544- La muerte de Lázaro
             
             Han abierto todas las puertas  y ventanas en la habitación de Lázaro, para hacerle menos difícil la  respiración. 
               
               Alrededor de él, que está ausente, en estado de coma -un coma  profundo, semejante ya a la muerte, de la que difiere sólo por el movimiento de  la respiración-, están las dos hermanas, Maximino, Marcela y Noemí, pendientes  de cualquier mínimo gesto del moribundo. 
             Cada vez que una contracción  espasmódica altera la boca, pareciendo que se preparara para hablar, o que los  ojos, entreabriéndose los párpados, aparecen, las dos hermanas se inclinan para  aferrar una palabra, una mirada... Pero es inútil. Son sólo acciones sin  coordinación, independientes de la voluntad y la inteligencia, las cuales ya  están inertes, perdidas; son acciones que provienen del sufrimiento de la  carne, como de ésta viene el sudor que da brillo al rostro del moribundo, y el  temblor que a intervalos agita los esqueletados dedos y les transmite una  contracción de garra.
               
Y lo llaman las dos hermanas, con todo el amor en su voz.  Pero el nombre y el amor chocan contra las barreras de la insensibilidad  intelectiva, y la respuesta a su llamada es el silencio de las tumbas
              Noemí, llorando, sigue poniendo en los pies  -sin duda, helados-ladrillos envueltos en fajas de lana. Marcela tiene en sus  manos una copa de la que saca un pañito fino que Marta usa para mojar los  labios secos de su hermano. María, con otro paño, seca el abundante sudor que  desciende en regueros por el rostro esqueletado y que moja las manos del  moribundo. 
               
               Maximino, apoyado en una arquimesa alta y oscura, junto a la cama  del moribundo, observa, en pie, a espaldas de María, que se inclina hacia su  hermano. Nadie más. El máximo silencio, como si estuvieran en una casa vacía,  en un lugar desierto. Las criadas que traen los ladrillos calientes están  descalzas y no hacen ruido en el suelo marmóreo. Semejan apariciones. 
               
               María rompe el silencio  diciendo: 
               
               -Me parece que está volviendo  calor a las manos. Mira, Marta, los labios están menos pálidos. 
               -Sí. También respira más libremente.  Lo estoy mirando desde hace un rato -observa Maximino. 
               
               Marta se inclina y llama  despacio, pero con acento intenso: 
               
               -¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Oh, mira,  María! Ha expresado como una sonrisa y un parpadeo. ¡Está mejorando, María!  ¡Está mejorando! ¿Qué hora tenemos? 
               
               -Hemos pasado ya en una  vigilia el crepúsculo. 
               -¡Ah! -y Marta se yergue  apretando las manos contra el pecho y alzando los ojos hacia arriba en un  visible gesto de muda pero confiada oración. Una sonrisa ilumina su cara. 
               
               Los otros la miran asombrados  y María le dice: 
               -No veo por qué el haber  superado el crepúsculo te deba poner contenta... -y la escruta, sospechosa,  ansiosa. 
               
               Marta no contesta, pero toma  de nuevo la postura de antes. Entra una criada con ladrillos. Se los pasa a  Noemí. María le ordena: 
               
               -Trae dos lámparas. La luz  mengua y quiero verlo. 
               
               -La criada sale sin hacer  ruido y vuelve al cabo de poco con dos lamparillas encendidas. Las coloca: una  encima del bargueño en que está apoyado Maximino; la otra, encima de una mesa  llena de vendas y pequeñas ánforas, puesta en el otro lado de la cama. 
               
               -¡Oh, María! ¡María! ¡Mira!  Está realmente menos pálido. 
               Y tiene aspecto menos agotado.  ¡Se está reanimando! -dice Marcela. 
               
               -Dadle algunas gotas más de  ese vino con los aromas que ha preparado Sara. Le ha hecho bien -sugiere  Maximino. 
               
               María toma de la tabla de la  arquimesa una anforita de cuello finísimo en forma de pico de ave y, con  precaución, introduce algunas gotas de vino en los labios entreabiertos. 
               
               -Ve despacio, María. ¡No vaya  a ser que se ahogue! -aconseja Noemí. 
               
               -¡Oh, traga! ¡Lo busca! ¡Mira,  Marta! ¡Mira! Saca la lengua queriendo... 
               
               Todos se inclinan para mirar.  Noemí lo llama: 
               -¡Tesoro! ¡Mira a tu nodriza,  alma santa! -y se aproxima para besarlo. 
               
               -¡Mira! ¡Mira, Noemí, bebe tu  lágrima! Le ha caído junto a los labios y la ha sentido; la ha buscado y la ha  absorbido. 
               
               -¡Oh, tesoro mío! ¡Si tuviera  todavía la leche de antaño, la exprimiría gota a gota en tu boca, corderito  mío, aunque tuviera que exprimir mi corazón y morir después! 
               Intuyo que Noemí, nodriza de  María, lo haya sido también de Lázaro. 
               
               -Señoras, ha vuelto Nicomedes  -dice un criado que se presenta a la puerta. 
               
               -¡Que venga! ¡Que venga! Nos  ayudará a hacerlo mejorar. ¡Fijaos! ¡Fijaos! Abre los ojos, mueve los labios  -dice Maximino. 
               
               -¡Y a mí me aprieta los dedos  con sus dedos! -grita María. Y se inclina diciendo: 
               
               -¡Lázaro! ¡Me oyes? ¿Quién  soy? 
               Lázaro abre del todo los ojos  y mira. Es una mirada insegura, empañada, pero, en todo caso, es una mirada.  Mueve con dificultad los labios y dice: 
               -¡Mamá! 
               -¡Soy María! María! ¡Tu  hermana! 
               -¡Mamá! 
               
               -No te reconoce y llama a su  madre. Los moribundos. Siempre así -dice Noemí con el rostro lavado en llanto. 
               
               -Pero habla. Después de tanto  tiempo, habla. Ya es mucho... Luego estará mejor. ¡Oh, mi Señor, premia a tu  sierva! dice Marta mientras permanece todavía en ese gesto de ferviente y  confiada oración. 
               
               -¿Pero qué te ha sucedido? ¿Es  que has visto al Maestro? ¿Se te ha aparecido? ¡Dímelo, Marta! ¡Quítame la  angustia! dice María. 
               
               La entrada de Nicomedes impide  la respuesta. Todos se vuelven hacia él. Cuentan cómo después de su partida  Lázaro se había agravado hasta el punto de tocar la muerte, y ya lo habían dado  por muerto; pero que luego, con unos auxilios, habían logrado hacerlo  recuperarse, pero sólo en lo referente a la respiración. Y cómo, desde hacía  poco, después de que una de sus mujeres hubiera preparado vino con aromas, le  había vuelto el calor y había tragado, tratando de beber, y también había  abierto los ojos y había hablado... Hablan todos juntos, encendidas de nuevo  sus esperanzas, que ellos lanzan contra la serenidad no poco escéptica del  médico, que les deja hablar sin decir una palabra 
               
               Por fin han terminado y él  dice: 
               -De acuerdo. Permitidme que  vea. 
               
               Y los aparta. Se aproxima a la  cama y ordena que acerquen las lámparas y cierren la ventana porque quiere  descubrir al enfermo. Se inclina sobre él, lo llama, le hace preguntas, hace  que pasen la lámpara por delante de la cara de Lázaro, que ahora tiene los ojos  abiertos y parece como asombrado de todo; luego lo descubre, estudia su  respiración, los latidos del corazón, el calor y la rigidez de los miembros...  Todos están ansiosos en espera de su palabra. Nicomedes cubre de nuevo al  enfermo, le sigue mirando, piensa. Luego se vuelve hacia los presentes y dice: 
             -Es innegable que ha  recuperado vigor. Actualmente está mejorado respecto a la última vez que lo he  visto. Pero no os hagáis ilusiones. Esto es sólo la ficticia mejoría de la  muerte. Estoy tan seguro de ello -como estaba seguro de que es-a a las puertas  de la muerte-, que, como podéis ver, he vuelto, después de haberme liberado de  todos los compromisos, para hacerle menos penosa la muerte, en la medida en que  puedo hacerlo... o para ver el milagro si... ¿Ya habéis hecho aquello? 
               
               -Sí, sí, Nicomedes -le  interrumpe Marta. Y, para impedirle otras palabras, dice: 
               
               -Pero no habías dicho que...  en el plazo de tres días... 
               Llora. 
               
               -He dicho eso. Soy un médico.  Vivo entre agonías y llantos. Pero el estar acostumbrado a escenas de dolor no  me ha dado todavía un corazón de piedra. Y hoy... os he preparado... con un  plazo bastante largo... e impreciso... 
               
               Pero mi ciencia me decía que el  desenlace era más rápido, y mi corazón mentía por engaño piadoso... ¡Ánimo!  ¡Sed fuertes!... Salid afuera... Nunca se sabe hasta qué punto los moribundos  entienden... 
               
               Las impele a salir. Ellas  salen llorando. Y repite: 
               -¡Sed fuertes! ¡Sed fuertes! 
               Junto al moribundo se queda  Maximino... También el médico se aleja para preparar unos medicamentos que  sirven para hacer menos angustiosa la agonía, que, dice, «preveo muy dolorosa». 
               
               ¡Hazlo vivir! Hazlo vivir  hasta mañana. Es casi de noche, ya lo ves, Nicomedes. ¿Qué es para tu ciencia  mantener en pie una vida durante menos de un día? ¡Hazle vivir! 
               -Dómina, yo hago lo que puedo.  ¿Pero cuando el estambre se acaba, nada hay que pueda mantener la  llama!-responde el médico, y se marcha. 
               
               Las dos hermanas se abrazan,  llorando desoladas (y la que llora más, ahora, es María; la otra tiene su  esperanza en el corazón)... 
               
               La voz de Lázaro viene de la  habitación. Una voz fuerte e imperiosa. Y hace que ellas se sobresalten, porque  es una voz inesperada en medio de tanto abatimiento. Las llama: 
             -¡Marta! ¡María! ¿Dónde  estáis? Quiero levantarme. ¡Vestirme! ¡Decir al Maestro que estoy curado! Tengo  que ir donde el Maestro. ¡Un carro! ¡Inmediatamente! Y un caballo rápido. Sin  duda es Él el que me ha curado... 
               Habla rápido, articulando bien  las palabras, sentado en la cama encendido de fiebre, tratando de abandonar la  cama, e impedido en ello por Maximino, el cual a las mujeres, que entran  corriendo, les dice: 
               
               -¡Está delirando! 
               -¡No! Déjalo levantarse. ¡El  milagro! ¡El milagro! ¡Oh, me siento feliz de haberlo suscitado! ¡En cuanto  Jesús ha tenido noticia! Dios de los padres, bendito seas y alabado por tu  poder y por tu Mesías... 
               
               Marta, que ha caído de  rodillas, está ebria de alegría 
               Mientras tanto, Lázaro  continúa, cada vez más dominado por la fiebre (Marta no comprende que es la  causa de todo): 
               
               -Ha venido muchas veces a mi  casa, enfermo. Justo es que yo vaya donde Él para decirle: "Estoy  curado". ¡Estoy curado! ¡Ya no tengo dolores! Estoy fuerte. Quiero  levantarme. Ir. Dios ha querido probar mi resignación. Seré llamado el nuevo  Job... 
               Pasa a un tono hierático  haciendo amplios gestos: 
             -"El Señor se conmovió de  la penitencia de Job (Job 42, 10-1);...  y le aumentó en el doble cuanto había tenido. Y el Señor bendijo los últimos  años de Job más aún que los primeros... y él vivió hasta...". ¡Oh, no, yo  no soy Job! Me envolvían las llamas y me sacó de ellas, estaba en el vientre  del monstruo y vuelvo a la luz; entonces soy Jonás, (29) y soy los tres  muchachos de Daniel (3.3)... 
               
               -Llega  el médico, avisado por alguno. Le observa: 
               -Es  el delirio. Me lo esperaba. La corrupción de la sangre enciende el cerebro. 
               
               Se  esfuerza en colocarlo en la cama y recomienda mantenerlo así, y vuelve afuera,  a sus tisanas. 
               Lázaro  un poco se inquieta por estar sujeto y un poco llora como un niño:  alternativamente. 
               -Está  realmente en estado de delirio -gime María. 
               
               -No.  Ninguno entiende nada. No sabéis creer. ¡Eso es! No sabéis... A esta hora el Maestro  sabe que Lázaro está agonizando. Sí. ¡Lo he hecho, María! Lo he hecho sin  decirte nada... 
               
               -¡Ah,  infame! ¡Has destruido el milagro! -grita María. 
               -¡Que  no! Lázaro, tú lo has visto, ha empezado a mejorar en el momento en que Jonás  ha llegado donde el Maestro. Está delirando... sí... Está débil y tiene todavía  el cerebro obnubilado por la muerte, que ya lo aprisionaba. Pero no delira como  cree el médico. ..¡Escúchalo! ¿Son palabras de delirio éstas? 
               
               En efecto, Lázaro está  diciendo: «He inclinado la cabeza ante el decreto de muerte y he probado cuán  amargo es morir, y Dios se ha considerado satisfecho de mi resignación y me  devuelve a la vida y lo mantiene con mis hermanas.
               
Podré seguir sirviendo al  Señor y santificarme junto con Marta y María... ¡Con María! ¿Qué es María?  María es el don de Jesús para el pobre Lázaro. Me lo había dicho... 
¡Cuánto  tiempo desde entonces! "Vuestro perdón hará más que ninguna otra cosa. Me  ayudará". Me lo había prometido:
"Ella será tu alegría". Y aquel  día en que estaba inquieto porque ella había traído su vergüenza aquí, junto al  Santo, ¡qué palabras para invitarla al regreso! La Sabiduría y la Caridad se  habían unido para tocarle el corazón... ¿Y el otro, que me encontró  ofreciéndome por ella, por su redención?...
¡¡Quiero vivir para gozar de ella  redimida! ¡Quiero alabar con ella al Señor! Ríos de lágrimas, afrentas,  vergüenza, amargura... todo me penetró y me quitó la vida por causa de ella...  ¡Este es el fuego, el fuego el horno! Vuelve, con el recuerdo... 
María de Teófilo  y de Euqueria, mi hermana, la prostituta. Podía ser reina y se ha hecho fango  que hasta el puerco pisotea. Y mi madre muere. Y, no poder ya ir con la gente  sin tener que soportar sus burlas. ¡Por ella! ¿Dónde estás, desventurada? ¿Te  faltaba el pan, acaso, para venderte como te has vendido? ¿Qué has succionado  del pezón de la nodriza? ¿Tu madre qué te ha enseñado? ¿Lujuria una? ¿Pecado la  otra? ¡Fuera! ¡Deshonor de nuestra casa!
               La voz es un grito. Parece loco. 
             Marcela y Noemí se  apresuran a cerrar herméticamente las puertas y a correr de nuevo las cortinas  gruesas para amortiguar las resonancias, mientras el médico, que ha vuelto a la  habitación, se esfuerza inútilmente en calmar el delirio, que cada vez se va  haciendo más furioso. 
               
               María, arrojada al suelo como un trapajo, solloza bajo la  implacable acusación del moribundo, que prosigue: 
             -Uno, dos, diez amantes.  El oprobio de Israel pasaba de unos brazos a otros... Su madre moría, ella se  consumía en sus amores indecentes. ¡Bestia feroz! ¡Vampiro! Has succionado la  vida a tu madre. Has destruido nuestra alegría. Marta sacrificada por ti: nadie  se casa con la hermana de una meretriz. Yo... ¡Ah! ¡Yo! Lázaro, caballero hijo  de Teófilo... ¡Me escupían los gamberros de Ofel! 
               
               "He ahí: cómplice de una  adúltera e impura" decían escribas y fariseos, y sacudían sus vestiduras  para significar que rechazaban el pecado con que yo estaba manchado por el  contacto con ella. "¡Ahí está el pecador! 
               
               El que no sabe castigar al  culpable es culpable como él gritaban los rabíes cuando subía al Templo.  Y sudaba bajo el fuego de las pupilas sacerdotales... 
               
               El fuego. ¡Tú! Tú  vomitabas el fuego que llevabas dentro. Porque eres un demonio, María. Eres  inmunda. Eres la maldición. Tu fuego prendía en todos, porque tu fuego estaba  hecho de muchos fuegos, y había, ¡vaya que si había!, para los lujuriosos, que  parecían peces apresados en el trasmallo cuando pasabas... ¿Por qué no te maté?  
               
               Arderé en la Gehenna por haberte dejado vivir destruyendo tantas familias,  dando escándalo a mil... ¿Quién dice: 
               
               "¡Ay de aquel por el que se produce  el escándalo!"? ¿Quién lo dice? ¡Ah, el Maestro! ¡Quiero ver al Maestro!  ¡Quiero verlo! Para que me perdone. Quiero decirle que no podía matarla porque  la amaba... María era el sol de nuestra casa... 
               
               ¡Quiero ver al Maestro! ¿Por  qué no está aquí? ¡No quiero vivir! Pero sí quiero el perdón por el escándalo  que he dado dejando vivir al escándalo. Ya estoy en las llamas. 
               
               Es el fuego de  María. Me ha apresado. A todos apresaba. Para lujuria suya, para odio a nosotros,  y para quemarme las carnes a mí. ¡Fuera estas mantas, fuera todo! Estoy en el  fuego. Me ha apresado la carne y el espíritu. Estoy perdido a causa de ella. 
             ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Tu  perdón! No viene. No puede venir a la casa de Lázaro. Es un estercolero por  causa de ella. 
               
               Entonces... quiero olvidar. Todo. Ya no soy Lázaro. Dadme vino.  Lo dice Salomón (Proverbios 31, 6-7: "Dad vino a los que tienen el  corazón acongojado. Que beban y olviden su miseria, y no recuerden ya de su  dolor". No quiero recordar. Dicen todos: "Lázaro es rico, es el  hombre más rico de Judea". ¡No es verdad! Todo es paja No es oro. ¿Y las  casas? Nubes. ¿Las viñas, los oasis, los jardines, los olivares? Nada. Engaños.  Yo soy Job (1-2. No tengo ya nada. Tenía una perla. ¡Hermosa! De  infinito valor. Era mi orgullo. Se llamaba María. Ya no la tengo. Soy pobre. El  más pobre de todos. El más engañado de todos...
               
También Jesús me ha engañado,  porque me había dicho que me la traería de nuevo, y, sin embargo, ella...  ¿Dónde está ella? Ahí está. ¡Parece una hetaira pagana la mujer de Israel, hija  de una santa! Semidesnuda, borracha, enloquecida... Y alrededor... con los ojos  fijos en el cuerpo desnudo de mi hermana, la jauría de sus amantes... 
Y ella  ríe de ser admirada y deseada así. Quiero expiar mi delito. Quiero ir por  Israel diciendo: "No vayáis a casa de mi hermana. Su casa es el camino del  infierno y desciende a los abismos de la muerte". Y luego quiero ir donde  ella y pisotearla, porque está escrito (Eclesiástico 9, 10): 
"Toda  mujer lasciva será pisoteada como estiércol en el camino". ¡Oh!, ¿te  atreves a presentarte a mí, que muero deshonrado, destruido por ti?, ¿a mí, que  he ofrecido mi vida como rescate de tu alma, y en vano? ¿Cómo quería que  fueras, dices? ¿Cómo quería que fueras para no morir así? Pues te quería como  Susana, la casta. ¿Dices que te han tentado?
¿Y no tenías un hermano para que  te defendiera? Susana, ella sola, respondió (Daniel 13, 23);:  "Mejor es para mí caer en vuestras manos que pecar en la presencia del  Señor", y Dios hizo relucir su candor. Yo habría dicho las palabras contra  tus tentadores y te habría defendido. 
             
             ¡Pero tú... te marchaste!  Judit era viuda y vivía en una habitación apartada, ceñido el cilicio y  ayunando, y gozaba de grandísima estima de todos porque temía al Señor, y de  ella se canta: "Eres gloria de Jerusalén, alegría de Israel, honor de  nuestro pueblo, porque has obrado virilmente y tu corazón ha sido fuerte,  porque has amado la castidad y después de tu matrimonio no has conocido a otro hombre.  Por eso la mano del Señor te ha hecho fuerte y serás bendecida eternamente (Judith  15, 10 – 11) Si María hubiera sido como Judit, el Señor me habría curado.  Pero no ha podido hacerlo por causa de ella. Por eso no he pedido la curación.  No puede haber milagro donde está ella. Pero morir, sufrir, no es nada; una y  mil veces más, una y mil muertes, con tal de que ella se salve. 
               
               ¡Oh! ¡Señor  Altísimo! ¡Todas las muertes! ¡Todo el dolor! ¡Pero que María se salve! ¡Gozar  de ella una hora, sólo una hora! ¡Gozar de ella santa otra vez, pura como en la  infancia! ¡Una hora de esta alegría! Gloriarme en ella, la flor de oro de mi  casa, la gacela primorosa de dulces ojos, el ruiseñor a la caída de la  tarde, la amorosa paloma...
               
Quiero ver al Maestro para decirle que lo que  quiero es a María, a María. ¡Ven! ¡María! ¡Cuánto dolor tiene tu hermano,  María! Pero, si vienes, si te redimes, mi dolor se hace dulce. ¡Buscad a María!  ¡Estoy a las puertas de la muerte! ¡María! ¡Alumbrad! Aire Yo... Me ahogo...  ¡Oh, qué cosa siento!... 
               El médico hace un gesto y  dice: 
             -Es el final. Después del  delirio el sopor y luego la muerte. Pero puede volver a la lucidez. Acercaos.  Tú especialmente. Le será motivo de alegría -y colocado de nuevo Lázaro,  agotado después de tanta agitación, se acerca a María, que ha estado todo este  tiempo llorando en el suelo y diciendo entre gemidos: «¡No dejéis que siga!».
               
La alza y la conduce al pie de la cama 
               Lázaro ha cerrado los  ojos. Pero debe sufrir atrozmente. Todo él es estremecimiento y contracción. El  médico trata de socorrerlo con jarabes... Pasan así un tiempo. 
               
               Lázaro abre los ojos.  Parece desmemoriado de lo que ha sucedido antes, pero está en sí. Sonríe a sus  hermanas y trata de cogerles las manos y responder a sus besos. 
               
               Palidece  mortalmente. Gime: 
               -Tengo frío... 
               Le castañean los dientes.  Trata de cubrirse hasta la boca Gime: 
               -Nicomedes, ya no resisto  estos dolores. Los lobos me arrancan la carne de las piernas y me devoran el  corazón. 
               
               ¡Cuánto dolor! Y, si así es la agonía, ¿qué será la muerte? ¿Qué voy a  hacer? ¡Si tuviera aquí al Maestro! ¿Por qué no me lo habéis traído? Habría  muerto feliz en su pecho... 
               Llora. 
               
               Marta mira a María  severamente. María comprende esa mirada y, todavía abatida por el delirio de su  hermano, cae en el remordimiento y, inclinándose, arrodillada como está contra  la cama besando la mano de su hermano, gime: 
               
               -Soy  yo la culpable. Marta quería hacerlo desde hace ya dos días. Yo no he querido.  Porque Él nos había dicho que le avisáramos sólo después de tu muerte. ¡Perdóname,  Yo te he dado todo el dolor de la vida... Y, no obstante, te he amado y te amo,  hermano. Después del Maestro, tú eres la persona a quien más amo; y Dios ve que  no miento. Dime que me absuelves del pasado, dame paz... 
               
               -¡Dómina!  -interviene el médico -El enfermo no tiene necesidad de emociones. 
               -Es  verdad... Dime que me perdonas el haberte negado a Jesús... 
               
               -¡María!  Por ti Jesús ha venido aquí... y viene por ti... porque tú has sabido amar...  más que ningún otro... Me has amado más que ningún otro... Una vida... de  delicias no me habría... no me habría dado la... alegría que he gozado por  ti... Te bendigo... Te digo... que has hecho bien... en obedecer a Jesús... Yo  no sabía eso... Sé... Digo... está bien... ¡Ayudadme a morir!... Noemí... tú,  en el pasado, eras capaz de... hacerme dormir... Marta... bendita... paz  mía,... Maximino... con Jesús. También... por mí... Mi parte... para los  pobres,... a Jesús... para los pobres... Y perdonad... a todos... ¡Ah, qué  espasmos!... ¡Aire!... Luz... Todo tiembla... Tenéis como una luz en torno a  vosotros y me ciega si... os miro... Hablad... fuerte... 
             Ha  puesto la mano izquierda en la cabeza de María y ha dejado desmayada la  izquierda entre las manos de Marta. Jadea... 
               
               Lo  alzan con precaución añadiendo almohadas. Nicomedes le hace sorber todavía  otras gotas de jarabes. La pobre cabeza, mortalmente relajada, se hunde y  pende. Toda la vida está en la respiración. No obstante, abre los ojos y mira a  María, que le sujeta la cabeza, y le sonríe diciendo: 
             -¡Mamá!  Ha vuelto... ¡Mamá! ¡Habla! Tu Voz... Tú sabes... el secreto... de Dios... ¿He  servido... al Señor?... 
               María,  con voz blanca por la pena, susurra: 
               
               -El  Señor te dice: Ven conmigo, siervo bueno y fiel, porque has escuchado todas mis  palabras y has amado al Verbo que he enviado". 
               -¡No  oigo! ¡Más fuerte! 
               
               María  repite más fuerte... 
               
               -¡Es  verdaderamente mamá!... -dice satisfecho Lázaro, y abandona la cabeza en el  hombro de su hermana... 
               
               Ya  no habla. Sólo gemidos y temblores convulsos, sólo sudor y estertores. Ya  insensible respecto a la Tierra, a los sentimientos, se hunde en la oscuridad  cada vez más absoluta de la muerte. Los párpados descienden sobre los ojos  vidriosos en que brilla la última lágrima. 
                            -¡Nicomedes!  ¡Se entumece! ¡Se pone frío!... -dice María. 
               
               -Dómina,  para él la muerte es un alivio. 
               
               -Mantenlo  en vida! Mañana, sin duda, estará aquí Jesús. Se habrá puesto en camino  enseguida. Quizás ha tomado el caballo del criado, u otra cabalgadura -dice  Marta. Y, vuelta hacia su hermana: 
               
               -¡Oh,  si me hubieras dejado enviar aviso antes! 
               
               Luego,  al médico: 
               -¡Haz  que viva! -impone convulsa. 
               
               El  médico abre los brazos. Prueba con unos cordiales. Pero Lázaro ya no deglute.  El estertor aumenta... aumenta. Es acongojante... 
               
               -¡No  se puede soportar ya oírlo! -gime Noemí. 
               -Sí.  Tiene una larga agonía... -asiente el médico. 
               
               Pero,  casi no ha terminado de decir esto y, con una convulsión de todo el cuerpo, que  se arquea y luego se abate, Lázaro exhala el último suspiro. 
               
               Las  hermanas gritan... al ver esa convulsión; gritan al ver ese abatimiento. María  llama a su hermano, besándolo; Marta se agarra al médico, que se inclina sobre  el muerto y dice: 
               
               -Ha  expirado. Ya es demasiado tarde para esperar a que suceda el milagro. Ya no hay  espera. ¡Demasiado tarde!... 
               
               Yo me marcho, señoras. Ya no hay motivo para que  siga aquí. Apresuraos en los funerales, porque ya está descompuesto. 
               
               Baja  los párpados del muerto y, observándolo, dice todavía esto: 
                            -¡Qué  pena! Era un hombre virtuoso e inteligente.   ¡No debía haber muerto! 
               
             Se  vuelve hacia las hermanas, se inclina, se despide: 
               -¡Dómine,  salve! -y se marcha. 
               
               Los  llantos llenan la habitación. María, ya sin fuerzas, se deja caer sobre el  cuerpo de su hermano gritando sus remordimientos, invocando su perdón. Marta  llora en los brazos de Noemí. 
               
               Luego  María grita: 
               
               -¡No  has tenido fe! ¡Ni obediencia! ¡Yo lo maté antes, tú ahora; yo pecando, tú  desobedeciendo! 
               
               Está  como fuera de sí. Marta la levanta, la abraza, se excusa. 
               
               Maximino, Noemí, Marcela  tratan de inducir a las dos a entrar en razón y a resignarse. Y lo logran  recordando a Jesús... 
               
               El dolor se hace más ordenado, y, mientras la habitación  se llena de domésticos que lloran, mientras entran los encargados de la  preparación del cadáver, las dos hermanas son conducidas a otro lugar a llorar  su dolor. Maximino, que las guía, dice: 
               
               -Ha expirado  al concluir la segunda vigilia de la noche. 
               Y  Noemí: 
               
               -Mañana  habrá que darle sepultura, y pronto, antes de la puesta del sol, porque viene  el sábado. Dijisteis que el Maestro quería grandes honores...  
             -Sí,  Maximino. Ocúpate tú de todo eso. Yo estoy aturdida -dice Marta. 
               
               -Me  retiro para enviar a criados a la gente cercana o lejana, y para dar todas las  demás indicaciones -dice Maximino, y se retira. 
               
               Las  dos hermanas, abrazadas, lloran. Ya no se echan culpas la una a la otra.  Lloran. Tratan de consolarse... 
               
               Pasan  las horas. El muerto está preparado en su habitación. Una larga forma envuelta  en vendas bajo el sudario. 
               
               -¿Por  qué ya cubierto así? -exclama Marta con tono de reproche. 
               
               -Señora...  Hedía mucho por la nariz, y al moverlo ha arrojado sangre corrompida -se excusa  un doméstico anciano. 
               
               Las  hermanas lloran intensamente. Lázaro está ya más lejos bajo esas vendas... Otro  paso en la lejanía de la muerte. 
               
               Lo  velan con lágrimas hasta el alba, hasta que regresa del otro lado del Jordán el  criado; este criado que se queda anonadado, pero que, no obstante, informa de  la veloz carrera que ha realizado para llevar la respuesta de que Jesús va. 
               
               -¿Ha  dicho que viene? ¡No ha hecho ningún reproche? -pregunta Marta. 
               
               -No,  señora. Ha dicho: "Iré. Diles que iré y que tengan fe". Y antes había  dicho: "Diles que estén tranquilas. No es una enfermedad de muerte, sino  que es para gloria de Dios, para que su poder sea glorificado en su Hijo". 
               
               -¿Ha  dicho exactamente eso? ¿Estás seguro de ello? -pregunta María. 
               
               -¡Señora,  durante todo el camino he venido repitiendo las palabras! 
               
               -Márchate,  márchate. Estás cansado. Has hecho todo bien. ¡Pero ya es demasiado tarde!...  -suspira Marta, y rompe a llorar ruidosamente en cuanto se queda con su  hermana. 
               -¡Marta!,  ¿Por qué?... 
               
               -¡Oh,  además de la muerte la desilusión! ¡María! ¡María! 
               
               ¿No piensas en que el  Maestro esta vez se ha equivocado? Mira a Lázaro. ¡Está bien muerto! Hemos  esperado más allá de lo creíble y no ha servido. Cuando le he mandado el aviso  -me habré equivocado, no digo que no, Lázaro estaba ya más muerto que vivo. Y  nuestra fe no ha recibido fruto ni premio. ¡Y el Maestro envía el mensaje de  que no es enfermedad de muerte! ¿Es que el Maestro ya no es la Verdad? Ya no  es... ¡Oh! ¡Todo! ¡Todo! ¡Todo está terminado! 
               
               María  se retuerce las manos. No sabe qué decir. La realidad es realidad... Pero no  habla. No dice una palabra contra su Jesús. Llora, verdaderamente agotada. 
               
               Marta  tiene un pensamiento obsesivo en su corazón, el de haber tardado demasiado: 
               
               -Es por culpa tuya -dice en tono de reproche -Jesús  quería probar nuestra fe así. Obedecer, sí. Pero también desobedecer por fe y  demostrarle que creíamos que sólo Él podía y debía hacer el milagro. ¡Pobre  hermano mío! ¡Y cuánto ha deseado su presencia! Al menos esto: ¡verlo! 
               
               ¡Pobre  hermano nuestro! ¡Pobrecillo! ¡Pobrecillo! Y el llanto se transforma en grito,  al que hacen coro tras la puerta los gritos de las criadas y de los criados,  según la costumbre oriental...