70- En Getsemaní con Juan de Zebedeo. Comparación entre el Predilecto y Judas de Keriot              
            
             Veo  a Jesús dirigiéndose a la baja y blanca casa que hay en medio del olivar. Un  jovencito lo saluda. Parece del lugar porque tiene en las manos los utensilios  para podar y sachar.
             -  Dios sea contigo, Rabí. Tu discípulo Juan ha venido, pero se ha vuelto a  marchar, a buscarte.
               -  ¿Hace mucho?
               -  No, acaba de cruzar aquel sendero. Creíamos que vendrías por la parte de  Betania...
               Jesús  se encamina ligero, da la vuelta a una prominencia del terreno, ve a Juan  bajando casi corriendo hacia la ciudad.
               Lo  llama.
               
               El  discípulo se vuelve y, con el rostro iluminado por la alegría, grita:
               -  ¡Maestro mío! - y regresa corriendo.
               Jesús  le abre los brazos y los dos se abrazan afectuosamente.
               -  Venía a buscarte... Creíamos que habías estado en Betania, como dijiste.
               -  Sí. Eso quería. Tengo que empezar también a evangelizar los alrededores de  Jerusalén. Pero después me he entretenido en la ciudad... para instruir a un  nuevo discípulo.
               
               -  Maestro, todo lo que Tú haces está bien hecho y sale bien. ¿Lo ves? También  esta vez nos hemos encontrado enseguida.
             Los  dos caminan. Jesús tiene un brazo sobre los hombros de Juan, el cual, siendo  más bajo, mira a Jesús de abajo arriba,
               feliz  de esa intimidad. Vuelven así hacia la casita.
               -  ¿Hace mucho que has venido?
               
               -  No, Maestro. Con el alba he salido de Doco, junto con Simón; ya le he dicho lo  que querías. Después nos hemos detenido un tiempo en los campos de los  alrededores de Betania, compartiendo la comida y hablando de ti a campesinos  que  hemos encontrado por allí. Cuando el  fuego del sol ha disminuido, nos hemos separado. Simón ha ido a ver a un amigo  suyo al que también quiere hablar de ti: es el dueño de casi toda Betania. El  ya lo conocía cuando aún vivían sus respectivos padres. 
             Mañana  viene aquí Simón. Me ha encargado decirte que se siente feliz de estar a tu  servicio. Simón es muy competente.
             Quisiera  ser como él, pero soy un muchacho ignorante.
               -  No, Juan. Tú también haces muy bien las cosas.
               -  ¿Te sientes realmente contento de tu pobre Juan?
               -  Muy contento, Juan mío. Mucho.
               -  ¡Maestro mío! - Juan se inclina con ímpetu a tomar la mano de Jesús y la besa,  y se la pasa por la cara como una caricia.
             Han  llegado ya a la casa. Entran en la cocina baja y humosa. El dueño los saluda:
               -  La paz sea contigo. 
             Responde  Jesús:
               -  Paz a esta casa y a ti, y a quien vive contigo. Viene conmigo un discípulo.
               -  Habrá pan y aceite también para él.
               -  He traído pescado seco que me han dado Santiago y Pedro. Al pasar por Nazaret,  tu Madre me ha dado pan y miel para ti. He caminado sin detenerme, pero de  todas formas estará duro.
               -  No importa, Juan. Tendrá el sabor de las manos de mi Madre.
             Juan  extrae sus tesoros de la bolsa que había dejado en un rincón, y veo preparar de  una manera extraña el pescado seco: lo mojan unos instantes en agua caliente,  después lo untan y lo asan directamente sobre el fuego.
             Jesús  bendice el alimento y se sienta con el discípulo a la mesa. También están  sentados el dueño de la casa — oigo que le llaman Jonás — y su hijo. La madre  va y viene con el pescado, aceitunas negras y verduras hervidas y condimentadas  con aceite. Jesús ofrece miel. La extiende en el pan y se la ofrece a la madre. 
             -  Es de mi colmena - Mi Madre cuida las abejas. Cómela. Es buena. Tú eres tan  buena conmigo, María, que mereces esto y más - añade, porque la mujer no  querría privarle de esta dulce miel. 
             La  cena termina rápidamente en medio de una breve conversación. Nada más acabar,  después de dar las gracias por el  alimento  recibido, Jesús dice a Juan:
             -  Ven. Salgamos un poco al olivar. La noche está templada y clara. Será agradable  estar un poco afuera. 
             El  dueño de la casa dice:
               -  Maestro, yo me despido de ti. Estoy cansado, y también mi hijo. Vamos a descansar.  Dejo la puerta entornada y el  candil  encima de la mesa. Ya sabes cómo se hace.
               -  Sí, claro, Jonás, vete a descansar. Y apaga también el candil. Hay una luz de  luna tan clara, que veremos incluso sin él.
             -  Y tu discípulo, ¿dónde va a dormir?
               -  Conmigo. En mi estera hay sitio también para él. ¿Verdad, Juan?
               Juan,  ante la idea de dormir al lado de Jesús, entra en éxtasis.
               Salen  al olivar — previamente Juan ha cogido algo del talego que había puesto en el  rincón. Caminan un poco y llegan a una prominencia del terreno desde la que se  ve toda Jerusalén.
               
               -  Sentémonos aquí y hablemos entre nosotros - dice Jesús.
               Juan,  sin embargo, prefiere sentarse a sus pies, sobre la hierba corta. Apoya el  brazo en las rodillas de Jesús. Reclina la   cabeza sobre el brazo. Y mira cada poco a su Jesús. Parece un niño junto  a la persona que más quiere.
               -  Desde aquí es bonito, Maestro. Mira qué grande parece la ciudad de noche; más  que de día.
               
               -  Es porque la luz de la luna difumina sus contornos. Observa: parece como si el  límite se ensanchara en una luminosidad de plata. Mira la cúspide del Templo,  allí arriba. ¿No parece suspendida en el vacío?
               -  Parece que la llevan los ángeles en sus alas de plata.
               Jesús  suspira.
               
               -  ¿Por qué suspiras, Maestro?
               -  Porque los ángeles han abandonado el Templo. Su aspecto de pureza y santidad  está sólo circunscrito a los muros.
               Quienes  deberían dárselo en el alma — porque todo lugar también tiene su alma, o sea,  el espíritu en virtud del cual fue erigido, y el Templo tiene, debería tener,  alma de oración y santidad — son los primeros en quitárselo. No se puede dar lo  que no se tiene, Juan. Y si muchos son los sacerdotes y los levitas que viven  allí, no hay ni siquiera una décima parte que sea apta para dar vida al Lugar  Santo. Dan muerte. Le comunican la muerte que hay en su espíritu muerto a lo  santo. Tienen las fórmulas, pero no la vida de ellas. Son cadáveres, sólo  calientes por la putrefacción que los hincha. 
             -  ¿Te han maltratado, Maestro? — Juan está todo apenado.
               -  No. Es más, me han dejado hablar cuando lo he solicitado.
               
               -  ¿Lo has solicitado? ¿Por qué?
               -  Porque no quiero ser Yo el que empiece la guerra. La guerra vendrá igualmente,  porque Yo infundiré miedo, un estúpido miedo humano, a algunos, y seré un  reproche para otros; pero esto debe estar en su libro, no en el mío. 
             Después  de un momento de silencio, Juan habla otra vez; dice:
               -  Maestro... yo conozco a Anás y a Caifás. Por necesidades de negocios, mi  familia ha estado en relaciones con ellos, y,   cuando yo estaba en Judea, por Juan, iba también al Templo, y ellos eran  amables con el hijo de Zebedeo. Mi padre piensa siempre en ellos con el mejor  pescado. Es costumbre, ¿sabes? Si se quiere tenerlos como amigos — continuar  teniéndolos — hay que hacerlo así...
             -  Lo sé - Jesús está serio.
               -  Bueno, pues si lo ves oportuno, le hablaré de ti al Sumo Sacerdote. Y luego...  si quieres, yo conozco a uno que está en   relación de negocios con mi padre. Es un mercader de pescado. Tiene una  casa bonita y grande junto al Hípico, porque son personas ricas, y también muy  buenas. Estarías más cómodo y te cansarías menos. Además, para venir hasta aquí  se tiene que atravesar ese suburbio de Ofel, tan desordenado y siempre lleno de  asnos y de muchachos pendencieros. 
             -  No, Juan. Te lo agradezco, pero estoy bien aquí. ¿Ves cuánta paz? Se lo he  dicho también esto al otro discípulo que me hacía la misma propuesta. Él decía:  "Para estar mejor considerado". 
             -  Yo lo decía para que te cansaras menos.
               -  No me canso. Por mucho que camine, no me cansaré jamás. ¿Sabes qué es lo que me  cansa? La falta de amor. ¡Oh, eso,... qué carga!... Es como si llevara un peso  en el corazón.
               -  Yo te amo, Jesús. 
             -  Sí, y me consuelas. Te quiero mucho, Juan, te querré siempre porque tú no me  traicionarás nunca. 
             -¡Traicionarte!  ¡Oh!
               -  Y, sin embargo, habrá muchos que me traicionen... Juan, escucha. Te he dicho  que me detuve aquí para aleccionar a un nuevo discípulo. Es un joven judío,  instruido y conocido.
               
               -  Entonces tendrás que trabajar mucho menos que con nosotros, Maestro. Me alegro de  que tengas alguno más capacitado que nosotros.
             -  ¿Crees que tendré que trabajar menos?
               -  ¡Digo yo! Si es menos ignorante que nosotros, te entenderá mejor y te servirá  mejor, sobre todo si te ama mejor.
             -  Exacto. Tú lo has dicho. Pero el amor no está en razón de la instrucción, y  tampoco la formación. Quien es virgen ama   con toda la fuerza de su primer amor. Esto también vale para las  virginidades del pensamiento. Lo amado penetra y se imprime más en un corazón y  en un pensamiento vírgenes que no en uno en el que ya haya habido otros amores.  Pero, si Dios quiere... 
             Escucha,  Juan, te ruego que seas un amigo para él. Mi corazón tiembla ante la idea de  ponerte a ti, cordero intonso, junto al experto de la vida; pero, por otra  parte, se calma, porque sabe que tú serás, sí, cordero, pero también águila, y  si el experto quiere hacerte tocar el suelo, siempre fangoso, el suelo de la  cordura humana, tú, con un batir de alas, sabrás liberarte y querer sólo el  azul y el sol. Por eso te ruego que... conservándote a ti mismo como eres, seas  amigo del nuevo discípulo, que no será muy estimado por Simón Pedro ni por  otros, para transfundirle tu corazón...
             -  ¡Oh, Maestro! ¿Pero no bastas Tú?
               -  Yo soy el Maestro. A mí no se me dirá todo. Tú eres el condiscípulo, poco más  joven, con quien será más fácil abrirse.
               
               No  digo que me refieras lo que él te diga. Odio a los espías y a los traidores. Sí  te pido que lo evangelices con tu fe y caridad, con tu pureza, Juan. Es una  tierra contaminada por aguas muertas; hay que secarla con el sol del amor,  purificarla con la honestidad de pensamientos, deseos y obras, cultivarla con  la fe. Tú puedes hacerlo.
             -  Si crees que puedo... ¡sí! Si Tú dices que puedo hacerlo, lo haré. Por amor  tuyo...
               -  Gracias, Juan.
             -  Maestro, has hablado de Simón Pedro, y me he acordado de lo primero que tenía  que decirte. La alegría de oírte me lo había alejado del pensamiento. Después  de volver a Cafarnaúm, pasada la fiesta de Pentecostés, encontramos la  consabida suma de ese desconocido. El niño se la había llevado a mi madre. Yo  se la di a Pedro y él me la devolvió diciendo que la usase un poco para el  regreso y la estancia en Doco y que el resto te lo trajera a ti para lo que  pudieras necesitar... porque también Pedro   pensaba que éste es un lugar incómodo... Pero Tú dices que no...
               
Yo sólo  he sacado dos denarios para dos pobrecillos que encontré cerca de Efraím. Por  lo demás, me he mantenido con lo que me había dado mi madre y lo que me han  dado algunas buenas personas a las que he predicado tu Nombre. Aquí tienes la  bolsa.
             -  Se la distribuiremos mañana a los pobres. Así también Judas aprenderá nuestras  costumbres.
             -  ¿Ha venido tu primo? ¿Cómo se las ha arreglado para darse tanta prisa? Estaba  en Nazaret y no me habló de partir...
               -  No. Judas es el nuevo discípulo. Es de Keriot. Tú lo has visto por Pascua,  aquí, la tarde de la curación de Simón. Estaba con Tomás.
               
               -  ¡Ah! ¿Es él? — Se le nota un poco turbado a Juan.
               -  Es él. ¿Y Tomás qué hace?
               -  Ha obedecido lo que habías dicho, dejando a Simón Cananeo y yendo por la vía  del mar al encuentro de Felipe y               Bartolomé.
               
               -  Sí, quiero que os améis sin preferencias, ayudándoos mutuamente,  comprendiéndoos mutuamente. Nadie es perfecto, Juan. Ni los jóvenes ni los  viejos. Pero si tenéis buena voluntad llegaréis a la perfección; lo que os  falte lo pondré Yo.
               
               Vosotros  sois como los hijos de una santa familia. En ella hay muchos caracteres  distintos. Uno es fuerte; el otro, dulce o valiente o tímido o impulsivo o muy  cauto. Si todos fuerais iguales, constituiríais una potencia en un carácter,  pero estaríais incompletos en todos los demás; mientras que así formáis una  unión perfecta porque os completáis unos a otros. El amor os une — debe uniros  —, el amor por la causa de Dios.
             -  Y por ti, Jesús.
               -  Primero la causa de Dios y luego el amor hacia su Cristo.
               -  Yo... ¿qué soy yo en nuestra familia?
               -  Eres la paz amorosa del Cristo de Dios. ¿Estás cansado, Juan? ¿Quieres  regresar? Yo me quedo a orar.
               -  Yo también me quedo a orar contigo. Déjame quedarme a orar contigo.
               -  Bien, quédate.
               
               Jesús  recita algunos salmos y Juan le sigue; pero la voz se apaga, y el apóstol se  queda dormido con la cabeza en el regazo de Jesús, que sonríe y extiende su  manto sobre los hombros del durmiente y continúa orando mentalmente. La visión  termina así.
               Luego  dice Jesús:
             -  Una comparación más entre mi Juan y otro discípulo, comparación en la que  aparece aún más límpida la figura de mi predilecto.
             Éste  se despoja incluso de su modo de pensar y juzgar para ser "el  discípulo". Juan es aquel que se dona sin querer retener de sí, del sí  mismo anterior a la elección, ni siquiera una molécula. Judas, sin embargo, es  aquel que no se quiere despojar de sí mismo: la suya es, por tanto, una  donación irreal; lleva consigo su yo enfermo de soberbia, de sensualidad, de               avidez;  conserva su modo de pensar; neutraliza, por tanto, los efectos de la donación y  de la Gracia. 
             Judas:  primero de la serie de todos los apóstoles frustrados. ¡Y son tantos...! Juan:  arquetipo de los que se hacen hostia por mi amor: tu arquetipo.
             Yo  y mi Madre somos las Hostias excelsas. Alcanzarnos es difícil, es más,  imposible, porque nuestro sacrificio fue de una aspereza total. ¡Pero mi  Juan!... Es esa hostia que pueden imitar mis amantes de todas las clases:  virgen, mártir, confesor,
             evangelizador,  siervo de Dios y de la Madre  de Dios, activo y contemplativo; él dispone de un ejemplo para todos: es aquel  que ama.
             Observa  los distintos modos de razonar. Judas investiga, cavila, opone resistencia, y,  aunque externamente parezca que  cede, en  realidad conserva su forma mental. Juan se siente nada, acepta todo, no pide  razones, se siente satisfecho con hacerme feliz. Este es el ejemplo.
               
  ¿Y  no te has sentido invadida de paz ante su amor sencillo y encantador? ¡Mi Juan!  ¡Y mi pequeño Juan, al que deseo ver cada vez más semejante a mi predilecto!  María, acepta todo, diciendo siempre como el Apóstol: "Todo lo que Tú  haces está bien hecho, Maestro" para merecer siempre que se te diga:  "Eres mi amorosa paz". También necesito alivio Yo, María, (habla  Jesús a María Valtorta). Dámelo. Mí Corazón  para descanso tuyo.