546- El día de los funerales de Lázaro
             
             La noticia de la muerte de  Lázaro debe haber hecho el efecto que produce el hurgar con un palo dentro de  una colmena. 
               
               Toda Jerusalén habla de ello. Personalidades del lugar,  mercaderes, gente humilde, pobres, gente de la ciudad, de los campos cercanos,  forasteros de paso -pero no completamente nuevos en el lugar-, extranjeros que  están allí por primera vez -y que preguntan que quién es ese cuya muerte es  motivo de tal manifestación popular-, romanos, legionarios, gente de la  administración pública, levitas, sacerdotes... que se reúnen y se separan  continuamente corriendo acá o allá... Corros de gente que con distintas  palabras y expresiones hablan de este hecho. 
               
               Y hay quien alaba, quien llora,  quien se siente más mendigo que de costumbre ahora que ha muerto el benefactor;  hay quien gime: «No volveré a tener nunca más un jefe como él»; hay quien  enumera sus méritos y quien da datos sobre su patrimonio y parentela, sobre los  servicios y los cargos del padre y sobre la belleza y riqueza de la madre y su  nacimiento "propio de una reina"; y hay quien, por desgracia, evoca  también páginas familiares sobre las cuales sería bonito correr un velo,  especialmente cuando hay de por medio un muerto que por aquéllas ha sufrido... 
             Las noticias más heterogéneas  sobre la causa de la muerte, sobre el lugar del sepulcro, sobre la ausencia de  Cristo de la casa de su gran amigo y protector, precisamente en aquella  circunstancia... 
               
               Todo esto hace hablar a los corrillos de gente. Y las  opiniones que predominan son dos: una, la de que esto ha sucedido, es más: ha  sido producido, por la mala actitud de los judíos, Ancianos del Sanedrín,  fariseos y otros semejantes, contra el Maestro; otra, la de que el Maestro,  teniendo de frente una verdadera enfermedad mortal, se ha difuminado porque  aquí sus engaños no habrían salido triunfadores.
               
No hace falta ser muy agudos  para comprender de qué fuente proviene esta última opinión, que sulfura a  muchos, que replican: «¿Tú también eres fariseo? Si lo eres, ¡ojo, porque  delante de nosotros no se blasfema contra el Santo! 
¡Malditas víboras nacidas  de hienas unidas con Leviatán! ¿Quién os paga por blasfemar contra el Mesías? 
             Y en las calles se oyen  discusiones, insultos, y se asiste a algún puñetazo incluso, y a mordaces  improperios a los pomposos fariseos y escribas que pasan con aire de dioses sin  conceder ni una mirada a la plebe que vocifera a favor de ellos o contra ellos,  a favor del Maestro o contra Él. Y se oyen acusaciones. ¡Cuántas acusaciones! 
             -¡Éste dice que el Maestro es  un falso! Sin duda, es uno que ha echado esa tripa con el dinero que le han  dado esas serpientes que acaban de pasar. 
             -¿Con su dinero? ¡Con el  nuestro, debes decir! ¡Nos chupan la sangre para estas cosas tan interesantes!  Pero, ¿dónde está éste? Quiero ver si es uno de los que ayer han venido a  decirme... 
               
               -Ha huido. ¡Viva Dios que aquí  debemos unirnos y actuar! ¡Son demasiado descarados! 
             Otra conversación: 
               -Te he oído y te conozco.  ¡Diré cómo hablas del supremo Tribunal a quien debo decírselo! 
               -Soy del Cristo y la baba del  demonio no me daña. Díselo también a Anás y Caifás, si quieres, y que sirva  para hacerlos más justos. 
               
               Y, más allá: 
               -¿A mí? ¿A mí me llamas  perjuro y blasfemo por seguir al Dios vivo? Tú si que eres perjuro y blasfemo,  tú que lo ofendes y lo persigues. Te conozco, ¡eh! Te he visto y oído. ¡Espía!  ¡Vendido! ¡Venid a echarle mano a éste... -y, mientras tanto, empieza a  plantarle a un judío unos bofetones tales, que le ponen roja la cara huesuda y  verdinosa. 
             -¡Cornelio, Simeón, mirad! Me  están pegando -dice, dirigiéndose a un grupo de miembros del Sanedrín, otro que  está más allá. 
               
               -Soporta por la fe y no te  ensucies los labios ni las manos en la víspera de un sábado -responde uno de  los llamados, sin siquiera volverse a mirar al desdichado contra el que un  grupo de gente del pueblo ejercita una rápida justicia... 
             Las mujeres llaman a sus  maridos con gritos, con súplicas, para que no se comprometan. 
               Los legionarios patrullan,  abriéndose paso con sendos golpes de asta y amenazando arrestos y castigos. 
             La muerte de Lázaro, que es el  hecho principal, es el motivo para pasar a hechos secundarios, desahogo de la  larga tensión que hay en los corazones... Los miembros del Sanedrín, los  Ancianos, los escribas, los saduceos, los judíos influyentes, pasan con  expresión de indiferencia, con aire socarrón, como si toda esa explosión de  pequeñas iras, de venganzas personales, de nerviosismo, no tuviera la raíz en  ellos. Y a medida que van pasando las horas va creciendo la agitación y los  corazones se van encendiendo cada vez más. 
             -Éstos dicen -¡fijaos!-que el  Cristo no puede curar a los enfermos. Yo estaba leproso y ahora estoy sano.  ¿Los conocéis a éstos? No soy de Jerusalén, pero nunca los he visto entre los  discípulos del Cristo de dos años a esta parte. 
               
               -¿Estos? ¡Déjame que vea a ese  del medio! ¡Ah, vil bandido! Éste es el que la pasada Luna me vino a ofrecer  dinero en nombre del Cristo diciendo que Él paga a una serie de hombres para  apoderarse de Palestina. Y ahora dice... ¿Pero por qué lo has dejado huir? 
               
               -¿Te das cuenta? ¡Qué  granujas! ¡Y poco faltó para pegármela! Tenía razón mi suegro. Ahí está José el  Anciano, y Juan y Josué. Vamos a preguntarles si es verdad que el Maestro  quiere formar ejércitos. Ellos son justos, y además saben. 
               
               Se acercan, rápidamente y en  masa, a los tres miembros del Sanedrín. Exponen su pregunta. 
               
               -Marchaos a casa, hombres. Por  las calles se peca y se causa daño. No polemicéis. No os alarméis. Ocupaos de  vuestras cosas y vuestras familias. No prestéis oídos a los agitadores de gente  ilusa, ni dejéis que os forjen falsas ilusiones. El Maestro es un maestro, no  un guerrero. Vosotros lo conocéis. Y lo que piensa lo dice. 
               
               No os habría  enviado a otros a deciros que lo siguierais como guerreros, si hubiera querido  que lo fuerais. No le perjudiquéis a Él, ni os perjudiquéis a vosotros mismos  ni perjudiquéis a nuestra Patria. ¡A casa, hombres! ¡A casa! 
               
               No hagáis de lo  que ya de por sí es una desventura (la muerte de un justo) una serie de  desventuras. Volved a las casas y orad por Lázaro, benefactor de todos -dice el  de Arimatea, que debe ser muy estimado y escuchado por el pueblo, que lo conoce  como justo. También Juan -el que estuvo celoso-dice: 
             -Es hombre de paz, no de  guerra. No prestéis oídos a los falsos discípulos. Recordad lo distintos que  eran los otros que se presentaban como Mesías. Recordad, comparad, y vuestra  justicia os dirá que esas incitaciones a la violencia no pueden venir de Él. ¡A  casa! ¡A casa! Con las mujeres, que lloran, y con los niños, que están  asustados. Está escrito: "¡Ay de los violentos y de los que favorecen los  litigios!". 
             Un grupo de mujeres, llorando,  se acerca a los tres miembros del Sanedrín. Una de ellas dice: 
               -Los escribas han amenazado a  mi marido. ¡Tengo miedo! José, háblales tú. 
               
               -Lo haré. Pero que tu marido  sepa guardar silencio. ¿Os pensáis que hacéis un bien al Maestro con estos  alborotos, y que honráis al difunto? Os equivocáis. Perjudicáis al Uno y al  otro -responde José -y las deja para dirigirse hacia Nicodemo, que, seguido por  los criados, viene por una calle: 
               
               -No esperaba verte, Nicodemo.  Yo mismo no sé cómo he podido. El criado de Lázaro ha venido, pasado el  galicinio, a darme noticia de la desgracia. 
               -Y a mí más tarde. Me he  puesto en camino inmediatamente. 
               
               ¿Sabes si en Betania está el Maestro? 
               -No, allí no. Mi intendente de  Beceta ha estado allí en la hora tercera y me ha dicho que no está. 
               -Hay una cosa que no  comprendo... ¿Cómo... a todos el milagro y a él no? -exclama Juan. 
               
               -Quizás porque a esa casa le  ha dado ya más que una curación: ha redimido a María y ha restituido la paz y  el honor... dice José. 
               
               -¡Paz y honor! De los buenos a  los buenos. Porque muchos... no han dado ni dan honor, ni siquiera ahora que  María... Vosotros no lo sabéis... Hace tres días estuvieron allí Elquías y  muchos otros... y no dieron ningún honor. María los echó de casa. Me lo dijeron  furiosos. Y yo dejé hablar para no descubrir mi corazón... -dice Josué. 
             -¿Y ahora van a ir a los  funerales? -pregunta Nicodemo. 
               -Han recibido el aviso y se  han reunido en el Templo para debatir este asunto. ¡Los criados han tenido que  correr mucho esta mañana al amanecer! 
               
               -¿Por qué tan rápido el  funeral? ¡Inmediatamente después de la hora sexta!... 
               
               -Porque Lázaro estaba ya  descompuesto en el momento de su muerte. Me ha dicho mi administrador que, a  pesar de las resinas que arden en las habitaciones y los aromas vertidos encima  del muerto, el hedor del cadáver se percibe ya desde el pórtico de la casa. Y  además con el ocaso empieza el sábado. No era posible de otra manera. 
               
               -¿Y dices que se han reunido  en el Templo? ¿Para qué? 
               -Bueno... La verdad es que la  reunión ya estaba anunciada para examinar la cuestión de Lázaro. Quieren decir  que estaba leproso... -dice Josué. 
               
               -Eso no. Él habría sido el  primero que se habría aislado, según la Ley -dice, en tono de defensa, José. Y  añade: « 
               -He hablado con su médico. Lo  ha excluido rotundamente. Estaba enfermo de una consunción pútrida. 
               -Pues si Lázaro estaba ya  muerto, ¿de qué han discutido? -pregunta Nicodemo. 
             -De si ir o no a los  funerales, después de que María los había echado de casa. Unos sí que querían,  otros no. Pero la mayoría quería ir, por tres motivos: la primera razón, común  a todos, es ver si está el Maestro; la segunda razón es ver si hace el milagro;  tercera razón es el recuerdo de recientes palabras del Maestro a los escribas a  la orilla del Jordán en la zona de Jericó explica Josué. 
               
               -¡El milagro! ¿Cuál, si ya  está muerto? -pregunta Juan encogiéndose de hombros, y termina: 
               -¡Siempre iguales!...  ¡Buscadores de lo imposible! 
               -El Maestro ha resucitado a  otros muertos -observa José. 
               
               -Es verdad. Pero si hubiera  querido mantenerlo vivo no lo habría dejado morir. Tu razón de antes es válida.  Ellos ya han recibido. 
             -Sí. Pero Uziel se ha acordado  -y también Sadoq-de un reto de hace muchas lunas. El Cristo dijo que daría la  prueba de saber recomponer incluso un cuerpo descompuesto. 
               
               Y Lázaro está en esa  situación. Y Sadoq, el escriba, dice también que, a orillas del Jordán, el  Rabí, motu propio, le dijo que con la nueva luna vería cumplirse la mitad del  reto. Esta mitad: la de uno que, en estado de descomposición, revive, y ya sin  estado de descomposición ni enfermedad. Y han vencido ellos. Si ello sucede,  es, sin duda, porque está el Maestro. Y también, si ello sucede, ya no hay duda  sobre Él. 
               
               -Con tal de que  no sea para mal... -susurra José. 
               -¿Para mal? ¿Por qué? Los  escribas y fariseos se convencerán.... 
               
               -¡Juan! ¿Pero es que eres un  extranjero, para decir eso? ¿No conoces a tus paisanos? ¿Pero cuándo los ha hecho  santos la verdad? ¿No te dice nada el hecho de que a mi casa no hayan llevado  la invitación para la asamblea? 
               -Tampoco a la mía. Dudan de  nosotros y frecuentemente nos excluyen -dice Nicodemo. Y pregunta: 
               -¿Estaba Gamaliel? 
               
               -Su hijo. Irá en lugar de su  padre, que está enfermo en Gamala de Judea. 
               -¿Y qué decía Simeón? 
               -Nada. Nada de nada. Ha  escuchado. Se ha marchado. Hace poco ha pasado con unos discípulos de su padre,  iba hacia Betania. 
               
               Están casi en la puerta que se  abre en el camino de Betania. Juan exclama: 
               -¡Mira! Está vigilada. ¿Por  qué será? Y paran a los que salen. 
               
               -La ciudad está revuelta... 
               -¡No es una agitación de las  más fuertes!... 
               Llegan a la puerta y los paran  como a todos los demás. 
               -¿La razón de esto, soldado?  Toda la Antonia me conoce, y de mí no podéis decir nada malo. Os respeto y  respeto vuestras leyes -dice José de Arimatea. 
             -Orden del centurión. El  Prefecto está para entrar en la ciudad y queremos saber quién sale por las  puertas, y especialmente por esta que da al camino de Jericó. Nosotros te  conocemos. Pero conocemos también vuestro humor respecto a nosotros. Tú y los  tuyos pasad. Y si tenéis influencia sobre el pueblo decid que les conviene  estar tranquilos. Poncio no es amigo de cambiar sus costumbres por súbditos que  causan molestias... y podría ser demasiado severo. Este es un consejo leal para  ti que eres leal. 
               
               Pasan... 
               -¿Has oído? Preveo días  duros... Habrá que aconsejar a los otros, más que al pueblo... -dice José. 
               
               El camino de Betania está  lleno de gente. Todos van en una dirección: hacia Betania. Todos van a los  funerales. Se ve a miembros del Sanedrín y a fariseos mezclados con saduceos y  escribas, y éstos con agricultores, siervos, administradores de las distintas  casas y fincas rústicas que Lázaro tiene en la ciudad y en el campo, y, cuanto  más se acerca uno a Betania, más va agregándose gente -procedente de todos los  senderos y caminos-a este camino, que es el principal. 
               
               Ahí está Betania, una Betania  de luto en torno a su más grande vecino. Todos los habitantes, con los vestidos  mejores, están ya fuera de las casas, ahora cerradas como si nadie estuviera en  ellas. Pero todavía no han entrado en la casa del muerto. La curiosidad los  retiene junto a la cancilla, en la orilla del camino. Observan qué invitados  pasan y se transmiten unos a otros nombres e impresiones. 
               
               -Ahí está Natanael ben Faba.  ¡Oh, el viejo Matatías, pariente de Jacob! ¡El hijo de Anás! Míralo allí con  Doras, Calasebona y Arquelao. ¡Mira! ¿Cómo se las han arreglado los de Galilea  para venir? Están todos. Mira: 
               
               Elí, Jocanán, Ismael, Urías, Joaquín, Elías,  José... El viejo Cananías con Sadoq, Zacarías y Jocanán saduceos. Está también  Simeón de Gamaliel. Solo. El rabí no está. 
               
               ¡Ahí están Elquías con Nahúm, Félix,  Anás el escriba, Zacarías, Jonatán de Uziel! Saúl con Eleazar, Trifón y Joazar.  ¡Buenos son! Otro de los hijos de Anás. El más pequeño. Está hablando con Simón  Camit. Felipe con Juan el de Antipátrida. Alejandro, Isaac, y Jonás de Babaón.  Sadoq. Judas, descendiente de los Asideos, el último, creo, de la clase. Ahí  están los administradores de los distintos palacios. No veo a los amigos  fieles. ¡Cuánta gente! 
             -¡Verdaderamente! ¡Cuánta  gente! Todos con aspecto grave; parte con cara de circunstancias, parte con  signos de verdadero dolor en el rostro. La cancilla abierta de par en par se  traga a todos. Veo pasar a todos los que en sucesivas ocasiones he visto,  benevolentes o enemigos, en torno al Maestro. Todos, menos Gamaliel y menos el  Anciano Simón. Y veo a otros que no he visto nunca, o que quizás haya visto,  pero sin haber sabido su nombre, en las controversias alrededor de Jesús...  
               
               Pasan rabíes con sus discípulos, y grupos compactos de escribas. Pasan judíos  cuyas riquezas oigo enumerar... El jardín está lleno de gente que, tras haberse  acercado a decir palabras de pésame a las hermanas -las cuales, como será,  quizás, costumbre, están sentadas bajo el pórtico y por tanto fuera de la  casa-, vuelven a distribuirse por el jardín formando una continua mezcla de  colores y haciendo continuas, pronunciadas reverencias. 
             Marta y María están deshechas.  Están agarradas de la mano como dos niñas, asustadas por el vacío que se ha  creado en su casa, por la nada que llena su día, ahora que ya no hay que cuidar  a Lázaro. Escuchan las palabras de los que han venido.
               
Lloran con los  verdaderos amigos, con los subordinados fieles. Hacen gestos de reverencia a  los gélidos, solemnes, rígidos miembros del Sanedrín, que han venido más para  hacer ostentación de sí mismos que para honrar al difunto. Responden, cansadas  de repetir las mismas cosas cientos de veces, a quienes les preguntan algo  acerca de los últimos momentos de Lázaro. 
               
               José, Nicodemo, los amigos más  leales, se ponen a su lado con pocas palabras, pero con una amistad que  consuela más que cualquier palabra. 
             Vuelve Elquías con los más  intransigentes, con los cuales ha estado hablando mucho, y pregunta: 
               
               -¿No podríamos observar al  muerto? 
               Marta se pasa con dolor la  mano por la frente y pregunta: 
               
               -¿Pero desde cuándo se hace  eso en Israel? Ya está preparado... -y lágrimas lentas se deslizan por sus  mejillas. 
               
               -No se hace, es verdad. Pero  nosotros deseamos hacerlo. 
               
               Los amigos más fieles bien tienen derecho a ver por  última vez al amigo. 
               
               -También nosotras, sus  hermanas, hubiéramos tenido este derecho. Pero ha sido necesario embalsamarlo  enseguida... 
               
               Y, cuando volvimos a la habitación de Lázaro, ya vimos solamente  la forma envuelta en las vendas... 
               
               -Deberíais haber dado órdenes  claras. ¿No hubierais podido, y no podríais ahora, levantar el sudario y descubrir  la cara? 
               
               -Ya está descompuesto... Y ya  es la hora de los funerales. 
               José interviene: 
               
               -Elquías, me parece que  nosotros... por exceso de amor, causamos dolor. Dejemos tranquilas a las  hermanas... 
               
               Se acerca Simón, hijo de  Gamaliel, e impide la respuesta de Elquías. Dice: 
               
               -Mi padre vendrá en cuanto  pueda. Lo represento. Él apreciaba a Lázaro, y yo también. 
               
               Marta se inclina y contesta: 
               -El honor que hace el rabí a  nuestro hermano sea recompensado por Dios. 
               
               Elquías, estando allí el hijo de Gamaliel, no insiste  y se retira, conversa con otros, que le hacen esta observación: 
               -¿Pero no sientes  el hedor? ¿Lo vas a poner en duda? Además, veremos si tapian el sepulcro. No se  vive sin aire. 
               
               Otro grupo de fariseos se  acerca a las hermanas. Son casi todos los de Galilea. Marta recibe sus  manifestaciones de pésame, no se puede retener de expresar su estupor por su  presencia. 
               
               -Mujer, el Sanedrín se reúne  para deliberaciones de suma importancia. Estamos en la ciudad por este motivo  -explica Simón de Cafarnaúm, y mira a María, cuya conversión ciertamente  recuerda; pero se limita a mirarla. 
               
               Ahora se acercan Jocanán,  Doras hijo de Doras e Ismael, con Cananías y Sadoq, y con otros que no conozco.  Ya antes de abrir la boca hablan con sus caras de víbora. Y, para poder herir,  esperan a que José se haya separado, con Nicodemo, para hablar con tres judíos.  Es el viejo Cananías el que, con su voz ronca de viejo decrépito, descarga la  puñalada: 
               
               -¿Tú qué opinas, María?  Vuestro Maestro es el único ausente de entre los muchos amigos de tu hermano.  ¡Una amistad muy particular! ¡Mucho amor mientras Lázaro estaba bien!  ¡Indiferencia cuando era la hora de amarlo! Todos han recibido milagros de Él.  Pero aquí no hay milagro. 
               
               ¿Qué opinas, mujer, de una cosa como ésta? ¡Bien te ha  engañado, bien, el apuesto Rabí galileo! ¡Je! ¡Je! ¿No dijiste que se había  dicho que esperaras más allá de lo esperable? ¿Es que no has esperado o es que  no sirve para nada esperar en Él? Dijiste que esperabas en la Vida. ¡Sí, claro!  Él se llama "la Vida", ¡je! ¡Je! Pero ahí adentro está tu hermano  muerto. Y allí está ya abierta la boca del sepulcro. Y el Rabí no está. ¡Je!  ¡Je! 
               
               -Sabe dar la muerte, no la  vida -dice con una sonrisita 
               burlona Doras. 
               Marta agacha la cabeza y mete  la cara entre sus manos. 
               Llora. La realidad está bien clara; su esperanza, bien  desilusionada: el Rabí no está, ni siquiera ha venido a consolarlas; y ya  habría tenido tiempo de estar allí. Marta llora, ya sólo sabe llorar. 
               
               También María llora. También  ella tiene ante sí la realidad. Ha creído, ha esperado más allá de lo  creíble... y nada ha sucedido, y los criados ya han apartado la piedra de la  boca del sepulcro, porque empieza a declinar el sol, y el sol desciende pronto  en invierno, y es viernes, y todo debe estar concluido a tiempo y de manera que  los que han venido no deban transgredir las leyes del sábado, que dentro de  poco comienza. Ha esperado mucho, siempre, demasiado; ha consumido sus  capacidades en esta esperanza. Y se siente desilusionada. 
               Cananías insiste: 
               
               -¿No me respondes? ¿Te  convences ahora de que es un impostor que se ha aprovechado y burlado de  vosotras? 
               
               ¡Pobres mujeres! -y menea la cabeza en medio de los otros como él,  los cuales hacen lo mismo y también dicen: 
               -¡Pobres mujeres! 
               Maximino se acerca: 
               
               -Es la hora. Dad la orden. Os  compete a vosotras. 
               Marta cae al suelo. La  socorren. Se la llevan usando para ello sólo los brazos, entre los gritos de  los criados, que comprenden que ha llegado la hora de depositar el cuerpo en el  sepulcro, y entonan lamentaciones. 
               
               María aprieta las manos,  convulsa. Suplica: 
               -¡Todavía un poco! ¡Todavía un  poco! Mandad criados al camino que va a Ensemes y a la fuente; a todos los  caminos. Criados a caballo. Que vean si viene... 
               
               -¡Pero, desdichada, ¿esperas  todavía?! ¿Pero qué se necesita para convencerte de que os ha traicionado y  defraudado? Os ha odiado y se ha burlado de vosotras... 
               
               ¡Es demasiado! Con la cara  lavada por el llanto, torturada pero fiel, en medio del semicírculo que forman  los que han venido y están reunidos para ver salir el cadáver, María proclama: 
               
               -Si Jesús de Nazaret lo ha  hecho así, bien hecho está, y grande es su amor por todos nosotros de Betania.  ¡Todo para gloria de Dios y suya! Él ha dicho que esto significará gloria para  el Señor, porque la potencia de su Verbo resplandecerá completa. Haz lo que  debes hacer, Maximino; el sepulcro no es un obstáculo para el poder de Dios... 
               
               Se separa, sujetada por Noemí,  que se ha acercado presurosa, y hace un gesto... El cadáver, envuelto en su  mortaja, sale de la casa, cruza el jardín entre dos filas de gente, entre los  gritos del duelo. María quisiera seguirlo, pero se tambalea. Se pone al final  de la gente cuando ya todos van hacia el sepulcro. 
               
               Llega a tiempo para ver  desaparecer la larga forma inmóvil en el interior oscuro del sepulcro donde  rojean las antorchas, mantenidas en alto por los criados para iluminar la  escalera a los que bajan con el muerto. Porque el sepulcro de Lázaro está más  bien enterrado, quizás para aprovechar unos estratos de roca subterránea. 
               
               María grita... Está en el  ápice de la congoja... Grita... 
               
               Y junto nombre de su hermano está el de Jesús.  Parece que le arrancaran el corazón. Pero sólo dice esos dos nombres, y los  repite hasta que el denso ruido del cierre devuelto a la boca de la tumba le  dice que Lázaro ya no está en la Tierra ni siquiera con el cuerpo. Entonces  cede y pierde la conciencia de todo. Cae rendida sobre quien la sujeta y,  mientras se hunde en la nada del desvanecimiento, todavía suspira: ¡Jesús!  ¡Jesús! 
               Se la llevan. 
             Se queda Maximino para  despedir a los que han venido, y para darles las gracias en nombre de toda la  familia. Se queda para oírles decir a todos que volverán para el duelo todos  los días... 
               
               Poco a poco van despejando el  lugar. Los últimos que se marchan son José, Nicodemo, Eleazar, Juan, Joaquín,  Josué. Y en la cancilla ven a Sadoq y a Uriel riéndose con maldad y diciendo: 
               
  ¡Su reto! ¡Y nosotros le hemos  temido! 
  
               -¡Bien muerto está! ¡Cómo  olía, a pesar de los aromas! ¡No hay duda, no! No había necesidad de destapar  la cara. Yo creo que está ya agusanado. 
               
               Están contentos. 
               José  los mira. Una mirada tan severa que cercena palabras y risas. Todos se  apresuran a regresar para estar en la ciudad antes del final del ocaso.