95- Santiago de Alfeo recibido como discípulo. Jesús habla junto al banco de Mateo              
            
             Mañana  de mercado en Cafarnaúm.
               
La plaza está llena de vendedores de los más diversos  tipos de mercancías.
Jesús,  que llega a este lugar desde el lago, ve que vienen a su encuentro sus primos  Judas y Santiago. Acelera el paso en dirección a ellos y, después de abrazarlos  con afecto, pregunta premuroso:
             -¿Vuestro  padre?... ¿Qué ha sucedido?
               -Nada  nuevo respecto a su vida - responde Judas.
               -¿Por  qué has venido, entonces? Te había dicho: quédate allí.
               Judas  baja la cabeza y calla. Ahora es Santiago quien no se contiene:
               -Por  culpa mía él no te ha obedecido. Sí, por culpa mía; pero es que no he podido  soportar más. Todos en contra. Y, ¿por qué? ¿Hago mal, acaso, en amarte?, ¿acaso  hacemos mal? Hasta ahora me había frenado un escrúpulo de estar actuando               mal.  Pero ahora que sé las cosas, ahora que Tú has dicho que ni siquiera el padre  está por encima de Dios, no he aguantado más.
               
               He  tratado verdaderamente de ser respetuoso, de hacer comprender las razones, de  enderezar las ideas. He dicho: "¿Por qué combatís contra mí? Si es el  Profeta, si es el Mesías, ¿por qué queréis que el mundo diga: "Su familia fue  enemiga suya; entre los               que  lo seguían ella faltó"?
               
¿Por qué, si es el infeliz que vosotros decís, no  debemos, nosotros los de la familia, estarle cercanos en su demencia, con el  fin de impedir que sea nociva no sólo para Él sino también para  nosotros?". ¡Oh!, Jesús, yo hablaba así para razonar humanamente, como  razonaban ellos. Tú sabes, efectivamente, que ni yo ni Judas te creemos  demente; sabes que en ti vemos al Santo de Dios; que hemos dirigido siempre  nuestra mirada a ti como a nuestra Estrella mayor. 
             Pero,  no han querido entendernos. Ni siquiera han querido seguir escuchándonos. Y  entonces yo me he marchado. Ante el dilema "o Jesús o la familia", te  he elegido a ti. Aquí estoy, a nada que me aceptes; si no, seré el más infeliz  de los hombres, porque no tendré nada: ni tu amistad ni el amor de la familia.
             -¿En  esto estamos? ¡Santiago mío, mi pobre Santiago! Habría deseado no verte sufrir  así, porque te quiero. Pero si Jesús-Hombre llora contigo, Jesús-Verbo se  alegra íntimamente por ti. Ven. Estoy seguro de que la alegría de ser portador  de Dios a los hombres aumentará de hora en hora tu gozo, hasta llegar al pleno  éxtasis en la hora extrema de la tierra y en la eterna del Cielo.
             Jesús  se vuelve y llama a sus discípulos, que se habían detenido prudentemente a la  distancia de unos metros.
               
               -Venid,  amigos. Mi primo Santiago ahora forma parte de mis íntimos y por tanto es  nuestro amigo. ¡Cuánto he deseado esta hora, este día, para él, mi perfecto  amigo de infancia, mi buen hermano de juventud! 
             Los  discípulos acogen con alegría al nuevo llegado y a Judas, que hacía días que no  lo veían.
               
               -Hemos  estado en casa. Te buscábamos. Pero estabas en el lago.
               -Sí,  en el lago, durante dos días con Pedro y los demás. Pedro ha tenido buena  pesca. ¿No es cierto?
               -Sí,  y ahora - esto me disgusta - tendré que dar muchos didracmas a aquel ladrón...  - y señala al recaudador Mateo, cuyo banco está asediado por gente que paga la  tierra - creo - o las mercancías.
             -Digo  Yo que todo será proporcionado. Cuanto más pescas, más pagas, pero también  ganas más.
               
               -No,  Maestro. Si pesco más, gano más; pero si pesco el doble de peso, ése no es que  me haga pagar el doble, sino que me hace pagar el cuádruplo... ¡Aprovechado!
               -¡Pedro!...  Pues vamos a ir exactamente allí al lado. 
               
               Deseo hablar. Siempre hay gente junto  a aquel banco de recaudación.
               
               -¡Hombre  claro! - dice Pedro mascullando -, gente y maldiciones».
               
               -Pues  bien, Yo iré a introducir bendiciones. Quién sabe... a lo mejor entra un poco  de honestidad en el recaudador.
               
               -No,  Tú tranquilo, que tu palabra no pasará a través de su piel de cocodrilo.
               
               -Lo  veremos.
               -¿Qué  le piensas decir?
               
               -Directamente,  nada. Pero, por mi modo de expresarme, él será también destinatario de mis  palabras.
               
               -¿Vas  a decir que tan ladrón es el salteador de caminos como el que despelleja a los  pobres que trabajan para obtener el pan y no mujeres o borracheras?
               -Pedro,  ¿quieres hablar tú en vez de mí?
               -No,  Maestro. No sabría hablar bien.
               -Y  con la acritud que tienes dentro, te dañarías a ti y lo dañarías a él.
               
               Ya  están cercanos al banco de los impuestos.
               Pedro  tiene intención de pagar. Jesús lo detiene y dice:
               -Dame  las monedas; hoy pago Yo.
               
               Pedro  lo mira atónito y le da una bolsa de piel, con dinero.
               
               Jesús  espera su turno y, cuando se encuentra frente al recaudador, dice:
               
               -Pago  por ocho canastas de pescado de Simón de Jonás. Las canastas están allí, a los  pies de los peones. Comprueba, si lo crees oportuno; de todas formas entre  hombres honestos debería bastar la palabra, y creo que tú me consideras tal.  ¿Cuánto es la tasa?
               
               Mateo,  que estaba sentado detrás de su banco, en el momento en que Jesús dice «creo  que tú me consideras tal», se pone en pie. Es bajo y más bien anciano, más o  menos como Pedro. Su rostro muestra el cansancio propio de quien se goza la 
               vida.  Muestra también Mateo un claro estado de turbación. Primero tiene la cabeza  agachada, luego la levanta y mira a Jesús. Y Jesús lo mira fijo, serio,  dominándolo con toda su imponente estatura.
             -¿Cuánto?  - repite Jesús después de un poco.
               
               -No  hay tasa para el discípulo del Maestro - responde Mateo, y añade en voz más  baja:
               
               -Ruega  por mi alma.
               
               -La  llevo en mí, porque recojo a los pecadores. Pero tú... ¿por qué no la cuidas?
               
               Dicho  esto, Jesús le vuelve la espalda y torna adonde Pedro, que se ha quedado de  piedra, como también los demás.
             Bisbiseos,  gestos...
               
               Jesús  se pone junto a un árbol, a unos diez metros de Mateo, y empieza a hablar.
               
               -El  mundo es comparable a una gran familia, cuyos componentes tienen distintos  oficios, todos necesarios. En él hay agricultores, pastores, viñadores,  carpinteros, pescadores, albañiles; quién trabaja la madera  o el hierro, quién escribe; hay soldados,  oficiales destinados a misiones especiales, médicos, sacerdotes..., de todo  hay. 
               
               El mundo no podría estar compuesto de una sola categoría; son todas  necesarias, todas santas, si hacen todas lo que deben con honestidad y  justicia. Pero, ¿cómo se puede alcanzar esto, si Satanás tienta por tantas  partes? 
               
               Pues pensando en Dios, que ve todas las cosas, incluso las obras más               escondidas,  y pensando en su ley, que dice: “Ama a tu prójimo como te amas a ti mismo, no  le hagas lo que no querrías que te hicieran a ti, no robes en ningún modo".
             
             Decid,  vosotros que me escucháis: Cuando uno muere, ¿acaso se lleva consigo las bolsas  de sus dineros? Y aunque fuera tan necio como para querer tenerlas consigo en  el sepulcro, ¿puede, acaso, usarlas en la otra vida?
               
No. Sobre la podredumbre  de un cuerpo corrompido las monedas se transforman en pedazos de metal  corroídos. En cambio, en otro lugar,               su  alma estaría desnuda, más pobre que el bendito Job, privada de la más  insignificante moneda, aunque aquí y en la tumba hubiera dejado muchísimos  talentos. Os digo más, ¡escuchad, escuchad! 
En verdad os digo que teniendo  riquezas difícilmente se
               gana  el Cielo - antes al contrario, generalmente con ellas se pierde, aunque sean  riquezas adquiridas honestamente por herencia o ganadas, porque pocos son los  ricos que las saben usar con justicia.
             ¿Qué  hace falta, entonces, para conseguir este Cielo bendito, este reposo en el seno  del Padre? Hace falta no tener avidez de riquezas. No tener avidez en el sentido  de desearlas a toda costa, incluso faltando a la honestidad y al amor; no tener  avidez en el sentido de que, teniendo esas riquezas, se amen más que al Cielo y  al prójimo, negándole caridad al prójimo               necesitado;  no tener avidez por cuanto las riquezas pueden dar, o sea, mujeres, placeres,  rica mesa, vestiduras pomposas, lo cual ofende a quien pasa frío y hambre. Hay,  sí, hay una moneda para cambiar las monedas injustas del mundo por divisa que vale  en el Reino de los Cielos, y es la santa astucia de hacer riquezas eternas de  las riquezas humanas, a menudo injustas o causa de injusticia; se trata de  ganar con honestidad, devolver lo que se obtuvo injustamente, usar de los  bienes con moderación y desapego, sabiéndose separar de ellos, porque antes o  después nos dejan - ¡ah, pensad esto! -, mientras que el bien realizado               no  nos abandona jamás.
             Todos  querríamos ser llamados "justos" y que nos creyeran tales, ser  premiados como tales por Dios. Pero, ¿cómo puede Dios premiar a quien sólo  tiene nombre de justo, no teniendo las obras? ¿Cómo puede decir "te  perdono", si ve que el arrepentimiento es sólo verbal y que no va  acompañado de una verdadera mutación de espíritu? 
               
               No existe arrepentimiento               mientras  dura el apetito hacia el objeto por el que se produjo nuestro pecado. Cuando  uno, en cambio, se humilla, -se mutila del miembro moral de una mala pasión,  que puede llamarse mujer u oro, diciendo: "Por ti, Señor, no más de  esto", entonces es cuando verdaderamente está arrepentido, y Dios lo acoge  diciendo: "Ven; te quiero como a un inocente, como a un héroe".
             Jesús  ha acabado. Se marcha sin ni siquiera volverse hacia Mateo (que se había  acercado al círculo de quienes escuchaban, desde las primeras palabras).
               
               Llegados  cerca de la casa de Pedro, su mujer acude a su encuentro para decirle algo.  Pero hace señas a Jesús para que se acerque.
             -Está  la madre de Judas y Santiago. Quiere hablar contigo, pero no desea ser vista.  ¿Cómo lo hacemos?
               -Hacemos  esto: Yo entro en casa como para descansar y todos vosotros vais a distribuir  el óbolo a los pobres. Ten también las monedas de la tasa condonada. Ve.
               Jesús  dirige a todos un gesto de despedida, mientras Pedro les habla para  persuadirlos de que vayan con él.
             -¿Dónde  está la madre, mujer? - pregunta Jesús a la mujer de Pedro.
               
               -En  la terraza, Maestro, donde aún hay sombra y frescor. Sube... Hay además más  libertad que en casa. 
               
               Jesús  sube por la pequeña escalera.
               
               En  un ángulo, bajo la tupida pérgola de vid, sentada en un pequeño banco colocado  junto al pretil, toda vestida de oscuro, muy cubierto el rostro por el velo,  está María de Alfeo. Llora bajo, calladamente.
               
               Jesús  la llama:
               -¡María!,  ¡mi querida tía!
               
               Ella  levanta un pobre rostro angustiado y tiende las manos:
               
               -¡Jesús!  ¡Cuánto dolor hay en mi corazón!
               
               Jesús  está a su lado. La fuerza a permanecer sentada, pero Él se queda de pie. No se  ha quitado todavía el manto, elegantemente dispuesto en pliegues; tiene una  mano sobre el hombro de su tía, la otra entre las manos de ella.
             -¿Qué  te pasa? ¿Por qué tanto llanto?
               -Jesús,  me apresuré a salir de casa diciendo: "Voy a Caná a buscar huevos y vino  para el enfermo". Con Alfeo está tu Madre, que lo atiende como Ella sabe  hacer, y estoy tranquila. Pero, en realidad, he venido aquí. He caminado  presurosa todas las noches para llegar antes. No puedo más... De todas formas  el cansancio no es importante. ¡Lo que verdaderamente me duele es el pesar que  tengo en el corazón!... Mi Alfeo... mi Alfeo... mis hijos... Pero ¿por qué  entre quienes son de la misma sangre hay tanta diferencia, por qué esta  diferencia es como las dos piedras de un molino para triturar el corazón de una  madre? ¿Están contigo Judas y Santiago? ¿Sí? Entonces ya lo sabías... ¡Jesús!  ¿Por qué mi Alfeo no comprende? ¿Por qué muere, por qué quiere morir así? ¿Y  Simón y José? ¿Por qué, por qué no están contigo, sino contra ti?
             -No  llores, María. Yo no les guardo rencor. Esto se lo he dicho también a Judas.  Comprendo y siento compasión. Si es por esto por lo que lloras, no llores más.
             -Por  esto, sí, porque te ofenden. Por esto y, además... además, y además... porque  no quiero que mi esposo muera como enemigo tuyo. Dios no lo perdonará... y  yo... no lo tendré ya ni siquiera en la otra vida 
               ...
               María  está verdaderamente angustiada. Llora con grandes lagrimones sobre la mano izquierda  que Jesús le deja sin oponer resistencia. Y María se la besa de vez en cuando,  y de vez en cuando alza su pobre rostro lleno de dolor.
             -No  - dice Jesús - No. No hables así. Yo perdono. Y si perdono Yo...
               
               -¡Ven,  Jesús! Ven a salvarle el alma y el cuerpo, ven. Dicen también, para acusarte,  que has arrebatado dos hijos a un padre que está muriendo, y lo van diciendo  por Nazaret, ¿comprendes? Y dicen también: "Por todas partes hace milagros  y en su casa no sabe hacerlos", y se ponen en contra de mí porque te  defiendo diciendo: "¿Qué puede hacer, si prácticamente lo habéis echado  con vuestros reproches; qué puede hacer si no creéis?"
               
               -Es  así, es como has dicho: "si no creéis". ¿Cómo puedo actuar donde no  se cree?
               
               -¡Tú  puedes todo! ¡Yo creo por todos! Ven. Haz un milagro... por tu pobre tía...
               
               -No  puedo (se le ve apenadísimo a Jesús al decir esto).
             En  pie, erguido, apretando contra su pecho la cabeza de María, que sigue llorando,  parece como si confesara a la naturaleza serena su impotencia, como si la tomara  por testigo de su pena de no poder por decreto eterno.
               
               La  mujer llora más vehementemente.
               
               -Escucha,  María. Sé buena. Te juro que si pudiera, si hacerlo estuviera bien, lo haría,  arrancaría esta gracia al Padre, por ti, mi Madre, Judas y Santiago, e incluso,  sí, también por Alfeo, por José y Simón. Pero no puedo. Tu corazón está ahora  muy afligido y no puedes comprender la justicia de este no poder mío. Te la  expreso, pero de todas formas no la entenderás. Cuando llegó la hora del  tránsito de mi padre - y tú sabes en qué medida era justo y mi Madre lo quería  - Yo no lo devolví a la vida. No es  justo  que la familia en que un santo vive esté exenta de las inevitables desventuras  de la vida. Si así fuera, Yo debería ser eterno sobre la Tierra, y en cambio moriré  pronto, y María, mi santa Madre, no podrá arrebatarme a la muerte. No puedo. Lo  que puedo hacer, y lo haré, es esto - Jesús se ha sentado y ha puesto la cabeza  de su pariente sobre el hombro -, esto: prometerte,               por  este dolor, la paz a tu Alfeo, asegurarte que no serás separada de él, darte mi  palabra de que nuestra familia será reunida en el Cielo, compuesta de nuevo  para toda la eternidad, y que, mientras Yo viva, e incluso después, infundiré  mucha paz a mi querida tía, mucha fuerza, hasta hacer de ella una apóstol ante  tantas pobres mujeres más fácilmente accesibles a ti, mujer.
             Serás  mi dilecta amiga en este tiempo de evangelización. La muerte - no llores - la  muerte de Alfeo te libera de los deberes conyugales y te eleva a los más  sublimes de un místico sacerdocio femenino, muy necesario ante el altar de la  gran Víctima y entre muchos paganos que doblegarán más su ánimo ante el  heroísmo santo de las mujeres discípulas que ante el de los discípulos. ¡Oh, tu  nombre, querida tía, será como una llama en el cielo cristiano!... 
               
               No llores  más. Ve en paz, fuerte, resignada, santa. Mi Madre... ha sido viuda antes que  tú... y te consolará como Ella sabe hacer. Ven. No quiero que partas sola bajo  este sol. Pedro te acompañará con la barca hasta el Jordán y de allí a Nazaret  con un asno. Sé buena.
               -Bendíceme,  Jesús. Dame fuerza.
             -Sí,  te bendigo y te beso, tía bondadosa - Y la besa tiernamente, teniéndola aún  durante largo tiempo contra su corazón, hasta que la ve calmada.