644- Institución del "domingo". Gradual conversión de Gamaliel. Las dos sábanas
             
             Es de noche. La Luna, en su  plenitud, ilumina con su luz argéntea todo el Getsemaní y la casita de María y  Juan. Todo calla; incluso el Cedrón, reducido a un hilo de agua.
               
De repente, un roce de  sandalias pone su rumor en medio de este gran silencio, y se hace cada vez más  nítido y cercano, y con él el bisbiseo de algunas voces masculinas y profundas.  Luego aparecen, saliendo de detrás del enredo de las frondas, tres personas,  que se dirigen hacia la casita. Llaman a la puerta cerrada. 
Una lámpara se enciende. Una  pequeña luz se filtra por una rendija de la puerta. Una mano abre. Una cabeza  se asoma. Una voz -la de Juan-pregunta: 
-¿Quiénes sois? 
-José de Arimatea. Y conmigo  están Nicodemo y Lázaro. La hora es indiscreta, pero nos la impone la  prudencia. Traemos a María una cosa, y Lázaro nos escolta. 
-Entrad. Voy a llamarla. No  duerme. Está orando arriba, en su habitación de la terraza. ¡Le gusta mucho!  -dice Juan, y sube rápidamente por la pequeña escalera que lleva a la terraza y  a la habitación. 
Los tres, que se han quedado  en la cocina, hablan en tono bajo, a la luz de la lamparita, agrupados junto a  la mesa, todavía bien cubiertos con su manto (excepto la cabeza, que se la han  descubierto). 
Juan entra con María, la cual  saluda a los tres diciendo: 
-La paz a vosotros todos. 
-Y a ti, María -le responden  los tres haciendo una reverencia. 
-¿Hay algún peligro? ¿Ha  sucedido algo a los siervos de Jesús? 
-Nada, Mujer. Somos nosotros  los que hemos decidido venir para darte -ahora lo sabemos con certeza, pero ya  lo presentíamos-una cosa que deseabas tener. No hemos venido antes porque había  contraste de ideas entre nosotros, y también entre nosotros y María de Lázaro.  Marta no se ha expresado al respecto. Se ha limitado a decir: "El Señor, o  directamente o inspirando a otros para que hablen, os dirá lo que ha de  hacerse". Y, en verdad, se nos ha dicho qué debíamos hacer. Y hemos venido  por esto -explica José. 
-¿Os ha hablado el Señor?  ¿Habéis recibido una visita suya? 
-No, Madre. Ninguna otra vez,  después de su subida al Cielo. Primero, sí. Se nos apareció, ya te lo dijimos,  en modo sobrenatural, después de la Resurrección, en mi casa. 
Aquel día se  apareció a muchos, simultáneamente, para testimoniar su Divinidad y  Resurrección. Luego, estando todavía entre los hombres, lo vimos, pero ya no en  modo sobrenatural, sino como lo vieron los apóstoles y los discípulos -le  responde Nicodemo. 
-¿Y entonces cómo os indicó lo  que habíais de hacer? 
-Por boca de uno de sus  predilectos y sucesores.  
             -¿Pedro? No creo. Está todavía  demasiado asustado, por el pasado y por su nueva misión. 
               
               -No, María, no ha sido Pedro.  Aunque la verdad es que cada día está más seguro, y, ahora que sabe a qué  finalidad ha destinado Lázaro la casa del Cenáculo, ha decidido empezar los  ágapes ordinarios y celebrar los misterios ordinarios el día siguiente a cada  sábado; porque dice que ahora el día del Señor es ése, pues en ese día Él  resucitó y se apareció a muchos para confirmarlos en la fe respecto a su  Naturaleza eterna de Dios. Ya no hay sábado, en el sentido hebreo, quizás de  "Shabahót"; ya no hay sábado, porque para los cristianos ya no hay  sinagoga, sino Iglesia, como habían predicho lc profetas. Pero sí existe, y  siempre existirá, el día del Señor, en memoria del Hombre-Dios, del Maestro,  Fundador, Pontífice eterno después de haber sido Redentor, de la Iglesia  cristiana.
               
A partir pues, del día siguiente al próximo sábado, tendrán lugar  los ágapes entre los cristianos, que serán muchos, en la casa del Cenáculo.  Esto no hubiera sido posible antes, tanto por el livor de los fariseos,  sacerdotes, saduceos y escribas, como por la momentánea dispersión de muchos  seguidores de Jesús, que se han visto zarandeados en su fe en Él y han sentido  miedo del odio judío. Pero ya estos que odian están menos atentos, bien por  miedo a Roma, que ha censurado el comportamiento del Procónsul y de la  multitud, bien porque cree terminada la "exaltación de los fanáticos"  -así definen ellos la fe de los cristianos en Cristo-por la momentánea dispersión  de los fíeles que bien poco ha durado en verdad y ya ha terminado, porque toda  las ovejas han vuelto al Redil del verdadero Pastor; están menos atentos e  incluso yo diría que se desinteresan, juzgándola cosa muerta, acabada.
Y ello  permite que nos reunamos para los ágapes. Nosotros queremos que tú puedas, ya  para el primero de los ágapes, tener este recuerdo de Él para poder mostrárselo  a los fieles y confirmarlos en la fe, y sin que te aflija demasiado. 
               
               Y José le entrega un  voluminoso rollo que, envuelto en un paño oscuro, había tenido hasta ese  momento escondido bajo su manto. 
               
               -¿Qué es? -pregunta María  palideciendo -¿Acaso sus vestiduras? La túnica que le hice yo para... ¡oh!...  -llora. 
               
               -Ésas a ningún precio las hemos encontrado. ¿Quién sabe cómo  y dónde han acabado? -responde Lázaro. 
               
               Y añade:«-Pero  también éste es un vestido suyo. Su última vestidura. Es la sábana limpia en  que fue envuelto el Purísimo después de la tortura y la purificación -aunque  fuera rápida y relativa-de sus miembros ensuciados por sus enemigos, y después  del embalsamamiento sumario. José, cuando Él resucitó, retiró las dos del  Sepulcro y las trajo a nuestra casa a Betania, para impedir escarnios  sacrílegos contra ellas.
               
Cuando se trata de la casa de Lázaro, no se atreven  mucho los enemigos de Jesús; y menos que nunca desde que saben que Roma censuró  la acción de Poncio Pilato. Luego, pasado el primer tiempo, el más peligroso,  te dimos a ti la primera sábana, y Nicodemo tomó la otra y la llevó a la casa  que tiene en el campo. 
               -La  verdad, Lázaro, es que eran de José -observa María. 
               -Es  verdad, Mujer. Pero la casa de Nicodemo está fuera de la ciudad, y por eso  llama menos la atención y es más segura por muchos motivos -le responde José. 
               
               -Sí,  especialmente desde que Gamaliel, junto con su hijo, va allí asiduamente -añade  Nicodemo. 
               -¿¡Gamaliel!?  -dice María con gran estupor. 
               Lázaro  no puede contener una sonrisa sarcástica mientras le responde: 
               
               -Sí.  La señal, la famosa señal que esperaba para creer que Jesús era el Mesías, ya  le ha hecho reaccionar. No se puede negar que la señal fue de tal magnitud, que  podía quebrar hasta las cabezas y los corazones más reacios a rendirse. Y  Gamaliel fue sacudido, zarandeado, derribado -más que las casas que se  derrumbaron el día de la Parasceve cuando parecía que el mundo fuera a perecer  junto con la Gran Víctima-. El remordimiento lo ha dejado más desgarrado que lo  que quedó el velo del Templo: el remordimiento de no haber comprendido nunca a  Jesús en lo que realmente Él era. El sepulcro cerrado de su espíritu de viejo,  terco hebreo se abrió como las tumbas que dejaron aparecer a los cuerpos de los  justos, y ahora busca afanosamente verdad, luz, perdón, vida. La nueva vida, la  que sólo por Jesús y en Jesús se puede tener. 
               
               ¡Oh, mucho tendrá que trabajar todavía  para liberar totalmente a su yo viejo de las hacinas de su pasado modo de  pensar! Pero lo logrará. Gamaliel busca paz, perdón y conocimiento: paz para  sus remordimientos y perdón respecto a sus obstinaciones; y el conocimiento  completo de Aquel al que, cuando pudo hacerlo, no quiso conocer completamente.  Y busca a Nicodemo para llegar a esa meta que -ya sí-se ha propuesto alcanzar. 
               
               -Nicodemo,  ¿estás seguro de que no te va a traicionar? -pregunta María. 
               
               -No.  No me traicionará. En el fondo es un justo. Recuerda que se atrevió a imponerse  al Sanedrín, durante el infame proceso, y que, abiertamente mostró su desdén y  desprecio contra los jueces injustos, yéndose y mandando a su hijo que se  marchara también para no ser cómplice, ni siquiera con una pasiva presencia, de  aquel supremo delito. Esto por lo que respecta a Gamaliel. Respecto a las  sábanas, he pensado -total... ya no soy hebreo y, por tanto, no estoy ya sujeto  a la prohibición del Deuteronomio acerca de las esculturas y obras de  fundición-hacer, en la manera en que sé hacerlo, una estatua de Jesús  crucificado -usaré uno de mis gigantescos cedros del Líbano-, y he pensado  esconder dentro una de las sábanas, la primera, si tú, Madre, nos la concedes.
               
Para ti sería siempre un dolor demasiado grande el verla, porque en ella se ven  las inmundicias que Israel sacrílegamente arrojó contra el Hijo de su Dios.  Además, claro, por los movimientos de la bajada del Gólgota, movimientos que  zarandearon continuamente el Cuerpo martirizado, la imagen está tan borrosa,  que es difícil distinguirla. Pero yo hacia esa tela, por contener sangre y  sudor suyos, siento una entrañable estima; me resulta sagrada, aunque la efigie  esté borrosa y ella misma esté manchada. 
Escondida dentro de esa escultura  estará en salvo, porque ningún israelita de las altas castas osará jamás tocar  una escultura. Pero la otra, la segunda sábana que estuvo en contacto con Él  desde el atardecer de Parasceve hasta la aurora de la Resurrección, debe venir  a ti. Y -te aviso para que no te impresiones demasiado al verla-te digo que a  medida que han ido pasando los días, en ella ha ido apareciendo cada vez más  nítidamente la figura de Jesús, como estaba después del lavacro. 
Cuando la  retiramos del Sepulcro, parecía que simplemente conservaba la huella de sus  miembros cubiertos por los óleos y, mezclados con los óleos, sangre y suero  manados de sus muchas heridas. Pero, o por un proceso natural o -lo cual es  mucho más cierto-por voluntad sobrenatural, por un milagro que Él ha hecho para  darte alegría a ti, a medida que el tiempo ha ido pasando esa impronta se ha  ido haciendo más clara y precisa. Él está allí, en esa tela, hermoso,  majestuoso, a pesar de estar herido, y está sereno, pacífico, aun después de  tantas torturas. ¿Tienes valor para verlo?  
             -¡Nicodemo!  ¡Pero si éste era mi supremo deseo! Dices que aparece con un aspecto  pacificado... ¡Oh, poder verlo así, no con esa expresión torturada que hay en  el velo de Nique! -responde María uniendo sus manos sobre el corazón. 
               
               Entonces  los cuatro corren la mesa para disponer de más espacio. Luego -Lázaro y Juan en  un lado, Nicodemo y José en el otro lado-, lentamente, desenrollan el largo  lienzo. 
               
               Aparece primero la parte dorsal, empezando por los pies; luego, después  de la casi yuxtaposición de las cabezas, la frontal. Las líneas están bien  claras, y las señales, todas las señales, de la flagelación, coronación de  espinas, roce de la cruz, contusiones de golpes recibidos y caídas sufridas, y  las heridas de los clavos y de la lanza. 
               
               María  cae de rodillas, besa el lienzo, acaricia esas impresiones, besa las heridas.  Está angustiada, pero también visiblemente contenta de poder tener esa  sobrenatural, milagrosa efigie de Él. 
               
               Acabado  su acto de veneración, se vuelve y dice a Juan, el cual, obligado como está a sujetar  un ángulo del lienzo, no puede estar a su lado: 
               
               -Has  sido tú el que se lo ha dicho a ellos, Juan; sólo tú podías decírselo, porque  sólo tú conocías este deseo mío. 
               
               -Sí,  Madre. He sido yo. Y ni siquiera había acabado de manifestarles este deseo tuyo  y ya ellos habían asentido. Pero han tenido que esperar el momento propicio  para hacerlo... 
               
               -O  sea, una noche clarísima. Para poder venir sin antorchas ni lámparas. Y un  período sin solemnidades que reúnan aquí, en Jerusalén y en los lugares  cercanos, a gente común e ilustre. Ello por prudencia... -explica Nicodemo. 
               
               -Y  yo he venido con ellos para mayor seguridad. Como dueño del Getsemaní, me  estaba permitido venir a ver el lugar sin que ello llamara la atención de  algún... encargado de vigilar todo y a todos -termina Lázaro. 
               
               -Dios  os bendiga a todos. Pero vosotros habéis pagado las sábanas... Y no es justo... 
               
               -Es  justo, Madre. Yo de Cristo, tu Hijo, he recibido un don que ninguna moneda  concede: volver a vivir después de cuatro días de sepulcro, y, antes, la  conversión de mi hermana María. José y Nicodemo han recibido de Jesús la Luz,  la Verdad, la Vida que no muere. Y tú... tú, con tu dolor de Madre y tu amor de  Madre santísima hacia todos los hombres, has comprado no un lienzo sino todo el  mundo cristiano, que será cada vez más grande, para Dios. No hay moneda que  pueda compensarte por lo que has dado. Toma esto, al menos. Es tuyo. Es justo  que así sea. También María, mi hermana, piensa lo mismo; siempre lo ha pensado,  desde el momento en que resucitó, y más desde que te dejó para subir al Padre  -le responde Lázaro. 
               
               -Pues  así sea. Voy por la otra. Efectivamente, me causa mucho dolor verla... Ésta es  distinta. ¡Ésta da paz! Porque Él aquí está sereno, ya en paz. Parece sentir  ya, en su sueño mortal, la Vida que vuelve y la gloria que nadie, nunca, podrá  dañar ni abatir. Ahora ya no deseo nada, si no es unirme de nuevo a Él; pero  ello se producirá cuando y en el modo en que Dios tiene dispuesto. Ahora me  marcho. Que Dios os dé el céntuplo de la alegría que me habéis dado. 
               
               Toma  con reverencia la sábana -los cuatro la han vuelto a plegar-, sale de la  cocina, sube rápida la escalera... Y pronto vuelve a bajar y entra con la  primera sábana, que entrega a Nicodemo, quien le dice: 
               
               -Que  Dios te dé gracia, Mujer. Ahora nos marchamos, porque el alba se acerca y  conviene estar en casa antes de que su luz surja y la gente salga de las casas. 
               
               Los  tres la veneran antes de salir, y luego, con paso rápido, por el mismo camino  que fueron, se dirigen hacia una de las cancillas del Getsemaní, la más cercana  al camino que conduce a Betania. 
               
               María y Juan aguardan en la puerta de la  casita hasta que ven que desaparecen, luego vuelven a la cocina y cierran la  puerta hablando en tono bajo entre ellos.