580- Delaciones de Judas Iscariote y profecías sobre Israel. Milagros en el camino de Jericó a Betania
             
             Es un alba que apenas diluye  su candor en un primer rosicler de aurora. Y el silencio fresco de los campos  se va rompiendo, va adornándose con el gorjeo de los pajarillos ya despiertos. 
               
Jesús es el primero en salir  de la casa de Nique. Entorna silenciosamente la puerta y se dirige al verde  huerto donde se liberan las nítidas notas de las currucas y emiten los mirlos  su flautado canto. 
Pero aún no ha llegado y ya  del huerto vienen cuatro personas (cuatro de los que ayer estaban en el grupo  de desconocidos y que en ningún momento habían descubierto su rostro). Se  postran profundamente. Y luego, cuando oyen la orden y la pregunta que Jesús  -después de haberlos saludado con su saludo de paz-les dirige: 
-¡Alzaos! ¿Qué queréis de mí?  -se levantan y echan hacia atrás los mantos de lino y las prendas, también de  lino, que cubren su cabeza y con las cuales habían tenido celado su rostro como  beduinos. 
Reconozco la cara pálida y  delgada del escriba Joel de Abías, ya visto en la visión de Sabea. Los otros me  son desconocidos, hasta que se nombran: « 
-Yo, Judas de Beterón, último  de los verdaderos asideos, amigos de Matatías Asmoneo. 
-Yo, Eliel, y mi hermano  Elcaná de Belén de Judá, hermanos de Juana, tu discípula; y no hay para  nosotros un título mayor que éste. Ausentes cuando eras fuerte, presentes ahora  que te persiguen. 
-Yo, Joel de Abías, con los  ojos ciegos durante mucho tiempo, pero ahora abiertos a la Luz. 
-Os había despedido ya. ¿Qué  queréis de mí? 
-Decirte que... si estamos  tapados no es por ti, sino... -dice Eliel.  
-¡Hablad! ¡Hablad os digo!  -Pero... Habla tú, Joel. Porque eres el que más sabe de todos... 
-
Señor... Lo que yo sé es tan... horrendo... que  quisiera que ni la tierra supiera lo que estoy para decir... 
-Esta tierra se estremecerá; no Yo, porque sé  lo que quieres decir. De todas formas, habla... 
-Si lo sabes... deja que mis labios no tiemblen  diciendo esta cosa horrible. No es que piense que mientes al decir que lo sabes  y que quieres que lo diga para saberlo, sino, verdaderamente, porque... 
-Sí. Porque es una cosa que clama al Señor. La  diré Yo para convencer a todos de que conozco el corazón de los hombres. Tú,  miembro del Sanedrín y conquistado para la Verdad, has descubierto algo que no  has sabido sobrellevar tú solo, porque es demasiado grande, y has ido donde  éstos, verdaderos judíos en los que sólo hay espíritu bueno, para asesorarte  con ellos.
Has hecho bien, aunque no tenga ninguna utilidad lo que has hecho.  El último de los asideos estaría dispuesto a repetir el gesto de sus padres (1 Macabeos 2, 42-48) para servir al Libertador  verdadero. Y no está solo. También su pariente Barzelái lo haría, y con él  otros muchos. Y los hermanos de Juana, por amor a mí y a su hermana, además de  por amor a la Patria, estarían con él. Pero Yo no triunfaré por lanzas ni por  espadas. Entrad del todo en la Verdad. Yo triunfaré con un triunfo celeste. 
             Tú -y esto es lo  que te hace aparecer aún más pálido y enflaquecido de lo que en ti es  normal-sabes quién ha presentado los elementos de acusación contra mí, esos  elementos que, si bien son falsos en su espíritu, son verdaderos en la realidad  de sus palabras, porque Yo en verdad violé el sábado cuando tuve que huir, al  no haber llegado todavía mi hora, y cuando arrebaté dos inocentes a los  bandidos; y podría decir que la necesidad justifica el acto, de la misma forma  que la necesidad justificó a David por haberse nutrido con los panes de  proposición (1 Samuel 21, 2-7). 
               
               En verdad, me refugié en Samaria,  aunque, llegada mi hora y habiéndome propuesto los samaritanos quedarme con  ellos como Pontífice, rechacé honores y seguridad por permanecer fiel a la Ley,  aun significando esto entregarme a los enemigos. Y es verdad que quiero a los  pecadores y a las pecadoras hasta el punto de arrancarlos del pecado. 
             Y es verdad que  predico la destrucción del Templo, si bien estas palabras mías no son sino  confirmación del Mesías de las palabras de sus profetas.
               
El que es fuente de  éstas y de otras acusaciones, aquel que incluso hace de los milagros motivo de  acusación y no ha dejado de servirse de nada de la Tierra para tratar de  llevarme al pecado y poder añadir otras acusaciones a las primeras, ése es un  amigo mío. Y esto también lo dijo el rey profeta (Salmo 41, 10) de quien  a través de mi Madre desciendo: 
"El que comía mi pan alzó contra mí su  calcañar". Lo sé. Moriría dos veces, si pudiera no ya impedir que llevara  a cabo el delito -ya... su voluntad se ha entregado a la Muerte, y Dios no  fuerza la libertad del hombre-, sino, al menos, hacer que el choque del horror  cumplido lo arrojara arrepentido a los pies de Dios... Por esto tú, Judas de  Beterón, advertías ayer a Manahén de que se callara. 
Porque la serpiente estaba  allí y podía dañar, además de al Maestro, al discípulo. No. El daño alcanzará  sólo al Maestro. 
             No temáis. No será  por mí por quien recibáis penas y desventuras. Por el delito de todo un pueblo,  por eso sí, todos recibiréis lo que anunciaron los profetas. 
               
               ¡Desdichada,  desdichada Patria mía! ¡Desdichada tierra que conocerá el castigo de Dios!  ¡Desdichados habitantes, desdichados niños que ahora bendigo y quisiera ver  salvos y que, aun siendo inocentes, conocerán en la edad adulta la dentellada  de la más grande desventura! Mirad esta tierra vuestra exuberante, hermosa,  verde y florida cual alfombra admirable, fértil como un Edén... 
               
               Grabaos su  belleza en vuestro corazón y luego... vuelto Yo al lugar de donde vine... huid.  Huid mientras podáis hacerlo, antes de que, cual rapaz de infierno, la  desolación de la destrucción se extienda aquí y derribe y destruya, y yerme y  queme, más que en Gomorra, más que en Sodoma... 
               
               Sí, más que en esas ciudades,  donde sólo hubo una rápida muerte. Aquí... Joel, ¿recuerdas a Sabea? Ella hizo  una última profecía sobre el futuro del Pueblo de Dios que ha rechazado al Hijo  de Dios. 
               
               Los cuatro están  como aturdidos. El miedo del futuro los enmudece. Se decide a hablar Eliel: 
               -¿Tú nos  aconsejas...? 
               
               -Sí. Idos. Ya nada  habrá aquí suficientemente válido como para retener a los hijos del pueblo de  Abraham. Además, especialmente vosotros, notables del pueblo, no seríais  respetados... Los poderosos hechos prisioneros embellecen el triunfo del  vencedor. El Templo nuevo e inmortal llenará de sí la Tierra, y todo el que me  busque me tendrá, porque donde un corazón me ame, allí estaré Yo. 
               
               Idos. Llevaos  con vosotros a vuestras mujeres, a vuestros hijos, a los ancianos... Vosotros  me ofrecéis salvación y ayuda, Yo os aconsejo que os pongáis en salvo, y os  ayudo con este consejo... No lo despreciéis. 
               
               -Pero ya... ¿qué  más daño nos va a causar Roma? Ya estamos dominados. Y, aunque su ley sea dura,  también es verdad que Roma ha reedificado casas y ciudades y... 
               
               -En verdad,  sabedlo, en verdad, ni una sola piedra de Jerusalén quedará intacta. Fuego,  ariete, hondas y jabalinas caerán, morderán, desbaratarán todas las casas, y la  Ciudad sagrada se transformará en antro. Y no solo Jerusalén... Esta Patria  nuestra se transformará en antro. 
               
               Lugar de onagros y chacales, como dicen los  profetas. Y no durante un año o algunos años, o durante siglos, sino para siempre. El desierto, la sequía, la esterilidad... ¡Ésta será la suerte de estas  tierras! Campo de luchas, lugar de torturas, sueño de reconstrucción destruido  una y otra vez por una condena inexorable, intentos de resurgimiento ahogados  en el momento de su nacimiento: la suerte de la tierra que rechazó al Salvador  y quiso un rocío que es fuego sobre los culpables. 
             -¿Entonces...  entonces no volverá a haber nunca un Reino de Israel? ¿Ya nunca más seremos lo  que soñábamos ser? preguntan con voz entrecortada los tres notables judíos.  (El escriba Joel llora)... 
             -¿Habéis observado  alguna vez un árbol añoso con la médula destruida por una enfermedad? Durante  años vegeta a duras penas, tan a duras penas, que ni florece ni da fruto; sólo  alguna, rara hoja en las ramas exhaustas dice que todavía un poco de savia  sube... Luego, en un mes de Abril, se le ve florecer milagrosamente y cubrirse  de numerosas hojas, y se alegra su dueño, que durante muchos años lo cuidó sin  obtener frutos; se alegra al pensar que el árbol está curado y vuelve a la  exuberancia después de tanta languidez... 
               
               ¡Oh, engaño! Después de tan  exuberante explosión de vida, sobreviene enseguida la muerte. Caen las flores,  las hojas, los pequeños frutos que parecían ya cuajar en las ramas y prometían  una pingüe recolección, y con improviso estruendo el árbol, podrido en su base,  se viene abajo. Lo mismo hará Israel. Después de siglos de estéril vegetar  disperso, se reunirá en el añoso tronco y parecerá estar reconstruido; al fin  reunido el pueblo disperso; reunido y perdonado. Sí.  
             Dios esperará esa  hora para cortar los siglos. Ya no habrá siglos, habrá eternidad  ¡Bienaventurados aquellos que, perdonados, constituyan la floración fugaz del  último Israel -de ese Israel que será, después de tantos siglos, de Cristo-, y  mueran redimidos, junto con todos los pueblos de la Tierra, bienaventurados con  los pueblos de la Tierra que no sólo han conocido la existencia mía, sino que  también han abrazado mi Ley como ley de Salud y Vida! Oigo las voces de mis apóstoles.  Marchaos antes de que lleguen... 
               
               -Señor,  si tratamos de permanecer ocultos no es por cobardía, sino para servirte, para  poderte servir. Si se supiera que nosotros, que yo, sobre todo, hemos venido a  ti, quedaríamos excluidos de las deliberaciones... -dice Joel. 
               
               -Comprendo.  Pero atención porque la serpiente es astuta. Tú especialmente sé cauto, Joel... 
             -¡Aunque  me mataran... preferiría mi muerte a la tuya... y no ver esos días de que  hablas! Bendíceme, Señor, para fortalecerme... 
             -Os  bendigo a todos en el nombre de Dios Uno y Trino, y en el nombre del Verbo  encarnado para salvación de los hombres de buena voluntad. 
               
               Los  bendice colectivamente con un amplio gesto, y luego pone la mano,  individualmente, sobre cada una de las cuatro cabezas inclinadas que tiene a  sus pies. 
               
               Luego  se levantan ellos, se tapan de nuevo la cara y se adentran entre los árboles  del huerto y entre los matorrales de moras que separan a los perales de los  manzanos y a éstos de otros árboles; a tiempo, porque, en grupo, ya salen de la  casa los doce apóstoles buscando al Maestro para ponerse en camino. 
               Y  Pedro dice: 
             -En  la parte de delante de la casa, hacia la ciudad, hay una muchedumbre de gente,  a la que a duras penas hemos contenido para dejarte orar. Quieren seguirte. Ninguno  de los que has despedido se ha marchado. Es más, muchos han regresado, y muchos  otros han venido luego. Les hemos reprendido... 
               
               -¿Por  qué? ¡Dejad que me sigan! ¡Ah, si todos lo hicieran! ¡Vamos! 
               
               Y  Jesús se coloca el manto que le ha pasado Juan y se pone a la cabeza de los  suyos. Llega a la casa, la bordea, pone pie en el camino que va a Betania y  entona con fuerte voz un salmo. La gente, una verdadera muchedumbre -primero  todos los hombres, luego las mujeres y los niños-lo sigue, cantando con Él... 
               
               La  ciudad, rodeada de verde, va quedando lejos. Muchos peregrinos van por este  camino, en cuyas orillas muchos mendigos elevan sus lamentos para suscitar la  compasión de la muchedumbre y conseguir así pingües limosnas. Lisiados, mancos,  ciegos... La miseria que en todas las épocas y regiones habitualmente se da  cita en los lugares en que una festividad congrega a las muchedumbres. Y si los  ciegos no ven quién pasa, los otros sí lo ven, y, conociendo la bondad del  Maestro para con los pobres, lanzan su grito, más fuerte de lo habitua1, para  atraer la atención de Jesús. Pero no piden el milagro; solamente la limosna; y  Judas da la limosna. 
               
               Una  mujer de noble aspecto, al pie de un recio árbol que da sombra a un cruce de  caminos, para el burrito en que va montada y espera a Jesús.
               
Cuando Él está  cerca, desciende de su cabalgadura y se postra, no sin dificultad porque tiene  en brazos una criaturita muy falta de vida. La eleva sin decir una palabra. Sus  ojos suplican en su afligido rostro. Pero Jesús está rodeado por una barrera de  gente y no ve a la pobre madre arrodillada en la orilla del camino. 
               
               Un  hombre y una mujer, que parecen acompañar a la madre afligida, le dicen: -No  hay nada para nosotros -dice el hombre meneando la cabeza. 
               
               -Ama,  no te ha visto; llámalo con fe y te concederá lo que pides -dice la mujer. 
               La  madre sigue el consejo de la mujer y grita, fuerte para vencer el ruido de los  cantos y los pasos: 
               -¡Señor,  piedad de mí! 
               
               Jesús,  que está unos metros más adelante, se detiene y se vuelve, busca a la que ha  gritado. La sirvienta dice: 
               -Ama,  te busca. Álzate y ve donde Él, y Fabia se curará -y la ayuda a levantarse y la  guía hacia el Señor, que dice: 
               
               -Quien  me ha invocado que venga a mí. Es tiempo de misericordia para quien sabe  esperar en la misericordia. 
               
               Las  dos mujeres se abren paso (primero la sirvienta, para preparar el camino a la  madre, luego la propia madre), y están para llegar donde Jesús cuando una voz  grita: -¡Mi brazo perdido! ¡Mirad! ¡Bendito el Hijo de David, el siempre  poderoso y santo nuestro verdadero Mesías! 
               
               Se  produce un alboroto, porque muchos se vuelven y la muchedumbre, con movimiento  como de ondas contrarias en torno a Jesús, se mezcla y entremezcla. Todos  quieren saber, ver... Preguntan a un anciano, que agita su brazo derecho como  si fuera una bandera y que responde: 
               
               -Él  se había parado. Yo había logrado agarrar un borde de su manto y taparme con  él, y como un fuego y la vida me han recorrido el brazo muerto; mirad, el  derecho está como el izquierdo, sólo porque me ha tocado su túnica. 
               Jesús,  mientras, pregunta a la mujer: 
               
               -¿Qué  quieres?» 
               La  mujer alarga los brazos con su criatura y dice: 
               -Ella  también tiene derecho a la vida. Es inocente. No ha pedido ser de uno u otro  lugar, ni de una u otra sangre. Yo soy la culpable. A mí el castigo, no a ella. 
               
               -¿Tienes  la esperanza de que la misericordia de Dios sea mayor que la de los hombres? 
               
               -Tengo  esa esperanza, Señor. Yo creo. Por mí y por mi hija. Tengo la esperanza de que  le devuelvas el pensamiento y el movimiento. Dicen que eres la Vida... -y  llora. 
               -Yo  soy la Vida, y quien cree en mí tendrá la vida del espíritu y de sus miembros.  ¡Quiero! 
               Jesús  ha gritado estas palabras con voz fuerte. Ahora baja la mano hacia la niñita  inmóvil, que se estremece, sonríe y dice una palabra: 
               -¡Mamá!   
               
               -¡Se  menea! ¡Sonríe! ¡Ha hablado! ¡Fabio! ¡Amo! 
               Las  dos mujeres han seguido las fases del milagro y las han proclamado con voz  fuerte. Y han llamado al padre, que se abre paso entre la gente y llega donde  las mujeres cuando ya ellas están a los pies de Jesús llorando: y, mientras la  sirvienta dice: « ¡Te había dicho que Él tiene piedad de todos!», la madre  dice: «y ahora perdóname también mi pecado». 
               
               -¿No  te muestra el Cielo, con la gracia concedida, que tu error está perdonado?  Levántate y anda; en la vida nueva, con tu hija y el hombre que has elegido.  Ve. Paz a ti. Y a ti, niñita. Y a ti, israelita fiel. Mucha paz a ti por tu  fidelidad a Dios y a la hija de la familia a la que servías y que con tu  corazón has mantenido cercana a la Ley. Y paz también a ti, hombre, que te has  mostrado más respetuoso hacia el Hijo del hombre que muchos otros de Israel. 
               
               Se  despide mientras la gente, dejado el anciano, se interesa por el nuevo milagro  realizado en la niñita imposibilitada de movimientos y pensamiento (quizás por  una meningitis), que ahora salta feliz diciendo las únicas palabras que sabe,  las que quizás sabía cuando enfermó y que ahora halla de nuevo en su mente  revivida: 
               
               -Padre,  mamá, Elisa. ¡El Sol bonito! ¡Las flores!... 
               Jesús  hace ademán de marcharse. Pero en esto, provenientes del cruce que ya han  dejado atrás, llegan, de donde están los asnos que los que han recibido el  milagro han dejados plantados, otros dos gritos, quejumbrosos, con la típica  modulación hebrea: -¡Jesús, Señor! ¡Hijo de David, ten piedad de mí! 
               
               Y,  de nuevo, más fuerte, para superar los gritos de la gente que dice: «Callad.  Dejadle marcharse al Maestro. El camino es largo y el sol se alza cada vez más  fuerte. Que pueda estar en los montes antes del calor intenso», gritan: 
               
               -¡Jesús,  Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! 
               Jesús  se para otra vez y dice: 
               
               -Id  por esos que gritan y traédmelos aquí. 
               Algunas  personas solícitas van hacia los ciegos. Llegan donde ellos y dicen: -Venid.  Tiene compasión de vosotros. Alzaos, que quiere concederos lo que pedís. Nos ha  mandado a llamaros en su nombre -y tratan de guiar a los dos ciegos por entre  la muchedumbre. 
               
               Pero,  si uno de los dos se deja guiar, el otro, más joven y quizás más creyente,  anticipa el deseo de aquéllos y camina solo, tendiendo su bastoncito hacia  delante, con la expresión y el gesto propios de los ciegos: la típica sonrisa y  el rostro alzado en busca de la luz... Y va tan rápido y seguro, que parece  guiarlo su ángel: si no tuviera los ojos blancos, no parecería ciego. 
               
               Es  el primero en llegar a la presencia de Jesús, que lo 
               para y le dice: 
               
               -¿Qué  quieres que te haga? 
               -Que  vea, Maestro. Haz, Señor, que mis ojos y los de mi compañero se abran. Ha  llegado ya el otro ciego y lo arrodillan junto a su compañero. 
               
               Jesús  pone las manos en sus caras alzadas y dice: 
               -Hágase  como pedís. ¡Idos, vuestra fe os ha salvado! 
               
               Quita  las manos y... dos gritos salen de los labios de los ciegos: 
               -¡Yo  veo, Uriel! 
               -¡Yo  veo, Bartimeo! -y luego, juntos: 
               
               -¡Bendito  el me viene en nombre del Señor! ¡Bendito el que lo ha enviado! ¡Gloria a Dios!  ¡Hosanna al Hijo de David! -y dos rostros se agachan hasta el suelo para besar  los pies de Jesús; luego se levantan los dos que eran ciegos, y el que lleva  por nombre Uriel dice: 
               
               -Voy  a presentarme a mis familiares y luego vuelvo para seguirte, Señor. Bartimeo,  no; Bartimeo dice: 
               -Yo  no te dejo. Mando a alguien para que se lo diga. Se alegrarán en todo caso.  Pero, separarme de ti, no. Tú me has dado la vista, yo te consagro la vida; ten  piedad del deseo de tu ínfimo siervo. 
               
               -Ven  y sígueme. La buena voluntad iguala todos los niveles, y sólo es grande el que  mejor sabe servir al Señor. 
               
               Y  Jesús reanuda la marcha entre los gritos de hosanna de la multitud. Bartimeo se  une a la gente y, elevando con ella 
               
               sus alabanzas, va diciendo: -Había venido buscando un pan y he  encontrado al Señor. Era pobre y ahora soy ministro del Rey santo. Gloria al  Señor y a su Mesías...