600- La última Cena pascual
             
             Empieza el sufrimiento del  Jueves Santo. 
               
Los apóstoles -son diez-se  dedican intensamente a preparar el Cenáculo. 
Judas, encaramado encima de la  mesa, observa si hay aceite en todas las ampollas de la lámpara, que es grande  y parece una corola de fucsia doble. Y es que está formada por una barra -el  tallo- rodeada de cinco lámparas en ampollas que asemejan a pétalos; luego tiene  una segunda vuelta, más abajo, que es toda una coronita de pequeñas llamas;  luego, por último, tiene tres pequeñas lamparitas colgadas de delgadas cadenas  y que parecen los pistilos de la flor luminosa.
Luego baja de un salto y ayuda  a Andrés a colocar la vajilla en la mesa con arte. Sobre ésta se ha extendido  un finísimo mantel. 
Oigo que Andrés dice: 
-¡Qué espléndido lino! 
Y Judas Iscariote: 
-Uno de los mejores manteles  de Lázaro. Marta se ha empeñado en traerlo. 
-¿Y estas copas? ¿Y estas  jarras, entonces? -observa Tomás, que ha puesto el vino en las preciosas jarras  y las mira una y otra vez con ojos de experto, espejándose en sus panzas  estilizadas y acariciando sus asas trabajadas con cincel. 
-¿Quién sabe lo que costarán,  eh? -pregunta Judas Iscariote. 
-Está trabajado con martillo.  A mi padre le encantarían. La plata y el oro en hojas se pliegan con facilidad  cuanto están calientes. Pero tratado así... Para estropearlo basta un momento;  es suficiente a un golpe mal dado. Se necesitan fuerza y ligereza al mismo  tiempo. 
-¿Ves las asas? Sacadas del  bloque, no soldadas. Cosas de ricos... Fíjate que toda la limadura y lo  desbastado se pierden. No sé si entiendes lo que te digo. 
-¡Claro que entiendo! En pocas  palabras, es como uno que hace una escultura. 
-Exactamente. 
Todos observan con admiración.  Luego vuelven a su trabajo: quién coloca los asientos, quién prepara los  aparadores. 
Entran juntos Pedro y Simón. 
-¡Oh, por fin habéis venido!  ¿A dónde habéis ido otra vez? Habéis llegado con el Maestro y con nosotros y os  habéis escapado de nuevo -dice Judas Iscariote. 
-Una gestión que había que  hacer antes de la hora» responde escuetamente Simón. 
-¿Sientes melancolías? 
-Creo que con lo que hemos  oído durante estos días, y en esos labios que nunca hemos encontrado falaces,  hay buenas 
razones para sentirlas. -Y con ese  tufo de... Bien, cállate, Pedro -masculla Pedro entre dientes. -¿Tú también?...  Me pareces un desquiciado desde hace algunosdías. Tienes cara de conejo agreste  cuando siente tras sí al chacal -responde Judas Iscariote. 
-Y tú tienes morros de  garduña. Tú tampoco estás muy guapo desde hace unos días. Miras de una manera...  Hasta se te han torcido los ojos... ¿A quién esperas, o qué esperas ver?  Pareces seguro. Quieres parecerlo. Pero se te ve como a uno temeroso de algo  -replica Pedro. 
-¡En cuanto a miedo!...  ¡Tampoco tú eres ningún héroe! 
-¡Ninguno lo somos, Judas. Tú  llevas el nombre del Macabeo, pero no lo eres. El mío significa: "Dios  otorga gracias", pero te juro que tiemblo por dentro como quien se supiera  portador de desgracia y, sobre todo, tengo miedo de caer en desgracia ante  Dios. Simón de Jonás, a pesar de su nuevo nombre de "piedra", ahora  se manifiesta blando como cera en el fuego. Ya no es estable en su voluntad. ¡Y  yo nunca lo vi con miedo en medio de desatadas tempestades! Mateo, Bartolmái y  Felipe parecen sonámbulos. Mi hermano y Andrés no hacen más que suspirar. 
Los  dos primos, en quienes se une el dolor de la sangre con el del amor al Maestro,  pues ya los ves: parecen hombres ya viejos. Tomás ha perdido su jovialidad. Y  Simón está tan ajado por el dolor -yo diría: tan corroído, lívido y abatido-, que  parece otra vez el leproso consumido de hace tres años -le responde Juan. 
-Sí. Nos ha sugestionado a  todos con su melancolía -observa Judas Iscariote. 
-Mi primo Jesús, el Maestro y  Señor mío y vuestro, está y no está melancólico. Si con esta palabra quieres  decir que está triste por el exceso de dolor que todo Israel le está dando -y  nosotros vemos este dolor-y por el otro, oculto dolor que sólo Él ve, te digo:  "Tienes razón"; pero si usas ese término para decir que está  desquiciado, eso te lo prohíbo -dice Santiago de Alfeo. 
-¿Y no es demencia una idea  fija de melancolía? Yo he estudiado también lo profano, y tengo conocimientos.  Jesús ha dado demasiado de sí, y ahora tiene la mente cansada. 
-Lo cual significa  "demente", ¿no es verdad? -pregunta el otro primo, Judas, que está  aparentemente calmo. 
-¡Justamente eso! ¡Había visto  con claridad tu padre, justo de santa memoria, a quien tú tanto te pareces en  justicia y sabiduría! Jesús -triste destino de una ilustre casa demasiado vieja  y que padece senilidad psíquica-ha tenido siempre una tendencia a esta  enfermedad. Suave al principio, luego cada vez más agresiva. Tú mismo has visto  cómo ha atacado a fariseos y escribas, saduceos y herodianos. 
Él se ha hecho  imposible la vida, como un camino sembrado de esquirlas de cuarzo. Y se las ha  sembrado Él solo. Nosotros... lo hemos amado tanto, que el amor nos ha puesto  un velo delante de nuestros ojos. Pero los que lo amaron sin idolatrarlo: tu  padre, tu hermano José, y primero Simón, vieron las cosas con equilibrio...  Hubiéramos debido abrir los ojos ante sus palabras. Sin embargo, su dulce  hechizo de enfermo nos sedujo. Y ahora... ¡En fin!  
             -Judas Tadeo, que -de la misma  altura de Judas Iscariote-está justo frente a él y parece oírlo con calma,  reacciona violentamente. Con un fuerte revés arroja a Judas, supino, a uno de  los asientos, y con una cólera contenida en la voz, inclinándose sobre la cara  del cobarde que no reacciona -quizás temiendo que Judas Tadeo esté al corriente  de su crimen-le dice con voz penetrante: 
               
               -¡Esto por la demencia,  reptil! Y si no te estrangulo es porque Jesús está allí y es noche de Pascua.  ¡Pero piensa, piénsalo bien! Si le ocurre algo malo y ya no está Él para  detener mi fuerza, nadie te salva. Es como si ya tuvieras el nudo corredizo en  el cuello; y serán estas manos mías honradas y fuertes de artesano galileo y de  descendiente del hondero de Goliat, las que te lo hagan. ¡Levántate, enervado  libertino! Y atento a lo que haces, ¡eh! 
               Judas se alza, lívido, sin la  más mínima reacción. Y lo que me maravilla es que ninguno reacciona ante este gesto nuevo de Judas Tadeo. Al  contrario... está claro que todos lo aprueban. 
               
               Vuelve  el ambiente a la normalidad y un instante después Jesús entra. Se asoma en el  umbral de la pequeña puerta por la que su alto físico apenas pasa. Pone pie en  el tan reducido descansillo, y, con su mansa, triste sonrisa, abriendo los  brazos, dice: 
               -La  paz sea con vosotros. 
               
               Es  una voz cansada, como la de uno que estuviera languideciendo en lo físico o en  lo moral. 
               Baja.  Acaricia la cabeza rubia de Juan, que ha ido a su encuentro. Sonríe, como si no  supiera nada, a su primo Judas, y dice al otro primo: 
               -Tu  madre te ruega que seas dulce con José. Ha preguntado por mí y por ti hace poco  a las mujeres. Siento no haberle saludado. 
               -Lo  vas a hacer mañana. 
               
               -¿Mañana?...  Bueno... tendré tiempo de verlo... 
               -¡Oh,  Pedro, por fin estaremos un poco juntos! Desde ayer me pareces un fuego fatuo:  te veo y luego no te veo. Hoy casi puedo decir que te he perdido. Tú también,  Simón. 
               -Nuestro  pelo más blanco que negro te puede dar la seguridad de que no nos hemos  ausentado por apetito carnal -dice serio Simón. 
               
               -Aunque...  a todas las edades se pueda tener esa hambre... ¡Los viejos! Son peores que los  jóvenes... -dice ofensivo Judas Iscariote. 
               Simón  lo mira. Ya iba a replicar. Pero también lo mira Jesús y dice: 
               -¿Te  duele una muela? Tienes el carrillo derecho hinchado y rojo. 
               
               -Sí.  Me duele. Pero no tiene mayor importancia. 
               Los  otros no dicen nada y la cosa muere así. 
               -¿Habéis  hecho todo lo que había que hacer? ¿Tú, Mateo? ¿Y tú, Andrés? ¿Y Tú, Judas, has  pensado en la ofrenda al Templo? 
               
               Tanto  los dos primeros como Judas Iscariote dicen: 
               
               -Todo  hecho, todo lo que dijiste que había que hacer para hoy. No te preocupes. 
               -Yo  he llevado las primicias de Lázaro a Juana de Cusa. Para los niños. Me han  dicho: "¡Eran mejores aquellas manzanas!". ¡Aquellas tenían el sabor  del hambre! Y eran tus manzanas -dice Juan con rostro sonriente y de  ensoñación. 
               
               También  Jesús sonríe ante un recuerdo... 
               -Yo  he visto a Nicodemo y a José -dice Tomás. 
               -¿Los  has visto? ¿Has hablado con ellos? -pregunta Judas Iscariote con exagerado  interés. 
               -Sí,  ¿qué hay de raro en ello? José es un buen cliente de mi padre. 
               
               -No  lo habías dicho antes... ¡Por eso me he asombrado!... 
               Judas  trata de remediar la impresión que ha dado, una impresión de ansiedad, por el  encuentro de José y Nicodemo con Tomás. 
               -Me  resulta extraño que no hayan venido a presentarte su obsequioso saludo. Ni  ellos ni Cusa ni Manahén... Ninguno de los... 
               
               Pero  Judas Iscariote se ríe con una falsa carcajada interrumpiendo a Bartolomé, y  dice: 
               
               -El  cocodrilo vuelve a su madriguera en el momento apropiado. 
               
               -¿Qué  quieres decir? ¿Qué insinúas? -pregunta Simón con una agresividad como nunca ha  tenido. 
               
               -¡Calma,  calma! ¿Qué os sucede? ¡Es la noche de Pascua! Nunca hemos tenido aparejo tan  digno para consumir el cordero. Celebremos, pues, la cena con espíritu de paz.  Veo que os he turbado mucho con mis instrucciones de estas últimas noches.  Pero, ¿veis? ¡He terminado! Ahora ya no os voy a causar más turbación. No está  todo dicho en cuanto a mí se refiere. Sólo lo esencial. El resto... lo  comprenderéis después. Se os dirá... ¡Sí, vendrá el que os lo dirá! Juan, ve  con Judas y algún otro por las copas para la purificación. Y luego nos sentamos  a la mesa. 
               
               La  dulzura de Jesús verdaderamente parte el corazón. 
               Juan  con Andrés, Judas Tadeo con Santiago, traen una copa grande, echan agua en ella  y ofrecen a Jesús la toalla, y también a los compañeros, los cuales hacen luego  lo mismo con ellos. Y ponen la copa (en realidad es una palangana de metal) en  un rincón. 
               
               -Y  ahora cada uno a su sitio. Yo aquí, y aquí, a la derecha, Juan; al otro lado,  mi fiel Santiago: los dos primeros discípulos. Después de Juan mi Piedra fuerte.  Y después de Santiago el que es como el aire, que no se advierte pero siempre  está y consuela: Andrés. A su lado mi primo Santiago. ¿No te duele, dulce  hermano, el que asigne el primer puesto a los primeros? Eres el sobrino del  Justo, cuyo espíritu, más que nunca en esta hora, late en suspendido vuelo  sobre mí. ¡Ten paz, padre de mi debilidad de niño, encina a cuya sombra  hallaron alivio la Madre y el Hijo! ¡Ten paz!... Después de Pedro, Simón...  Simón, ven un momento aquí. Quiero mirar fijamente tu rostro leal. Después te  veré ya sólo mal, porque otros me cubrirán tu honesto rostro. Gracias, Simón.  Por todo -y lo besa.  
             Simón,  dejado ya, va a su sitio y, un instante, se lleva las manos a la cara con un  gesto de aflicción. 
               -En  frente de Simón mi Bartolmái. Dos honradeces y sabidurías que se reflejan  recíprocamente. Están bien juntos. Y, al lado, tú, Judas, hermano mío. Así te  veo... y me parece estar en Nazaret... cuando alguna fiesta nos reunía a todos  en torno a una mesa... También en Caná... ¿Recuerdas? Estábamos el uno al lado  del otro. Una fiesta... una fiesta de boda... el primer milagro... el agua  transformada en vino... También hoy una fiesta... y también hoy habrá un  milagro... el vino cambiará de naturaleza... y será... -Jesús se sume en su pensamiento.  Con la cabeza baja, está como aislado en su mundo secreto. Los demás lo miran  sin decir nada. 
               
               Alza  de nuevo la cabeza y mira fijamente a Judas Iscariote, y le dice: 
               
               -Tú  estarás frente a mí. 
               -¿Tanto  me quieres? ¿Más que a Simón, que siempre quieres tenerme enfrente? 
               -Mucho.  Tú lo has dicho. 
               
               -¿Por  qué, Maestro? 
               -Porque  eres el que más ha hecho de todos para esta hora. 
               Judas  mira al Maestro y a sus compañeros con una mirada muy cambiante: al primero con  una cierta, irónica compasión; a los otros, con aire de triunfo. 
               
               -Y  a tu lado, en una parte, Mateo; en la otra, Tomás. 
               -Entonces  Mateo a mi izquierda y Tomás a mi derecha. 
               -Como  quieras, como quieras -dice Mateo -Me basta con tener bien de frente a mi  Salvador. 
               
               -Por  último, Felipe. ¿Veis? El que no está a mi lado en el lado de honor, tiene el  honor de estar frente a mí. 
               Jesús,  en pie en su sitio, vierte en la amplia copa que está colocada delante de Él  -todos tienen altas copas, pero El tiene una mucho más grande, además de la que  tienen todos; debe ser la copa ritual-, vierte el vino. Alza la copa, la  ofrece, la pone en la mesa. 
               Luego  todos juntos preguntan con tono de salmo: 
               
               -¿Por  qué esta ceremonia? 
               Pregunta  formal, de rito, está claro. 
               A  la cual Jesús, como cabeza de familia, responde: 
               -Este  día recuerda nuestra liberación de Egipto. Bendito sea Yeohveh, que ha creado  el fruto de la vid. 
               Bebe  un sorbo de este vino ofrecido y pasa el cáliz a los demás. Luego ofrece el  pan, lo parte, lo distribuye; luego las hierbas empapadas en la salsa rojiza  que hay en cuatro salseras. 
               
               Terminada  esta parte de la comida cantan salmos, todos en coro. Se lleva a la mesa, desde  el aparador, la amplia bandeja del cordero asado, y la ponen delante de Jesús. 
               Pedro,  que desempeña el papel de... primera parte, de coro, si le gusta más, pregunta: 
               -¿Por  qué este cordero, así? 
               
               -Como  recuerdo de cuando Israel fue salvado por el cordero inmolado. No murió ningún  primogénito donde la sangre brillaba en las jambas y el dintel. Y, después,  mientras todo Egipto lloraba a los primogénitos varones muertos, desde el  palacio del faraón hasta los tugurios, los hebreos, capitaneados por Moisés, se  movieron hacia la tierra de la liberación y la promesa. Ceñidas ya sus  cinturas, calzados los pies, cayado en mano, fue diligente el pueblo de Abraham  para ponerse en marcha cantando los himnos del júbilo. 
               
               Todos  se ponen en pie y entonan: 
               -Cuando  Israel salió de Egipto y la casa de Jacob de un pueblo bárbaro, Judea vino a  ser su santuario» etc., etc. (en la Neovulgata Salmo 114). 
               
               Ahora  Jesús corta el cordero, llena un nuevo cáliz, bebe de él y lo pasa. Luego  entonan otro canto: 
               -Niños,  alabad al Señor; bendito sea el Nombre del Eterno, ahora y por los siglos de  los siglos. De Oriente a Occidente debe ser alabado» etc. (Salmo 113). 
               
               Jesús  da los trozos de cordero cuidando de que todos queden bien servidos, justamente  como haría un padre de familia rodeado de los amados hijos de su corazón.  Solemne, un poco triste, mientras dice: 
               
               -He  deseado ardientemente comer con vosotros esta Pascua. Ha sido para mí el deseo  de los deseos, desde que fui -ab aeterno-"el Salvador". Sabía que  esta hora precedería a esa otra. Mas la alegría de darme infundía,  anticipadamente, este consuelo a mi padecer... He deseado ardientemente comer  con vosotros esta Pascua, porque ya nunca comeré del fruto de la vid hasta la  llegada del Reino de Dios. Entonces me sentaré nuevamente con los elegidos en  el Banquete del Cordero, para el desposorio de los Vivientes con el Viviente.  Pero vendrán a él solamente los que hayan sido humildes y limpios de corazón  como Yo soy. 
               
               -Maestro,  hace un momento has dicho que el que no tiene el honor del sitio lo tiene por  estar enfrente de ti. ¿Cómo podemos saber, entonces, quién es el primero de  entre nosotros? -pregunta Bartolomé. 
               
               -Todos  y ninguno. Una vez... volvíamos cansados... nauseados por el odio farisaico.  Pero no estabais cansados de discutir entre vosotros acerca de quién era el  mayor... Un niño vino a mí rápido... un pequeño amigo mío... Y su inocencia  endulzó la desazón que Yo tenía por muchas cosas (no la última, vuestra  humanidad obstinada). ¿Dónde estás ahora, pequeño Benjamín que tuviste aquella  sabia respuesta que te vino del Cielo porque -ángel como eras-el Espíritu te  hablaba? En aquel momento os dije: "Si uno quiere ser el primero, sea el  último y el servidor de todos". Y os puse como ejemplo al sabio niño.  Ahora os digo:
             
             "Los reyes de las naciones las dominan. Y los pueblos oprimidos, aun odiándolos, los aclaman, y los reyes son llamados“Benefactores”, “Padres de la Patria”. Mas el odio se anida bajo el falso obsequio". Pero entre vosotros no debe ser así. 
               
               Que el mayor sea como el  menor; el que es cabeza, como uno que sirve. Efectivamente: ¿quién es mayor, el  que está a la mesa o el que sirve? El que está a la mesa. Yo, sin embargo, os  sirvo; y, dentro de poco, os serviré más. 
               
               Vosotros sois los que habéis estado  conmigo en las pruebas. Y Yo dispongo para vosotros un puesto en mi Reino de la  misma forma que en Él Yo seré Rey según la voluntad del Padre-, para que comáis  y bebáis en mi mesa eterna y estéis sentados en tronos juzgando a las doce  tribus de Israel. Habéis permanecido a mi lado en mis pruebas... Esto y no otra  cosa es lo que os hace grandes ante los ojos del Padre.  
             -¿Y  los que vendrán después? ¿No tendrán un lugar en el Reino? ¿Sólo nosotros? 
               
               -¡Oh,  cuántos príncipes habrá en mi Casa! Todos los que hayan sido fieles a Cristo en  las pruebas de la vida serán príncipes en mi Reino. Porque los que hayan  perseverado hasta el final en el martirio de la existencia serán como vosotros,  que conmigo habéis perseverado en mis pruebas. 
               
               Yo me identifico en mis  creyentes. A los predilectos les doy, como enseña, ese Dolor que abrazo por  vosotros y por todos los hombres. El que me sea fiel en el Dolor será un  bienaventurado mío; como vosotros, mis amados. 
               
               -Nosotros hemos perseverado hasta el final. 
               -¿Tú  crees, Pedro? Pues te digo que la hora de la prueba debe llegar todavía. Simón,  Simón de Jonás, mira que Satanás ha pedido cribaros como al trigo. He orado por  ti, para que tu fe no vacile. Tú, una vez enmendado, confirma a tus hermanos. 
               
               -Sé  que soy un pecador. Pero te seré fiel hasta la muerte. Este pecado no lo tengo.  Nunca lo tendré. 
               -No  seas soberbio, Pedro mío. Esta hora cambiará muchas cosas que antes eran de un  modo y ahora serán distintas. 
               
               ¡Cuántas!... Y esas cosas traen y comportan  necesidades nuevas. Vosotros lo sabéis. Siempre os he dicho, incluso cuando  íbamos por lugares lejanos recorridos por bandoleros: "No temáis. No nos  sucederá nada malo, porque los ángeles del Señor están con nosotros. No os  preocupéis de nada". ¿Os acordáis de cuando os decía: "No estéis  preocupados por lo que comeréis o por el vestido. El Padre sabe qué  necesitamos"? También os decía:
               
"El hombre es mucho más que un pájaro  y que una flor que hoy es hierba y mañana heno. Y veis que el Padre cuida  también de la flor y del pajarillo. ¿Podréis, entonces, dudar de que cuide de  vosotros?". Y os decía: "Dad a quien os pida, a quien os hiera presentadle  la otra mejilla". Os decía: "No llevéis ni bolsa ni cayado".  Porque he enseñado amor y confianza. Pero ahora... ahora ya no es ese tiempo.  Ahora os digo: "¿Os ha faltado alguna vez algo hasta ahora? ¿Alguna vez os  han hecho algún daño?". 
               
               -Nada,  Maestro. Y sólo a ti te lo han hecho. 
               -Así  veis que mi palabra era veraz. Pero ahora los ángeles son, todos, convocados  por su Señor. Es hora de demonios... Con las alas de oro, los ángeles del Señor  se tapan los ojos, se vendan, y les duele el color de sus alas, porque no es  color de amargura y ésta es hora de luto, y de un luto cruel, sacrílego... Esta  noche no hay ángeles en la Tierra. Están junto al trono de Dios para cubrir con  su canto las blasfemias del mundo deicida y el llanto del Inocente. Y nosotros  estamos solos... Yo y vosotros: solos. Los demonios son los dueños de esta  hora. 
               
               Por eso nuestro aspecto ahora y nuestra actitud serán como los de los  pobres hombres que recelan y no aman. Ahora el que tenga una bolsa tome consigo  también una alforja, el que no tenga espada venda su manto y cómprese una.  Porque también se dice de mí en la Escritura, (Isaías 53, 12) y debe  cumplirse: "Fue contado entre los malhechores". En verdad, todo lo  que a mí se refiere toca a su fin. 
               
               Simón,  que se ha alzado y ha ido al arquibanco donde había dejado su rico manto -y es  que esta noche todos visten sus mejores indumentos, y, por tanto, llevan  puñales, damasquinados pero muy cortos (más cuchillos que puñales), colgados de  los ricos cinturones-, coge dos espadas, dos verdaderas espadas, largas,  levemente curvadas, y se las lleva a Jesús: 
               
               -Yo  y Pedro nos hemos armado esta noche. Tenemos éstas. Pero los demás tienen sólo  el puñal corto. 
               
               Jesús  toma las espadas, las observa, desenvaina una y prueba su tajo contra una uña.  Es una extraña visión, y produce una impresión todavía más extraña el ver ese  fiero instrumento en las manos de Jesús. 
               
               -¿Quién  os las ha dado? -pregunta Judas Iscariote mientras Jesús observa y calla. Judas  parece muy inquieto... 
               -¿Quién?  Te recuerdo que mi padre era noble y muy poderoso. 
               
               -Pero  Pedro... 
               -¿Pero  qué? ¿Desde cuándo tengo que dar cuentas de los regalos que quiero hacer a mis  amigos? 
               Jesús  alza la cabeza. Antes ha metido el arma en su vaina y ahora devuelve las dos  espadas al Zelote. 
               
               -Está  bien. Son suficientes. Has hecho bien en cogerlas. Pero ahora, antes de beber  el tercer cáliz, esperad un momento. Os he dicho que el mayor es como el menor  y que Yo estoy como quien sirve en esta mesa y que más os serviré. Hasta ahora  os he dado alimentos. Es un servicio en orden al cuerpo. Ahora quiero daros un  alimento para el espíritu. No es un plato del rito antiguo; es del nuevo rito.  
               
               Yo quise bautizarme antes de ser el "Maestro". Para esparcir la  Palabra bastaba ese bautismo. Ahora será derramada la Sangre. Vosotros  necesitáis otro lavacro, aunque os hayáis purificado (con Juan el Bautista en  su momento y hoy también, en el Templo). No es suficiente. Venid para que os  purifique. Suspended la comida. Hay algo más importante que la comida que se da  al vientre para que se llene, aunque sea alimento santo, como este del rito  pascual; y ello es un espíritu puro, en disposición de recibir el don del cielo  que ya desciende para hacerse un trono en vosotros y daros la Vida. Dar la Vida  a quienes están limpios. 
               
               Jesús  se levanta -debe también alzarse Juan, para dejar a Jesús salir mejor de su  sitio-, va a un arquibanco y se quita la túnica roja; la pone doblada encima  del manto, ya doblado, se ciñe a la cintura una toalla grande, luego va a otra  palangana, que todavía está vacía y limpia. Echa en ella agua, lleva la  palangana al centro de la habitación, junto a la mesa, y la pone encima de un  taburete. Los apóstoles lo miran estupefactos. 
               
               -¿No  me preguntáis que qué hago? 
               -No  lo sabemos. Te digo que ya estamos purificados -responde Pedro. 
               
               -Y  Yo te repito que eso no importa. Mi purificación le sirve al que ya está  purificado para estarlo más. 
               
               Se  arrodilla. Desata las sandalias a Judas Iscariote y le lava los pies; uno  primero, otro después. Es fácil hacerlo, porque los triclinios están hechos de  tal manera que los pies quedan hacia la parte externa. Judas está estupefacto.  No dice nada. Pero, cuando Jesús, antes de calzar el pie izquierdo y  levantarse, pone el gesto de besarle el pie derecho ya calzado, Judas retrae  bruscamente el pie y da un golpe con la suela en la boca divina. Lo hace sin  querer. No es un golpe fuerte, pero a mí me causa mucho dolor. Jesús sonríe, y,  al apóstol, que le dice: «¿Te he hecho daño? Ha sido sin querer... Perdona», le  responde:  
             -No,  amigo. Lo has hecho sin malicia y no hace daño. 
               -Judas  lo mira... Es una mirada inquieta, huidiza... 
               Jesús  pasa a Tomás, luego a Felipe... Rodea el lado estrecho de la mesa y va donde su  primo Santiago. Lo lava, y lo besa en la frente al levantarse. Pasa a Andrés, que  está rojo de vergüenza y hace esfuerzos por no llorar; lo lava, lo acaricia  como a un niño. Luego está Santiago de Zebedeo, que no hace sino susurrar:
               
«  ¡Oh, Maestro! ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Anonadado y sublime Maestro mío!». Juan se  ha desatado ya las sandalias y, mientras Jesús está agachado secándole los  pies, él se inclina y lo besa en el pelo. 
               
               ¡Pero,  a Pedro!... ¡No es fácil convencerlo para este rito! 
               
               -¿Tú  lavarme a mí los pies? ¡Ni por asomo! Mientras viva, no te lo permitiré. Yo soy  un gusano, Tú eres Dios. Cada uno en su lugar. 
               
               -Lo  que Yo hago tú no puedes comprenderlo por ahora. Más adelante lo comprenderás.  Déjame. 
               
               -Todo  lo que Tú quieras, Maestro. ¿Quieres cortarme el cuello? Hazlo. Pero no me  lavarás los pies. 
               
               -¡Oh,  mi Simón! ¿No sabes que si no te lavo no tendrás parte en mi Reino? ¡Simón,  Simón! Necesitas esta agua para tu alma y para el mucho camino que debes  recorrer. ¿No quieres venir conmigo? Si no te lavo, no vienes a mi Reino. 
               
               -¡Oh,  Señor mío bendito! ¡Pues entonces lávame todo! ¡Los pies, las manos y la  cabeza! 
               
               -El  que, como vosotros, se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque  ya está enteramente purificado. Los pies... El hombre con los pies camina sobre  cosas sucias. Y ello sería poco, pues ya os dije que lo que ensucia no es lo  que entra y sale con el alimento, ni contamina al hombre lo que se pega a los  pies por el camino. No. Lo que le contamina es lo que incuba y madura en su  corazón y de allí sale y contamina sus acciones y sus miembros. 
               
               Y los pies del  hombre de corazón no limpio se dirigen hacia la crápula, la lujuria, los tratos  ilícitos, los delitos... Por tanto, son, de entre los miembros del cuerpo, los  que tienen mucha parte que purificar... como también los ojos, y la boca...  ¡Oh, hombre!, ¡hombre!, ¡perfecta criatura un día, el primero, y luego tan  corrompido por el Seductor! ¡Y no había en ti malicia, oh hombre, ni pecado!...  ¿Y ahora? ¡Eres todo malicia y pecado y no hay parte en ti que no peque! 
               
               Jesús  ha lavado los pies a Pedro. Los besa. Y Pedro llora y toma con sus gruesas  manos las dos manos de Jesús, se las pasa por los ojos y las besa luego. 
               
               También  Simón se ha quitado las sandalias y, sin decir nada, se deja lavar. Pero luego,  cuando Jesús está ya para pasar a Bartolomé, Simón se arrodilla, le besa los  pies y dice: 
               
               -¡Límpiame  de la lepra del pecado como me limpiaste de la lepra del cuerpo, para no quedar  confundido en la hora del juicio, Salvador mío! 
               
               -No  temas, Simón. Vendrás a la Ciudad celeste, blanco como nieve alpina. 
               
               -¿Y  yo, Señor? ¿A tu viejo Bartolmái qué le dices? Me viste a la sombra de la  higuera y leíste mi corazón. ¿Ahora qué ves?, ¿dónde me ves? Tranquiliza a este  pobre anciano que teme no tener ni fuerza ni tiempo para llegar a como quieres  que seamos. 
               Se  le ve muy emocionado a Bartolomé. 
               
               -Tampoco  temas tú. En aquel momento dije: "He aquí a un verdadero israelita en  quien no hay engaño". Ahora digo: "He aquí a un verdadero cristiano  digno del Cristo". ¿Que dónde te veo? Sentado en un trono eterno, vestido  de púrpura. Yo estaré siempre contigo. 
               
               Le  toca el turno a Judas Tadeo, el cual, cuando ve a sus pies a Jesús, no sabe  contenerse y reclina la cabeza sobre el brazo que tiene apoyado en las mesa y  llora. 
               
               -No  llores, dulce hermano. Te sientes como uno que debiera soportar que le  arrancasen un nervio, y te parece que no puedes soportarlo. Pero será un dolor  breve. Luego... 
               
               ¡Serás feliz, porque me quieres! Te llamas Judas. Y eres como  nuestro gran Judas (1 Macabeos 3, 1-9): como un gigante. Eres el  protector. Tus acciones son de león y cachorro de león rugientes. Desanidarás a  los impíos, que ante ti retrocederán, y los inicuos sentirán terror. Yo sé las  cosas. Sé fuerte. Una eterna unión estrechará y hará perfecto nuestro  parentesco, en el Cielo -Lo besa también a él, en la frente, como a su otro  primo. 
               
               -Yo  soy pecador, Maestro. A mí no... 
               -Eras  pecador, Mateo. Ahora eres el Apóstol. Eres una "voz" mía. Te  bendigo. ¡Cuánto camino han recorrido estos pies para avanzar sin cesar, hacia  Dios!... El alma los incitaba y ellos han abandonado todo camino que no fuera  mi camino. Continúa. ¿Sabes dónde termina el sendero? En el seno del Padre mío  y tuyo. 
               
               Jesús  ha terminado. Deja la toalla, se lava en agua limpia las manos, se pone de  nuevo la túnica, vuelve a su sitio y, al sentarse, dice: 
               
               -Ahora  estáis limpios, aunque no todos. Sólo los que han tenido la voluntad de  estarlo. 
               
               Mira  fijamente a Judas de Keriot, que ha hecho como si no hubiera oído, ocupado en  explicar a su compañero Mateo cómo su padre se decidió a mandarlo a Jerusalén:  palabras inútiles que tienen para Judas -quien, a pesar de su audacia, debe  sentirse incómodo-la única finalidad de guardar las apariencias. 
               
               Jesús  vierte vino por tercera vez en el cáliz común. Bebe. Ofrece de beber. Luego  canta, y los otros le siguen en coro: «Amo porque el Señor escucha la voz de mi  oración, porque inclina su oído hacia mí. Le invocaré durante toda mi vida. Me  rodeaban dolores de muerte» etc. (Según la numeración de la Neovulgata, se  recitan por orden: Salmo 116 (que agrupa el 114 y el 115 de la Vulgata), Salmo  117, Salmo 118 (largo himno), Salmo 119 (el que no termina nunca) 
               
               Un  momento de pausa. Luego sigue cantando: «Tuve fe y por eso hablé. Me había  humillado profundamente y en medio de mi turbación decía: "Todo hombre es  mentiroso"». Mira fijo a Judas.  
                            La  voz de mi Jesús, esta noche cansada, recobra fuerza cuando exclama: «Valiosa es  ante los ojos de Dios la muerte de los santos» y «Has roto mis cadenas. Te  ofreceré un holocausto de alabanza invocando el nombre del Señor» etc. etc. (Salmo  115). 
               
               Otra  breve pausa en el canto, y luego continúa: «Alabad todas al Señor, naciones,  todos los pueblos alabadlo. Porque se ha afianzado en nosotros su misericordia  y la verdad del Señor permanece eterna». 
               
               Otra  breve pausa y luego un largo himno: «Celebrad al Señor porque es bueno, porque  es eterna su misericordia...». 
               
               Judas  de Keriot canta tan desentonado, que Tomás dos veces lo conduce al tono con su  potente voz de barítono y lo mira fijamente. También los otros lo miran,  porque, por lo general está siempre bien entonado, y de su voz, como de todas  las otras cosas -lo he podido comprender-se siente orgulloso. ¡Pero esta noche!  Ciertas frases le turban, hasta el punto de que le salen gallos, y lo mismo  ciertas miradas de Jesús que subrayan las frases. Una de estas frases es:
               
               «Es  mejor confiar en el Señor que confiar en el hombre». Otra es: «Se me empujó y  vacilaba, y estaba para caer. 
               Pero el Señor me sujetó». Otra es: «No moriré,  sino que viviré y referiré las obras del Señor». Y, en fin, estas dos que voy a  decir, le estrangulan la voz al Traidor en la garganta: «La piedra desechada  por las constructores ha venido a ser piedra angular» y « ¡Bendito el que viene  en el nombre del Señor!». 
               
               Acabado  el salmo, mientras Jesús corta y de nuevo pasa trozos de cordero, Mateo  pregunta a Judas de Keriot: 
               
               -¿Te  encuentras mal? 
               -No.  Déjame tranquilo. No te preocupes de mí. 
               -Mateo  se encoge de hombros. 
               Juan,  que ha oído esto, dice: 
               
               -Tampoco  el Maestro está bien. ¿Qué te sucede, Jesús mío? 
               
               Tienes la voz quebrada; como  la de un enfermo o la de uno que haya llorado mucho -y lo abraza, estando con  la cabeza apoyada en el pecho de Jesús. 
               
               -Sólo  es que ha hablado mucho; y yo, lo único es que he andado mucho y he cogido frío  -dice Judas nervioso. 
               Y  Jesús, sin responderle a él, dice a Juan: 
               -Tú  ya me conoces... y sabes qué es lo que me cansa... 
               El  cordero está casi terminado. 
               
               Jesús,  que ha comido poquísimo y ha bebido sólo un sorbo de vino por cada cáliz -sin  embargo, como si se sintiera febril, ha bebido mucha agua-continúa  hablando:   
               
               -Quiero  que comprendáis mi gesto de antes. Os he dicho que el primero es como el  último, y que os daría un alimento que no es corporal. Os he dado un alimento  de humildad.
               
Para vuestro espíritu. Vosotros me llamáis: Maestro y Señor. Decís  bien, porque lo soy. Entonces, si Yo os he lavado los pies, también debéis  lavároslos vosotros los unos a los otros. Os he dado ejemplo para que hagáis lo  mismo que Yo he hecho. En verdad os digo: el siervo no es más que su señor, ni  el apóstol más que Aquel que lo ha constituido apóstol. Tratad de comprender  estas cosas. Y si, comprendiéndolas, las ponéis por obra, seréis  bienaventurados. Pero no seréis todos bienaventurados.
Yo os conozco. Sé a  quiénes he elegido. No de la misma manera me refiero a todos. Pero digo la  verdad. Por otra parte, debe cumplirse lo que en relación a mí fue escrito (Salmo  41, 10)“Aquel que conmigo el pan ha alzado contra mí su calcañar".
Os digo todo antes  de que suceda, para que no abriguéis dudas respecto a mí. Cuando todo esté  cumplido, creeréis todavía más que Yo soy Yo. El que me recibe a mí recibe al  que me ha enviado: al Padre santo que está en los Cielos. Y el que reciba a los  que Yo envíe me recibirá a mí mismo. Porque Yo estoy con el Padre y vosotros  estáis conmigo... Pero ahora vamos a cumplir el rito. 
               
               Vierte  de nuevo vino en el cáliz común y, antes de beber de él y de pasarlo para que  beban, se levanta, y con Él se levantan todos, y canta otra vez uno de los  salmos de antes: «Tuve fe y por eso hablé... » Y luego uno que no termina  nunca. ¡Hermoso... pero eterno! Creo identificarlo, por el comienzo y lo largo  que es, como el salmo 118. Lo cantan así: un trozo todos juntos; luego, por  turnos, uno dice un dístico y los otros, juntos, un trozo; y así hasta el  final. ¡Yo creo que al final tienen que sentir sed! 
                            Jesús  se sienta. No se recuesta; se queda sentado, como nosotros. Y habla:  
               
               -Ahora  que el antiguo rito ha sido cumplido, voy a celebrar el nuevo. Os he prometido  un milagro de amor. Es la hora de realizarlo. Por esto he deseado esta Pascua.  De ahora en adelante, ésta será la hostia inmolada en perpetuo rito de amor. Os  he amado durante toda la vida de la Tierra, amigos amados. Os he amado durante  toda la eternidad, hijos míos. Y quiero amaros hasta el final. No hay cosa  mayor que ésta. Recordadlo. Yo me marcho. Pero permaneceremos siempre unidos  mediante el milagro que voy a cumplir ahora. 
               
               Jesús  toma un pan todavía entero. Lo pone encima del cáliz, que está completamente  lleno. Bendice y ofrece ambos, luego parte el pan y toma de él trece trozos. Se  los da, uno a uno, a los apóstoles, y dice: 
               -Tomad  y comed. Esto es mi Cuerpo. Haced esto en memoria mía, que me marcho. 
               
               Pasa  el cáliz y dice: 
               
               -Tomad  y bebed. Ésta es mi Sangre. Éste es el cáliz del nuevo pacto en la Sangre y por  la Sangre mía, que será derramada por vosotros para el perdón de vuestros  pecados y para daros la Vida. Haced esto en memoria mía. 
               Jesús  está tristísimo. Toda huella de sonrisa, de luz, de color, lo han abandonado.  Su rostro es ya de agonía. Los apóstoles lo miran angustiados. 
               Jesús  se levanta y dice: 
               
               -No  os mováis. Vuelvo enseguida». Toma el trozo decimotercero de pan y el cáliz y  sale del Cenáculo. 
               -Va  donde su Madre -susurra Juan. 
               
               Y  Judas Tadeo suspira: 
               -¡Pobre  mujer! 
               
               Pedro  pregunta en voz baja: 
               -¿Crees  que Ella sabe? 
               
               -Sabe  todo. Siempre lo ha sabido todo.  
             Hablan  todos en voz bajísima, como delante de un muerto. 
               -Pero,  creéis que realmente... -pregunta Tomás, que no quiere creer todavía. 
               
               -¿Y  lo dudas? Es su hora -responde Santiago de Zebedeo. 
               -Que  Dios nos dé la fuerza de ser fieles -dice el Zelote. 
               -¡Oh!  Yo... -Pedro está para decir algo, pero Juan, que está alerta, dice: 
               -¡Chss!  Está aquí. 
               
               Jesús  vuelve. Trae en la mano el cáliz vacío. En su fondo, una mínima señal de vino,  que, bajo la luz de la lámpara, parece realmente sangre. 
               
               Judas  Iscariote, que tiene ante sí el cáliz, lo mira como 
               hechizado, y luego desvía  la mirada. 
               
               Jesús  lo observa y se estremece. Juan, estando apoyado en el pecho de Jesús, siente  este estremecimiento, y exclama: 
               -Dilo,  ¿no?! Estás temblando... 
               
               -No.  No tiemblo por fiebre... Todo os lo he dicho y todo os lo he dado. Más no podía  daros. Os he dado a mí mismo. 
               Hace  ese dulce gesto suyo de las manos, las cuales, antes unidas, ahora se separan y  abren, mientras agacha la cabeza, como queriendo decir: "Perdonad si más  no puedo. Así es." 
               
               -Os  he dicho todo y os he dado todo. Y repito que el nuevo rito se ha cumplido.  Haced esto en memoria mía. Os he lavado los pies para enseñaros a ser humildes  y puros como el Maestro vuestro. Porque en verdad os digo que los discípulos  deben ser como es el Maestro. Recordadlo, recordadlo. Incluso cuando estéis en  una posición superior. Ningún discípulo está por encima de su Maestro. 
               
               De la  misma manera que Yo os he lavado, hacedlo entre vosotros. O sea, amaos como  hermanos, ayudándoos los unos a los otros, venerándoos recíprocamente, siendo  ejemplo los unos para los otros. Y sed puros.
               
Para ser dignos de comer el Pan  vivo que ha bajado del Cielo y tener dentro de vosotros, por su virtud, la  fuerza de ser mis discípulos en el mundo enemigo que os odiará por causa de mi Nombre.  Pero uno de vosotros no es puro. 
Uno de vosotros me traicionará. Por este  motivo estoy intensamente conturbado en el espíritu... La mano del que me  traiciona está conmigo en esta mesa. Ni mi amor, ni mi Cuerpo y mi Sangre, ni  mi palabra, lo convierten y le hacen arrepentirse. Yo lo perdonaría yendo a la  muerte también por él. 
               
               Los  discípulos se miran aterrorizados, se escrutan, no sin recelos los unos de los  otros. Pedro, despertándose todas sus dudas, mira fijamente a Judas Iscariote.  Judas Tadeo se pone en pie como impulsado por un resorte, para mirar también a  Judas por encima del cuerpo de Mateo. 
               
               ¡Pero  éste se muestra tan seguro! A su vez, clava sus ojos en Mateo, como si  sospechara de él. Luego fija su mirada en Jesús. Sonríe y pregunta: 
               -¿Soy  yo, acaso, ése? 
               
               Parece  el más seguro de su honestidad, y parece que si hace esta pregunta es sólo  porque no se interrumpa la conversación. 
               
               Jesús  repite su gesto y dice: 
               
               -Tú  lo dices, Judas de Simón. No Yo. Tú lo dices. Yo no te he nombrado. ¿Por qué te  acusas? Pregúntale a tu voz interior, a tu conciencia de hombre, a esa  conciencia que Dios Padre te ha dado para que vivas como hombre, y mira a ver  si te acusa. Tú, antes que ningún otro, lo sabrás. Pero, si ella te  tranquiliza, ¿por qué dices palabras que son malditas con sólo decirlas, y  piensas en un hecho igualmente maldito con sólo pensarlo, aunque sea por juego? 
               
               Jesús  habla con calma. Parece sostener la tesis propuesta como lo podría hacer un  maestro con sus alumnos. La agitación es fuerte, pero la calma de Jesús la  aplaca. 
               
               De  todas formas, Pedro, que es el que más sospecha de Judas -quizás también Judas  Tadeo, pero lo parece menos, porque la desenvoltura de Judas Iscariote lo  desarma-, tira de una manga a Juan, y cuando Juan, que se había pegado fuertemente  a Jesús al oír hablar de traición, se vuelve, le susurra: 
               
               -Pregúntale  que quién es. 
               Juan  vuelve a su postura de antes. Lo único es que alza levemente la cabeza, como  para besar a Jesús, y entretanto le susurra al oído: 
               
               -¿Maestro,  quién es? 
               Y  Jesús, con voz bajísima, devolviéndole el beso entre los cabellos: 
               
               -Aquel  al que dé un pedazo de pan untado. 
               Toma  un pan todavía entero, no el resto del usado para la Eucaristía; separa un buen  trozo, lo unta en el jugo que ha dejado el cordero en la bandeja, alarga por  encima de la mesa el brazo y dice: 
               
               -Toma,  Judas. Esto te gusta. 
               
               -Gracias,  Maestro. Sí que me gusta -y, sin saber lo que es ese bocado, se lo come,  mientras Juan, horrorizado, hasta cierra los ojos para no ver la horrenda  sonrisa que tiene Judas mientras muerde con sus fuertes dientes el pan  acusador. 
               
               -Bien.  Ahora que te he dado esta satisfacción, márchate -dice Jesús a Judas. -Todo  está cumplido, aquí (marca mucho la palabra). Lo que en otro lugar queda por  hacer hazlo pronto, Judas de Simón. 
               
               -Te  obedezco enseguida, Maestro. Luego me reuniré contigo en el Getsemaní. ¿Vas  allí, verdad?, ¿como siempre? 
               -Voy  allí... como siempre... sí. 
               
               -¿Qué  tiene que hacer? -pregunta Pedro -¿Va solo? 
               -No  soy ningún niño -dice en tono socarrón Judas, que se está poniendo el manto. 
               
               -Déjalo  que se marche. Yo y él sabemos lo que se debe hacer -dice Jesús. 
               
               -Sí,  Maestro. 
               Pedro  guarda silencio. Quizás piensa que ha pecado de desconfianza hacia su  compañero. Con la mano en la frente, piensa.  
             Jesús  aprieta contra su corazón a Juan y le susurra otra cosa entre sus  cabellos:   
               -No  digas nada a Pedro, por ahora. Sería un inútil escándalo. 
               -Adiós,  Maestro. Adiós, amigos -Judas se despide. 
               -Adiós  -dice Jesús. 
               Y  Pedro: 
               
               -Adiós,  muchacho. 
               
               Juan,  con la cabeza casi en el regazo de Jesús, susurra: 
               -¡Satanás! 
               Sólo  Jesús lo oye, y suspira. 
               
               Hay  unos minutos de absoluto silencio. Jesús está cabizbajo, mientras mecánicamente  acaricia los rubios cabellos de Juan. 
               
               Luego  reacciona. Alza la cabeza, mira alrededor de sí, sonríe (una sonrisa  consoladora para los discípulos). Dice: 
               
               -Quitamos  la mesa. Vamos a sentarnos todos bien juntos, como hijos en torno a su padre. 
               
               Toman  los triclinios que había detrás de la mesa (los de Jesús, Juan, Santiago,  Pedro, Simón, Andrés y el primo Santiago) y los llevan al otro lado. 
               
               Jesús  toma asiento en el suyo, igual que antes, entre Santiago y Juan. Pero, cuando  ve que Andrés va a sentarse en el sitio que ha dejado Judas Iscariote, grita: 
               -No,  ahí no. 
               
               Un  grito impulsivo que su suma prudencia no logra evitar. 
               Luego  modifica de esta manera: 
               
               -No es necesario  tanto espacio. Sentados, se puede estar en éstos; son suficientes. Os quiero  tener muy cerca. Ahora, respecto a la mesa, están así:  o sea, forman una U alargada con Jesús en el centro y,  enfrente, la mesa -una mesa ya sin comida-y el sitio de Judas. Santiago de Zebedeo llama a Pedro: -Siéntate aquí. Yo me siento en este  taburete, a los pies de Jesús. -¡Que Dios te bendiga, Santiago! ¡Lo estaba  deseando! -dice Pedro, y se arrima a su Maestro, que viene a hallarse  estrechado entre Juan y Pedro, y tiene a Santiago a los pies. Jesús sonríe: 
               
               -Veo  que empiezan a obrar las palabras que he dicho antes. Los buenos hermanos se  quieren. Yo también te digo, Santiago: "Que Dios te bendiga". Tampoco  este acto tuyo será olvidado por el Eterno, y lo encontrarás allá arriba. 
               Todo  lo que pido lo puedo. Ya lo habéis visto. Ha bastado un solo deseo para que el  Padre concediera al Hijo el darse en Alimento al hombre.
               
Con todo lo que ha  sucedido ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, porque el milagro, sólo  posible para los amigos de Dios, es testimonio de poder. Cuanto mayor es el  milagro, más segura y profunda es esta divina amistad. 
Éste es un milagro que,  por su forma, duración y naturaleza, por su magnitud y los límites a que llega,  no admite otro posible mayor. Os digo que es tan poderoso, tan sobrenatural,  tan incomprensible para el hombre soberbio, que muy pocos lo entenderán como  debe entenderse, y muchos lo negarán. ¿Qué diré, entonces? ¿Condena para ellos?  No. Diré: ¡piedad! 
               Pero,  cuanto mayor es el milagro, mayor es la gloria que recibe su autor. Es Dios  mismo quien dice: "Sí, este amado mío ha recibido lo que ha querido, y Yo  lo he concedido, porque grande es la gracia que posee ante mis ojos". Y  aquí dice: 
               
               "Posee una gracia sin límites, como infinito es el milagro que  ha hecho". La gloria que de Dios revierte en el autor del milagro y la  gloria que del autor del milagro revierte en el Padre son parejas: porque toda  gloria sobrenatural, procediendo de Dios, a su fuente retorna. Y la gloria de  Dios, aun siendo ya infinita, crece y crece y resplandece por la gloria de sus  santos. 
               
               Así, digo: de la misma forma que ha sido glorificado por Dios el Hijo  del hombre, Dios ha sido glorificado por Este. Yo he glorificado a Dios en mí  mismo, a su vez Dios glorificará en sí a su Hijo; muy 
               pronto lo glorificará. 
               
               ¡Exulta,  Tú que vuelves a tu Sede, oh Esencia espiritual de la Segunda Persona! ¡Exulta,  Carne que vuelves a subir después de tanto destierro en el fango! Y lo que se  te va a dar como morada ciertamente no es el Paraíso de Adán, sino el excelso  Paraíso del Padre. Que, si se dijo que sorprendido por un mandato de Dios -dado  por boca de un hombre-se detuvo el Sol, (Josué 10, 1214) ¿qué no  sucederá en los astros cuando vean el prodigio de la Carne del Hombre subir y  sentarse a la derecha del Padre en su Perfección de materia glorificada? 
               
               Hijitos  míos, ya poco tiempo estaré con vosotros. Luego me buscaréis como los huérfanos  buscan al padre o a la madre muertos. Y, llorando, hablando de Él iréis y  llamaréis en vano al mudo sepulcro, y luego llamaréis a las puertas azules de  los Cielos, con vuestra alma lanzada en suplicante búsqueda de amor, y diréis:
               
"¿Dónde está nuestro Jesús? Queremos tenerlo. Sin Él ya no hay luz en el  mundo, ni alegría ni amor. O devolvédnoslo o dejadnos entrar. Queremos estar  donde Él". Mas no podéis, por ahora, ir a donde Yo voy. Se lo dije también  a los judíos: "Luego me buscaréis, pero a donde voy Yo vosotros no podéis  ir". Os lo digo también a vosotros. 
               
               Considerad  que ni siquiera mi Madre podrá ir a donde Yo voy. Y fijaos que dejé al Padre  para ir a Ella y hacerme Jesús en su seno sin mancha. Fijaos que de la  Inviolada vine en el éxtasis luminoso de mi Natividad; y de su amor, hecho  leche, me nutrí.
               
Yo estoy hecho de pureza y amor porque María me nutrió con su  virginidad fecundada por el Amor perfecto que vive en el Cielo. Y fijaos que  por Ella crecí, costándole fatigas y lágrimas... Y fijaos que le pido un  heroísmo que supera a todos los realizados hasta ahora, respecto al cual los de  Judit y Yael son como heroísmos de pobres mujeres en oposición con su rival en  la fuente del pueblo. Y fijaos que ninguno la iguala en amor a mí. Pues bien, a  pesar de todo, la dejo y voy a donde Ella no irá hasta dentro de mucho tiempo.  Para Ella no es el mandato que os doy a vosotros:
               
"Santificaos año tras  año, mes tras mes, día tras día, hora tras hora, para poder venir a mí cuando  llegue vuestro momento". En Ella reside toda gracia y santidad. Es la  criatura que ha tenido todo y ha dado todo. Nada hay que añadir en Ella, y nada  hay que quitar. Es el santísimo testimonio de lo que puede Dios. 
             Pero  para estar seguro de que en vosotros exista la aptitud de venir a mí y de  olvidar el dolor del luto de la separación de vuestro Jesús, os doy un  mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como Yo os he amado,  amaos igualmente los unos a los otros. Por esto se sabrá que sois mis  discípulos. 
               
               Cuando un padre tiene muchos hijos, ¿en qué se sabe que son sus  hijos? No tanto por el aspecto físico -porque hay hombres que son en todo  semejantes a otro hombre con el que no tienen ninguna relación de sangre, y ni  siquiera de nación-, cuanto por el común amor a la familia, a su padre y entre  sí. E incluso cuando muere el padre la buena familia no se disgrega, porque la  sangre es una, que es la que recibieron genéticamente de su padre y anuda  vínculos que ni siquiera la muerte desata, porque más fuerte que la muerte es  el amor. Pues bien, si me amáis aun después de que os deje, todos reconocerán  que sois hijos míos, y por tanto, discípulos míos, y que, habiendo tenido un  único padre, entre vosotros sois hermanos. 
               
               Señor  Jesús, pero ¿a dónde vas? -pregunta Pedro. 
               -Voy  a donde tú, por ahora, no puedes seguirme. Pero después me seguirás. 
               
               -¿Y  por qué no ahora? Te he seguido siempre, desde que me dijiste:  "Sígueme". He dejado todo sin añoranzas... Marcharte ahora sin tu  pobre Simón, dejándome privado de ti, mi Todo, después de que yo he dejado mi  poco bien de antes, no es ni razonable ni bonito por tu parte. ¿Vas a la  muerte? Bien, pues yo también voy. Iremos juntos al otro mundo. Pero antes te  habré defendido. Estoy preparado para dar la vida por ti. 
               
               -¿Tú  darás tu vida por mí? ¿Ahora? Ahora, no. En verdad, en verdad te lo  digo: antes de que cante el gallo me negarás tres veces. Estamos todavía en la  primera vigilia. Luego vendrá la segunda... y luego la tercera. Antes del  galicinio, renegarás de tu Señor tres veces. 
               
               -¡Imposible,  Maestro! Creo en todo lo que dices, pero no en esto; estoy seguro de mí. 
               
               -Ahora, por ahora estás seguro; pero es porque ahora me tienes todavía a mí.  Tienes contigo a Dios. Dentro de poco el Dios encarnado será prendido y ya no  lo tendréis. Y Satanás, después de poneros rémoras -tu propia seguridad es una  astucia de Satanás, morralla para ponerte rémoras-os amedrentará. Os insinuará:  "Dios no existe. Yo existo". 
               
               Y, dado que, a pesar de que el espanto  os empañe la mente, todavía razonaréis, lo que comprenderéis será que si Satanás  es el amo de esa hora, es que ha muerto el Bien y lo que obra es el Mal; que el  espíritu ha sido abatido y triunfa lo humano. Entonces os quedaréis como  guerreros sin caudillo, perseguidos por el enemigo, y, en medio del  desconcierto propio de los vencidos, os doblegaréis ante el vencedor, y, para  evitar que os maten, renegaréis del héroe caído. 
               
               Pero  -os lo ruego-, no se turbe vuestro corazón. Creed en Dios. Creed también en mí.  Contra todas las apariencias, creed en mí. Creed en mi misericordia y en la del  Padre tanto el que se quede como el que huya; tanto el que calle como el que  abra su boca para decir: "No lo conozco". 
               
               Igualmente, creed en mi  perdón. Y creed que, cualesquiera que sean en el futuro vuestras acciones, en  el Bien y en mi Doctrina (por tanto, en mi Iglesia), esas acciones os darán un  igual lugar en el Cielo. 
               
               En  la casa del Padre mío hay muchas moradas. Si no fuera así, os lo habría dicho.  Porque Yo voy por delante. A preparar un lugar para vosotros. ¿No hacen, acaso,  eso los padres buenos, cuando tienen que llevar a sus pequeñuelos a otro lugar?  Van por delante, preparan la casa, los enseres, las provisiones. Y luego  vuelven y toman consigo a sus más amadas criaturas.
               
Eso hacen, por amor. Para  que a sus pequeñuelos no les falte nada, ni se sientan incómodos en el nuevo  pueblo. Lo mismo hago Yo, y por el mismo motivo. Me marcho, ahora. Cuando haya  preparado para cada uno su puesto en la Jerusalén celestial, volveré y os  tomaré conmigo, para que estéis conmigo donde Yo estoy, donde no habrá ya muerte  ni lutos ni lágrimas ni gritos ni hambre ni dolor ni tinieblas ni quemazón,  sino sólo luz, paz, bienaventuranza y canto. 
               
               ¡Oh,  canto de los Cielos altísimos cuando los doce elegidos estén en los tronos con  los doce patriarcas de las tribus de Israel y, encendidos en el fuego del amor  espiritual, canten, erguidos frente al mar de la bienaventuranza, el cántico  eterno cuyo arpegio será el eterno aleluya del ejército angélico...! 
               Quiero  que donde voy a estar estéis vosotros. Y ya sabéis a dónde voy, y sabéis el  camino. 
               
               -¡Pero  Señor! Nosotros no sabemos nada. No nos dices a dónde vas. ¿Cómo podemos saber  el camino que hay que tomar para ir hacia ti y abreviar la espera? -pregunta  Tomás. 
               -Yo  soy el Camino, la Verdad, la Vida. Me lo habéis oído decir y explicar repetidas  veces. Y, en verdad, algunos que ni siquiera sabían que existía un Dios se han  encaminado antes por mi camino y ya os preceden.
               
¡Oh!, ¿dónde estás, oveja  descarriada de Dios traída por mí de nuevo al redil?, ¿dónde estás tú,  resucitada de alma? 
               
               -¿Quién?  ¿De quién hablas? ¿De María de Lázaro? Está allí, con tu Madre. ¿Quieres que  venga? ¿O quieres que venga Juana? Estará, sin duda, en su palacio. Pero, si  quieres, vamos a llamarla... 
               
               -No.  No me refiero a ellas... Pienso en aquella que será mostrada sólo en el  Cielo... y en Fotinai... Ellas me han encontrado. Y desde entonces no han  dejado mi camino.
               
A una le indiqué al Padre como Dios verdadero y al espíritu  como levita en esta individual adoración; a la otra, que ni siquiera sabía que  tenía un espíritu, le dije: "Mi nombre es Salvador; salvo a quien tiene  buena voluntad de salvarse. Yo soy Aquel que busca a los perdidos, que da la  Vida, la Verdad y la Pureza. Quien me busca me encuentra". Y ambas han  encontrado a Dios... Os bendigo, débiles Evas que habéis venido a ser más  fuertes que Judit... Voy a donde estáis... Vosotras me consoláis... ¡Benditas  seáis!... 
               
               -Muéstranos  al Padre, Señor, y seremos como estas mujeres -dice Felipe. 
               
               -¡Tanto  tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y tú, Felipe, no me has conocido todavía?!  El que me ve a mí ve al Padre mío. ¿Cómo es que dices: "Muéstranos al  Padre"? ¿No logras creer que Yo estoy en el Padre y Él en mí? Las palabras  que os digo no os las digo motu propio, sino que el Padre, que mora en mí,  cumple cada una de mis obras. ¿Y no creéis que Yo esté en el Padre y Él en mí?  ¿Qué tengo que decir para haceros creer? Pues si no creéis en las palabras  creed al menos en las obras. 
               
               Yo  os digo, y os lo digo con verdad: el que cree en mí hará las obras que Yo hago,  y las hará aun mayores, porque voy al Padre. Y todo lo que pidáis al Padre en  mi nombre Yo lo haré para que el Padre sea glorificado en su Hijo. Y haré lo  que me pidáis en nombre de mi Nombre. Mi Nombre, en lo que realmente es, es  conocido por mí sólo y por el Padre que me ha engendrado y por el Espíritu que  de nuestro amor procede. Por ese Nombre todo es posible. El que piensa en mi  Nombre con amor me ama, y obtiene; pero no basta amarme, es necesario observar  mis mandamientos para tener el verdadero amor.  
             Son  las obras las que dan testimonio de los sentimientos. Y por este amor rogaré al  Padre, y Él os dará otro Consolador, que permanezca para siempre con vosotros,  Uno en quien Satanás y el mundo no pueden ensañarse, el Espíritu de la Verdad  que el mundo no puede recibir ni herir, porque ni lo ve ni lo conoce. Dirigirá  contra Él sus escarnios, pero Él es tan excelso que el escarnio no lo podrá  herir; mientras que su piedad superará toda medida para aquellos que lo amen,  aunque sean pobres y débiles. Vosotros lo conoceréis, porque ya vive con vosotros  y pronto estará en vosotros. 
               
               No  os dejaré huérfanos. Ya os he dicho que volveré a vosotros. Pero antes de que  llegue la hora de venir a recogeros para ir a mi Reino Yo vendré; a vosotros  vendré. Dentro de poco el mundo ya no me verá. Pero vosotros me veis y me  veréis. Porque Yo vivo y vosotros vivís. Porque Yo viviré y vosotros también  viviréis.
               
Ese día conoceréis que estoy en el Padre mío y vosotros en mí y Yo en  vosotros. Porque el que acoge mis preceptos y los observa es el que me ama, y  el que me ama será amado por el Padre mío y poseerá a Dios porque Dios es  caridad y quien ama tiene en sí a Dios. Y Yo lo amaré porque en él veré a Dios,  y me manifestaré a él dándome a conocer en los secretos de mi amor, de mi  sabiduría, de mi Divinidad encarnada. Serán mis regresos a los hijos del  hombre, a quienes amo, aunque sean débiles e incluso enemigos. Pero éstos serán  sólo débiles, y yo los fortaleceré. Les diré: "¡Álzate!", diré  "¡Sal afuera!", diré: "¡Sígueme!", diré  "Escucha", diré "Escribe"... y vosotros estáis entre éstos. 
               
               -¿Por  qué, Señor, te manifiestas a nosotros y no al mundo? -pregunta Judas Tadeo. 
               
               -Porque  me amáis y ponéis por obra mis palabras. El que haga esto será amado por el  Padre y Nosotros iremos a él y viviremos con él, en él; mientras que el que no  me ama no pone por obra mis palabras y actúa según la carne y el mundo.
               
Ahora  bien, sabed que lo que os he dicho no son palabras de Jesús Nazareno sino  palabras del Padre, porque Yo soy el Verbo del Padre, que me ha enviado. Os he  dicho estas cosas hablando así, con vosotros, porque quiero Yo mismo prepararos  a la completa posesión de la Verdad y la Sabiduría. Pero todavía no podéis  comprender ni recordar. 
Pero, cuando venga a vosotros el Consolador, el  Espíritu Santo que el Padre enviará en mi Nombre, podréis comprender, y os  enseñará todo y os recordará todo lo que Yo os he dicho. 
               
               Mi  paz os dejo, mi paz os doy. Os la doy no como la da el mundo, y ni siquiera  como hasta ahora os la he dado: saludo bendito del Bendito a los bendecidos. La  paz que ahora os doy es más profunda.
               
En este adiós, os comunico a mí mismo, mi  Espíritu de paz, de la misma manera que os he comunicado mi Cuerpo y mi Sangre,  para que tengáis en vosotros una fuerza en la inminente batalla. Satanás y el  mundo desatan su guerra contra vuestro Jesús. Es su hora. Tened en vosotros la  Paz, mi Espíritu que es espíritu de paz, porque Yo soy el Rey de la paz. Tened  esta paz para no sentiros demasiado desvalidos. El que sufre con la paz de Dios  dentro de sí, sufre, pero ni blasfema ni se desespera. 
               
               No  lloréis. Habéis oído también que he dicho: "Voy al Padre y luego  regresaré". Si me amarais por encima de la carne, os alegraríais, porque  voy con el Padre después de este gran destierro... Voy donde Aquel que es mayor  que Yo y que me ama. Os lo he dicho ahora, antes de que se cumpla -como también  os he revelado todos los sufrimientos del Redentor antes de ir a ellos- para  que, cuando todo se cumpla, creáis más en mí. 
               
               ¡No os turbéis de esa manera! No  os descorazonéis. Vuestro corazón necesita equilibrio... 
               
               Poco  me queda para hablaros... ¡y todavía tengo mucho que decir! Llegado al final de  esta evangelización mía, me parece como si no hubiera dicho todavía nada, y que  mucho, mucho, mucho quede por hacer. Vuestro estado aumenta esta sensación mía.  ¿Qué diré entonces? ¿Que he desempeñado con deficiencias mi función?, ¿o que  vosotros sois tan duros de corazón, que para nada ha servido mi obra? ¿Dudaré?  No. Me pongo en las manos de Dios, y os pongo a vosotros, mis predilectos, en  sus manos. Él dará cumplimiento a la obra de su Verbo.
               
No soy como un padre que  muere sin más luz que la humana; Yo espero en Dios. Y aun sintiendo en mí el  apremio de daros todos los consejos de que os veo necesitados, y aun sintiendo  que el tiempo huye, voy tranquilo a mi destino. Sé que sobre las semillas  caídas en vosotros está para descender el rocío, un rocío que las hará germinar  a todas ellas; y luego vendrá el sol del Paráclito, y las semillas se  transformarán en árboles corpulentos. 
Muy pronto llegará el príncipe de este  mundo, aquel con quien Yo nada tengo que ver; y, si no hubiera sido por la  finalidad redentora, ningún poder hubiera tenido en orden a mí. Pero esto  sucede para que el mundo sepa que amo al Padre y que lo amo hasta la obediencia  de muerte y que por eso hago lo que me ha mandado. 
               
               Es  la hora de marcharnos. Levantaos. Oíd las últimas palabras. Yo soy la verdadera  Vid. El Padre es el Viñador. 
               
               Al sarmiento que no produce fruto el Padre lo  corta y al que produce fruto lo poda para que dé aún más fruto. 
               
               Vosotros estáis  ya purificados por mi palabra. Permaneced en mí -Yo permanezco en vosotros-para  mantener esa pureza. 
               
               El sarmiento separado de la vid no puede producir fruto.  Igualmente vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la Vid; vosotros, los  sarmientos. El que permanece unido a mí produce abundantes frutos. Pero si uno  se separa se seca, y es arrojado al fuego y allí arde. Porque sin la unión  conmigo no podéis hacer nada. Permaneced, pues en mí; que mis palabras  permanezcan en vosotros; luego pedid lo que queráis y se os concederá.
               
El Padre  mío, cuanto más fruto deis y cuanto más discípulos míos seáis, más glorificado  será. Como el Padre me ha amado, así os he amado Yo. Permaneced en mi amor, que  salva. Amándome, seréis obedientes. La obediencia aumenta el recíproco amor. No  digáis que me repito. Conozco vuestra debilidad. Quiero que os salvéis. Os digo  estas cosas para que la alegría que os he querido dar esté en vosotros y sea  completa.
Amaos. ¡Amaos! Éste es mi mandamiento nuevo. Amaos unos a otros más de  lo que cada uno ame a sí mismo. No hay mayor amor que el del que da su vida  por sus amigos. Vosotros sois mis amigos y Yo doy la vida por vosotros. Haced  lo que os enseño y mando. 
               Ya  no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, mientras  que vosotros sabéis lo que Yo hago. Todo lo sabéis acerca de mí. Me he  manifestado a vosotros, pero no sólo esto, sino que también os he revelado al  Padre y al Paráclito y todo lo que he oído a Dios.  
             No  os habéis elegido a vosotros mismos, sino que os he elegido Yo, y os he elegido  para que vayáis a los pueblos y deis fruto en vosotros y en los corazones de  los evangelizados y vuestro fruto permanezca, y el Padre os dé todo lo que en  mi Nombre le pidáis. 
               
               No  digáis: "Y entonces, si nos has elegido, ¿por qué has elegido a un  traidor? Si lo sabes todo, ¿por qué has hecho esto?". No os preguntéis ni  siquiera quién es ése. No es un hombre. Es Satanás. Se lo dije al amigo fiel y  lo he dejado decir al hijo predilecto.
               
Es Satanás. Si Satanás no se hubiera  encarnado -el eterno, torpe remedador de Dios, en una carne mortal-, este  poseído no hubiera podido quedar al margen de mi poder de Jesús. He dicho:  "poseído". No. Es mucho más: es uno que está anulado en Satanás».
               -¿Por  qué, Tú que has expulsado los demonios, no lo has liberado? -pregunta Santiago  de Alfeo. 
               -¿Lo  preguntas por amor a ti, temiendo ser él? No temas eso. 
               -¿Yo,  entonces? 
               -¿Yo? 
               -¿Yo? 
               
               -Callad.  No digo ese nombre. Uso misericordia. Haced vosotros lo mismo. 
               
               -¿Pero  por qué no lo has vencido? ¿No podías? 
               -Podía.  Pero para impedir a Satanás encarnarse para matarme habría debido exterminar a  la raza humana antes de la Redención. ¿Qué habría redimido, entonces? 
               
               -¡Dímelo,  Señor, dímelo! 
               
               Pedro  ha caído de rodillas ante Jesús y lo zarandea frenéticamente, como si el  delirio se hubiera apoderado de él. 
               
               -¿Soy  yo? ¿Soy yo? ¿Me examino? No me parece serlo. Pero Tú... has dicho que te  negaré... Y tiemblo... ¡Qué horror ser yo!... 
               
               -No,  Simón de Jonás, tú no. 
               
               -¿Por  qué me has quitado mi nombre de "Piedra"? ¿Entonces soy de nuevo  Simón? ¿Lo ves? ¡Lo estás diciendo! ... ¡Soy yo! ¿Cómo he podido llegar a esto?  Decidlo... decidlo vosotros... ¿Cuándo me he hecho traidor?... ¿Simón?...  ¿Juan?... ¡Hablad!... 
               
               -¡Pedro!  ¡Pedro! ¡Pedro! Te llamo Simón porque pienso en el primer encuentro, cuando  eras Simón. Y pienso en cómo has sido leal desde el primer momento. No eres tú.  Lo digo Yo: Verdad. 
               
               -¿Quién,  entonces? 
               -¡Pues  Judas de Keriot! ¿No lo has entendido todavía? -grita Judas Tadeo, que ya no es  capaz de seguir conteniéndose. 
               
               -¿Por  qué no me lo has dicho antes? ¿Por qué? -grita también Pedro. 
               -Silencio.  Es Satanás. No tiene otro nombre. ¿A dónde vas, Pedro? 
               
               -A  buscarlo. 
               -Deja  inmediatamente ese manto y esa arma. ¿O es que tengo que expulsarte y  maldecirte? 
               
               -¡No,  no! ¡Oh, Señor mío! Pero yo... pero yo... ¿estaré enfermo de delirio? ¡Oh! ¡Oh! 
               
               Pedro  llora arrojado al suelo a los pies de Jesús. 
               -Os  doy el mandamiento de que os améis. Y que perdonéis 
               
               ¿Habéis comprendido?  Aunque en el mundo haya odio, en vosotros haya sólo amor. Hacia todos. ¡Cuántos  traidores encontraréis en vuestro camino! Pero no debéis odiarlos y devolverles  mal por mal. Si eso hiciereis, el Padre os aborrecerá a vosotros.
                            Antes de  vosotros, fui odiado y traicionado Yo. Y ya veis que Yo no odio. El mundo no  puede amar lo que no es como él. Por tanto, no os amará. Si fuerais suyos, os  amaría; pero no sois del mundo, pues que Yo os he tomado de entre el mundo. Y  por esto sois odiados. 
               
               Os  he dicho: el siervo no es más que su señor. Si me han perseguido a mí os  perseguirán también a vosotros. Si me han escuchado a mí os escucharán también  a vosotros. Pero todo lo harán por causa de mi Nombre, porque no conocen, no  quieren conocer al que me ha enviado.
               
Si no hubiera venido y no hubiera  hablado, no serían culpables, pero ahora su pecado no tiene disculpa. Han visto  mis obras, oído mis palabras, y, no obstante, me han odiado, y conmigo a mi  Padre. Porque Yo y el Padre somos una sola Unidad con el Amor. Pero estaba  escrito (Salmos 35, 19; 69, 5): "Me odiaste sin motivo". Mas  cuando venga el Consolador, el Espíritu de verdad que del Padre procede, dará  testimonio de mí, y también vosotros lo daréis, porque desde el principio  estuvisteis conmigo. 
               Os  digo esto para que cuando sea la hora no quedéis abatidos y escandalizados.  Pronto llegará el momento en que os echen de las sinagogas y en que el que os  mate pensará que con ello está dando culto a Dios. No han conocido al Padre y  tampoco a mí. En esto está su atenuante. Estas cosas no os las he dicho con  tanta amplitud antes de ahora porque erais como niños recién nacidos. Pero  ahora la madre os deja. Yo me marcho. Deberéis habituaros a otro alimento.  Quiero que lo conozcáis. 
               
               Ya  ninguno me pregunta: "¿A dónde vas?". La tristeza os hace mudos. Y,  no obstante, es bueno también para vosotros que me marche; si no, no vendrá el  Consolador. Yo os lo enviaré. Y, cuando venga, a través de la sabiduría y la  palabra, las obras y el heroísmo que infundirá en vosotros, convencerá al mundo  de su pecado deicida, y de justicia en orden a mi santidad.
               
Y el mundo será  netamente dividido en réprobos, enemigos de Dios, y creyentes. Éstos serán más  o menos santos, según su voluntad. Pero se llevará a cabo el juicio del  príncipe del mundo y de sus siervos. Más no puedo deciros, porque todavía no  podéis entender. 
Pero Él, el divino Paráclito, os dará la Verdad entera porque  no hablará de sí mismo, sino que dirá todo lo que ha oído de la Mente de Dios y  os anunciará el futuro. Tomará lo que de mí viene -o sea, aquello que  igualmente es del Padre-y os lo dirá. 
               
               Todavía  un poco nos veremos. Luego ya no me veréis. Después todavía un poco, y me  veréis de nuevo. 
               Hacéis  comentarios entre vosotros y en vuestro corazón. Escuchad una parábola. La  última de vuestro Maestro. 
               Cuando  una mujer ha concebido y le llega la hora del parto, se encuentra muy afligida  porque sufre y gime. Pero, cuando da a luz a su hijito y lo estrecha contra su  corazón, cesa toda pena y la tristeza se transforma en alegría porque un hombre  ha venido al mundo.  
             Lo  mismo vosotros. Lloraréis y el mundo reirá a costa de vosotros. Pero luego  vuestra tristeza se transformará en alegría, una alegría que el mundo nunca  conocerá. Vosotros ahora estáis tristes. Pero cuando volváis a verme vuestro  corazón se llenará de un gozo que ninguno podrá arrebataros, una alegría tan  plena, que acallará toda necesidad de pedir, tanto para la mente como para el  corazón como para la carne. Sólo os alimentaréis de verme de nuevo, y olvidaréis  todas las demás cosas.
               
Y, precisamente desde ese momento, podréis pedir todo en  mi Nombre, y el Padre os lo dará, para que vuestra alegría sea cada vez mayor.  Pedid, pedid, y recibiréis. 
               
               Llega  la hora en que podré hablaros abiertamente del Padre. Ello será porque habréis  sido fieles en la prueba y todo habrá quedado superado; perfecto, pues, vuestro  amor, porque os habrá dado fuerza en la prueba. Y lo que os falte a vosotros Yo  os lo añadiré tomándolo de mi inmenso tesoro, y diré: "Padre, Tú lo ves:  me han amado y han creído que he venido de ti". Bajé a este mundo y ahora  lo dejo y voy al Padre, y rogaré por vosotros. 
               
               -¡Oh,  ahora te explicas! Ahora sabemos lo que quieres decir y que Tú sabes todo y  respondes sin que nadie te pregunte. ¡Verdaderamente vienes de Dios! 
               
               -¿Ahora  creéis? ¿En el último momento? ¡Llevo tres años hablándoos! Pero es que ya obra  en vosotros el Pan que es Dios y el Vino que es Sangre no venida de hombre, y  os comunican el primer estremecimiento de deificación. Seréis dioses si perseveráis  en mi amor y en la pertenencia a mí. No como se lo dijo Satanás a Adán y Eva,  sino como Yo os lo digo. Es el verdadero fruto del árbol del Bien y de la Vida.
               
El Mal queda vencido en quien se alimente con este fruto, y queda vencida la  Muerte. El que coma de él vivirá eternamente y será "dios" en el  Reino de Dios. Vosotros seréis dioses si permanecéis en mí. Y, no obstante...,  pues, a pesar de tener en vosotros este Pan y esta Sangre -pues está llegando  la hora en que os desperdigaréis-, os marcharéis por vuestra cuenta y me  dejaréis solo... Pero no estoy solo. Tengo al Padre conmigo. ¡Padre! ¡Padre!  ¡No me abandones! Todo os lo he dicho... Para daros paz. Mi paz. Todavía  sufriréis opresión. Pero tened fe. Yo he vencido al mundo. 
               
               Jesús  se levanta, abre los brazos en cruz y dice, luminoso su rostro, la sublime  oración al Padre. Juan la reseña integralmente. (Juan 17) 
               
               Los  apóstoles lloran más o menos visible y ruidosamente. Por último, cantan un  himno. 
               
               Jesús  los bendice. Luego ordena: 
               
               -Vamos  a ponernos los mantos, ahora. Y vámonos. Andrés, di al dueño de la casa que  deje todo así, por deseo mío. Mañana... os agradará volver a ver este lugar.  Jesús lo mira. Parece bendecir las paredes, los muebles, todo. Luego se pone el  manto y se encamina, seguido de los discípulos. 
               
               A  su lado, Juan, en quien se apoya. 
               
               -¿No  saludas a tu Madre? -le pregunta el hijo de Zebedeo. 
               -No.  Todo está ya hecho. Es más, caminad cautelosos. 
               
               Simón,  que ha encendido un cirio del candelabro, ilumina el vasto pasillo que conduce  a la puerta. Pedro abre cautelosamente la puerta de fuera y salen todos a la  calle; luego, accionando un mecanismo, cierran desde fuera. Y se ponen en  camino. 
             
                            
               Dice  Jesús (a María Valtorta): 
             -Del  episodio de la Cena, aparte de la consideración de la caridad de un Dios que se  hace Alimento para los hombres, resaltan cuatro enseñanzas principales. 
             Primera: la necesidad para todos los hijos de Dios de  obedecer a la Ley. 
               
               La  Ley decía que por Pascua se debía comer el cordero según el ritual que había  dado el Altísimo a Moisés; y Yo, Hijo verdadero del Dios verdadero, no me  consideré, por mi condición divina, exento de la Ley. Estaba en la Tierra:  
               
               Hombre entre los hombres y Maestro de los hombres. Tenía, por tanto, que  cumplir, respecto a Dios, mi deber de hombre como los demás y mejor que los  demás. Los favores divinos no eximen de la obediencia y del esfuerzo en  orden a una santidad cada vez mayor. Si comparáis la santidad más excelsa con  la perfección divina, la encontráis siempre llena de imperfecciones, y, por  tanto, obligada a esforzarse a sí misma para eliminarlas y alcanzar un grado de  perfección semejante lo más posible al de Dios. 
             Segunda: el poder de la oración de María. 
             Yo  era Dios hecho Carne. Una Carne que por ser sin mancha poseía la fuerza espiritual  para dominar la carne. Y, no obstante, no rehúso -antes al contrario: invoco-la  ayuda de la Llena de Gracia, la cual también en esos momentos de expiación  encontraría, es verdad, sobre su cabeza, cerrado el Cielo, pero no tanto como  para no lograr -siendo Ella Reina de los ángeles arrebatar al Cielo un ángel  para el consuelo de su Hijo. ¡Oh, no para ella, pobre Mamá! 
               
               También Ella  saboreó la amargura del abandono del Padre. Pero, por este dolor suyo ofrecido  a la Redención, me obtuvo el poder superar la angustia del Huerto de los Olivos  y el poder llevar a cumplimiento la Pasión en todo su multiforme rigor (cada  uno de cuyos aspectos estaba orientado a lavar una forma y un medio de pecado). 
             Tercera: el dominio de uno mismo y la suportación de la  ofensa, -el acto de caridad más sublime de todos-pueden poseerlo únicamente  aquellos que hacen vida de su vida la ley de caridad, que Yo había proclamado;  y no sólo proclamado, sino realmente practicado. 
               
               No  os podéis hacer una idea lo que fue para mí el tener a mi lado, a la mesa, a mi  Traidor; el deber darme a él; el tener que humillarme ante él; el tener que  compartir con él el cáliz del rito y poner los labios donde él los había puesto  y ofrecer a mi Madre que los pusiera. Vuestros médicos han discutido y discuten  sobre mi rápido fin, y lo atribuyen a un daño cardiaco debido a los golpes de  la flagelación. Sí, también debido a estos golpes se debilitó mi corazón, pero  ya había enfermado en la Cena, quebrantado, quebrantado en el esfuerzo de tener  que sufrir a mi lado a mi Traidor. Empecé a morir físicamente entonces. El  resto no fue sino un aumento de la agonía ya existente. 
               
               Todo lo que pude  hacer lo hice, porque era uno con la Caridad. Incluso en el momento en que  Dios-Caridad se retiraba de mí supe ser caridad, porque había vivido de caridad  en mis treinta y tres años. No se puede llegar a una perfección como se  requiere para perdonar y soportar a nuestro ofensor si no se tiene el hábito de  la caridad. Yo lo tenía y pude perdonar y soportar a esta obra singular de  Ofensor que fue Judas.   
             Cuarta: el Sacramento obra más cuanto más digno es uno de recibirlo; cuanto más  se ha hecho digno de él uno con una constante voluntad que quebranta la carne y  hace señor al espíritu, venciendo las concupiscencias, doblegando el ser a las  virtudes, tendiendo el ser, cual arco, hacia la perfección de las virtudes,  sobre todo, de la caridad. Porque cuando uno ama tiende a alegrar a aquel a  quien ama. Juan, que era puro y era el que más me quería, recibió del  Sacramento el máximo de la transformación. 
               
               Empezó desde ese momento a ser esa  águila al que le resultaba familiar y fácil la altura en el Cielo de Dios,  fácil fijar su mirada en el Sol eterno. Pero, ¡ay de aquel que recibe el  Sacramento sin haberse hecho digno de él, sino que, al contrario, haya  aumentado su siempre humana indignidad con las culpas mortales! Entonces el  Sacramento pasa de ser germen de preservación y vida, a serlo de corrupción y  muerte.
              Muerte del espíritu y putrefacción de la  carne, por lo cual ésta "revienta", como dice Pedro (Hechos 1, 18) de la de Judas. No vierte la sangre, líquido siempre vital y hermoso en su  púrpura, sino que esparce sus vísceras, negras de toda su libídine, podredumbre  que se esparce fuera de la carne corrompida, como de la carroña de un animal  inmundo, objeto de repulsa para los que pasan. 
             La muerte del  profanador del Sacramento es siempre la muerte de un desesperado, y, por tanto,  no conoce el plácido tránsito propio de quien está en gracia, ni el heroico  tránsito de la víctima que sufre agudamente con la mirada fija en el Cielo y el  alma segura de la paz. La muerte del desesperado es atroz en contorsiones y  terror, es convulsión horrenda del alma ya aferrada por la mano de Satanás, que  la estrangula para descuajarla de la carne, y que la ahoga con su nauseabundo  hálito. 
             Ésta es la  diferencia entre el que pasa a la otra vida habiéndose nutrido en ésta de  caridad, fe, esperanza, y de todas las otras virtudes y de toda doctrina  celeste, y del Pan angélico que le acompaña con sus frutos -y mejor si es con  su presencia real-en el extremo viaje, y el que muere después de una vida  bestial con muerte bestial no confortada ni por la Gracia ni por el Sacramento:  lo primero es el sereno fin del santo al que la muerte le abre el Reino eterno;  lo segundo es la espantosa caída del condenado que siente que se hunde en la  muerte eterna y conoce en un instante aquello que ha querido perder, sin poder  ya reparar. Para uno, ganancia; para el otro, ser despejado. Para uno, alegría;  para el otro, terror. 
             Esto es lo que os  dais, según que creáis en mi don y lo améis, o que no creáis en él y lo despreciéis.  Y ésta es la enseñanza de esta contemplación.