90- La  llegada a Nazaret de los discípulos
con los pastores              
            
             Veo  a María que, descalza y diligente, con las primeras luces del día va y viene  por su casa. Con su vestido azul tenue parece una delicada mariposa que apenas  roza, sin hacer ruido, paredes y objetos. Se acerca a la puerta que da a la  calle y la abre cuidando de no hacer ruido; la deja entornada, después de haber  dado una ojeada a la calle todavía desierta. Pone en orden las cosas, abre  puertas y ventanas. Entra en el taller - en donde, ahora que lo ha dejado el  Carpintero, están los telares de María - y también allí trajina; cubre con  cuidado uno de los telares en que hay una tejedura comenzada, y sonríe por un pensamiento  que le viene al mirarla. 
             Sale  al huerto. Las palomas se le agolpan encima de los hombros. Con vuelos cortos,  de un hombro al otro, para conseguir el puesto, peleonas y celosas por amor a  Ella, la acompañan hasta una alacena en la que hay provisiones. Saca unos granos  para ellas y dice:
             -Aquí,  hoy aquí. No hagáis ruido. ¡Está muy cansado!
               Luego  coge harina y va a un cuartito que está junto al horno y se pone a hacer el  pan. Lo amasa y sonríe. ¡Oh, como sonríe hoy la Mamá! Está tan rejuvenecida por la alegría, que  parece la Madre  jovencita de la   Natividad. De la masa del pan aparta una cantidad, y la  cubre; luego reemprende el trabajo. Suda. Sus cabellos presentan un aspecto más  claro debido a una sutil capa de polvo de harina.
             Entra  despacio María de Alfeo.
               -¿Ya  trabajando?
               -Sí.  Estoy haciendo el pan. Mira, las tortas de miel que le gustan tanto.
               -Dedícate  a ellas. Yo hago el pan, que es mucha la masa.
               María  de Alfeo, de complexión fuerte, más aldeana, trabaja con ahínco en su pan,  mientras María unta de miel y mantequilla sus dulces; hace muchos de forma  redondeada y los coloca en una plancha. 
             -No  sé cómo hacer para avisar a Judas... Santiago no se atreve… y los otros... -  María de Alfeo suspira.
               -Hoy  vendrá Simón Pedro. Viene siempre con el pescado el segundo día después del  sábado. Lo mandaremos a él a donde Judas.
               
               -Si  quiere ir...
               -¡Oh,  Simón nunca me dice que no!
               -Que  la paz acompañe este día vuestro - dice Jesús, dejándose ver.
               Las  dos mujeres se sobresaltan al oír su voz.
               -¿Ya  levantado? ¿Por qué? Yo quería que durmieras...
               -He  dormido un sueño de cuna, Mamá. Tú no debes haber dormido...
               -Te  he estado viendo dormir... Siempre lo hacía cuando eras pequeño. En el sueño  sonreías siempre... y tu sonrisa permanecía todo el día en mi corazón como una  perla... Pero esta noche no sonreías, Hijo; suspirabas como si estuvieras afligido...
               
               María  mira a su Hijo con congoja.
               
               -Estaba  cansado, Mamá. Y el mundo no es esta casa, donde todo es honestidad y amor.  Tú... tú sabes quién soy y puedes comprender lo que significa para mí el  contacto con el mundo. Es como quien por un camino fétido y fangoso; que, aunque  camine con cuidado, un poco de lodo le salpica y el hedor penetra aunque se  esfuerce en no respirar…Y si éste es hombre que ama todo lo que sea limpieza y  aire puro, puedes hacerte una idea de la desazón que sentirá.
             -Sí,  Hijo. Comprendo. Pero me da mucha pena que sufras.
               -Ahora  estoy contigo y no sufro. Permanece el recuerdo... pero sirve para hacer más  hermosa la alegría de estar contigo.
               
               Y  Jesús se inclina hacia su Madre para besarla.
               Acaricia  también a la otra María, que entra toda roja porque ha estado encendiendo el  horno.
               -Habrá  que avisar a Judas - es la preocupación de María de Alfeo.
               No  hace falta. Judas estará aquí hoy.
               
               -¿Cómo  lo sabes?
               
               Jesús  sonríe y calla.
               
               -Hijo,  todas las semanas, este día, viene Simón Pedro. Es deseo suyo traerme el  pescado recogido durante las primeras vigilias de la noche. Llega hacia el  final de la hora prima. Se sentirá feliz hoy. Simón es bueno. Durante las horas  que está aquí nos ayuda, ¿verdad, María?
             -Simón  Pedro es un hombre honesto y bueno - dice Jesús - Pero también el otro Simón -  que dentro de poco verás – es un corazón grande. Salgo a su encuentro; estarán  ya para llegar.
               
               Y  Jesús sale, mientras las mujeres, colocado el pan en el horno, entran de nuevo  en la casa. María se vuelve a poner las sandalias y torna con un vestido de  lino todo blanco. Pasa un tiempo, y, en la espera, María de Alfeo dice: 
             -No  te ha dado tiempo a terminar ese trabajo.
               -Lo  terminaré pronto. Le dará frescor de sombra a mi Jesús y será liviano sobre su  cabeza.
               
               Empujan  la puerta desde fuera.
               -Mamá,  he aquí a mis amigos. Entrad.
               Entran  en grupo los discípulos y los pastores. Jesús, con las manos sobre los hombros  de los dos pastores, lleva a éstos hacia su Madre:
             -He  aquí a dos hijos que buscan una madre. Sé su alegría, Mujer.
               
               -Yo  os saludo... ¿Tú?... Leví... ¿Tú?... no sé, pero por la edad - Él me ha puesto  al corriente - eres sin duda José. Ese nombre es dulce y sagrado aquí dentro.  Ven. Venid. Con alegría os digo: mi casa os acoge, una Madre os abraza, en  recuerdo de  cuanto vosotros - tú en tu  padre - amasteis a mi Niño.
             Los  pastores están tan extáticos, que parecen bajo efecto de un encantamiento.
               
               -Soy  María, sí. Tú viste a la Madre  feliz. Sigo siendo la misma dichosa también ahora de ver a mi Hijo entre  corazones fieles.
               
               -Y  éste es Simón, Mamá.
               
               -Has  merecido la gracia porque eres bueno; lo sé. La Gracia de Dios esté siempre  contigo.
               Simón,  que conoce mejor los modos de la sociedad, hace una muy profunda reverencia, 
               teniendo  las manos cruzadas sobre el pecho, y saluda diciendo:
               
               -Te  saludo, Madre verdadera de la   Gracia. Ya no le pido nada más al Eterno, ahora que conozco la Luz y te conozco a ti, más  delicada que la Luna.
  
               -Y  éste es Judas de Keriot.
               -Tengo  una madre, pero mi amor por ella desaparece respecto a la veneración que siento  por ti.
               
               -No,  no por mí; por Él. Yo soy porque Él es. Y no quiero nada para mí. Sólo pido  para Él. Sé cuánto has honrado a mi Hijo en tu patria. Pero aun así te digo:  sea tu corazón el lugar en que Él reciba de ti el sumo honor. Entonces te  bendeciré con corazón de Madre.
  
               -Mi  corazón está bajo el calcañar de tu Hijo. ¡Feliz peso! Sólo la muerte disolverá  mi fidelidad.
               
               -Y  este es nuestro Juan, Mamá.
               
               -Me  sentía tranquila desde que supe que estabas con Jesús. Te conozco y mi espíritu  reposa cuando sé que estás con mi Hijo. Bendito seas. Mi quietud - Lo besa.
               Se  deja oír desde fuera la voz áspera de Pedro:
               -Aquí  está el pobre Simón con su saludo y...
               En  entrando, se queda de piedra. Arroja al suelo la cesta, redonda, que llevaba  colgada a la espalda, y se arroja también él al suelo diciendo:
             -¡Señor  Eterno! Pero... No. ¿Cómo me has hecho esto, Maestro? ¡Estar aquí y no decirle  nada al pobre Simón! ¡Dios te               bendiga,  Maestro! ¡Qué feliz me siento! ¡Ya no soportaba tu ausencia! - y le acaricia la  mano, sin hacer caso a Jesús, que le dice:
               
  «Levántate,  Simón... ¡Que te alces!”
               -Sí,  me alzo. Pero... ¡Eh, tú, muchacho! (el muchacho es Juan) ¡Tú al menos podías  haber venido corriendo a decírmelo!
               Ahora,  ¡venga!, sal enseguida, a Cafarnaúm, a decírselo a los demás... primero a casa  de Judas. Pronto estará aquí tu hijo, mujer.
               
               Rápido.  Como si fueras una liebre perseguida por perros.
               Juan  se marcha risueño.
               Pedro,  por fin, se ha alzado. Sigue teniendo entre sus cortas, gruesas manos, de venas  marcadas, la larga mano de Jesús y la besa sin dejarlo, a pesar de que quiera  entregar su pescado, que está en el suelo, en el cesto.
             -¡No  quiero que te vayas otra vez sin mí! ¡Nunca más, nunca más, tanto tiempo sin  verte! Te seguiré como la sombra sigue al cuerpo o la cuerda al ancla. ¿Dónde  has estado, Maestro? Yo me decía: “¿Dónde estará?, ¿qué hará?, ¿ese niño de  Juan sabrá tener cuidado de Él?, ¿estará atento a que no se canse demasiado, a  que no se quede sin comida?" ¡Te conozco!... ¡Estás más delgado! Sí, más  delgado. ¡No te ha cuidado bien! Le voy a decir que... Pero, ¿dónde has estado,  Maestro? ¡No me dices nada!
               
               -¡Espero  a que me dejes hablar!
               
               -Es  verdad. Pero es que... verte es como un vino nuevo: se sube a la cabeza sólo  con el olor. ¡Mi Jesús! - Pedro casi llora por la reacción de la alegría.
               
               -Yo  también he sentido deseo de ti, de todos vosotros, aunque estuviera entre  amigos queridos. Mira, Pedro, éstos son dos que me han amado desde que tenía  pocas horas. Más aún, ya han sufrido por mí. Éste es un hijo sin padre ni  madre, por causa mía; pero, en todos-vosotros tiene muchos hermanos, ¿no es  verdad? 
             -¿Lo  preguntas, Maestro? Pero si, si se diera el caso de que el demonio te amara, yo  lo amaría por su amor a ti. Veo que también vosotros sois pobres. Entonces somos  iguales. Venid que os bese. Soy pescador, pero tengo el corazón más tierno que un  pichón; y sincero. No miréis si soy rudo. Lo duro es por fuera; dentro soy todo  miel y mantequilla. Con los buenos, quiero decir... porque con los malvados…
               
               -Este  es el nuevo discípulo.
               -Me  parece haberle visto ya...
               -Sí.  Es Judas de Keriot. Tu Jesús, a través de él, recibió buena acogida en esa  ciudad. Os ruego que os améis, aunque seáis de regiones distintas. Sois todos  hermanos en el Señor.
             -Como  tal lo trataré, si tal es. Y... sí... (Pedro mira fijo a Judas; a mirada  abierta, de advertencia) y... sí... es mejor que lo diga; así conoces ya bien  desde ahora. Lo digo: no siento mucha estima hacia los judíos en general ni  hacia los de Jerusalén en particular. Pero soy honesto. Y por mi honestidad te  aseguro que dejo aparte todas las ideas que tengo acerca de vosotros y quiero  ver en ti sólo al hermano discípulo. Depende de ti ahora el no hacerme cambiar  de pensamiento y decisión.
             -¿Conmigo  también, Simón, tienes tales prejuicios? -pregunta el Zelote sonriendo.
               
               -¡No  te había visto! ¿Contigo? ¡Contigo no! Llevas la honestidad dibujada en el  rostro. La bondad te rezuma desde el corazón hacia el exterior como oloroso  aceite por un vaso poroso. Y eres anciano. Ello no es siempre una dote. Algunas  veces, cuanto más envejece uno más falso y malo se vuelve. Pero tú eres de esos  que hacen como los vinos preciados: cuanto más               envejecen,  más genuinos y buenos son. -Has juzgado bien, Pedro - dice Jesús - Ahora venid.  Las mujeres están ocupándose de nosotros, quedémonos mientras bajo la pérgola  fresca. ¡Qué hermoso es estar con los amigos! Iremos luego todos juntos por  Galilea, y más allá de Galilea; todos no. Leví, ahora ya contento, volverá a  donde Elías, a llevarle el saludo de María ¿verdad, Mamá?
             -Yo  lo bendigo, y a Isaac y a los demás. Mi Hijo me ha prometido llevarme... y yo  iré donde vosotros, los primeros amigos de mi Niño.
              -Maestro, quisiera que Leví llevase a Lázaro  el escrito que ya sabes.
               
               -Prepáralo,  Simón. Hoy es fiesta completa. Mañana por la tarde; Leví partirá, con tiempo  para llegar antes del sábado.
               
               Venid,  amigos...
               
               Salen  al verde huerto y todo termina.