EL LLANTO DEL DESIERTO
          En cuanto llegó a Marrakech, África, el misionero  decidió que todas las mañanas daría un paseo  por el desierto que comenzaba tras los  límites de la ciudad. En su primera caminata, vio a un hombre estirado  sobre la arena, con la mano acariciando el  suelo y el oído pegado a tierra.
            
  "Es  un loco", pensó. 
            Pero la escena se repitió todos los días, por lo que, pasado un mes,  intrigado por aquella conducta extraña, resolvió dirigirse a él. Con mucha dificultad,  ya que aún no hablaba árabe con fluidez, se arrodilló  a su lado y le preguntó:
            
            - ¿Qué es lo que usted está
            haciendo? 
            -  Hago compañía al desierto, y lo consuelo por  su soledad y sus lágrimas.
            
            - No sabía que el desierto fuera capaz de llorar.
            - Llora todos los días, porque sueña con volverse útil para el hombre y transformarse en un inmenso jardín, donde se puedan cultivar  las flores y toda clase de plantas y  cereales.
            
            - Pues dígale al desierto que él cumple bien su misión -comentó el  misionero-. Cada vez que camino por aquí,  comprendo mejor la verdadera dimensión del ser  humano, pues su espacio abierto me permite  ver lo  pequeños que somos ante Dios.
            
            Cuando contemplo sus arenas, imagino a las millones de personas en el mundo que fueron criadas iguales, aunque no siempre el mundo sea justo con todas. Sus montañas me ayudan a meditar. Al ver el sol naciendo en el horizonte,  mi alma se llena de alegría, y me aproxima al Creador.
            
            El misionero dejó al hombre y volvió a sus quehaceres diarios. Cuál no fue su sorpresa al encontrarlo a la mañana siguiente en el mismo lugar y en la misma posición.
            
            - ¿Ya transmitió al desierto todo lo que le dije? - preguntó.
            El hombre asintió con un movimiento  de cabeza.
            - ¿Y aún así  continúa llorando?
            
            - Puedo escuchar cada uno de sus sollozos. Ahora él llora porque pasó miles de años pensando  que era completamente inútil, y desperdició todo ese tiempo blasfemando contra Dios  y su destino.
            
            - Pues explíquele  que, a pesar de que el ser humano tiene una vida mucho más corta, también pasa muchos de sus días pensando  que es inútil. Rara vez descubre la razón  de su destino, y casi siempre considera que  Dios
   
            ha sido injusto con él. Cuando llega el momento en que, 
            finalmente, algún acontecimiento 
            le demuestra por qué y para qué
            ha nacido, considera que es 
            demasiado tarde para cambiar 
            de vida, y continúa sufriendo. Y, 
            al igual que el desierto, se culpa 
            por el tiempo que perdió.                      
                      - No sé si el desierto me escuchará  -dijo el hombre-. Él ya stá acostumbrado  al dolor, y no consigue ver las cosas de otra manera.
            - Entonces vamos a hacer lo que yo siempre hago cuando siento que las personas han   perdido la esperanza. Vamos a rezar.
            Ambos se  arrodillaron y rezaron; uno se giró en  dirección a la Meca, porque era musulmán, el otro juntó las manos en plegaria, porque era católico.
            
            Cada uno rezó a su  Dios, que  siempre fue el mismo Dios, aunque las  personas insistieran en llamarlo con  nombres diferentes.
            
            Al día siguiente, cuando el misionero retornó de su caminata  matinal, el hombre ya no estaba allí. En  el lugar donde acostumbraba abrazar la arena,  el suelo parecía mojado, ya que había nacido una pequeña fuente. En los meses subsiguientes, esta  fuente creció y los habitantes de la ciudad construyeron un pozo en torno a ella.
            
            Los beduinos llaman  al lugar "Pozo de las Lágrimas del  Desierto". 
            
            Dicen que todo aquel que beba su agua conseguirá trasformar el motivo de su sufrimiento en la razón de su alegría, y terminará encontrando su verdadero destino.