651- Sobre el tránsito,
la asunción y la realeza de María Santísima
             
             Dice María: 
               
-¿Yo morí? Sí, si se quiere  llamar muerte a la separación acaecida entre la parte superior del espíritu y  el cuerpo; no, si por muerte se entiende la separación entre el alma  vivificante y el cuerpo, la corrupción de la materia carente ya de la  vivificación del alma y, antes, la lobreguez del sepulcro, y, como primera de  todas estas cosas, el angustioso sufrimiento de la muerte. 
¿Cómo morí, o, mejor, cómo  pasé de la Tierra al Cielo, antes con la parte inmortal, después con la  perecedera? Como era justo que fuera para la Mujer que no conoció mancha de  culpa. 
             En ese anochecer -ya había  empezado el descanso sabático-hablaba con Juan. De Jesús. De sus cosas. Aquella  hora vespertina estaba llena de paz. El sábado había apagado todos los rumores  de humanas obras. Y la hora apagaba toda voz de hombre o de ave. Sólo los  olivos de alrededor de la casa emitían su frufrú con la brisa del anochecer:  parecía como si un vuelo de ángeles acariciara las paredes de la casita  solitaria. 
             Hablábamos de Jesús, del  Padre, del Reino de los Cielos. Hablar de la Caridad y del Reino de la Caridad  significa encenderse con el fuego vivo, consumir las cadenas de la materia para  dejar libre al espíritu en sus vuelos místicos. 
               
               Si el fuego está contenido  dentro de los límites que Dios pone para conservar a las criaturas en la Tierra  a su servicio, es posible arder y vivir, encontrando en el fuego no consumición  sino perfeccionamiento de vida.
               
Pero cuando Dios quita los límites y deja  libertad al Fuego divino de incidir sin medida en el espíritu y de atraerlo  hacia sí sin medida, entonces el espíritu, respondiendo a su vez sin medida al  Amor, se separa de la materia y vuela al lugar desde donde el Amor le incita y  a donde el Amor le invita: y es el final del destierro y el regreso a la  Patria. 
             Aquel atardecer, al ardor  incontenible, a la vitalidad sin medida de mi espíritu, se unió una dulce  postración, una misteriosa sensación de que la materia se alejaba de todo lo  que la rodeaba; como si el cuerpo se durmiera, cansado, mientras el intelecto,  avivado más su razonar, se abismara en los divinos esplendores. 
             Juan, amoroso y prudente  testigo de todos mis actos desde que fue mi hijo adoptivo según la voluntad de  mi Unigénito, dulcemente me persuadió de que buscara descanso en el lecho, y me  veló orando. El último sonido que oí en la Tierra fue el susurro de las  palabras del virgen Juan. 
               
               Para mí fueron como la nana de una madre junto a la  cuna. Y acompañaron a mi espíritu en el último éxtasis, demasiado sublime como  para ser descrito. Acompañaron a mi espíritu hasta el Cielo. 
             Juan, único testigo de este  delicado misterio, me avió. Él solo me avió, envolviéndome en el manto blanco,  sin cambiarme de túnica ni de velo, sin lavacro y sin embalsamamiento. El  espíritu de Juan -como se ve claro por sus palabras del segundo episodio de  este ciclo que va de Pentecostés a mi Asunción- ya sabía que no me iba a  descomponer, e instruyó al apóstol sobre lo que había de hacerse.
               
Y él, casto y  amoroso, prudente respecto a los misterios de Dios y a los compañeros lejanos,  decidió custodiar el secreto y esperar a los otros siervos de Dios, para que me  vieran todavía y sacaran, de verme, consuelo y ayuda para las penas y fatigas de  sus misiones. Esperó como estando seguro de que llegarían. 
             Pero el decreto de Dios era  distinto. Como siempre, bueno para el Predilecto; justo, como siempre, para  todos los creyentes. Cargó los ojos del primero, para que el sueño le ahorrara  la congoja de ver cómo se le arrebataba también mi cuerpo; dio a los creyentes  otra verdad que los ayudara a creer en la resurrección de la carne, en el  premio de una vida eterna y bienaventurada concedida a los justos; en las  verdades más poderosas y dulces del Nuevo Testamento -mi inmaculada Concepción,  mi divina Maternidad virginal-; en la naturaleza divina y humana de mi Hijo,  verdadero Dios y verdadero Hombre, nacido no por voluntad carnal sino por  desposorio divino y por divina semilla depositada en mi seno; en fin, para que  creyeran que en el Cielo está mi Corazón de Madre de los hombres, palpitante de  vibrante amor por todos, justos y pecadores, deseoso de teneros a todos junto a  sí, en la Patria bienaventurada, por toda la eternidad. 
             Cuando los ángeles me sacaron  de la casita, ¿mi espíritu había vuelto a mí? No. El espíritu ya no tenía que  bajar de nuevo a la Tierra. Estaba en adoración delante del trono de Dios. Pero  cuando la Tierra, el destierro, el tiempo y el lugar de la separación de mi  Señor Uno y Trino fueron dejados para siempre, entonces el espíritu volvió a  resplandecer en el centro de mi alma, despertando a la carne de su dormición;  por lo que es cabal hablar, respecto a mí, de Asunción al Cielo en alma y  cuerpo, no por mi propia capacidad, como sucedió en el caso de Jesús, sino por  ayuda angélica.
               
Me desperté de aquella misteriosa y mística dormición, me alcé,  en fin, volé, porque ya mi carne había conseguido la perfección de los cuerpos  glorificados. Y amé. Amé a mi Hijo y a mi Señor, Uno y Trino, de nuevo  hallados, los amé como es destino de todos los eternos vivientes.  
             Dice Jesús: 
               -Llegada su última hora, como  una azucena cansada que, después de haber exhalado todos sus aromas, se pliega  bajo las estrellas y cierra su cáliz de candor, María, mi Madre, se recogió en  su lecho y cerró los ojos a todo lo que la rodeaba, para recogerse en una  última, serena contemplación de Dios. 
             Velando reverente su reposo,  el ángel de María esperaba ansioso que el éxtasis urgente separara ese espíritu  de la carne, durante el tiempo designado por el decreto de Dios, y lo separara  para siempre de la Tierra, mientras ya del Cielo descendía el dulce e invitante  imperativo de Dios. 
             Inclinado también Juan, ángel  terreno, hacia ese misterioso reposo, velaba a su vez a la Madre que estaba  para dejarlo. Y cuando la vio extinguida siguió velando, para que, no tocada  por miradas profanas y curiosas, siguiera siendo, incluso más allá de la  muerte, la inmaculada Esposa y Madre de Dios que tan plácida y hermosa dormía.  Una tradición dice que en la urna de María, abierta por Tomás, se encontraron  sólo flores. Pura leyenda. 
             Ningún sepulcro engulló el  cadáver de María, porque nunca hubo un cadáver de María, según el sentido  humano, dado que María no murió como todos los que tuvieron vida. 
             Ella se había separado, por  decreto divino, sólo del espíritu, y con éste, que la había precedido, se unió  de nuevo su carne santísima. Invirtiendo las leyes habituales, por las cuales  el éxtasis termina cuando cesa el rapto, o sea, cuando el espíritu vuelve al  estado normal, fue el cuerpo de María el que se unió de nuevo con el espíritu,  después de la larga permanencia en el lecho fúnebre. 
             Todo es posible para Dios. Yo  salí del Sepulcro sin ayuda alguna; sólo con mi poder. María vino a mí, a Dios,  al Cielo, sin conocer el sepulcro con su horror de podredumbre y lobreguez.
              Es  uno de los más fúlgidos milagros de Dios.
               No único, en verdad, si se recuerda a  Enoc y a Elías, (Génesis 5, 24; Eclesiástico 44, 16; 49, 14  (para Enoc); 2 Reyes 2, 1-13; Eclesiástico 48, 9, para Elías) quienes, por el amor que el Señor les tenía, fueron raptados de la  Tierra sin conocer la muerte, y fueron transportados a otro lugar, a un lugar  que sólo Dios y los celestes habitantes de los Cielos conocen. Justos eran, y,  de todas formas, nada respecto a mi Madre, la cual es inferior en santidad sólo  a Dios. 
             Por  eso no hay reliquias del cuerpo y del sepulcro de María, porque María no tuvo  sepulcro, y su cuerpo fue elevado al Cielo. 
             Dice  María: 
               -Un  éxtasis fue la concepción de mi Hijo. Un éxtasis aún mayor el darlo a  luz. El éxtasis de los éxtasis fue mi tránsito de la Tierra al Cielo. Sólo  durante la Pasión ningún éxtasis hizo soportable mi atroz sufrimiento. 
             La  casa en que se produjo mi Asunción se debió a uno de los innumerables actos de  generosidad de Lázaro para con Jesús y su Madre: la pequeña casa del Getsemaní,  cercana al lugar de la Ascensión. Inútil es buscar los restos. 
               
               Durante la  destrucción de Jerusalén, por obra de los romanos, fue devastada, y sus ruinas  fueron dispersadas durante el transcurso de los siglos. 
             De  la misma forma que para mí fue un éxtasis el nacimiento de mi Hijo, y  que, del rapto en Dios que en aquella hora se apoderó de mí, volví a la  presencia de mí misma y a la Tierra teniendo ya a mi Hijo en los brazos, así mi  impropiamente llamada "muerte" fue un rapto en Dios. 
             Confiando  en la promesa recibida en el esplendor de la mañana de Pentecostés, yo pensaba  que el acercamiento de la hora de la última venida del Amor, para llevarme  consigo en rapto, debía manifestarse con un aumento del fuego de amor que  siempre ardía en mí; y no me equivoqué. 
             Por  parte mía, a medida que iba pasando la vida, en mí iba aumentando el deseo de  fundirme con la eterna Caridad. Me instaba a ello el deseo de unirme de nuevo  con mi Hijo, y la certidumbre de que nunca haría tanto por los hombres como  cuando estuviera, orando y obrando en favor de ellos, a los pies del trono de  Dios. Y con impulso cada vez más encendido y acelerado, con todas las fuerzas  de mi alma, gritaba al Cielo: "¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, Eterno  Amor!". 
             La  Eucaristía, que para mí era como el rocío para una flor sedienta, era, sí,  vida; pero a medida que iba pasando el tiempo, cada vez era más insuficiente  para satisfacer la incontenible ansia de mi corazón. Ya no me bastaba recibir  en mí a mi divina Criatura y llevarla en mi interior en las Sagradas Especies,  como la había llevado en mi carne virginal. 
               
               Todo mi ser deseaba al Dios uno y  trino, pero no celado tras los velos elegidos por mi Jesús para ocultar el  inefable misterio de la Fe, sino como Él -en el centro del Cielo- era, es y  será. El propio Hijo mío, en sus arrobos eucarísticos, ardía dentro de mí con  abrazos de infinito deseo; y cada vez que a mí venía, con la potencia de su  amor, casi arrancaba de cuajo mí alma en el primer impulso y luego permanecía,  con infinita ternura, llamándome "¡Mamá!", y yo lo sentía ansioso de  tenerme consigo. 
             Yo  no deseaba ya otra cosa. Ni siquiera ya estaba en mí, en los últimos tiempos de  mi vida mortal, el deseo de tutelar a la naciente Iglesia: todo estaba anulado  en el deseo de poseer a Dios, por la persuasión que tenía de que todo se puede  cuando se le posee. 
             Alcanzad,  oh cristianos, este total amor. Pierda valor todo lo terreno. Mirad sólo a  Dios. Cuando seáis ricos de esta pobreza de deseo que es inconmensurable  riqueza, Dios se inclinará hacia vuestro espíritu, primero para instruirlo,  luego para tomarlo en sus manos, y ascenderéis con vuestro espíritu al Padre,  al Hijo, al Espíritu Santo, para conocerlos y amarlos en toda la bienaventurada  eternidad y para poseer sus riquezas de gracias para los hermanos. 
               
               Nunca somos  tan activos para los hermanos como cuando no estamos ya con ellos, sino que  somos luces unidas de nuevo con la divina Luz. 
             El  acercarse del Amor eterno tuvo el signo que pensaba. Todo perdió luz y color,  voz y presencia, bajo el fulgor y la Voz que, descendiendo de los Cielos,  abiertos a mi mirada espiritual, descendían hacia mí para tomar mi alma.  
             Suele  decirse que habría exultado de júbilo si me hubiera asistido en aquella hora mi  Hijo. ¡Ah!, mi dulce Jesús estaba muy presente con el Padre cuando el Amor, o  sea, el Espíritu Santo, Tercera Persona de la Trinidad Eterna, me dio su tercer  beso en mi vida, ese beso tan potentemente divino, que en él mi alma se fundió,  perdiéndose en la contemplación cual gota de rocío aspirada por el sol en el  cáliz de una azucena. Y ascendí con mi espíritu en canto de júbilo hasta los  pies de los Tres a quienes siempre había adorado. 
             Luego,  en el momento exacto, como perla en un engaste de fuego, ayudada primero y  luego seguida por el cortejo de los espíritus angélicos venidos a asistirme en  mí eterno, celeste nacimiento, esperada ya antes del umbral de los Cielos por  mi Jesús y en el umbral de ellos por mi justo esposo terreno, por los Reyes y  Patriarcas de mi estirpe, por los primeros santos y mártires, entré como Reina,  después de tanto dolor y tanta humildad de pobre sierva de Dios, en el reino  del júbilo sin límite. 
             Y  el Cielo volvió a cerrarse en este acto de la alegría de tenerme, de tener a su  Reina, cuya carne, única entre todas las carnes mortales, conocía la  glorificación antes de la resurrección final y del último juicio. 
             Mi  humildad no podía dejarme pensar que me estuviera reservada tanta gloria en el  Cielo. En mi pensamiento estaba casi la certidumbre de que mi carne humana,  santificada por haber llevado a Dios, no conocería la corrupción, porque Dios  es Vida y, cuando de sí mismo satura y llena a una criatura, esta acción suya  es como ungüento preservador de la corrupción de la muerte. 
             Yo  no sólo había permanecido inmaculada, no sólo había estado unida a Dios con un  casto y fecundo abrazo, sino que me había saturado, hasta en mis más profundas  entrañas, de las emanaciones de la Divinidad escondida en mi seno y que quería  velarse de carne mortal. Pero el que la bondad del Eterno tuviera reservado a  su sierva el gozo de volver a sentir en sus miembros el toque de la mano de mi  Hijo, su abrazo, su beso, y de volver a oír con mis oídos su voz, y de ver con  mis ojos su rostro... esto no podía pensar que me fuera concedido, y no lo  anhelaba.
               
Me habría bastado que estas bienaventuranzas le fueran concedidas a  mi espíritu, y con ello ya se habría sentido lleno de beata felicidad mi yo. 
             Pero,  como testimonio de su primer pensamiento creador respecto al hombre, destinado  por el Creador a vivir, pasando sin muerte del Paraíso terrenal al celestial,  en el Reino eterno, Dios quiso que yo, Inmaculada, estuviera en el Cielo en  alma y cuerpo... inmediatamente después del fin de mi vida terrena. 
             Yo  soy el testimonio cierto de lo que Dios había pensado y querido para el hombre:  una vida inocente y sin conocimiento de culpas; un dulce paso de esta vida a la  Vida eterna, paso con el que, como quien cruza el umbral de una casa para  entrar en un palacio, el hombre, con su ser completo hecho de cuerpo material y  de alma espiritual, habría pasado de la Tierra al Paraíso, aumentando esa  perfección de su yo que Dios le había dado, con la perfección completa, tanto  de la carne como del espíritu, que el pensamiento divino tenía destinada para  todas las criaturas que permanecieran fieles a Dios y a la Gracia. 
               
               Perfección  que habría sido alcanzada en la luz plena que hay en el Cielo y lo llena, pues  que de Dios viene; de Dios, Sol eterno que ilumina el Cielo. 
             Delante  de los Patriarcas, Profetas y Santos, delante de los Ángeles y los Mártires,  Dios me puso a mí, elevada a la gloria del Cielo en alma y cuerpo, y dijo: 
             -Esta  es la obra perfecta del Creador; la obra que, de entre todos los hijos del  hombre, Yo creé a mi más verdadera imagen y semejanza; fruto de una obra  maestra divina y creadora, maravilla del Universo que ve, dentro de un solo  ser, a lo divino en el espíritu eterno como Dios y como Él espiritual, inteligente,  libre, santo, y a la criatura material en el más inocente y santo de los  cuerpos, criatura ante la que todos los demás vivientes de los tres reinos de  la Creación están obligados a inclinarse. 
             Aquí  tenéis el testimonio de mi amor hacia el hombre, para el que quise un organismo  perfecto y un bienaventurado destino de eterna vida en mi Reino. 
               Aquí  tenéis el testimonio de mi perdón al hombre, al que, por la voluntad de un  Trino Amor, he concedido nueva habilitación y creación ante mis ojos. 
             Ésta  es la mística piedra de parangón, éste es el anillo de unión entre el hombre y  Dios, Ella es la que lleva de nuevo el tiempo a sus días primeros, y da a mis  ojos divinos la alegría de contemplar a una Eva como Yo la creé, aún más  hermosa y santa por ser Madre de mi Verbo y por ser Mártir del mayor de los  perdones. 
             Para  su Corazón inmaculado que jamás conoció mancha alguna, ni siquiera la más leve,  Yo abro los tesoros del Cielo; y para su Cabeza, que jamás conoció la soberbia,  con mi fulgor hago una corona, y la corono, porque es para mí santísima, para  que sea vuestra Reina. 
             En  el Cielo no hay lágrimas. Pero, en lugar del jubiloso llanto que habrían  derramado los espíritus si les estuviera concedido el llanto -humor que rezuma  destilado por una emoción-, hubo, después de estas divinas palabras, un  centelleo de luces, y visos de esplendores resplandeciendo aún más  esplendorosos, y un incendio de fuegos de caridad que ardían con más encendido  fuego, y un insuperable e indescriptible sonido de celestes armonías, a las  cuales se unió la voz del Hijo mío, en alabanza a Dios Padre y a su Sierva  bienaventurada para toda la eternidad. 
             Dice  Jesús: 
               -Hay  diferencia entre que el alma se separe del cuerpo por verdadera muerte y que  momentáneamente el espíritu se separe del cuerpo y del alma vivificante por un  éxtasis o rapto contemplativo. 
             El  que el alma se separe del cuerpo provoca la verdadera muerte, pero la  contemplación extática, o sea, la temporal evasión del espíritu fuera de las  barreras de los sentidos y de la materia, no provoca la muerte. Y ello porque  el alma no se aleja y separa totalmente del cuerpo, sino que lo hace sólo con  su parte mejor, que se sumerge en los fuegos de la contemplación. 
             Todos  los hombres, mientras viven, tienen en sí el alma, sea que esté muerta por el  pecado, sea que esté viva por la justicia; pero sólo los grandes amantes de  Dios alcanzan la contemplación verdadera. 
             Esto  demuestra que el alma, que conserva la vida mientras está unida al cuerpo -y  esta particularidad está presente igual en todos los hombres-, tiene en sí  misma una parte superior: el alma del alma, o espíritu del espíritu, que en los  justos es fortísima, mientras que en los que desprecian a Dios y su Ley  -incluso sólo con su tibieza y los pecados veniales- se hace débil, privando a  la criatura de la capacidad de contemplar y conocer -hasta donde puede hacerlo  una humana criatura, según el grado de perfección alcanzado-a Dios y sus  eternas verdades. 
             Cuanto  más ama y sirve a Dios la criatura con todas sus fuerzas y posibilidades, esa  parte superior de su espíritu tiene más capacidad de conocer, de contemplar, de  penetrar las eternas verdades.  
             El  hombre, dotado de alma racional, es una capacidad que Dios llena de sí. María,  siendo la más santa de las criaturas después del Cristo, fue una capacidad  colmada -hasta el punto de rebosar sobre los hermanos en Cristo de todos los  siglos, y por los siglos de los siglos-de Dios, de sus gracias, de su caridad,  de su misericordia. 
             El Tránsito de María se produjo sumergida Ella  por las olas del amor. Ahora, en el Cielo, hecha océano de amor, derrama sobre  los hijos que le son fieles, y también sobre los hijos pródigos, sus olas de  caridad para la salvación universal, Ella que es Madre universal de todos los  hombres.