55- En Nazaret en casa del anciano y enfermo Alfeo. No es fácil la vida del apóstol              
            
             Jesús  va con los suyos por las hermosas colinas de Galilea. Para evitar el sol, que  está todavía alto aunque se dirija ya hacia el ocaso, caminan bajo los árboles  (la mayor parte olivos). 
               
-Pasada  esa prominencia del terreno está Nazaret - dice Jesús - Dentro de poco  llegamos. A la entrada de la ciudad nos separaremos. Judas y Santiago irán  inmediatamente adonde su padre, como desea su corazón. Pedro y Juan  distribuirán a los pobres, que estarán ciertamente junto a la fuente, el óbolo.  Yo y los demás iremos a casa para la cena, luego proveeremos para el descanso.
             -Nosotros  iremos a casa del buen Alfeo. Se lo prometimos la otra vez. Yo, de todas  formas, voy a ir sólo para saludarlo.
               
               Cedo  la cama a Mateo que todavía no está acostumbrado a las incomodidades - dice  Felipe.
               -No.  Tú no, que eres anciano. No lo permito. Hasta ahora he disfrutado de un cómodo  lecho, y ¡qué sueños tenía en él!: infernales. Créeme: ahora estoy de tal manera  en paz, que aunque me eche sobre piedras tengo la impresión de estar durmiendo  entre plumas. Es la conciencia la que hace, o no, dormir - responde Mateo.
             Surge  una competición de caridad con Mateo entre los discípulos Tomás, Felipe y  Bartolomé, que - se entiende - son los que la otra vez estuvieron en casa de  este Alfeo (el cual, ciertamente, no es el padre de Santiago, porque éste está  hablando con Andrés y dice: «De todas formas habrá un puesto para ti, como la  otra vez, aunque mi padre esté más enfermo»).
               
               Vence  Tomás:
               -Yo  soy el más joven del grupo. Yo cedo el lecho. Déjame, Mateo. Poco a poco te  acostumbrarás. ¿Crees que me pesa?
               No.  Soy como un enamorado, que piensa: "Estaré sobre el duro suelo, pero estoy  cerca de mi amor"- Tomás, hombre de unos treinta y ocho años, ríe  jovialmente, y Mateo cede.
               Nazaret  está ya a pocos metros con sus primeras casas.
               -Jesús...  nosotros ya nos vamos - dice Judas.
               -Idos,  idos.
               
               Los  dos hermanos se van casi corriendo.
             -¡El  padre es el padre! - susurra Pedro - Aunque nos ponga mala ira, no por eso deja  de ser de nuestra misma sangre, y la sangre tira más que una soga. Además... me  resultan simpáticos tus primos. Son muy buenos.
               -Sí,  son muy buenos. Y son humildes, hasta el punto de que ni siquiera se estudian  para ver en qué medida lo son.
               Siempre  piensan que cometen deficiencias, porque su espíritu ve lo bueno en todos  excepto en ellos mismos. Llegarán muy lejos...
               
               Ya  están en Nazaret. Algunas mujeres ven a Jesús y lo saludan, como también lo  hacen algunos hombres y niños. Pero aquí no se producen las aclamaciones de los  otros lugares al Mesías, aquí se trata de amigos que saludan al Amigo que  regresa: unos, más expansivamente; otros, menos. 
               
               En muchos veo también una  irónica curiosidad al observar al grupo heterogéneo que   acompaña a Jesús, que no es ciertamente un  grupo de dignatarios reales ni de pomposos sacerdotes. Sudados, llenos de polvo  del camino, vestidos muy modestamente, menos Judas Iscariote, Mateo, Simón y  Bartolomé -y los he puesto por orden
               decreciente  de elegancia -, parecen más un grupo de gente modesta de viaje hacia algún  mercado que no seguidores de un rey. 
             Rey  que, de por sí, manifiesta su regalidad solamente en la imponencia de la  estatura y, sobre todo, en la imponencia del aspecto.
               
               Caminan  unos metros y luego Pedro y Juan se separan, yendo hacia la derecha, mientras  que Jesús con los demás prosigue hasta llegar a una pequeña plaza llena de  niños vocingleros que están alrededor de una pila llena de la que sacan agua las  madres.
             Un  hombre ve a Jesús y hace un gesto de gozoso asombro. Acelera su paso hacia Él y  lo saluda:
               
               -¡Bienvenido  de nuevo! ¡No te esperaba tan pronto! Ten: besa a mi último nieto. Es el  pequeño José. Ha nacido en tu ausencia - y le pasa un niñito que tiene en los  brazos.
               -¿Le  has puesto por nombre José?
               
               -Sí.  No me olvido de mi casi pariente y, más que pariente, gran amigo. Ya tengo  puestos también a los nietos los nombres que más aprecio: Ana, mi amiga de  cuando era niño, y Joaquín. Luego María... ¡Oh, qué fiesta cuando nació! Me acuerdo  de cuando me la dieron para que la besase y me dijeron: "¿Ves? Aquel  hermoso arco iris fue el puente por el cual Ella               descendió  del Cielo. Los ángeles utilizan ese camino". Verdaderamente era tan  bonita, que parecía un angelito... Ahora aquí   tienes a José. Si hubiera sabido que ibas a volver tan pronto, te  hubiera esperado para la circuncisión.
               
               -Te  agradezco tu amor hacia mis abuelos y hacia mi padre y mi Madre. Es un niño muy  hermoso. Que sea eternamente justo como el justo José - Jesús le da unos  botecitos en sus brazos al pequeñuelo, que dibuja en sus labios risitas llenas  de leche.
               
               -Si  me esperas voy contigo. Estoy esperando a que se llenen las ánforas. No quiero  que mi hija María se fatigue. Es más, mira, voy a hacer esto: les doy los  jarros a los tuyos, si los toman, y yo hablo un poco contigo a solas.
               
               -¡Pues  claro que los cogemos! ¡No somos reyes asirios! - exclama Tomás, y es el  primero en agarrar un jarro.
               -Entonces,  mirad, María de José no está en su casa, está donde el cuñado, ¿sabes?, pero la  llave está en la mía. Que os la den para entrar en casa, o sea... en el taller.
               
               -Sí,  sí, id; entrad incluso en casa. Luego voy Yo.
               Los  apóstoles se marchan y Jesús se queda con Alfeo.
               -Quería  decirte que... soy verdadero amigo tuyo... y, cuando uno es verdadero amigo y  es más viejo y es del lugar, puede hablar. Creo que debo hablar... Yo... no es  que quiera aconsejarte... Tú sabes más que yo. Sólo quiero advertirte de que...  ¡oh!, no quiero hacer de espía, ni sacarte a la luz defectos de tus familiares,  pero, yo creo en ti, Mesías, y... y me duele el ver que dicen que Tú no eres  Tú, o sea, el Mesías; que eres un enfermo; que destruyes a la familia y a los  familiares. La ciudad... ya sabes... a Alfeo lo consideran mucho y por tanto,  la ciudad presta también atención a lo que ésos dicen; y ahora está enfermo, infunde  compasión... Algunas veces la compasión incluso sirve para cometer injusticias.  Mira, yo estaba presente la tarde en que Judas y Santiago te defendieron y  defendieron la libertad suya de seguirte... 
               
               ¡Qué escena! No sé cómo puede  resistir tu Madre.
  ¿Y  la pobre María de Alfeo?... Las mujeres en ciertas situaciones de familia son  siempre víctimas.
               
               -Ahora  mis primos están donde su padre...
               -¿Con  su padre? ¡Los compadezco! Ese anciano está completamente fuera de sí y, será  la edad y la enfermedad, claro, pero hace cosas de locos. Si no estuviera loco,  me daría más pena aún, porque... en ese caso estaría llevando a la perdición a  su propia alma.
               -¿Crees  que tratará mal a los hijos?
               -Estoy  seguro de ello. Lo siento por ellos y por las mujeres... ¿A dónde vas?
               -A  casa de Alfeo.
               -No,  Jesús. No te expongas a que te falten al respeto.
               -Mis  primos me quieren por encima de sí mismos y es justo que Yo les pague con un  amor igual... En esa casa hay dos  mujeres  a las que quiero... Voy. No te opongas.
               
               Jesús  se dirige veloz hacia la casa de Alfeo, mientras el otro se queda pensativo en  medio de la calle. 
               Jesús  va veloz. Ya está a la altura del linde del huerto de Alfeo. Llega hasta Él un  llanto de mujer y unos gritos desaforados de hombre. Jesús acelera el paso, por  el huerto todo verde, en los pocos metros que separan la calle de la casa.
               
               Está  ya casi en la entrada cuando se asoma a la puerta su Madre y lo ve.
               -¡Mamá.
               -¡Jesús!-  dos gritos de amor.
               Jesús  hace ademán de entrar, pero María dice:
               -No,  Hijo - Y se pone en el umbral con los brazos abiertos y apretando las manos  contra las jambas: una barrera de carne y de amor, y repite: «No, Hijo, no lo  hagas».
               -Déjame,  Mamá, no ocurrirá nada - Jesús está tranquilísimo, a pesar de que la acentuada  palidez de María lo turbe, como es lógico. Coge su delicada muñeca, separa la  mano de la jamba y pasa.
               
               En  la cocina, desparramados por el suelo, reducido a una especie de cieno viscoso,  están los huevos, los racimos de  uvas y  el tarro de miel traídos de Caná.
               
               De  otra habitación proviene una voz quejumbrosa de anciano, imprecando, acusando,  quejándose, en medio de uno de esos arrebatos de cólera seniles que son tan  injustos, impotentes, penosos de ver y dolorosos de padecer:
             ...  ¡Mi casa destruida, convertida en el hazmerreír de toda Nazaret, y yo aquí,  solo, sin ayuda, herido en mi sentimiento, en el respeto, padeciendo  necesidades!... 
               
               ¡Eso es lo que te queda, Alfeo, por haber actuado como un  verdadero fiel! ¿Y por qué? ¿Por qué? Por un loco. Un loco que vuelve locos a  mis hijos necios. ¡Ay, ay, qué dolores!
               Se  oye también la voz de María de Alfeo, lacrimosa, suplicando:
               
               -¡Cálmate,  Alfeo, cálmate! ¿Ves como te perjudicas? Voy a ayudarte a meterte en la cama...  Siempre bueno tú, siempre justo... ¿A qué viene esto, contigo, conmigo, con  esos pobres hijos?...
             -¡Nada!  ¡Nada! ¡No me toques! ¡No quiero! ¿Que son buenos esos hijos? ¡Ya!, ¡ya!  ¡Cierto, claro! ¡Son dos ingratos!
               
               Primero  me hinchan a ajenjo y luego me traen miel. Me traen huevos y fruta... ¡después  de alimentarse con mi corazón! ¡Vete, te digo! ¡Fuera! ¡Que venga María, no tú!  Ella tiene maña. ¿Dónde está ahora esa mujer débil que no sabe hacerse obedecer  por el Hijo?
               
               María  de Alfeo, arrojada de la presencia de éste, entra en la cocina mientras Jesús  estaba para entrar en la habitación  de  Alfeo. Lo ve, se derrumba en sus brazos sollozando desesperada, mientras María,  la Virgen, va,  humilde y paciente, donde el anciano iracundo.
               -No  llores, tía; ahora voy Yo.
               
               -¡No!  ¡No te dejes insultar! Está como loco. Tiene el bastón. No. Jesús, no. Ha  agredido incluso a sus hijos.
               -No  me hará nada - Y Jesús, con firmeza, si bien dulcemente, aparta a su tía y  entra.
               -Paz  a ti, Alfeo.
               
               El  anciano, que iba a meterse en la cama entre mil quejas y reprensiones a María,  «porque no tiene maña» (antes decía que sólo Ella tenía maña), se vuelve como  movido por un resorte.
               
               -¿Aquí?  ¿Aquí a burlarte de mí? ¿Hasta esto?
               -No.  A traerte paz. ¿Por qué estás tan inquieto? Te empeoras. Mamá, deja. Lo levanto  Yo. No te haré daño ni tendrás que esforzarte. Mamá, levanta las cobijas - Y  Jesús coge con cuidado ese montoncillo de huesos que ya está en los estertores,  flácido, malo, que llora, mísero, y lo apoya con cuidado, como si fuera un  recién nacido, sobre la cama.
               
               -Eso  es, así, como hacía con mi padre. Más alto este almohadón, así estarás más alto  y respirarás mejor. Mamá, mete aquí, debajo de los riñones, ese de allí, el  pequeño; estará más mullido. Ahora así la luz, que no le dé en los ojos pero  que deje entrar el aire puro. Eso es, así. 
               
               Ahora... he visto una tisana al  fuego. Tráela, Mamá, Y bien dulce. Estás todo sudado y te estás  enfriando. Te sentará bien.
               
               María  sale, obediente.
               
               -Yo...  yo... ¿Por qué eres bueno conmigo?
               -Porque  te quiero, como ya sabes.
               -Yo  te quería... pero ahora...
               -Ahora  ya no me quieres. Lo sé. Pero Yo te quiero y me basta. Más adelante me  querrás...
               
               -Entonces...  ¡ay, ay... qué dolores!... entonces, si es verdad que me quieres, ¿por qué  ofendes mis canas?
               
               -No  te ofendo, Alfeo; de ninguna manera. Te honro.
               -“¿Honro?"  Soy el hazmerreír de Nazaret... eso es.
               -¿Por  qué dices eso, Alfeo? ¿En qué te hago hazmerreír?
               -En  mis hijos. ¿Por qué son rebeldes? Por ti. ¿Por qué se burla la gente de mí? Por  ti.
               
               -Dime:  si Nazaret te alabara por la condición de tus hijos, ¿sentirías el mismo dolor?
               -¡No!  Pero Nazaret no me alaba. Me alabaría si verdaderamente tú fueras una persona  llamada al éxito. 
               
               Pero, ¿quién no se echaría a reír de haberme dejado por uno  poco menos que demente que va por el mundo atrayéndose hacia sí odios y burlas;  un pobre, que convive con los pobres? ¡Pobre casa mía! ¡Pobre casa de David!  ¡Cómo acabas! ¡Y yo tenía que vivir tanto, para presenciar esta desventura  ¡Verte a ti, vástago último de la gloriosa estirpe, corromperte en una demencia  por ser demasiado servil! ¡Ah!, la desventura ha caído sobre nosotros desde el  día en que mi apocado hermano se dejó unir a esa mujer insípida pero mandona  que lo tuvo dominado en todo. Ya lo dije entonces: "José no ha nacido para  casarse. Vivirá infeliz". Y así fue. Él sabía cómo era y nunca había  querido oír hablar de matrimonio. ¡Maldita la ley de las huérfanas herederas!  ¡Maldito destino! ¡Maldita boda!
               La  "Virgen heredera" ha vuelto ya con la tisana, a tiempo de oír las  jeremiadas de su cuñado. Se la ve todavía más pálida, pero su paciente  benevolencia no ha sido perturbada. Se acerca a Alfeo y con una dulce sonrisa  le ayuda a beber.
             -Eres  injusto, Alfeo; pero tienes tanto mal encima, que todo se te perdona - dice  Jesús sujetándole la cabeza. 
               -¡Oh,  sí, mucho mal! ¿Dices que eres el Mesías? ¿Haces prodigios? Eso dicen. Si al  menos me curases para pagarme por los hijos que te has llevado... Cúrame... y  te perdonaré.
               
               -Perdona  a tus hijos, comprende su alma y Yo te aliviaré. Si guardas rencor, no puedo  hacer nada.
               -¿Perdonar?
               
               El  anciano se mueve bruscamente; ello, naturalmente, agudiza todos los espasmos,  lo cual, de nuevo, lo pone hecho una fiera.
               
               -¿Perdonar?  ¡Jamás! ¡Vete! ¡Fuera, si es para decirme esto! ¡Fuera! Quiero morir sin que me  molesten más.
               
               Se  ve en Jesús un gesto resignado.
               
               -Adiós,  Alfeo. Me voy... ¿No me queda más remedio que irme? Tío... ¿no me queda más  remedio que irme?
               -Si  no haces esto que te pido, sí, vete. Di a esas dos serpientes que su anciano  padre muere guardándoles rencor.
               
               -No,  esto no, no pierdas tu alma. No me ames, si quieres, no me creas el Mesías...  pero no odies, no odies, Alfeo.
               Ridiculízame,  llámame loco... pero no odies.
               
               -Pero,  ¿por qué me quieres, si yo te estoy insultando?
               
               -Porque  soy eso que tú no quieres reconocer. Soy el Amor. 
               
               Mamá voy a casa.
               
               -Sí,  Hijo mío. Dentro de poco iré yo.
               -Te  dejo mi paz, Alfeo. Si me necesitas avísame, a cualquier hora, que Yo vendré.
               
               Jesús  sale, tranquilo como si no hubiera sucedido nada. Sólo está más pálido.
               
               -¡Oh!  Jesús, Jesús. Perdónale - gime María de Alfeo.
               -Claro,  María. Ni siquiera hay necesidad de hacerlo. A uno que sufre, todo se le  perdona. Ahora está ya más calmado. 
               
               La Gracia obra incluso sin que los corazones lo  sepan. 
               
               Además, está tu llanto Y, por supuesto, el dolor de Judas y Santiago, y  su fidelidad a la vocación. Paz a tu acongojado corazón, tía - La besa y sale  al huerto para ir a casa.
               
               Cuando  está para poner pie en la calle, entran Pedro y, detrás de él, Juan, jadeantes,  como quien ha corrido.
               -¡Maestro!  Pero, ¿qué ha sucedido? Santiago me ha dicho: "Ve corriendo a mi casa.  ¿Quién sabe qué trato recibirá Jesús!". ¡No, no es así! Ha entrado Alfeo,  el de la fuente, y le ha dicho a Judas: "Jesús está en tu casa", y  entonces Santiago ha dicho eso... Tus primos están abatidos. Yo no comprendo  nada, pero... te veo... y me siento confortado.
               
               -Nada,  Pedro. Un pobre enfermo al que los dolores le hacen ser impaciente. Ya ha  terminado todo.
               -¡Oh,  me alegro! ¿Y tú, por qué estás aquí? - Pedro interpela en tono no muy suave a  Judas Iscariote, que también ha venido.
               -Me  parece que también estás tú.
               -Me  han pedido que viniera y he venido.
               -También  yo he venido. Si el Maestro estaba en peligro, y en su patria, yo, que ya lo he  defendido en Judea, podía defenderlo también en Galilea.
               
               -Para  eso bastamos nosotros. Pero no hay necesidad de ello en Galilea.
               -¡Ja!  ¡Ja! ¡Ja! ¡Exacto! Su patria lo echa fuera como si se tratase de una comida  indigesta. Bien. Me alegro por ti, que te escandalizaste por un pequeño  incidente sucedido en Judea, donde no lo conocen. Aquí, sin embargo... - y  Judas concluye con un modo de silbar que es un poema de sátira.
             -Mira,  muchacho. Me siento en pocas condiciones de soportarte. Corta, por tanto, si en  algo tienes... algo. Maestro, ¿te han hecho algún daño?
               
               -¡No,  hombre, no, Pedro mío! Te lo aseguro. Vamos más deprisa a consolar a mis  primos.
               
               Van.  Entran en el amplio taller. Judas y Santiago están junto al vasto banco de  carpintero: Santiago, en pie; Judas, sentado en un taburete con el codo apoyado  en el banco y la cabeza apoyada en la mano. Jesús va hacia ellos sonriente para  darles inmediatamente la certeza de que su corazón los ama:
               -A1feo  está más sereno ahora. Los dolores se están calmando y todo vuelve a sosegarse.  Estad tranquilos también vosotros.
               -¿Lo  has visto? ¿Y a nuestra madre?
               -He  visto a todos.
               Judas  pregunta:
               -¿También  a nuestros hermanos?
               -No.  No estaban.
               -Estaban.  No han querido que los vieras. ¡Pero... 
               nosotros! Ni aunque hubiéramos cometido  un delito habríamos sido tratados de esa forma. ¡Y nosotros, que volábamos  desde Caná por la alegría de volver a verlo y traerle lo que a él le gusta! Lo queremos  y... y ya no nos entiende... ya no nos cree. 
             Judas  dobla el brazo y llora con la cabeza sobre el banco. Santiago se muestra más  fuerte, pero su rostro manifiesta un interno martirio.
               
               -No  llores, Judas. Y tú, no sufras.
               
               -¡Oh!  ¡Jesús! Somos hijos... y nos ha maldecido. Pero, aunque esto nos acongoje, no,  no volvemos hacia atrás. 
               
               Somos tuyos, y tuyos seremos, aunque nos amenazaran de  muerte para separarnos de ti - exclama Santiago.
               
               -¿Y  decías que no eras capaz de heroísmo? Yo lo sabía, pero tú, por ti mismo, ahora  lo manifiestas. En verdad, serás fiel incluso contra la muerte. Y tú también.
               Jesús  los acaricia... pero ellos sufren. El llanto de Judas llena la bóveda de  piedra.
               
               Ello  me proporciona la manera de ver mejor el alma de los discípu1os.
               
               Pedro,  cuyo honesto rostro se manifiesta apenado, exclama:
               
               -¡Claro!  Es una cosa dolorosa... Cosas tristes. Pero, muchachos - y les da unos pequeños  zarandeos con afecto -, no todos pueden merecer esas palabras... Yo... yo me  doy cuenta de que he sido una persona afortunada en mi llamada. Esa buena mujer  que es mi esposa me dice siempre: 
               
               "Es como si hubiera sido repudiada,  porque tú ya no eres mío. Pero digo: ¡Oh, dichoso repudio!". Decidlo  igualmente vosotros. Perdéis un padre, pero ganáis a Dios.
               
               El  pastor José, desde su ignorante condición de huérfano, asombrado de que un  padre pueda ser motivo de llanto, dice: 
             -Creía  ser el más infeliz porque me falta el padre. Me doy cuenta de que es mejor  llorarlo por muerto que por enemigo. 
             Juan  se limita a besar y a acariciar a los compañeros.
               Andrés  suspira y calla. Se consume por el deseo de hablar, pero, como si de una  mordaza se tratara, su timidez se lo impide.
               
               Tomás,  Felipe, Mateo, Natanael hablan bajo en un rincón, con el respeto propio de  quien se encuentra ante un dolor verdadero. Santiago de Zebedeo ora, apenas  perceptiblemente, para que Dios conceda paz. 
             Simón  Zelote - ¡oh, cuánto me agrada su acto! - deja su rincón y viene junto a los  dos afligidos, pone una mano sobre la cabeza de Judas, el otro brazo en torno a  la cintura de Santiago, y dice:
               
               -No  llores, hijo. Él nos lo había dicho a mí y a ti: "Os uno: a ti, que por mí  pierdes un padre; a ti, que tienes corazón de padre sin tener hijos". Y no  entendimos cuánto había de profecía en esas palabras. Pero Él sabía. Pues os lo  ruego: Soy viejo y siempre he soñado con ser llamado "padre";  aceptadme como tal y yo, mañana y tarde, os bendeciré. Os lo ruego: Aceptadme como  tal.
             Los  dos hacen un gesto de aceptación entre sollozos aún más fuertes.
               
               Entra  María y corre hasta donde los dos afligidos. Acaricia la cabeza (de un moreno  intenso) de Judas, y a Santiago lo acaricia en la mejilla. Está blanca como una  azucena.
             Judas  le toma la mano y la besa, y pregunta: «Qué hace?». «Duerme, hijo. Vuestra  madre os manda su beso» y los besa a ambos.
               La  voz áspera de Pedro se deja oír bruscamente:
               -Mira,  ven aquí un momento, que quiero decirte una cosa - y veo a Pedro que aferra con  su robusta mano un brazo de Judas Iscariote y se lo lleva afuera, a la calle; y  luego vuelve solo.
               -¿A  dónde lo has mandado? - pregunta Jesús.
               -¿A  dónde? A tomar el aire; si no, acababa dándole yo el aire de otra manera...  cosa que no he hecho por atención a ti.
  ¡Ah!...,  ¡ahora se está mejor! Quien se ríe ante un dolor es un áspid, y yo a las  serpientes las aplasto... Aquí estás Tú... y por eso lo he mandado sólo a la  luz de la luna. No digo que no... pero... yo llegaré incluso a ser un escriba,  cosa que sólo Dios puede hacer en mí, que apenas sé que estoy en el mundo...  pero él ni con la ayuda de Dios será bueno. Te lo asegura Simón de Jonás. Y no  me equivoco. ¡No, no te lo tomes a mal! ¡Qué gran alivio para él el librarse de  esta tristeza! Su corazón está más reseco que un adoquín bajo el sol de Agosto.  ¡Venga, muchachos! Aquí hay una Madre que más dulce que Ella no la tiene ni  siquiera el               Cielo,  aquí hay un Maestro que es más bueno  que  todo el Paraíso, aquí hay muchos corazones honestos que os aman sinceramente.  Las borrascas benefician, hacen caer el polvo. Mañana estaréis más frescos que  unas flores, os sentiréis más ligeros que los pájaros, para seguir a nuestro  Jesús».
             Y  en estas simples y buenas palabras de Pedro todo finaliza.
             Luego  dice Jesús:  «Después de esta visión  pondrás la que te di en la primavera de 1944, aquella en que Yo pedía a mi  Madre sus impresiones sobre los apóstoles. Llegados a este punto, sus figuras  morales han dado ya suficientes destellos para poder poner aquí esa visión sin  crear escándalo en nadie. Yo no necesitaba el consejo de nadie. 
               
               Pero, cuando  estábamos solos, mientras los discípulos estaban acá o allá, en familias amigas  o por los caseríos cercanos, durante mis estancias en Nazaret, ¡qué dulce me  era el hablar y pedir consejo a mi dulce  Amiga, mi Madre, y obtener confirmación, de su boca de gracia y sabiduría, en  cuanto ya había visto Yo!
               
   No he sido nunca sino "el Hijo" para  con Ella. Y entre los nacidos de mujer no hubo una madre más "madre"  que Ella, en todas las perfecciones de las maternas virtudes humanas y morales,  ni hubo hijo más "hijo" que Yo, en el respeto, en la confianza, en el  amor.
             Y  ahora, que también vosotros habéis tenido un mínimo de trato con los Doce, de  conocimiento de sus virtudes y de sus defectos, de su carácter, de sus luchas,  ¿hay todavía alguno que diga que me fue fácil unirlos, elevarlos, formarlos?  ¿Hay todavía alguno que juzgue fácil la vida del apóstol, y, por ser un  apóstol, o sea, frecuentemente, por creerse tal, juzgue tener derecho a una  vida llana, sin dolores, obstáculos, derrotas? ¿Hay todavía alguno que, por el  hecho de que me sirva, pretenda que Yo sea su siervo, y que haga  milagros sin interrupción en favor suyo, haciendo de su vida una alfombra  florida, fácil, humanamente               gloriosa?  Mi camino, mi trabajo, mi servicio es la cruz, el dolor, las renuncias, el  sacrificio. Yo lo hice, háganlo quienes quieren decirse "míos". Esto  no va para los Juanes, sino para los doctores insatisfechos y difíciles.
               
               Y  digo, para los doctores de la argucia, que he usado el término “tío" y  "tía", inusitado en las lenguas palestinas, para aclarar y definir  una irrespetuosa cuestión sobre mi condición de Unigénito de María y sobre la Virginidad  "pre" y "post" parto de mi Madre, quien me tuvo por espiritual  y divino connubio y, repítase una vez más, no conoció otras uniones, ni  tuvo otros
               partos:  carne inviolada, la cual ni siquiera Yo laceré, cerrada sobre el misterio de un  seno-tabernáculo, trono de la   Trinidad y del Verbo Encarnado.