EL MENSAJE DE DON PROVERA
SUEÑO 119.—AÑO DE 1883.
El presente sueño está tomado de un autógrafo de [San] Juan Don Bosco conservado en el Archivo de Turín. Dice así:
La noche del 17 al 18 de enero de 1883, soñé que salía del comedor con otros sacerdotes de la Congregación. Cuando estuve en la puerta, me di cuenta que junto a mí venía un sacerdote desconocido, pero al fijarme bien en él, me di cuenta de que era Don Próvera, nuestro antiguo hermano.
Era un poco más elevado de estatura que cuando estaba en esta vida mortal. Estaba vestido de nuevo con cara fresca y sonriente, despidiendo una especie de claridad, parecía querer seguir adelante.
—Don Provera —le dije—: ¿Eres realmente Don Provera?
—Sí, que soy Don Provera —respondió—. Y al decir esto su rostro, se tornó tan hermoso y tan resplandeciente que difícilmente se podían fijar los ojos en él.
—Si eres verdaderamente Don Provera, no huyas de mí; espera un momento. Pero por favor, no me dejes tu sombra en las manos y desaparezcas, sino permite que te hable.
—Sí, si; hable que le escucharé.
—¿Te has salvado?
—Sí que me he salvado; me he salvado por la misericordia de Dios.
—¿Qué es lo que gozas en la otra vida?
—Todo cuanto el corazón puede imaginar y la mente es capaz de concebir, el ojo ver y la lengua expresar.
Dicho esto, hizo ademán como de quererse marchar y su mano que yo tenía estrechada se iba tornando casi insensible.
—No, le dije, no te vayas, sino háblame y dime algo que me interese.
—Continúe trabajando. Le aguardan muchas cosas.
—¿Aún por mucho tiempo?
—No mucho. Pero trabaje haciendo todos los esfuerzos posibles, como si tuviese que vivir siempre, pero... esté siempre bien preparado.
—¿Y para los hermanos de la Congregación?
—A los hermanos de la Congregación recomiéndoles una y otra vez el fervor.
—¿Cómo hacer para conseguirlo?
—Nos lo dice el jefe supremo de los maestros. Tome una podadera bien afilada y proceda como un buen viñador; corté tos sarmientos secos o inútiles para la vid.
Entonces se tomará vigorosa y producirá copiosos frutos, y lo que más importa: dará frutos durante mucho tiempo.
—¿Y a nuestros hermanos qué debo decirles?
A mis amigos —añadió con voz más fuerte—, a mis hermanos, dígales que les está reservado un gran premio, pero que Dios lo otorga solamente a los que perseveraran en las batallas del Señor.
—¿Qué me recomiendas para nuestros jóvenes?
—Con nuestros jóvenes se debe emplear trabajo y vigilancia.
—¿Y qué más?
—Vigilancia y trabajo, trabajo y vigilancia.
—¿Qué han de practicar nuestros jóvenes para asegurarse la salvación eterna?
—Que se alimenten con frecuencia con el manjar de los fuertes y hagan propósitos firmes en la confesión.
—Dime algo que deban hacer preferentemente en este mundo.
En aquel momento un vivísimo resplandor revistió toda su persona y yo tuve que bajar los ojos, porque la mirada no podía resistir, como cuando se observa fijamente la luz eléctrica, aunque aquélla era mucho más viva que la que vemos ordinariamente. Seguidamente comenzó a hablar de forma que parecía que cantara:
—Gloria a Dios Padre, gloria a Dios Hijo, gloria a Dios Espíritu Santo. A Dios que era, es y será el juez de vivos y muertos.
Yo quise hablar, pero Don Provera, con la voz más hermosa y sonora que se pueda imaginar, comenzó a entonar solemnemente:
—Laudate Dominum omnes gentes, etc.
Un coro de millares de voces provenientes de los pórticos respondieron, o mejor dicho se unieron a él cantando:
—Quoniam confirmata est, etc., hasta el Gloria, inclusive.
Varias veces hice un esfuerzo para abrir los, ojos y ver quiénes cantaban, pero todo fue inútil porque la intensidad y la viveza de la luz obstaculizaba la visibilidad.
Finalmente se oyó cantar: Amén.
Terminado el canto cada cosa volvió a su estado normal; pero no vi más a Don Provera, sino simplemente a su sombra, que desapareció inmediatamente.
Me dirigí entonces a los pórticos donde estaban los sacerdotes, los clérigos y los jóvenes. Les pregunté si habían visto a Don Provéra. Y todos me respondieron que no. Les pregunté también si habían oído cantar y me contestaron igualmente que no.
Al escuchar tales respuestas quedé un poco mortificado y dije: Lo que he oído de labios de Don Provera y el canto que he escuchado es todo un sueño. Vengan, pues, a escucharlo que les voy a contar. Y lo conté como lo acabó de hacer.
[Beato] Miguel Don Rúa, Don Cagliero y otros sacerdotes me hicieron numerosas preguntas a las que di las consiguientes respuestas.
Pero me encontraba tan cansado que apenas si podía respirar y así me desperté. En aquel momento sonaron los cuartos de hora y después las dos de la madrugada.