599- La llegada al Cenáculo 
               y el adiós de Jesús a su Madre
             
             Veo el cenáculo donde ha de celebrarse la cena pascual.
               
Lo veo con  claridad. Podría enumerar todas las rugosidades de las paredes y las grietas  del suelo. 
Es una habitación grande, no perfectamente cuadrada, pero también  poco rectangular. Habrá, como mucho, una diferencia de un metro o poco más  entre el lado más largo y el más corto. El techo es bajo; quizás da esta  impresión también por sus amplias dimensiones no proporcionadas con la altura.  
Es un techo levemente combado; concretamente, los dos lados más cortos no  terminan en ángulo recto con el techo, sino en un ángulo rebajado hecho así: 
En estos dos lados más cortos  hay dos anchas ventanas, anchas y bajas, una enfrente de la otra. No veo a dónde  dan; si a un patio o a la calle, porque ahora tienen las contraventanas  cerradas. He dicho: contraventanas. No sé si será exacto el término. Son hojas,  de tablones, bien cerradas por una barra de hierro que las pasa de una a otra  jamba. 
El suelo está hecho de grandes  losas de terracota, descoloridas por el paso del tiempo, cuadradas. 
Del centro del techo cuelga  una lámpara de aceite, de varias boquillas. 
De las dos paredes más largas,  una no tiene ninguna abertura, mientras que la otra tiene una puertecita en un  ángulo; se tiene acceso a ésta por una escalerita sin barandilla y de seis  peldaños, que terminan en una meseta de un metro cuadrado en la que hay, dentro  de la pared, otro escalón, al filo del cual se abre la puerta. 
Las paredes están simplemente  blanqueadas, sin listas o rayas. En el centro de la habitación, una mesa  grande, rectangular, muy larga respecto a su anchura, colocada paralela a la  pared más larga, de madera y sencillísima. 
Contra las paredes largas, lo que  serán los asientos; contra las cortas, debajo de las ventanas, en una de ellas,  una especie de arquibanco que tiene encima jofainas y ánforas; bajo la otra  ventana, un aparador bajo y largo, sobre cuyo plano superior, por ahora, no hay  nada. 
             Y ésta es la descripción de la  habitación donde se celebrará la cena pascual. Todo el día de hoy llevo  viéndola claramente; tanto que he podido contar los escalones y observar todos  los detalles. Ahora, dado que anochece, mi Jesús me conduce al resto de la  contemplación. 
               
               Veo que la habitación, por la  escalera de los seis peldaños, lleva a un pasillo oscuro que, a la izquierda  respecto a mí, se abre a la calle con una puerta ancha, baja y muy robusta,  reforzada con bullones y barras de hierro. 
             
               Frente a la puertecita que del  cenáculo lleva al pasillo hay otra puerta, que lleva a otra habitación, menos  grande. Yo diría que el cenáculo se ha hecho aprovechando un desnivel del suelo  respecto al resto de la casa y de la calle; es como un semisótano, una bodega  semienterrada, o limpiada o adaptada, pero, en todo caso, hundida al menos un  metro en el suelo, quizás para hacerlo más alto y proporcionado a sus vastas  dimensiones. 
               
               En la habitación que ahora veo  está María con otras mujeres. Reconozco a María Magdalena y a María madre de  Santiago, Judas y Simón.
               
Da la impresión de que acaban de llegar, acompañadas  por Juan, porque se están quitando los mantos y los están dejando doblados en  los taburetes que hay diseminados por la habitación, mientras se despiden del  apóstol, que se marcha, y saludan a una mujer y a un hombre, que han venido, a  su vez, a saludarlas, y que me parece que son los dueños de la casa, y también  discípulos o simpatizantes del Nazareno, porque se manifiestan llenos de  solicitud y respetuosa confidencia hacia María, la cual está vestida de color  celeste oscuro, un azul de añil oscurísimo. 
               
               Lleva en la cabeza un velo blanco  (que aparece cuando se quita el manto, que le cubría también la cabeza). Su  cara se ve muy ajada. Parece envejecida María. 
               
               Muy triste, a pesar de sonreír  con dulzura. Muy pálida. También sus movimientos son cansinos y vacilantes,  como los de una persona absorta en un pensamiento suyo. 
               Por la puerta entreabierta veo  que el dueño de la casa va y viene al pasillo y al cenáculo.
               
Enciende éste  completamente, prendiendo los restantes mecheros de la lámpara. Luego va a la  otra puerta de la calle y la abre. Entra Jesús con los apóstoles. Veo que  anochece, porque las sombras de la noche descienden ya sobre la estrecha calle  que pasa entre casas altas. 
               
               Viene con todos los apóstoles.  Saluda al propietario con su habitual: «Paz a esta casa» y luego, mientras los  apóstoles bajan al cenáculo, Él entra en la habitación donde está María. Las  pías mujeres saludan con profundo respeto y se marchan, cerrando la  puerta y dejando así libres a la Madre y al Hijo. 
               
               Jesús abraza a su Madre y la  besa en la frente. María besa primero la mano de su Hijo y luego lo besa en la  mejilla derecha. Jesús invita a su Madre a que se siente -hay dos taburetes,  cerca el uno del otro-, y Él se sienta al lado. La ha invitado a sentarse  acompañándola de la mano a los taburetes, y sigue agarrándole la mano aun  cuando Ella ya se ha sentado. 
               
               También Jesús está absorto,  pensativo, triste, a pesar de que se esfuerce en sonreír. María estudia ansiosa  la expresión de su Hijo. ¡Pobre Mamá, que por la gracia y por el amor comprende  qué momento es éste! Contracciones de dolor recorren el rostro de María, sus  ojos se dilatan por una interna visión de agudo dolor. Pero no crea un drama.  Su porte es majestuoso, como el del Hijo. 
               
               Él la saluda, se acoge a sus  oraciones, le habla: 
               -Mamá, he venido para tomar de  ti fuerza y consuelo. Soy como un niño pequeño, Mamá, que tiene necesidad del  corazón de su madre para su dolor y del pecho de su madre para sacar fuerzas.  Soy de nuevo, en estos momentos, tu pequeño Jesús de hace años. 
               
               No soy el  Maestro, Mamá. Soy sólo el Hijo tuyo, como en Nazaret cuando era pequeño, como  en Nazaret antes de dejar la vida oculta. A ti sola te tengo. Los hombres, en  este momento, no son amigos leales de tu Jesús. No son ni siquiera valientes en  el bien.
               
Sólo los malvados saben ser constantes y fuertes en obrar el mal. Pero  tú me eres fiel y eres mi fuerza, Mamá, en estos momentos. Sostenme con tu amor  y tu oración. De entre los que en mayor o menor grado me aman, eres la única  que sabes orar en estos momentos; orar y comprender.
Los otros tienen  sentimiento de celebración y están absortos en pensamientos celebrativos o en  pensamientos delictivos, mientras Yo sufro por muchas cosas. Muchas cosas morirán  después de estos momentos; entre ellas, su humanidad; y sabrán ser dignos de  mí, todos menos el que se ha perdido (y ninguna fuerza sirve para llevarlo, al  menos, al arrepentimiento).
Pero, por ahora, son todavía hombres tardos que no  sienten mi muerte y exultan creyendo más cercano que nunca mi triunfo. Las  aclamaciones de hace pocos días los han puesto ebrios. Mamá, he venido para  esta hora y, sobrenaturalmente, con alegría la veo llegar. Pero mi Yo también  la teme, porque este cáliz tiene por nombre "traición",  "renegamiento", "crueldad", "blasfemia",  "abandono". 
Infúndeme fuerzas, Mamá. De la misma manera que con tu  oración atrajiste a ti al Espíritu de Dios y diste por Él al mundo a Aquel al  que esperaban las gentes, atrae ahora para tu Hijo la fuerza que le ayude a  cumplir la obra para la que ha venido. Mamá, adiós. Bendíceme, Mamá; también  por el Padre. Y perdona a todos.
Perdonemos juntos, perdonemos desde ahora a  quienes nos torturan. 
               
               Jesús ha pasado a arrodillarse  y habla a los pies de su Madre mientras la mira abrazado a su cintura. 
               
               María llora, sin gemidos,  levemente alzada la cara por una interna oración a Dios. Las lágrimas ruedan  por las mejillas pálidas y caen en su regazo y en la cabeza de Jesús (que la ha  apoyado en el corazón de María). 
               
               Luego Ella pone su mano sobre la cabeza de  Jesús como para bendecirlo, luego se inclina, lo besa en el pelo, le acaricia  los cabellos, le acaricia los hombros, los brazos, toma su cara entre las manos  y la vuelve hacia Ella, la aprieta contra su corazón.
               
Besa una vez más, entre  lágrimas, en la frente, en las mejillas, en los ojos dolientes, esa cabeza,  acuna esa pobre cabeza cansada; como si fuera un niño; como la vi acunar en la  Gruta al recién nacido divino. Pero ahora no canta. Dice solamente: « ¡Hijo! ¡Hijo!  ¡Jesús! ¡Jesús mío!». Pero lo dice con una voz tal, que me desgarra el corazón. 
               Luego Jesús se alza. Se coloca  el manto, se queda en pie frente a su Madre, que sigue llorando, y, a su vez,  la bendice. Luego se dirige hacia la puerta. Antes de salir le dice: 
               
               -Mamá, vendré una vez más,  antes de ofrecer mi Pascua. Ora esperándome. 
               
               Y sale.