582- La víspera del sábado anterior a la entrada en Jerusalén. Ofrenda extrema por la salvación de Judas Iscariote
             
             -Podéis marcharos, si lo estimáis oportuno,  donde queráis. Yo me quedo aquí con Judas y Santiago. 
               
               Tienen que venir las  discípulas -dice Jesús a sus apóstoles, que están reunidos en torno a Él bajo  el pórtico de la casa. Y añade: 
               
-Pero  estad aquí antes de la puesta de1 sol. Y sed prudentes. Tratad de pasar  desapercibidos para evitar represalias contra vosotros. 
-¡Yo  no! ¡Yo me quedo! ¿Qué tengo que hacer en Jerusalén? -dice Pedro. 
-Yo  sí que voy. Mi padre seguro que me espera. Quiere ofrecer el vino. Es una  antigua promesa, antigua pero mantenida como siempre, y es que mi padre es un  hombre honesto. ¡Vais a ver qué vino en el banquete pascual! ¡Los viñedos de mi  padre en Ramá! ¡Célebres en la comarca! -dice Tomás. 
-También  estos de Lázaro son vinos extraordinarios. Se me ha quedado grabado el banquete  de las Encenias... -dice, involuntariamente goloso, Mateo. 
             
               -Pues  entonces mañana más que nunca se te refrescará el recuerdo, porque creo que  para mañana Lázaro va a disponer una gran cena. ¡He visto unos preparativos...!  -dice Santiago de Zebedeo. 
               
               -¿Sí?  ¿Vendrán también otros? -pregunta Andrés. 
               -No.  Se lo he preguntado a Maximino y me ha contestado que no. 
               -¡Ah,  porque en el caso contrario me pondría la túnica nueva que me ha mandado mi  mujer! -dice Felipe. 
               -Yo  me la pondré. Quería hacerlo para Pascua, pero me la voy a poner mañana. Sin  duda, estaremos más tranquilos aquí mañana que no dentro de unos días... -dice  Bartolomé, e interrumpe sus palabras pensando. 
               
               -Yo  me visto con ropa nueva para la entrada en la ciudad. ¿Y Tú, Maestro? -pregunta  Juan. 
               -Yo  también. Me pondré la túnica teñida de púrpura. 
               -¡Parecerás  un rey! -dice admirado el Predilecto, que ya lo ve, con el pensamiento, vestido  con esa túnica espléndida... 
               
               -¡Sí,  pero si no hubiera sido por mí! Esa púrpura la he procurado yo, hace años...  -se jacta el Iscariote. 
               -¿De  verdad? No, no lo habíamos pensado... El Maestro es siempre tan humilde... 
               
               -Demasiado.  Ahora es el momento de que sea rey. ¡Basta de esperar! Si no es rey de tronos,  al menos que, por su dignidad, tenga vestiduras acordes con su grado. Yo estoy  en todo. 
               
               -Tienes  razón, Judas. Tú tienes conocimiento del mundo. Nosotros... somos unos pobres  pescadores... -dicen humildemente los del lago... Y, como siempre sucede a la  luz del mundo -la falsa, crepuscular luz del mundo-, la aleación de baja ley  del metal de Judas parece metal más noble que el basto pero puro, sincero, honesto  oro de los corazones galileos... 
               
               Jesús,  que estaba hablando con el Zelote y los hijos de Alfeo, se vuelve y mira a  Judas Iscariote, y también a estos hombres honestos, tan humildes y  apesadumbrados por estar tan... poco dotado respecto a Judas... y menea la  cabeza sin decir nada. Pero, al ver a éste atándose los cordones de las  sandalias y colocándose el manto como en actitud de ponerse en camino, le dice: 
               
               -¿A  dónde vas? 
               -A  la ciudad. 
               -He  dicho que te retengo aquí con Santiago... 
               -¡Ah!  Pensaba que te referías a Judas tu hermano... Entonces... Yo... soy como un  prisionero... ¡Ja! ¡Ja! 
               Se  ríe con mala compostura 
               
               -Betania  no tiene cadenas ni rejas; al menos, eso creo. Tiene sólo el deseo de tu  Maestro, y yo estaría muy contento de estar prisionero de su deseo -observa el  Zelote. 
               
               -¡Claro!  Yo estaba de broma... Es que... quisiera tener noticias de mi madre. Seguro que  han llegado a Jerusalén peregrinos de Keriot y... 
               -No.  Dentro de dos días estaremos todos en Jerusalén. 
               
               Ahora tú te quedas aquí -dice  autoritario Jesús. 
               Judas  no insiste. Se quita el manto diciendo: 
               -¿Y  entonces? ¿Quién va a la ciudad? Sería conveniente saber también cómo están los  ánimos... Lo que hacen los discípulos... Quería también informarme a través de  amigos... Se lo había prometido a Pedro... 
               -No  importa. Te quedas. No es necesario nada de eso que dices. No es estrictamente  necesario... 
               -Pero  si va Tomás... 
               
               -Maestro,  también yo quisiera ir. Porque también lo he prometido. Tengo amigos en casa de  Anás y... -dice Juan. 
               -¿Irías  allí, hijo mío? ¿Y si te apresan? -pregunta Salomé, que se ha acercado. 
               
               -¿Si  me apresan? ¿Qué he hecho de malo? Nada. Por tanto, no debo temer al Señor. Por  eso, aunque me apresen, no me echaré a temblar. 
               
               -¡Oh,  el leoncito arrogante! ¿No te vas a echar a temblar? ¿Pero no sabes cómo nos  odian? Apresarnos significa la muerte, ¿eh? -dice Judas Iscariote queriendo  amedrentar. 
               
               -¿Y  tú, entonces, por qué quieres ir? ¿Es que tú tienes la inmunidad? ¿Qué has  hecho para tenerla? Dímelo y yo también lo haré. 
               
               Judas  reacciona con un ademán de miedo e ira; pero el rostro de Juan es tan nítido,  que el traidor se calma. 
               
               Comprende que no hay asechanzas ni sospechas en esas  palabras y dice: 
               
               -Nada  he hecho. Lo que sucede es que tengo algunos amigos buenos que están cerca del  Procónsul, por eso... 
               
               -¡Bien!  El que quiera venir que venga, dado que ya no llueve. Aquí perdemos el tiempo y  quizás para la hora sexta vuelva la lluvia. El que quiera venir que no se  demore -exhorta Tomás. 
               
               -¿Voy,  Maestro? -pregunta Juan. 
               -Ve. 
               -¡Claro!  ¡Siempre así! Él sí. Los otros sí. Yo no. ¡Siempre no! 
               
               -Trataré  de tener noticias de tu madre -dice Juan para calmarlo. 
               -Y  también yo. Voy contigo y con Tomás -dice el Zelote, y añade: 
               
               -Mi  edad frenará a los jóvenes, Maestro. Y conozco bien a los de Keriot. Si veo a  alguno me acerco a él. Te traeré noticias de tu madre, Judas. ¡Sé bueno!  ¡Estáte tranquilo! Es la Pascua, Judas. Todos sentimos la paz de esta fiesta,  la alegría de esta solemnidad. 
               
               ¿Por qué quieres ser tú sólo el que esté siempre  tan inquieto, tan sombrío y malcontento, sin paz? Pascua es paso de Dios...  Pascua es para nosotros los hebreos fiesta de liberación de un duro yugo. Nos  liberó de él Dios Altísimo. Ahora, no pudiendo repetir el antiguo  acontecimiento, permanece su símbolo individual... Pascua: liberación de los  corazones, purificación, bautismo puedes decir, con la sangre del cordero, para  que las fuerzas enemigas no causen el mal al que lleve su señal. 
               
               ¡Qué hermoso  empezar el nuevo año con esta fiesta de purificación, de liberación, de  adoración a Dios Salvador nuestro!... ¡Oh, perdona, Maestro! He hablado cuando  en realidad habría debido guardar silencio porque estás Tú para corregir  nuestros corazones...  
             -Eso  es lo que estaba pensando yo, Simón. Justo eso: que ahora tengo dos maestros en  vez de uno. Y me parecían demasiados -dice airado Judas Iscariote. 
               Pedro...  ¡ah, Pedro esta vez no se puede contener!, y reacciona: 
               
               -Y,  si no te callas pronto, vas a tener un tercero, que voy a ser yo. Y te juro que  voy a tener argumentos más persuasivos que las palabras. 
               
               -¿Alzarías  la mano contra un compañero? ¿Después de tanto esfuerzo por sujetar en el fondo  al viejo galileo, aflora de nuevo tu verdadera naturaleza? 
               
               -No  aflora de nuevo. Siempre ha estado clara en la superficie. No uso ficciones. Lo  que sucede es que para los asnos salvajes, como tú, para domarlos, sólo hay un  argumento: los trallazos. ¡Deberías avergonzarte de abusar de su bondad y de  nuestra paciencia! ¡Ven, Simón! ¡Ven, Juan! Ven, Tomás.
               
Adiós, Maestro. Me voy  yo también porque si me quedo... no, ¡viva Dios que ya no me contengo! -y Pedro  agarra su manto, que estaba encima de un asiento, y se lo pone a toda prisa;  tan inquieto, que no ve que se lo ha puesto al revés, abajo la parte de arriba,  de forma que debe advertirle Juan del error, y ayudarle a vestirse bien. Y se  marcha a toda prisa, pegando un fuerte golpe con el pie en el suelo para  descargar así un poco de su ira: parece un torillo encabritado. 
               
               ¿Y  los otros?... Los otros parecen libros abiertos en que se puede leer lo que  tienen escrito. Bartolomé levanta su afilado rostro de anciano hacia el cielo  todavía borrascoso y parece estudiar los vientos para no tener que estudiar los  rostros: demasiado apenado el de Cristo, demasiado pérfido el de Judas Iscariote.  Mateo y Felipe miran a Judas Tadeo, que tiene fosforescencias de ira en sus  ojos, tan parecidos a los de Jesús, y toman la misma decisión: lo ponen en  medio de ellos y le incitan a salir, hacia el paseo interior que lleva a la  casa de Simón, diciendo: 
               
               -Tu  madre nos requería para aquel trabajo. Ven también tú, Santiago de Zebedeo -y  se llevan consigo también al hijo de Salomé. 
               
               Andrés  mira a Santiago de Alfeo, y Santiago lo mira a él: dos caras que reflejan el  mismo, contenido sufrimiento, y que no sabiendo qué decir, se cogen de la mano,  como dos niños, y se alejan tristes. 
               
               Salomé  es la única discípula presente, y no se atreve ni a moverse ni a hablar, pero  tampoco sabe decidirse a marcharse, como si con su presencia quisiera frenar  otras palabras del indigno apóstol. Por suerte no está presente ninguno de la  familia de Lázaro. Está ausente también María Stma. 
               
               Judas  se ve solo con Jesús y Salomé. No quiere estar con ellos y les vuelve la  espalda para alejarse hacia el cenador de jazmines. Jesús lo mira mientras se  marcha. Lo vigila. Ve que, después de haber fingido que se sentaba en el  cenador, Judas desaparece a hurtadillas por la parte de atrás y se adentra  entre los setos de rosas, laureles y bojes, que separan al verdadero jardín de  los cuadros de las especias, en el lugar donde están las colmenas. 
               
               Por ahí se  puede salir por una de las puertas secundarias abiertas en las paredes del  vasto jardín, un verdadero parque que por dos lados termina en setos altísimos,  dobles como una avenida -abiertos por cancillas, acá o allá, para poner en  comunicación al jardín con los prados, campos, matas de árboles frutales y  olivares, y también con la casa de Simón, y que prolongan el jardín en las  tierras, teniendo a éstas y a aquél unidos y separados al mismo tiempo-; y, por  los otros dos, tiene gruesas paredes que se abren a dos caminos, uno secundario  y otro de primer orden, en que desemboca el secundario, que, cortando a  Betania, prosigue hacia Belén. Los ojos de Jesús, que se alza cuanto puede y se  mueve cuanto necesita para ver lo que hace Judas Iscariote, echan llamas. 
               María  Salomé los ve e intuye -aunque por su estatura poco alta no pueda ver-, intuye  lo que sucede hacia el extremo del parque, y susurra: 
               
               -¡Misericordia  de nosotros, Señor! 
               
               Jesús  oye ese suspiro y se vuelve un instante para mirar a esta buena, sencilla  discípula, que puede haber tenido un pensamiento de soberbia materna al pedir  el lugar de honor para sus hijos, pero que, al menos, podía hacerlo porque  ellos son buenos apóstoles. 
               
               A esta discípula que aceptó humildemente la  corrección del Maestro sin ofenderse, sin alejarse de Él; es más, que se hizo  más humilde, más servicial respecto al Maestro, al que sigue como una sombra  (basta con que pueda hacerlo); respecto al Maestro, cuyas más pequeñas expresiones  estudia para poder, si puede, adelantarse a sus deseos y darle alegría. Y  también ahora la buena y humilde Salomé trata de consolar al Maestro, de  aplacar la sospecha que le hace sufrir, diciendo: 
               
               -¿Ves?  No se marcha lejos. Ha dejado ahí su manto y no lo ha recogido. Irá por los  prados a descargar su estado de ánimo... Nunca iría Judas a la ciudad sin estar  perfectamente arreglado... 
               
               -Hasta  desnudo iría, si quisiera ir. Y así es... ¡Mira! ¡Ven aquí! 
               -¡Está  tratando de abrir la cancilla! ¡Pero está cerrada! ¡Y llama a un criado de las  colmenas! 
               Jesús  grita fuerte: 
               
               -¡Judas!  ¡Espérame! Tengo que hablar contigo -y quiere ponerse en camino. 
               
               -¡Por  el amor de Dios, Señor! Voy a llamar a Lázaro... a tu Madre... ¡No vayas solo! 
               
               Jesús,  aun caminando rápido, se vuelve un poco y dice: 
               -Te  ordeno que no lo hagas. Al contrario: guarda silencio con todos. Si preguntan  por mí, di que he salido con Judas cerca. Si vienen las discípulas, que  esperen. Vuelvo pronto. 
               
               Salomé  no reacciona, como tampoco lo hace Judas Iscariote. Ella junto a la casa y él  junto a la cerca, se quedan en el sitio donde la voluntad de Jesús los ha  detenido. Y lo miran: ella, mientras se aleja; él, mientras se acerca. 
               
               -Abre  la puerta, Jonás. Salgo un poco con mi discípulo. Si te quedas por aquí, no  hace falta que la cierres cuando salgamos. Vuelvo pronto -dice con bondad al  criado agricultor, que se había quedado sin saber cómo reaccionar, con la  voluminosa llave en la mano. El portillo, de hierro pesado, chirría al abrirse,  de la misma forma que rechina la llave para mover el dispositivo.  
             -Una  puerta que se abre raras veces -dice el criado sonriendo -¡Claro, te has  oxidado! Cuando uno está ocioso se deteriora... La herrumbre, el polvo,... los  gamberros... A nosotros nos pasa lo mismo... ¡Si no trabajamos continuamente  nuestra alma! 
               -¡Muy  bien, Jonás! Has tenido un pensamiento sabio. Muchos rabíes te lo envidiarían. 
               
               -Son  mis abejas las que me los sugieren... y tus palabras. 
               
               Verdaderamente son tus  palabras. Pero luego también las abejas me las hacen comprender. Porque nada  carece de voz, si se sabe oír. Y yo digo que si ellas, que son abejas, obedecen  la orden del que las ha creado, y son animalitos que no sé dónde pueden tener  cerebro y corazón, yo, que tengo corazón, cerebro y espíritu, y que oigo al  Maestro, también deberé saber hacer lo que hacen ellas, y trabajar  continuamente, hacer siempre lo que el Maestro dice que hay que hacer, y poner  así hermoso mi espíritu, esplendoroso, sin herrumbre ni polvo ni barro, y sin  pajas, que hayan metido en las cerraduras los enemigos infernales, ni piedras  ni otras asechanzas. 
               
               -Es  exactamente como dices. Imita a tus abejas y tu alma será una rica colmena  llena de preciosas virtudes, y Dios descenderá a recrearse en ella. Adiós,  Jonás. La paz sea contigo. 
               
               Pone  la mano en la cabeza entrecana del criado, que está frente a Él inclinado, y  sale al camino en dirección hacia los prados de trébol rojo, prados hermosos  como alfombras tupidas y gruesas, de colores verde y carmesí, donde las abejas,  volando de flor en flor, introducen reflejos y zumbidos. 
               
               Cuando  están suficientemente lejos de la cerca como para no ser oídos por nadie que  estuviera en el jardín de Lázaro, Jesús dice. 
               
               -¿Has  oído a ese criado? Es un labriego. Ya es mucho si sabe leer alguna palabra...  Y, no obstante... lo que ha dicho habría podido salir de mis labios sin que mis  palabras de Maestro parecieran necias. Ese hombre siente que hay que velar para  que el espíritu no se vea corrompido por sus enemigos... 
               
               Yo... por esos  enemigos te retengo a mi lado, ¡y tú me odias por esto! Quiero defenderte de  ellos y de ti mismo, y tú me odias. Te ofrezco el medio para salvarte -puedes  hacerlo todavía-y tú me odias. Te lo digo una vez más: vete, Judas; vete lejos.  No entres en Jerusalén. Estás enfermo. No es mentira el decir que estás tan  enfermo, que no puedes participar en la Pascua.
               
Harás la Pascua suplementaria.  La Ley permite hacer la Pascua suplementaria cuando una enfermedad u otra grave  razón impiden hacer la Pascua solemne. Le pediré a Lázaro -es un amigo prudente  y no preguntará nada-que te lleve hoy mismo al otro lado del Jordán. 
               
               -No.  Te he dicho muchas veces que me echaras. No has querido. Ahora soy yo el que no  quiere. 
               
               -¿No  quieres? ¿No quieres salvarte? ¿No tienes piedad de ti mismo? ¿No tienes piedad  de tu madre? 
               
               -Deberías  decirme: "¿No tienes piedad de mí?". Serías más sincero. 
               
               -Judas,  infeliz amigo mío, no te ruego por mí. Por ti, por ti te ruego. "¡Mira!  Estamos solos. Tú sabes quién soy Yo, Yo sé quién eres tú. Es el Último momento  de gracia que aún se nos concede para impedir tu ruina... 
               
               ¡Oh, no te rías tan  satánicamente, amigo mío! No te burles de mí como si estuviera loco porque  digo: "tu ruina" y no la mía. Lo mío no es ruina; lo tuyo, sí...  Estamos solos, Yo y tú, y sobre nosotros está Dios... 
               
               Dios que no te odia  todavía, Dios que asiste a esta lucha suprema entre el Bien y el Mal que se  disputan tu alma. 
               
               Sobre nosotros está el Empíreo, observándonos, ese Empíreo  
               que pronto se llenará de santos, que ya, en su lugar de espera, sienten la  emoción porque presienten la alegría... Judas, entre ellos está tu padre... 
               
               -Era  un pecador. No está. 
               -Era  un pecador, pero no un réprobo. Por eso la alegría se acerca también a él. ¿Por  qué quieres causarle un dolor en medio de su alegría? 
               
               -Está  al margen del dolor. Está muerto. 
               -No.  No está al margen del dolor de verte a ti culpable, a ti... ¡oh, no me  arranques esa palabra!... 
               
               -¡Sí,  hombre, sí, dila! ¡Yo hace meses que me la digo a mí mismo! Réprobo. Lo sé. Ya  nada puede ser cambiado. 
               
               -¡Todo!  Judas, Yo lloro. ¿Quieres, pues, hacer brotar tú las extremas lágrimas del  Hombre?... Judas, te lo ruego. 
               
               Piensa, amigo: el Cielo asiente a mi oración;  tú, tú... ¿me dejarás orar en vano? Piensa que delante de ti, orando, tienes al  Mesías de Israel, al Hijo del Padre... ¡Judas, escúchame!... ¡Detente mientras  puedes!... 
               -¡No! 
               
               Jesús  se tapa la cara con las manos y se deja caer en el linde del prado. Llora sin  clamor, pero llora mucho. Sus hombros se estremecen con los profundos  sollozos... 
               
               Judas  lo mira, ahí, a sus pies, destrozado, llorando... y por el deseo de salvarlo...  y siente un momento de piedad. 
               
               Dice, dejando el tono duro, de verdadero  demonio, que tenía antes: 
               
               -No  puedo irme... He dado mi palabra... 
               
               Jesús  alza su cara llena de aflicción. Le interrumpe: 
               
               -¿A  quién? ¿A quién? ¡A unos pobres hombres! ¿Y de ellos, de aparecer sin honor  ante ellos, te preocupas? 
               
               ¿Y no me habías dado a mí tu propio ser hace tres  años? ¿Y piensas en los comentarios de un puñado de malhechores y no en el  juicio de Dios? 
               
               ¡Oh, qué debo hacer, Padre, para resucitar en él la voluntad de  no pecar? 
               
               Baja  de nuevo su cabeza, abatido, deshecho... Parece ya el penante Jesús de la  agonía del Getsemaní. 
               
               Judas  siente piedad y dice: 
             Me  quedo. ¡No sufras de ese modo! Me quedo... ¡Ayúdame a quedarme! ¡Defiéndeme! 
               
               -¡Siempre!  ¡Siempre! Basta con que tú lo quieras. Ven. No hay culpa de la que no sienta  conmiseración y no perdone. Di  "quiero”  y te habré redimido...
               
               Jesús  se ha levantado y tiene a Judas abrazado.
               El  llanto de Jesús-Dios cae entre los cabellos de Judas, pero la boca de Judas  permanece cerrada. No dice la palabra requerida. No dice ni siquiera  "perdón" cuando Jesús le susurra entre sus cabellos “¡Mira si te  quiero!
               
¡Habría debido reprenderte! Te beso. Tendría derecho de decirte:  "Pide perdón a tu Dios" y te pido sólo que tengas el deseo del  perdón. ¡Estás tan enfermo...! No se puede pedir mucho a uno que está muy  enfermo. A todos los pecadores que han venido a mí les he pedido el absoluto  arrepentimiento para poder perdonarlos. A ti, amigo mío, te pido sólo el deseo  de arrepentirte; después…corre de mi cuenta.
               
               Judas  calla... 
               Jesús  lo suelta. Dice: 
               
               -Quédate  aquí al menos hasta el día siguiente del sábado. 
               -Me  quedaré... Vamos a volver a casa. Notarán nuestra ausencia Quizás te esperan  las mujeres. Son mejores que yo y no debes descuidarlas por mí. 
               
               -¿No  recuerdas la parábola de la oveja perdida? Tú eres esa oveja... Ellas, las  discípulas, son las ovejas buenas que están dentro del aprisco. No corren  peligro, aunque busque tu alma durante todo el día para llevarla de nuevo al  redil... 
               
               -¡Bien,  de acuerdo! ¡De acuerdo! ¡Vuelvo al redil! Me voy a encerrar en la biblioteca  de Lázaro, a leer. No quiero que me molesten, no quiero ver ni saber nada.  Así... no sospecharás siempre de mí. Y si refieren al Sanedrín alguna cosa de  lo que aquí sucede, tendrás que buscar las serpientes entre tus predilectos.  ¡Adiós! Entro por la cancilla principal. No temas. No voy a escaparme. Puedes  ir a comprobarlo cuando quieras -y, volviéndole la espalda, se va con largos  pasos. 
Jesús,  altura blanca vestida de lino en la linde del prado verde -rojo, alza los  brazos al cielo sereno y alza su afligidísimo rostro y alza su alma al Padre  suyo gimiendo: 
             -¡Oh,  Padre mío! ¿Podrás recriminarme el haber dejado de hacer algo que pudiera  salvarlo? Tú sabes que es por su alma y no por mi vida por la que lucho por  impedir su delito... ¡Padre! ¡Padre mío! ¡Te lo suplico!: acelera la hora de  las tinieblas, la hora del Sacrificio, porque demasiado atroz me es vivir junto  al amigo que no quiere ser redimido... ¡El mayor dolor! -y Jesús se sienta  entre el tupido, alto, hermosísimo trébol, agacha la cabeza y la pone entre sus  rodillas dobladas y apretadas entre sus brazos. Y llora... 
               
               ¡Oh,  no puedo ver ese llanto! Es ya demasiado semejante -en desolación, en soledad,  en... persuasión de que el Cielo nada hará por consolarlo, y que Él debe  padecer ese dolor-, demasiado semejante al del Getsemaní. Y me aflige  demasiado... 
               
               Jesús  llora largamente, en ese lugar solitario y silencioso. Testigos de su llanto,  las abejas de oro, el trébol que emana fragancia y se mece lentamente con las  ondas de un viento de tormenta, y las nubes, que al principio de la mañana eran  como una leve red en el cielo azul y ahora se han adensado, oscurecido,  sobrepuesto unas a otras, prometiendo nueva lluvia. 
               
               Jesús  deja de llorar. Alza la cabeza para oír... Un ruido de ruedas y cascabeles  viene del camino de primer orden; luego cesa el ruido de las ruedas, pero no el  de los cascabeles. 
               
               Jesús  dice: 
               -¡Vamos!  Las discípulas. Ellas son fieles... ¡Padre mío, hágase como Tú quieres! Te  ofrezco el sacrificio de este deseo mío de Salvador y de Amigo. ¡Está escrito!  Él lo ha querido. Es verdad. Pero deja, Padre mío, que continúe mi obra por él  hasta que todo termine. 
               
               Ya desde ahora te digo: Padre, cuando ore por los  pecadores, siendo ya víctima impotente para la acción directa, Padre, toma Tú  mi sufrimiento y presiona con él en el alma de Judas. Sé que te pido algo que  la Justicia no puede conceder. Pero de ti han venido la Misericordia y el Amor  y Tú los amas a Éstos que de ti vienen y son una sola cosa contigo, Dios uno y  trino, santo y bendito.
               
Yo me voy a dar a mis amados como alimento y bebida.  Padre, ¿es que habrán de ser mi Sangre y mi Carne condena para uno de ellos?  ¡Padre, ayúdame! ¡Un germen de arrepentimiento es ese corazón!... 
¿Padre, por  qué te alejas? ¿Ya te alejas de tu Verbo que ora? Padre, es la hora. Lo sé.  ¡Hágase tu bendita voluntad! Pero deja en tu Hijo, en tu Cristo -en quien, por  insondable decreto tuyo, disminuye en esta hora la visión segura del futuro; y  no te digo que esto sea crueldad, sino piedad tuya hacia mí-, deja en mí la  esperanza de salvarlo aún. 
¡Oh, Padre mío! Lo sé; lo he sabido desde que Yo  soy; lo he sabido desde que, no sólo Verbo, sino Hombre, vine a la Tierra; lo  he sabido desde que encontré al hombre en el Templo... Siempre lo he sabido...  Pero ahora... ¡oh!, ahora me parece -¡gran piedad tuya, santísimo Padre!-, me  parece como si fuera sólo un horrendo sueño, suscitado por su comportamiento,  pero que no fuera lo ineluctable... y es como si pudiera seguir esperando,  esperando siempre, porque infinito es mi sufrir e infinito será el Sacrificio;  es como si pudiera hacer algo también por él... ¡Ah, estoy delirando! ¡Es el  Hombre el que quiere esperar esto! ¡El Dios que está en el Hombre, el Dios  hecho Hombre no se puede hacer ilusiones! Se alejan las ligeras nieblas que me  ocultaban un momento el abismo, el abismo ya abierto para atrapar a aquel que  prefirió las Tinieblas a la Luz... ¡Piedad el hecho de ocultármelo! Piedad el  hecho de mostrármelo, ahora que me has reconfortado. Sí, Padre. ¡También esto!  ¡Todo! Y seré Misericordia hasta el final, porque ésta es mi Esencia.
               Sigue  orando, en silencio, con los brazos abiertos en cruz. Su rostro deshecho se va  serenando para tomar un aspecto de paz augusta (se hace casi luminoso: una luz  de alegría interior, aunque en sus labios, cerrados, no haya sonrisa). Es la  alegría de su espíritu, en comunión con el Padre, lo que rezuma por los velos  de la carne y borra los signos que el dolor ha excavado y dibujado en ese  enflaquecido y espiritualizado rostro que se ha ido mostrando en el Maestro en  la medida en que Él se iba adentrando en el dolor y hacia el Sacrificio. No es  ya un rostro de la Tierra el rostro de Cristo en estos últimos tiempos mortales  suyos, y ningún artista será nunca capaz de darnos, aunque el Redentor al  artista se mostrara, ese rostro de Hombre Dios cincelado en sobrenatural  belleza por el amor y dolor perfectos y completos. 
               
               Jesús  está de nuevo en la puerta de la cerca. Entra. La cierra con el cerrojo y se  adentra hacía la casa. El criado de antes lo ve y acude presuroso a tomar la  voluminosa llave que Jesús tiene en sus manos. 
               Continúa.  Ve a Lázaro, que dice: 
               
               -Maestro,  han venido las mujeres. Las he pasado a la sala blanca, porque en la biblioteca  está Judas leyendo, con aspecto atribulado. 
               
               -Lo  sé. Gracias por las mujeres. ¿Son muchas? 
               
               -Juana,  Nique, Elisa y Valeria con Plautina y otra amiga o liberta, no lo sé, de nombre  Marcela, y una anciana que dice que te conoce: Ana de Merón; y luego Analfa, y  con ella otra, jovencita, de nombre Sara. Están con las discípulas tu Madre y  mis hermanas. 
             -¿Y  esas voces de niños? -Ana ha traído a los hijos de su hijo; Juana a los suyos;  Valeria a la suya. Los he llevado al patio interno...