102- Encuentro con el ex pastor Jonatán y curación de Juana  de Cusa              
            
             Los  discípulos están detrás, cenando, en el espacioso taller de José. El banco hace  de mesa. Todo lo que se requiere para la cena está encima del banco. Pero veo  que el taller es también dormitorio. Sobre los otros dos tablones del  carpintero hay esteras que los convierten en lechos. Unas yacijas bajas  (esteras sobre cañizos) han sido colocadas al pie de las paredes. Los apóstoles  hablan entre sí y con el Maestro.
             -¿Entonces  es verdad que vas a subir al Líbano? - pregunta Judas Iscariote.
               
               -No  prometo nunca si luego no voy a mantener, y en este caso lo he prometido dos  veces: a los pastores y a la nodriza de Juana de Cusa. He esperado los cinco  días que le había dicho y he añadido aún hoy por prudencia. Pero ahora parto.  En cuanto salga la Luna  nos pondremos en marcha. Será un largo camino, aunque usemos la barca hasta  Betsaida. No obstante,               será  para mi corazón motivo de gozo saludar también a Benjamín y a Daniel. Ya ves  qué almas tienen los pastores. ¡Oh!, merece la pena ir a honrarlos;  efectivamente, ni siquiera Dios mengua honrando a un siervo suyo, antes bien  acrecienta su justicia.
               
               -¡Con  este calor!... piensa lo que haces. Lo digo por ti.
               -Las  noches son ya menos sofocantes. El sol aún durante un poco está en León, y las  tormentas hacen menos abrasador el calor. Y, además, os lo repito: no obligo a  nadie a venir. Todo espontáneo en mí y en torno a mí. Si tenéis otras  ocupaciones o si os sentís cansados, quedaos. Nos volveremos a ver después. -Eso,  Tú lo has dicho. Yo tendría que ocuparme de asuntos de mi casa. Llega el tiempo  de la vendimia y mi madre me había rogado que viera a algunos amigos... Ya  sabes, yo soy, en el fondo, el cabeza de familia; quiero decir que soy el  hombre de mi familia.  
               
               Pedro  barbotea:
             -Menos  mal que se acuerda de que la madre es siempre la primera después del padre.
               
               Judas,  bien porque no oiga, bien porque no quiera oír, no muestra entender el  barboteo, que, por lo demás, Jesús frena con una mirada, mientras Santiago de  Zebedeo, sentado al lado de Pedro, le da un tirón de la túnica para que se  calle.
                            -Ve,  Judas, ¿cómo no? Es más, debes ir. No se debe desobedecer a la madre.
               -Entonces  me voy enseguida, con tu permiso. Estaré en Naím con tiempo para encontrar  todavía alojamiento. Adiós,
               Maestro;  adiós, amigos.
               
               -Sé  amigo de la paz, y merece tener siempre a Dios contigo. Adiós - dice Jesús,  mientras los demás se despiden de él al unísono.
               
               No  se ve mucha pena al verlo partir; más bien lo contrario... Pedro, quizás por temor  a que Judas se arrepienta, le ayuda a apretar los cordones de su talego y a  metérselo en bandolera, le acompaña hasta la puerta del taller (que ya estaba  abierta, como la otra que da al huerto - sin duda para ventilar la habitación  agobiante después de un día tórrido -), está en la puerta mirándolo marcharse  y, cuando lo ve que realmente se aleja, hace un gesto de alegría y de               irónico  adiós, y vuelve frotándose las manos. No dice nada... ya ha dicho todo. Alguno  que ha visto lo sucedido se ríe disimuladamente. 
             Pero  Jesús no lo advierte, porque está escrutando a su primo Santiago, el cual se ha  puesto colorado y se ha entristecido, dejando de comer sus aceitunas. Le  pregunta:
               
               -¿Qué  te pasa?
               -Has  dicho: "No se debe desobedecer a la madre...". ¿Y nosotros, entonces?
               
               -No  sientas escrúpulo. En general se debe hacer así, cuando no se es más que hombre  e hijo de una carne; pero, cuando se ha adquirido otra naturaleza y otra  paternidad, no. Deben seguirse las prescripciones y deseos de ésta, que es más  alta. Judas ha llegado antes de ti y antes que Mateo... pero aún está muy  atrás; es necesario que se forme, y lo hará muy lentamente. 
               
               Tened  caridad con él; ¡ten caridad, Pedro! Yo lo comprendo... pero te digo: ten  caridad. Soportar a las personas molestas es una virtud nada común. Úsala.
               -Sí,  Maestro... pero, cuando lo veo tan... tan... Bien, cállate, Pedro, total... Él  entiende... tengo la impresión de ser una vela que está demasiado tirante por  el viento... Crujo, me hace crujir este esfuerzo, y se me rompe siempre algo...  Ahora bien,               Tú  sabes, bueno... no sabes, porque como barquero no vales nada... Por tanto te lo  digo yo: si a una vela, por demasiada tensión, se le rompen todas las amarras,  te juro que le da un voleo tal al inexperto barquero, que lo atonta... Bueno,  pues yo siento que... corro el riesgo de que se me rompan todos los lazos... y  entonces... Es mejor, sí, que de vez en cuando se vaya él. 
             Así  la vela, faltándole el viento, se calma, y a mí me da tiempo de reforzar las  amarras.
               
               Jesús  calla y menea la cabeza, compadeciendo al justo y fogoso Pedro.
               
               Un  estrépito de cascos herrados y un vocerío de chicos llega de fuera.
               
               -¡Aquí  es! ¡Aquí es! ¡Para, hombre!
               Y,  antes de que Jesús y sus discípulos encuentren una explicación, ante el vano de  la puerta se presenta el cuerpo oscuro de un caballo humoso de sudor, y baja un  hombre; éste se apresura a entrar como un bólido y se postra a los pies de Jesús  besándoselos con veneración.
             Todos  miran asombrados.
               -¿Quién  eres? ¿Qué quieres?
               -Jonatán  soy.
               Responde  un grito de José, que, por estar sentado detrás del alto banco, y por lo  fulminante de la llegada, no ha podido reconocer al amigo. El pastor corre  hasta el hombre postrado:
               
               -¡Tú!  ¡Si eres tú!...
               -Sí.  Adoro a mi adorado Señor. Treinta años de esperanza - ¡oh, larga espera! -, que  florecen ahora como flor solitaria de agave; y florecen en un instante, en un  éxtasis beato, más beato aún que aquél, lejano. ¡Oh, mi Salvador!
             Mujeres,  niños y algún hombre, entre los cuales el buen Alfeo de Sara, que tiene todavía  un pedazo de pan y queso en la mano, se arremolinan en la entrada y hasta  dentro de la espaciosa estancia.
             -Álzate,  Jonatán. Iba a ir a buscarte, como también a Benjamín y Daniel...
               
               -Lo  sé...
               -Álzate,  para darte el beso que ya he dado a tus compañeros - Le obliga a levantarse y  lo besa.
               
               -Lo  sé -repite el fornido anciano, de buen porte y buena vestimenta - Lo sé. Ella  tenía razón. No era delirio propio de uno que está muriendo. ¡Oh, Señor Dios!  ¡Cómo ve el alma y cómo te oye, cuando Tú la llamas! - Jonatán está emocionado.
               
               Pero  se repone. No pierde su tiempo. Activo, a pesar de su actitud adorante, se  centra en su objetivo:
               -Jesús,  Salvador y Mesías nuestro, he venido a rogarte que vengas conmigo. He hablado  con Ester y me ha dicho... Pero antes, antes Juana había hablado contigo y me  había dicho... ¡Oh, no os burléis de un hombre dichoso, vosotros que escucháis,               dichoso  y angustiado hasta obtener tu "Voy"! Ya sabes que estaba de viaje con  la patrona moribunda. ¡Qué viaje! De Tiberíades a Betsaida fue bueno; pero  luego, dejada la barca y tomado un carro, a pesar de haberlo acondicionado lo  mejor que podía, fue una tortura.
               
Se viajaba despacio y de noche, pero ella  sufría. En Cesárea de Filipo estuvo a punto de morir de los vómitos de sangre.  Nos detuvimos... A la tercera mañana, hace siete días, me manda llamar. De lo  blanca y agotada que estaba, parecía ya muerta. Pero cuando la llamé abrió sus  dulces ojos de gacela agonizante y me sonrió. Me indicó con la manita helada  que me               curvase  - porque tiene sólo un hilo de voz - y me dijo: “Jonatán, llévame a casa; pero  inmediatamente". Era tan grande el esfuerzo de su orden - ella que  es siempre más dulce que una buena niña - que se le colorearon las mejillas y,  durante un momento, recobraron el fulgor sus ojos. Continuó diciéndome:  "He soñado con mi casa de Tiberíades. Dentro estaba Uno con rostro de  estrella, alto, rubio, con ojos de cielo y una voz más dulce que sonido de  arpa. Me decía: “Yo soy la   Vida. Ven. Vuelve.
               Te  espero para dártela”. “Quiero ir". Yo decía: "¡Pero, patrona!... ¡No  puedes! ¡Estás mal! Ahora, cuando estés mejor, veremos".
               
               Lo  consideraba delirio de moribundo. Pero ella se echó a llorar y luego... - es la  primera vez que lo ha dicho en estos seis años               que  la tengo como patrona; e incluso, de ira, se sentó (ella, que no tiene fuerzas  para nada) – y luego me dijo: "Siervo, lo quiero.
               Yo  soy tu patrona. ¡Obedece!"; y cayó envuelta en sangre. Creí que moría... y  me dije: "Démosle gusto. ¡Muerte por muerte!...
               No  sentiré el remordimiento de no haberla complacido al final, después de haber  querido hacerlo siempre". ¡Qué viaje! No quería descansar ella, aparte de  las horas entre tercia y sexta. He agotado a los caballos para abreviar. 
               
               Hemos  llegado a Tiberíades esta mañana a la hora de nona. Ester me ha referido...  Entonces he entendido que eras Tú quien la había llamado, porque coincidían la  hora y el día en que Tú prometías un milagro a Ester y te aparecías al espíritu  de mi patrona. Ha querido proseguir en cuanto fue la hora de nona, y a mí me ha  mandado adelante... ¡oh, Salvador mío!
               
               -Voy  enseguida. La fe merece premio. Quien me desea me tiene. Vamos.
               -Espera.  He arrojado mientras venía una bolsa a un joven, diciendo: "Tres, cinco,  los asnos que queráis, si no tenéis caballos; rápido a la casa de Jesús". Estarán  para llegar. Así abreviaremos. Espero encontrarla cerca de Caná. Si al menos...
               -¿Qué,  Jonatán?
               -Si  al menos estuviera viva…
               -Viva  está. Pero, aunque estuviese muerta, Yo soy Vida. 
               
               Aquí está mi Madre.
               La Virgen,  avisada sin duda por alguien, efectivamente está acudiendo seguida de María de  Alfeo.
               -Hijo,  ¿te vas?
               -Sí,  Madre. Voy con Jonatán. Ha venido. Sabía que podría dártelo a conocer. Por eso  he esperado un día más. 
               Jonatán  ha expresado primero un profundo saludo con los brazos cruzados sobre el pecho.  Ahora se arrodilla y realza ligeramente la túnica de Maria y besa su borde  diciendo:
               -¡Saludo  a la Madre de  mi Señor!
               Alfeo  de Sara dice a los curiosos:
               
               -¿Qué  decís a esto? ¿No deberíamos avergonzarnos de ser sólo nosotros quienes no  tenemos fe?
               Un  estrépito numeroso de cascos se oye en la calle. Son los borricos. Creo que son  todos los de Nazaret; y son tantos,               que  bastarían para un escuadrón. Mientras Jonatán escoge los mejores y contrata,  pagando sin escatimar, y toma consigo a dos nazarenos con otros borricos (por  miedo a que algún animal, por el camino, pierda las herraduras, y para que  puedan volver con               toda  esta rebuznadora caballería asnal), María y la otra María ayudan a cerrar sacos  y talegos. 
               
               María  de Alfeo dice a sus hijos:
               -Dejaré  aquí vuestras camas, y las acariciaré... Me parecerá estaros acariciando a  vosotros. Sed buenos, dignos de Jesús,               hijos...  y yo... yo me sentiré feliz...» y mientras dice esto vierte gruesos lagrimones.
               
               María  ayuda por su parte a su Jesús, y lo acaricia con amor, haciendo mil  recomendaciones y encargos para los otros dos pastores libaneses - porque Jesús  declara que no volverá antes de encontrarlos.
               
               -Se  ponen en marcha. Ha caído la tarde y el cuarto creciente de la Luna se alza ahora. A la  cabeza va Jesús con Jonatán; detrás, todos los demás. Mientras están en la  ciudad van al paso, porque la gente se arremolina. Pero, en cuanto salen, van  al trote, en una caravana sonora de cascos y cascabeles.
             -Está  en el carro con Ester - explica Jonatán. ¡Oh, patrona mía! ¡Qué alegría,  hacerte feliz! ¡Llevarte a Jesús! ¡Oh, mi Señor! ¡Tenerte aquí, a mi lado!  ¡Tenerte!... Tienes justamente el rostro de estrella que ella te ha visto, y  eres rubio y con ojos de cielo, y tu voz es realmente un sonido de arpa... ¡Oh,  pero tu Madre!... ¿La vas a llevar a la patrona un día?
               -Irá  la patrona a Ella. Serán amigas.
               
               -¿Sí?...  Sí, puede serlo. Juana está casada y ha sido madre, pero tiene un alma pura  como una virgen. Puede estar junto a María bendita.
               Jesús  se vuelve por una fresca carcajada de Juan, seguida de la de todos los demás.
               
               -Quien  provoca la risa soy yo, Maestro. En la barca me siento más seguro que un  gato... ¡pero, aquí encima!... ¡Parezco una cuba dejada a su aire sobre el  puente de un navío en manos del ábrego! - dice Pedro.
               Jesús  sonríe y lo anima, prometiendo concluir pronto la trotada.
               
               -No  es nada. Si los muchachos se ríen, no es nada malo. Vamos, vamos a llevar la  felicidad a esta buena mujer.
               Jesús  se vuelve una vez más por otra explosión de risas.
               Pedro  exclama:
               
               -No,  esto no te lo digo, Maestro. Y.. ¿por qué no? Sí que lo digo. Estaba diciendo:  "nuestro supremo ministro se va a tirar de los pelos, al saber que ha  faltado justo cuando se podía pavonear con una dama". Y ellos se ríen. De  todas formas es así.
               
               Estoy  seguro de que, si se lo hubiera imaginado, no hubiera tenido viñas paternas que  tutelar.
               Jesús  no rebate.
               
               Se  recorre rápido el camino sobre estos borriquillos bien nutridos. Con el claro  de luna dejan atrás Caná.
               -Si  me permites, te precedo. Paro el carro. Los movimientos bruscos la hacen sufrir  mucho.
               -Ve,  sí.
               Jonatán  pone el caballo al galope.
               Siguen  y siguen bajo la luz blanca de la Luna. Luego... la forma oscura de un voluminoso  carro cubierto, parado en el borde del camino. El asno en que va Jesús,  instigado por Él, alcanza un pequeño galope sesgado. Jesús llega al carro. Se  apea.
               
               -¡El  Mesías! - anuncia Jonatán. 
               La  anciana nodriza se arroja del carro al camino, del camino al polvo.
               -¡Oh,  sálvala! Se está muriendo.
               -Aquí  estoy.
               Y  Jesús sube al carro, donde hay, extendido, un considerable número de  almohadones y sobre ellos un cuerpo exiguo.
               
               Hay  un farolito en un ángulo, y copas y ánforas. Y una joven criada llorando, que  está secando el sudor helado de la moribunda.
               
               Jonatán  acude con uno de los faroles del carro.
               Jesús  se inclina hacia la mujer decaída, verdaderamente moribunda. No hay diferencia  entre el candor del vestido de lino y la palidez, incluso ligeramente azulada,  de las manos y del rostro esqueléticos. Sólo las pobladas cejas y las largas pestañas  negrísimas proporcionan un color a ese rostro de nieve. Ni siquiera tiene ya  ese rojo infausto de los tísicos en los               pómulos  descarnados. Los labios, semiabiertos por el respiro dificultoso, son apenas  una sombra de un rosa violáceo.
               
               Jesús  se arrodilla a su lado y la observa. La nodriza le coge una mano y la llama,  pero el alma, ya en los umbrales de la vida, no oye nada.
               Habiendo  llegado los discípulos y los dos jóvenes de Nazaret, se agolpan en torno al  carro.
               Jesús  pone una mano sobre la frente de la moribunda, la cual un momento abre los ojos  nublados y vagos para volver a cerrarlos luego.
               -Ya  no oye nada - gime la nodriza. Y llora con más fuerza.
               Jesús  hace un gesto:
               -Madre,  oirá. Ten fe.
               Y  luego llama:
               
               -¡Juana!  ¡Juana! ¡Soy Yo! Soy Yo quien te llama. Soy la Vida. Mírame. Juana.
               La  moribunda abre con una mirada más viva sus grandes ojos negros, y mira al  rostro que hacia ella se ha inclinado.
               
               Manifiesta  un movimiento de alegría y una sonrisa. Mueve despacio los labios: una palabra  que no llega a adquirir sonido.
               -Sí,  Yo soy. Has venido y Yo he venido, a salvarte. ¿Puedes creer en mí?
               
               La  moribunda asiente con la cabeza. Toda la vitalidad está concentrada en la  mirada (como también toda la palabra, no pudiendo expresarla de otra manera).
               
               -Pues  bien (Jesús, aunque permanezca de rodillas y con la izquierda sobre la frente  de ella, se endereza y toma el aspecto de milagro), pues bien, Yo lo quiero,  queda curada, levántate.
               Quita  la mano y se alza en pie.
               
               Una  fracción de minuto y Juana de Cusa, sin ningún tipo de ayuda, se sienta, emite  un grito, y se arroja a los pies de Jesús gritando con voz fuerte y dichosa:
               
               -¡Oh,  amarte, mi Vida! ¡Para siempre! ¡Tuya! ¡Para siempre tuya! ¡Nodriza! ¡Jonatán!  ¡Estoy curada! ¡Rápido! ¡Corred a decírselo a Cusa! ¡Que venga a adorar al  Señor! ¡Oh, bendíceme, sigue haciéndolo, sigue, sigue! ¡Oh, mi Salvador! -  Llora y ríe  besando los indumentos y las  manos de Jesús.
               
               -Te  bendigo, sí. ¿Qué más quieres que te haga?
               -Nada,  Señor. Sólo quererme y dejar que yo te quiera.
               -¿Y  no querrías un niño?
               
               -¡Oh,  un niño!... En tus manos lo dejo, Señor. Yo te abandono todo: mi pasado, mi  presente, mi futuro. Te debo todo, todo te doy. Da Tú a tu sierva lo que  consideres mejor.
               
               -Entonces,  la vida eterna. Sé feliz. Dios te ama. Yo me marcho. Te bendigo y os bendigo.
               
               -No,  Señor. Quédate un tiempo en mi casa, que ahora es realmente rosal florido.  Permíteme que vuelva a ella contigo...
               
               ¡Dichosa  de mí!
               
               -Voy.  Pero tengo a mis discípulos.
               -Mis  hermanos, Señor. Juana tendrá, tanto para ellos como para ti, comida y bebida,  y todo tipo de refrigerio.
  ¡Concédemelo.
               -Vamos.  Que se vuelvan los burros, seguidnos a pie. El camino ya es poco. Iremos  lentamente para que podáis seguirnos. Adiós, Ismael y Aser. Despedidme una vez  más de mi Madre y de mis amigos.
               
               Los  dos nazarenos, estupefactos, parten con sus rebuznadores asnos, mientras el  carro emprende el retorno con su carga de alegría, ahora. Detrás van los  discípulos en grupo comentando el hecho.
               
               Y  todo termina.