle y muchos escuadrones de ángeles, los cuales hacían eco a los cánticos de los jovencitos que estaban alrededor de él.
Me pareció, pues, estar en el centro del África en un extensísimo desierto viendo escrito en el suelo con grandes caracteres: «Negros». En medio estaba el Ángel de Cam, el cual decía:
—Cessabit maledictum y la bendición del Creador descenderá sobre sus hijos réprobos y la miel y el bálsamo curarán las mordeduras causadas por las serpientes; después serán cubiertas las torpezas de los hijos de Cam.
Todos aquellos pueblos estaban desnudos.
Finalmente me pareció estar en Australia.
Aquí había también un Ángel, pero no tenía nombre alguno. El guiaba, caminaba y hacía caminar a la gente hacia el mediodía.
Australia no era un continente sino un conjunto de numerosas islas cuyos habitantes diferían en carácter y formas externas.
Una multitud de niños que vivían allá intentaban venir hacia nosotros, pero se lo impedía la distancia y las aguas que nos separaban.
Tendían las manos hacia [San] Juan Don Bosco y hacia los Salesianos, diciendo:
—¡Vengan en nuestro auxilio! ¿Por qué no continúan la obra que sus padres han comenzado?
Muchos se detuvieron; otros, haciendo mil esfuerzos, pasaron en medio de los animales feroces y vinieron a mezclarse con los Salesianos, a los cuales yo no conocía y comenzaron a cantar:
—Benedictus qui venit in nomine Domini.
A cierta distancia se veían grupos de innumerables islas, pero yo no podía distinguir sus características. Me pareció que todo aquel conjunto indicaba que la Divina Providencia ofrecía una porción del campo evangélico a los Salesianos, pero para un futuro lejano. Sus fatigas darán su fruto, porque la mano del Señor será constante con ellos, si saben agradecer sus favores.
Si pudiera embalsamar y conservar vivos a unos cincuenta Salesianos de los que ahora están entre nosotros, de aquí a quinientos años verían qué destino tan estupendo nos reserva la Providencia, si somos fieles.
De aquí a ciento cincuenta o doscientos años los Salesianos serán dueños de todo el mundo.
Nosotros seremos bien vistos siempre, aun de los malos, porque nuestro campo especial es de tal naturaleza que se atrae las simpatías de todos, buenos y malos. Habrá alguna mala cabeza que nos quiera destruir, pero serán proyectos aislados que no tendrán el apoyo de tos demás.
Todo estriba en que los Salesianos no se dejen llevar del amor y las comodidades y de la desgana en el trabajo. Manteniendo solamente nuestras obras ya existentes y evitando el vicio de la gula, la Congregación Salesiana ha asegurado su porvenir.
La Congregación prosperará aún materialmente si procuramos sostener y extender el Boletín, la obra de los Hijos de María Auxiliadora, y la extenderemos. ¡Son tan buenos muchos de estos hijos! Su institución nos dará Hermanos decididos a mantenerse en su vocación.
Estas son las tres cosas que [San] Juan Don Bosco vio más claramente y que mejor recordó y narró la primera vez; pero como expuso sucesivamente a Don Lemoyne, vio mucho más.
Vio todos los países, a los que serían llamados los Salesianos con el tiempo, pero en una visión fugaz, haciendo un viaje rapidísimo, en el que saliendo de un punto volvía al mismo.
Decía que había sido algo así como un relámpago; con todo, al recorrer aquel inmenso espacio había distinguido en un momento las regiones las ciudades, los habitantes, los mares, los ríos, las islas, las costumbres y mil hechos que se entremezclaban y un sinfín de espectáculos simultáneos imposible de describir.
Por eso, de todo aquel viaje fantástico conservaba un recuerdo poco preciso, no pudiendo hacer de él una descripción detallada. Le había parecido que junto a sí estaban muchos que le animaban a él y a los Salesianos a no detenerse en el camino.
Entre los más decididos a estimular a los demás a proseguir adelante, estaba el joven Luis Colle del cual escribía el Padre el 10 de agosto: «Nuestro amigo Luis me ha llevado a dar un paseo por el centro del África, tierra de Cam, decía él, y por las tierras de Arfaxad, esto es por la China. Si el Señor nos permite una entrevista, tendremos muchas cosas de qué hablar».
Recorrió una zona circular alrededor de la parte meridional de la esfera terrestre. He aquí la descripción del viaje, según asegura Don Lemoyne haberla oído de sus labios.
Partió de Santiago de Chile y vio Buenos Aires, San Pablo [Paolo], en el Brasil, Río de Janeiro, Cabo de Buena Esperanza, Madagascar, Golfo Pérsico, orillas del Mar Caspio, Sennaar, Monte Ararat, Senegal, Ceylán, Hong-Kong, Macao a la entrada de un mar sin límites y ante la alta montaña desde la cual se descubría la China; después, el Celeste Imperio, Australia, las islas Diego Ramírez, terminando el recorrido con la vuelta a Santiago de Chile.
En aquel rapidísimo viaje [San] Juan Don Bosco distinguió islas, tierras y naciones esparcidas por todos los grados y otras muchas regiones poco habitadas y desconocidas. De muchas de las localidades que había contemplado en el sueño no recordaba los nombres; Macao, por ejemplo, la llamada Meaco.
De las regiones más meridionales de América habló con el capitán Bove; pero éste, no habiendo pasado del cabo de Magallanes por falta de medios y por haberse visto obligado a volver atrás por varias circunstancias, no lo pudo dar alguna aclaración.
Hemos de decir algo de aquel enigmático Arfaxad. Antes del sueño [San] Juan Don Bosco desconocía quién fuese; después de él, hablaba en cambio de este personaje con bastante frecuencia. Encargó al clérigo Festa de buscar en diccionarios bíblicos, en historias y geografías, en periódicos con qué pueblos de la tierra había tenido relación aquel supuesto personaje.
Al fin se creyó haber dado con la clave del misterio en el primer volumen de Rohrbacher, el cual asegura que de Arfaxad descienden los chinos.
Su nombre aparece en el capítulo décimo del Génesis, donde consta la genealogía de los hijos de Noé, que se repartieron el mundo después del Diluvio. En el versículo 22 se lee: 22 Filii Sem : Ælam, et Assur, et Arphaxad, et Lud, et Aram. Aquí, como en otras partes del gran cuadro etnográfico, los nombres propios designan individuos que fueron padres de pueblos relacionados también con las extensas regiones que ocuparon. Así, por ejemplo, Aelam, que significa país alto, indica la Elimaida, que, con la Susiana, fueron después provincias de Persia: Assur es el padre de los Asirios.
Sobre el tercer nombre los exegetas no están acordes al afirmar el pueblo a que se refiere. Algunos, como Vigouroux, señalan a Arfaxad la Mesopotamia. De todas formas, estando considerado como uno de los progenitores de pueblos asiáticos, siendo nombrado precisamente de dos de ellos que poblaron la costa más oriental de la tierra descrita en el documento mosaico, se puede asegurar que también Arfaxad indique una población que ha de colocarse seguidamente detrás de las precedentes, que se extendió cada vez más hacia el Oriente.
No sería, pues, improbable que el Ángel de Arfaxad sea el de la India o el de la China.
[San] Juan Don Bosco se fijó de una manera más particular en la China, diciendo que en dicho territorio trabajarían de allí a poco los Salesianos; y otra vez dijo:
—Si yo tuviese Veinte Misioneros para enviarlos a China, es cierto que serían recibidos triunfalmente a pesar de la persecución.
Por eso, desde entonces se preocupó grandemente de todo lo relacionado con el Celeste Imperio.
En este sueño pensaba con frecuencia, hablaba de él con cierta satisfacción y veía en él como una confirmación de los otros sueños que había tenido sobre las Misiones.