LA VIDA
          Un día, Dios tomó la figura de un joven apuesto y se puso a caminar por el mundo. A la  orilla de un  bosque vio una cabaña, entró  y encontró allí a un hombre pobre,  enfermo de elefantiasis; todos  sus miembros estaban hinchados  y tan deformes, que se movía con mucha dificultad.
            
            - ¡Oh! ¿Qué venturosos vientos te trajeron a mí? ¿Quién eres tú? - dijo el enfermo.
            
            - Soy Dios, -respondió el caminante-. Algunos me reconocen cuando llego, pero no cuando vuelvo. Yo voy y vengo; volveré por estos lugares dentro  de siete años. Pero, ¿por  qué gimes tanto?
            
            - Tengo una enfermedad horrible; ha destruido mi aspecto humano y me ha quitado la alegría de vivir. Ya no puedo más.
            
            - Si quieres, -dijo Dios- te curo. Pero tú me olvidarás.
            
            - ¡No! -le aseguró el enfermo-. Guardaré eternamente en mi memoria a quien me cure y le estaré agradecido para siempre.
            
            Dios pronunció unas palabras sobre el enfermo, y éste quedó curado como por encanto.
            Dios siguió su camino. Enseguida llegó a la cabaña de un leproso.
            
            - ¡Oh! ¡Bendito tú que vienes a mí! -exclamó el leproso al ver  al 
            hermoso joven-.  ¿Puedo saber tu nombre?
            
            - Yo soy Dios  -dijo el recién llegado-. Algunos me reconocen cuando llego, pero no cuando regreso. Voy y vengo. Volveré por estos rumbos dentro de siete años. Puedo curarte, pero ¿te acordarás de mí?
            
            - No te olvidaré mientras viva -dijo el leproso-.  
            
            Dios lo curó y siguió su camino. Al llegar a una aldea, se encontró con un ciego que buscaba el camino con un bastón. Cuando oyó pasos,  se detuvo y preguntó.                :
            
            - ¿Quién va? ¡Cuidado con este pobre  ciego!
            
            - Yo soy Dios. Algunos me reconocen  cuando llego, pero no cuando vuelvo. Curó también al ciego y desapareció.
            
            Pasaron los años, y a su ;, tiempo, como lo había prometido, volvió,  pero esta vez oculto bajo la figura de un  ciego. Era ya tarde cuando llegó a la  cabaña del ciego que había curado. Tocó a la puerta. 
            
            No estaba, pero le abrió su esposa.
            
            - Tenga piedad de este pobre . ciego -dijo Dios-. 
            
            Conozco a su esposo; ¿me puede dar un poco de agua mientras lo espero? Me basta con un poco.
            
            - Mi esposo es un verdadero tonto -refunfuñó la mujer-. Trae a  casa a  cuanto pobre se encuentra.
            
            Puso un poco de agua sucia en una  vieja taza y se la ofreció de mal modo al  faso ciego. Por fin llegó el señor de la casa,  y Dios se dirigió a él.
            
            - Estoy de paso  -dijo-. ¿Puedes darme alojamiento ¡hasta mañana?
            
            El hombre murmuró  algo, después extendió un petate en una esquina de la cabaña y dio 
            al ciego un puñado  de cacahuates. Cuando despuntó el   alba, Dios llamó a su anfitrión  y 
            le dijo: 
            
            - Te dije que algunos conocen a Dios cuando viene pero no cuando regresa. Tú no me has reconocido, porque la ceguera se ha quedado en tu corazón, y volverá también a tus ojos. Dijo esto y salió, dejando tras de sí una polvareda. El hombre volvió a ser ciego, como lo era siete años antes.
            
            Cuando Dios llegó a la cabaña del  antiguo leproso, se cubrió de una lepra tan horrible, que la seguían enjambres  de moscas. Tocó a la puerta, pero aquel  hombre, viendo al leproso, no lo dejó entrar y  rehusó darle de comer, porque estaba demasiado sucio. El caminante le recordó:
            
            - Te lo había dicho, algunos conocen a Dios cuando viene, pero no cuando regresa.
          Y se marchó dejando tras de sí un reguero del misterioso  polvo. El hombre ingrato se cubrió  de nuevo de tanta lepra, que  la carne se le caía a pedazos.
            
            Cuando llegó a la cabaña del antiguo enfermo de elefantiasis,  Dios se hinchó los miembros de tal  modo que a duras penas podía caminar. Se asomó a la puerta y dijo:
            
            - ¡Buen hombre, un poco de agua fresca por caridad!
            
            - ¡Adelante!, ¡adelante!, ¡entra! -dijo el hombre, apresurándose a  ayudar al fingido  enfermo-. ¡Oh! ¡Qué  desgracia! ¡Tan joven y tan enfermo!  Yo también, hace tiempo,  tuve esa fea enfermedad, pero  pasó por aquí un buen hombre  y me curó. 
            
            Y mientras hablaba  puso a cocer un plato de arroz,  dio al enfermo nueces y una  taza llena de leche fresca, después  preparó un asado de carnero  y se ocupó de cuidar al enfermo.
            
            En la mañana, Dios se presentó como el joven hermoso que era y dijo:
            
            - Tú has reconocido a Dios también a su regreso. No olvidas  los beneficios recibidos y sabes socorrer a quien sufre lo mismo que tú has sufrido. Por eso permanecerás sano y gozarás de prosperidad.
            El hombre quiso regalarle a Dios, unas vacas. Pero el joven  se lo agradeció diciendo:
            
            - No tengo necesidad de riquezas.  Quiero que recuerdes una cosa importante: Dios puede cambiar y traer hoy bienes  y mañana males, pero con frecuencia depende de ti hacer de tu vida mejor o peor.