617- Enseñanzas a los apóstoles enviados al Gólgota y luego al Cenáculo
             
             Jerusalén ya arde bajo el sol  meridiano.
               
Un umbrío espacio abovedado ofrece descanso a la vista cegada por  este sol que incide sobre las paredes blancas de las casas y hace arder el  suelo de las calles. 
Y lo blanco incandescente de las paredes y lo oscuro de  estas bóvedas hacen de Jerusalén una caprichosa pintura en blanco y negro, una  alternancia violenta de luces y penumbras -en contraste con la luz violenta,  éstas parecen tinieblas-, una alternancia atormentadora como una obsesión,  porque quita la facultad de ver o por demasiada luz o por demasiada penumbra.
Se camina con los ojos semicerrados, tratando de apresurarse en las zonas de  luz y calor y aminorando la marcha bajo las bóvedas, donde es necesario ir  despacio porque el contraste entre las luces y las tinieblas hace que incluso  con los ojos abiertos no se vea nada. 
Así caminan los apóstoles por  esta ciudad desierta a causa de la hora meridiana; y sudan y se secan la cara y  el cuello con la prenda que cubre su cabeza; y resoplan... 
Cuando tienen que salir de la  ciudad, cesa para ellos el alivio de los tramos abovedados. El camino, que  bordea las murallas y se pierde hacia el norte y hacia el sur como una cinta  cegadora de polvo incandescente, da la impresión de un terreno de horno: sube  de él un calor de horno, un calor que seca los pulmones.
El torrentillo que  discurre por fuera de las murallas lleva un hilo de agua que fluye por el  centro de un guijarral, de cantos blancos de sol como cráneos calcinados. Los  apóstoles se acercan presurosos a ese hilo de agua, y beben; sumergen en ella  la prenda que llevan en la cabeza y se la ponen de nuevo, chorreando, después  de haberse lavado la cara. Se descalzan y chapotean con los pies en ese hilo de  agua. Pero... es un alivio bien chico, porque el agua está caliente como si  hubiera salido de un caldero colgado sobre una llama. Y dicen: 
-Está caliente y hay poca.  Sabe a barro y a jabonera. Cuando baja tan escasa, retiene el sabor de las  coladas de la aurora. 
Acometen la subida del  Gólgota, del reseco Gólgota en que el sol ardiente ha secado la poca hierba que  parecía pelusa rala en el amarillento monte unos quince días antes. 
Ahora sólo  los rígidos y escasísimos matojos de plantas espinosas, llenas de espinas y  exentas de hojas, elevan acá o allá sus dedos como de esqueletos desenterrados,  de un verde que es amarillo por el polvo del monte, verdaderamente semejantes a  huesos recién sacados de la tierra.
Sí, parecen realmente haces de huesos  calcinados plantados en el suelo. Hay uno que, después de unos dos palmos de  palo derecho, forma bruscamente un codo que termina en cinco palitos después de  una especie de paleta. Parece justo la osambre de una mano extendida para  agarrar a quien pase y retenerlo en ese lugar de pesadilla. 
-¿Queréis ir por el camino  largo o por el corto? -pregunta Juan, que es el único que ya ha subido el  monte. 
-¡La más corta! ¡La más corta!  ¡Vamos a darnos prisa, que aquí uno se muere de calor! -dicen todos, menos el  Zelote y Santiago de Alfeo. 
-¡Vamos! 
Las piedras del camino  adoquinado están ardiendo, como lastras sacadas del fuego. 
-¡No se puede continuar por  aquí! ¡No se puede! -dicen al cabo de pocos metros. 
-Y, a pesar de ello, el Señor  subió hasta allá, hasta donde aquella zarza, y estaba ya herido y llevaba a  cuestas la cruz observa Juan, que ha empezado a llorar desde que ha llegado al  Calvario. 
Continúan. Pero luego se echan  al suelo agotados, jadeando. Las prendas mojadas en el río, que cubren sus  cabezas, están ya secas por el sol; en cambio las túnicas se manchan de sudor. 
-¡Demasiado empinada y  ardiente! -dice Bartolomé resoplando. 
-¡Sí, demasiado! -confirma  Mateo, que está congestionado. 
-Por lo que respecta al sol,  es igual todo. Pero para la subida vamos a tomar ese camino. Es más largo, pero  menos fatigoso. También Longinos lo tomó para poder hacer que el Señor subiera.  ¿Veis ese lugar?, ¿allí, donde está esa piedra un poco oscura? Allí se cayó el  Señor, y lo creímos muerto, nosotros que mirábamos desde allí, al norte, allí,  ¿veis?, donde está ese entrante antes de que la ladera empiece a empinarse. No  se movía. ¡Oh, el grito de su Madre! ¡Me resuena aquí! ¡No olvidaré nunca ese  grito! No olvidaré ni uno de sus gemidos... ¡Ah, hay cosas que le hacen a uno  anciano en una hora y dan la medida del dolor del mundo!... ¡Ánimo, venid!  ¡Menos que vosotros se detuvo nuestro Mártir Señor! -exhorta Juan.   
             Se levantan algo aturdidos y  lo siguen hasta donde el sendero de trazado en espiral corta a la calzada  pavimentada, y lo toman. Sí, es un camino menos empinado, pero... ¡en cuanto al  sol!... Y el calor es todavía más intenso porque la ladera bordeada por el  sendero refleja su fuego contra los viandantes, ya quemados por el sol. 
               
               -¡¿Pero por qué hacernos subir  por aquí a esta hora?! ¿No hubiera podido traernos al amanecer, en cuanto  hubiera habido la luz suficiente para ver dónde pisábamos? En realidad, como  estábamos fuera de las murallas, hubiéramos podido venir sin esperar a la  apertura de las puertas. 
               Se quejan y refunfuñan entre  sí. 
             Hombres, todavía y siempre  hombres: ahora, después de la tragedia del Viernes Santo, que es tragedia de la  humanidad orgullosa y cobarde, más aún que tragedia de Cristo, siempre héroe,  siempre victorioso, incluso en el morir; hombres como antes, cuando los  embriagaban los gritos de hosanna de las multitudes, y exultaban pensando en  las fiestas y en los banquetes suntuosos en casa de Lázaro... Sordos, ciegos,  obtusos ante todos los signos y advertencias de cercana tempestad. 
               
               Santiago de Alfeo y el Zelote  callan y lloran. Tampoco Andrés se queja después de las últimas palabras de  Juan, quien sigue hablando, recordando, y en su acto de recordar, pone  amonestación fraterna y exhortación a no quejarse... 
               Dice: 
               
               -Él subió aquí a esta hora, y  ya llevaba mucho tiempo caminando. ¿Podría decir que, desde que salió del  Cenáculo, no tuvo un momento de descanso? Y ese día hacía mucho calor. Se  sentía el bochorno de la tormenta que se acercaba... y estaba ardiendo de  fiebre. Nique dice que cuando le aplicó el paño al rostro tuvo la sensación de  tocar fuego. Debe estar aquí cerca el lugar preciso en que se encontró con las  mujeres... Nosotros, desde el lado opuesto no vimos el encuentro. Pero, a  juzgar por lo que me dijeron Nique y las otras. 
               
               ¡Ánimo, vamos! Pensad que las  romanas, acostumbradas a la litera recorrieron a pie este camino, y habían  estado al sol desde la mañana, desde la hora tercera, cuando fue condenado.  ¡Oh, precedieron a todos, ellas, las paganas. 
               
               Enviaron incluso a esclavos para  que avisaran a las otras que por algún motivo se habían ausentado... 
               
               Continúan... ¡Un martirio de  fuego ese camino! Incluso se tambalean. 
               Pedro dice: 
               
               -Si Él no hace un milagro, nos  vamos a desplomar por insolación. 
               
               -Sí, a mí el corazón me  estalla en la garganta -confirma Mateo. Bartolomé ya no habla. Parece borracho.  Juan lo agarra de un codo y lo sostiene, como hizo con la Madre el Viernes  cruento. Y dice para consolar: 
               -Dentro de poco hay algo de  sombra. En el sitio a donde llevé a la Madre. Allí descansaremos. 
               
               Caminan, cada vez más  lentamente... 
               Ya están apoyados en la roca  en la que estuvo María. Y Juan lo dice. En efecto, hay un poco de sombra. Pero  el aire está inmóvil, y abrasa. 
               
               -¡Si hubiera, al menos un  tallito de anís, una hoja de menta, un tallo de hierba! Tengo la boca como  pergamino arrimado al fuego. Pero no hay nada. ¡Nada! -gime Tomás, que tiene  hasta hinchadas las venas del cuello y de la frente. 
               
               -Daría cuanto me queda de vida  por una gota de agua -dice Santiago de Zebedeo. 
               
               Judas Tadeo rompe a llorar. Es  un llanto fuerte. Y grita: 
               -¡Oh, pobre hermano mío,  cuanto sufriste! ¡Dijo... dijo... ¿os acordáis?... que se moría de sed! ¡Ahora  comprendo! ¡No había comprendido la extensión de esas palabras! ¡Se moría de  sed! ¡Y no hubo nadie que le diera, mientras todavía podía beber, un sorbo de  agua! ¡Y Él tenía fiebre, además del sol! 
               
               Juana le había llevado algo  para aliviarlo... -dice Andrés. 
               
               -Ya no podía beber. Tampoco  podía hablar... Cuando se encontró con su Madre, allí, a diez pasos de  nosotros, sólo pudo decir: "¡Mamá!", y no pudo darle un beso, ni siquiera  a distancia, a pesar de que Simón de Cirene lo hubiera liberado de la cruz.  Tenía los labios endurecidos a causa de las heridas, abrasados... ¡Oh, yo veía  bien, desde detrás de la fila de los legionarios! Porque yo no pasé aquí.  ¡Habría tomado su cruz, si me hubieran dejado pasar! Pero temían por mí... y a  causa de la muchedumbre, que quería apedrearnos. No podía hablar... ni beber...  ni besar... 
               
               ¡No podía ya casi ni mirar con sus ojos doloridos, bajo las costras  de sangre, de la sangre que bajaba de la frente!... Tenía rota la túnica por  una rodilla, y se veía la rodilla abierta y sangrante... Tenía las manos  hinchadas y heridas... Tenía herido el mentón y una mejilla... La cruz había  hecho una llaga en el hombro, ya abierto por los azotes... Tenía herida la  cintura, por las cuerdas... La sangre provocada por las espinas goteaba por sus  cabellos... Tenía... 
               
               -¡Calla! ¡Calla! ¡No es  posible oírte! ¡Calla! ¡Te lo ruego y te lo mando! -grita Pedro, que asemeja a  uno al que estuvieran torturando. 
               
               -¡No es posible oírme! ¡No  podéis oírme! ¡Pero yo tuve que presenciar sus atroces sufrimientos! ¿Y su  Madre? ¿Y su Madre, entonces? 
               
               Agachan la cabeza, llorando.  Reanudan la marcha. Caminan... caminan... Ya no se quejan por sí mismos, sino  que ahora lloran todos por los dolores de Cristo. 
               Ya están en la cima. En el  primer rellano: una plancha de fuego. La reverberación es tal, que parece como  si vibrara la tierra, a causa de ese fenómeno típico del sol cuando incide en  las arenas encendidas de los desiertos. 
               
               -Venid. Vamos a subir por  aquí. El centurión permitió que pasáramos aquí. También a mí. Me creyó hijo de  María. Las mujeres estaban allí. Y allí los pastores. Y allí los judíos... 
               
               Juan señala los lugares, y  termina: 
                            -Pero la turba estaba abajo,  abajo; cubría la ladera, hasta el valle, hasta el camino, y estaba incluso en  las murallas, y en las terrazas cercanas a las murallas... había gente hasta  donde alcanzaba la vista. Lo vi cuando el sol empezó a velarse; antes de eso  era como ahora... y no podía ver... 
               
               En efecto, Jerusalén, abajo,  parece un espejismo trémulo. 
               
               El exceso de luz hace de velo para el que quiere  verla. Y Juan dice: 
               
               -A otras horas -María de  Lázaro lo ha dicho, pero yo desconocía el momento y el motivo de su venida-se  ven los restos negros de las casas quemadas por los rayos. Las casas de los más  culpables... al menos de muchos de ellos... Aquí (Juan mide los pasos,  reconstruye la escena), aquí estaba Longinos, y aquí estábamos María y yo. Aquí  estaba la cruz del ladrón arrepentido, y ahí la otra. 
               
               Aquí echaron a suerte la  ropa. Allí cayó al suelo su Madre cuando Él murió... Desde aquí vi el lanzazo  en el Corazón (Juan se pone pálido como un muerto), porque aquí estaba su Cruz  -y se arrodilla y adora, rostro en tierra, en la tierra que se ve excavada en  un espacio que correspondía a la tierra ensangrentada bajo la sombra del palo  transversal de la cruz y alrededor del tronco vertical de ella.
               
Debe haber  trabajado duro la Magdalena para excavar tanta tierra, y con una profundidad de  al menos un palmo largo, y en una tierra tan dura, mezclada con piedras y una  serie de objetos de desecho, que hacen de ella una costra compacta. 
               
               Todos se han arrojado al  suelo, a besar esa tierra, que ahora se baña de lágrimas... 
               
               Juan es el primero en  levantarse, y, amorosamente despiadado, va recordando cada uno de los  momentos... Ya no siente el sol... Ninguno lo siente... Habla, habla de cuando  Jesús rechazó el vino mirrado, de cuando se desnudó y se ciñó el velo materno,  de cuando apareció tan atrozmente flagelado y herido, de cuando se extendió  sobre la cruz y gritó por el primer clavo, y luego ya no, para que no sufriera  demasiado su Madre, y de cuando le desgarraron la muñeca y le dislocaron el  brazo para estirarlo hasta el punto requerido, también habla de cuando, clavado  del todo, volvieron la cruz para remachar los clavos y el peso de la cruz pesó  sobre el Mártir, cuyo jadeo se oía, y de cuando dieron de nuevo la vuelta a la  cruz y la levantaron mientras la arrastraban, y ésta cayó secamente en el  agujero y la calzaron; y describe el Cuerpo pendiendo hacia abajo desgarrando  las manos, y cómo la corona se descoloca y hace desgarros en la cabeza; y  refiere las palabras al Padre de los Cielos, las palabras que pedían perdón  para los crucifixores, y que daban el perdón al ladrón arrepentido, y las  palabras a su Madre y a Juan, y la llegada de José y Nicodemo, tan abiertamente  heroicos desafiando a todo un mundo, y el valor de María de Magdala, y el grito  de angustia al Padre que lo abandonaba; y habla de la sed y del vinagre con  hiel, y de la última agonía y de cómo llamaba débilmente a su "Mamá",  y refiere las palabras de María, ya con el alma en la frontera de la vida por  la congoja, la congoja... y la resignación y abandono en Dios; y refiere, horrenda,  la última convulsión y el grito que hizo temblar al mundo, y el grito de María  cuando lo vio muerto... 
               
               -¡Calla! ¡Calla! ¡Calla!  -grita Pedro. 
               Parece traspasado él por la  lanza. También los otros suplican: 
               -¡Calla! ¡Calla!... 
               
               Ya no tengo nada que decir. Ya  el sacrificio había terminado. La sepultura... nuestra congoja, no suya. En  ella sólo tiene valor el dolor de la Madre. ¡Nuestra congoja! ¿Acaso merece  compasión? Ofrezcámosela a Él, en vez de pedir piedad para nosotros. Demasiado  y siempre hemos evitado el dolor, las fatigas, los abandonos, dejando todas  esas cosas para Él, sólo para Él. 
               
               Verdaderamente hemos sido unos discípulos  indignos, que lo hemos amado por la alegría de ser amados, por el orgullo de  ser grandes en su reino; pero no supimos amarlo en el dolor... De ahora en  adelante, no. Aquí, aquí debemos jurar -esto es un altar, y alto-, ante el  Cielo y ante la Tierra, que no volverá a ser así. Ahora, a Él la alegría; a  nosotros, la cruz.
               
Jurémoslo. Sólo así daremos paz a nuestras almas. Aquí ha  muerto Jesús de Nazaret, el Mesías, el Señor, para ser Salvador y Redentor.  Muera aquí ese hombre que somos nosotros y resucite el discípulo verdadero. ¡Alzaos! Juremos en el  Nombre santo de Jesucristo que queremos abrazar su doctrina hasta el punto de  saber morir por la redención del mundo. 
               
               Juan  parece un serafín. Con los movimientos se ha descubierto y la rubia cabeza  resplandece bajo el sol. Ha subido a un montón de objetos desechados (quizás  las estacas de sostén de las cruces de los ladrones) y ha tomado involuntariamente  la postura (con los brazos abiertos) que tiene frecuentemente Jesús cuando  enseña, y especialmente la postura que tenía en la cruz. 
               Los  otros lo miran, tan hermoso, tan ardoroso, tan joven (el más joven de todos) y  tan maduro espiritualmente. El Calvario le ha dado la edad perfecta... Lo miran  y gritan: 
               -¡Lo  juramos! 
               
               -Oremos,  entonces, para que el Padre convalide nuestro juramento: "Padre nuestro  que estás en el Cielo...". 
               
               El  coro de las once voces se hace seguro, cada vez más seguro a medida que va  adelante. Y Pedro se golpea el pecho cuando dice: «perdónanos nuestras deudas»,  y todos se arrodillan cuando dicen la última súplica: «líbranos del mal».  Permanecen así, arrodillados y profundamente corvados, meditando... 
               
               Jesús  está con ellos. No he visto ni cuándo ni por dónde ha aparecido. Se diría que  por la parte inaccesible del monte. Resplandece de amor en la intensa luz  meridiana. Dice: 
               
               -El  que permanece en mí no recibirá daño del Maligno. En verdad os digo que los que  estén unidos a mí sirviendo al Altísimo Creador, cuyo deseo es la salvación de  todos los hombres, podrán expulsar demonios, hacer inocuos reptiles y venenos,  pasar por entre fieras y llamas sin recibir daño, hasta que Dios quiera que  permanezcan en la Tierra sirviéndole. 
               
               -¿Cuándo  has venido, Señor? -dicen, volviendo la cabeza pero permaneciendo de rodillas. 
               
               -Me  ha llamado vuestro juramento. Y ahora, ahora que los pies de mis apóstoles han  pisado este terreno, bajad rápidos a la ciudad, al Cenáculo. A1 anochecer se  marcharán las mujeres de Galilea con mi Madre. Tú y Juan iréis con ellas. Nos  congregaremos todos en Galilea, en el Tabor -dice al Zelote y a Juan. 
               
               -¿Cuándo,  Señor? 
               -Juan  lo sabrá y os lo dirá. 
             -¿Nos  dejas, Señor? ¿No nos bendices? Tenemos mucha necesidad de tu bendición. 
               
               -Aquí  y en el Cenáculo os la daré. ¡Postraos! 
               
               Los  bendice. El fulgor del sol lo envuelve como en la Transfiguración. La  diferencia es que aquí lo esconde. Jesús ya no está. 
               
               Alzan  la cabeza. Ya nada: sol y tierra quemada... 
               -¡Levantémonos  y vamos! ¡Se ha marchado! -dicen con tristeza. 
               
               -¡Cada  vez son más breves sus permanencias entre nosotros! 
               -Pero  hoy parecía más contento que ayer por la noche. ¿No te lo ha parecido, hermano?  -pregunta Judas Tadeo a Santiago de Alfeo. 
               
               -Lo  que le ha alegrado ha sido nuestro juramento. ¡Bendito tú Juan, que nos lo has  hecho hacer! -dice Pedro abrazando a Juan. 
               
               -Yo  esperaba que hablara de su Pasión. ¿Por qué nos ha traído aquí para no decir  nada luego? -dice Tomás. 
               
               -Se  lo preguntaremos esta noche -dice Andrés. 
               -Sí.  Ahora vámonos. El camino es largo y deseamos estar un poco con María antes de  que se marche -dice Santiago de Alfeo. 
               
               -¡Otra  dulzura que termina! -suspira Judas Tadeo. 
               -¡Nos  quedamos huérfanos! ¿Qué haremos? 
               Se  vuelven hacia Juan y el Zelote y, con una miaja de envidia en la voz, dicen:  -¡Vosotros, al menos, vais con la Madre! Y os quedáis siempre con Ella. 
               Juan  hace un gesto como para decir: «Así es». 
               
               Pero  ellos, que no tienen envidia mala sino buena, confiesan inmediatamente: -Pero  es justo. Porque tú estabas aquí con Ella, y tú has renunciado a estar por  obediencia. Nosotros... 
               
               Empiezan  a bajar. Pero en cuanto llegan al segundo rellano, el más bajo, ven a una mujer  que sube allí bajo el sol por el camino escarpado y que los mira de hito en  hito sin decir nada, para dirigirse luego, con paso seguro, a la explanada más  alta. 
               
               -¡Ya  hay quien viene aquí! No es sólo María la que viene. Pero ¿qué hace? Llora y  busca por el suelo. ¿Será una que haya perdido algo aquel día? -se preguntan. 
               Pudiera  ser, en efecto, porque no se ve quién es. El rostro de la mujer está  completamente cubierto con un velo. 
               Tomás  alza su potente voz: 
               -¡Mujer!  ¿Qué has perdido? 
               
               -Nada.  Busco el lugar de la cruz del Señor. Tengo un hermano que se está muriendo, y  ya no está en la Tierra el Maestro bueno... -llora en su velo -¡Los hombres lo  han echado de este mundo! 
               
               -Ha  resucitado, mujer. Permanece para siempre. 
               -Sé  que permanece para siempre. Porque es Dios, y Dios no perece. Pero ya no está  entre nosotros. Un mundo no lo ha recibido y Él se ha marchado. Un mundo ha  renegado de Él. Hasta sus discípulos lo han abandonado como si fuera un  bandido; y Él... pues ha abandonado el mundo. Vengo a buscar un poco de su  Sangre. Tengo fe en que esto curará a mi hermano. Más que la imposición de las  manos de sus discípulos, porque ya no creo que ellos puedan hacer prodigios  después de haberle sido infieles. 
               
               -El  Señor ha estado aquí hace poco, mujer. Ha resucitado en alma y cuerpo y está  todavía entre nosotros. El perfume de su bendición está todavía en nosotros.  Mira, aquí ha puesto sus pies hace un momento -dice Juan. 
               -No.  Busco una gota de su Sangre. Yo no estaba aquí y no sé el lugar... -agachada,  busca en el suelo. 
               Juan  le dice: 
               
               -Éste  era el punto de su cruz. Yo estaba. 
               -¿Estabas?  ¿Como amigo o como crucifixor? Se dice que sólo uno de sus discípulos  predilectos estaba al pie de la cruz, y pocos otros discípulos fieles con él,  aquí cerca. Pero no quisiera hablar con un crucifixor suyo. 
               
               -No  lo soy, mujer. Mira, aquí, donde estaba la cruz, hay todavía tierra roja de  sangre, a pesar de que hayan excavado. Tanta fue la sangre que perdió, que  penetró profundamente. Ten, y que tu fe se vea premiada. 
               Juan  ha excavado con los dedos en el agujero donde estaba la cruz y ha extraído tierra  rojiza. La mujer lo recoge en un pequeño paño y, dando las gracias, se marcha  rauda con su tesoro. 
               
               -Has  hecho bien en no revelar quiénes somos... 
               -¿Por  qué no has dicho quién eras?... -dicen los apóstoles (como siempre, el  pensamiento humano es contrastante). 
               Juan  los mira y no dice nada. Es el primero en encaminarse hacia abajo por la  pronunciada cuesta del camino adoquinado. Aunque sea más fácil bajar que subir,  todavía el sol luce despiadado, de forma que cuando se ven al pie del Gólgota  están verdaderamente sedientos. Pero hay ovejas en el regato, y unos pastores  con ellas. Vienen, sin duda, de algún aprisco cercano; para el pasto, antes de  que anochezca. El agua está turbia. Es imposible beberla. 
               
               La  sed es tal, que Bartolomé se dirige a un pastor diciendo: 
               
               -¿Tienes  un sorbo de agua en tu zaque? 
               El  hombre los mira con severidad. No dice nada. 
               -Un  poco de leche, entonces. Las ubres de tus animales están túrgidas. La  pagaremos. Desearíamos líquido helado, pero nos basta beber. 
               
               -No  tengo ni agua ni leche para los que han abandonado a su Maestro. Os reconozco,  no penséis que no. Os vi y oí una vez en Betsur. Precisamente a ti, que  pides... Pero no os vi cuando me encontré con los que bajaban al Crucificado.  Sólo éste estaba. No hubo agua para Él, me dijeron los que estuvieron en el  monte. Tampoco para vosotros hay agua. 
             Silba  a su perro, reúne a las ovejas y se marcha hacia el norte, en donde empiezan  elevaciones cubiertas de olivos y, a trechos, de hierba. Los apóstoles,  abatidos, cruzan el puente y entran en la ciudad. Van pegados a las paredes,  muy cubiertas sus cabezas, hasta los ojos, un poco encorvados. Es que ahora las  calles, habiendo pasado ya el calor de las primeras horas de la tarde, vuelven  a animarse con gente. 
               
               Pero  deben cruzar toda la ciudad antes de llegar a la casa del Cenáculo, y  demasiados son los que conocen a los apóstoles como para que su paso pueda  producirse sin incidentes.
               
Y pronto sucede que llega a ellos el latigazo de una  carcajada, mientras un escriba -estaba convencida de que ya no iba a ver  escribas, y me sentía contenta-grita a la gente (numerosa en este estrecho  cruce donde gorgotea una fuente): -¡Ésos son! ¡Mirad! ¡Ahí tenéis a los restos  del ejército del gran rey! Los jabatos incapaces de pelear. 
Los discípulos del  seductor. Desprecio y escarnio para ellos. ¡Y compasión, la compasión que se  siente por los locos! 
               
               Es  el principio de una barahúnda de ultrajes. Hay quien grita.
               
               -¿Dónde  estabais mientras Él sufría su pena? 
               -¿Convencidos  ahora de que era un falso profeta? 
               -¡En  vano lo habéis robado y escondido! La idea está apagada. El Nazareno está  muerto. El Galileo ha sido fulminado por Yeohveh. Y vosotros con Él. 
               También  hay quien, con falsa piedad, dice: 
               -Dejadlos  tranquilos. Han recapacitado y se han arrepentido; demasiado tarde, pero a  tiempo de huir en el momento justo. 
               
               Y  hay quien enardece a la masa popular (en general compuesta por mujeres, que  parecen propensas a ponerse de la parte de los apóstoles), diciendo: 
               
               -A  vosotros, a los que todavía dudáis de nuestra justicia: os sirva de luz lo que  han hecho los más leales seguidores del Nazareno. Si hubiera sido Dios, los  habría fortalecido. Si ellos lo hubieran conocido como al verdadero Mesías, no  habrían huido, porque habrían pensado que una fuerza humana no podía vencer al  Cristo. Sin embargo, Él ha muerto en la presencia del pueblo. Y en vano ha sido  robado su cadáver, tras haber agredido a los soldados que estaban de guardia y  se habían dormido. 
               
               Preguntádselo a los soldados, si fue o no así. El ha muerto y  su gente está desperdigada. Y grande es ante los ojos del Altísimo el que  libera el suelo santo de Jerusalén de los últimos vestigios suyos. ¡Maldición a  los seguidores del Nazareno! ¡Echemos mano a las piedras, oh pueblo santo, y  sean lapidados éstos fuera de las murallas! 
               
               Es  demasiado para la todavía poco estable valentía de los apóstoles. Ya se habían  retirado bastante hacia las murallas para no fomentar la algarada con un  imprudente desafío a los acusadores. Pero ahora, más que la prudencia, lo que  vence es el miedo. Y vuelven las espaldas y se salvan huyendo en dirección a la  puerta. 
               
               Santiago de Alfeo y Santiago de Zebedeo, con Juan, Pedro y el Zelote,  más serenos y dueños de sí mismos, siguen a sus compañeros sin correr. Alguna  piedra los alcanza antes de salir por la puerta, y sobre todo, son alcanzados  por muchas porquerías. 
               
               Los  soldados que están de guardia y salen de sus sitios impiden que los sigan más  allá de las murallas. Pero los apóstoles corren, corren, y se refugian en el  huerto de José, donde estaba el Sepulcro. 
               
               Hay  serenidad y silencio en ese lugar. Suave es la luz bajo los árboles, que en  esos días han echado hojas, todavía escasas, pero tan esmeraldinas, que  proyectan un velo de color suave bajo los robustos troncos. Se echan al suelo para  calmarse de las fuertes palpitaciones.
               
En el fondo del huerto un hombre está  cavando, y recalzando verduras, ayudado por un jovencito. No los ve -se han  escondido detrás de un seto-sino cuando, después de haber escrutado el cielo y  dicho fuerte: «Ven, José, y trae al burro para atarle a la noria», se dirige  hacia ellos, a un rústico pozo escondido entre un grupo de zarzas que le dan  sombra. 
               
               -¿Qué  hacéis? ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis en el huerto de José de Arimatea? Y tú,  necio, ¿por qué dejas abierta la cancilla que José quiere que esté cerrada,  ahora que la ha puesto? ¿No sabes que no quiere a nadie aquí donde fue  sepultado el Señor? 
               
               Digo  la verdad: envuelta en la pena de asistir a la sepultura de Jesús y en el  estupor de la Resurrección, nunca me había percatado de si este huerto, además  de la cerca de un seto verde de bojes y zarzas, tenía o no una cancilla; pero,  en efecto, creo que haya sido colocada hace poco porque está completamente  nueva y la sostienen dos machones cuadrangulares cuyo revoque no presenta  señales de largo tiempo. José también, como Lázaro, ha cerrado los lugares  santificados por Jesús. 
               
               Juan  se alza, junto con el Zelote y Santiago de Alfeo, y, sin miedo, dice: 
               
               -Somos  los apóstoles del Señor. Yo, Juan; éste, Simón, amigo de José; y éste,  Santiago, hermano del Señor. El Señor nos había llamado al Gólgota y habíamos  ido. Nos dio la orden de ir a la casa donde está su Madre. La muchedumbre nos  ha acosado. Hemos entrado aquí en espera de la noche... 
               
               -Pero...  ¿estás herido? ¡Y también tú! ¡Y tú! Venid que os cure ¿Tenéis sed?, ¿hambre?  Tú, rápido, saca agua. La primera agua es pura, luego los cangilones la ponen  fangosa. Y da de beber. Y luego lava algunas lechugas de esas frescas y  alíñalas con el aceite que tenemos para fajar los injertos. No tengo más cosas  que daros. No tengo casa aquí. Pero, sí esperáis, os llevo conmigo... 
               -No.  No. Tenemos que ir donde el Señor. Que Dios te lo pague. 
               
               Beben  y se dejan curar. Todos tienen heridas en la cabeza. ¡Apuntan bien los judíos! 
               
               -Ve  al camino tú y mira a ver sí hay alguno merodeando, pero sin levantar sospechas  -le ordena el hortelano al muchacho. 
               
               Éste  vuelve y dice: 
               -Nadie,  padre. El camino está desierto. 
               -Ve  a dar una ojeada hacia la puerta y vuelve rápidamente. 
             Arranca  unos tallos de anís y los ofrece, disculpándose por no tener más que legumbres,  lechuga y esos anises; y es que -dice-los árboles frutales han perdido las  flores muy recientemente. 
               Vuelve  el muchacho. 
               
               -Nadie,  padre. El camino, fuera de la puerta, está vacío. 
               -Vamos  entonces. Ata el burro al carro y echa encima las hierbas de la mondadura.  Pareceremos hombres que vuelven de los campos. Venid conmigo. Alargaréis el  camino... pero es mejor que las pedradas. 
               
               -En  todo caso, tendremos que entrar en la ciudad... 
               -Sí.  Pero entraremos por otra parte, por callejuelas no expuestas. Venid seguros. 
               
               Cierra  con una llave grande la sólida cancilla. Ofrece a los más mayores que suban al  carro. Da azadas y rastrillos a los otros. Carga a Tomás con un haz de  mondadura y con un atado de hierba a Juan 
               
               Y  se da a caminar seguro, orillando las murallas en dirección al sur. 
               
               -Pero,  tu casa... Esto está desierto. 
               -La  casa está allá, en el otro lado, y no se escapa. La mujer esperará. Primero  sirvo a los siervos del Señor. 
               Los  mira... 
               
               -¡Todos  cometemos errores! ¡Yo también tuve miedo! Y todos somos odiados por su Nombre.  También José. Pero ¿qué importa? Dios está con nosotros. ¿La gente?... Odia y  ama, ama y odia. ¡Además, lo que hoy hace lo olvida mañana! Claro... ¡si no  estuvieran esas hienas!... Son ellos los que incitan a la gente. Están  enfurecidos porque ha resucitado ¡Si se presentara en un pináculo del Templo  para dar seguridad al pueblo de que ha resucitado! ¿Por qué no lo hace? Yo  creo. Pero no todos saben creer. Y ellos pagan bien a los que dicen al pueblo  que su cadáver ha sido robado; que vosotros lo habéis robado, ya descompuesto,  y lo habéis sepultado o quemado en una gruta de Josafat. 
               
               Ya  están en el lado sur de la ciudad, en el valle de Hinnón. 
               -Ahí  está la Puerta de Sión. ¿Sabéis ir desde allí a la casa? Está a un paso. 
               -Sabemos.  Que Dios esté contigo por tu bondad. 
               -Para  mí seguís siendo los santos del Maestro. Hombres sois y hombre soy. Sólo Él es  más que Hombre y pudo no temblar. Sé comprender y compadecerme. Y digo que  vosotros, hoy débiles, mañana seréis fuertes. La paz a vosotros. 
               
               Los  libera de hierbas y herramientas agrícolas y se vuelve, mientras los apóstoles,  rápidos como liebres, entran en la ciudad y, por callejuelas periféricas, a  hurtadillas, van hacia la casa del Cenáculo. 
               
               Pero  las peripecias de ese día no han terminado todavía. Un grupo de legionarios  dirigidos hacia la cercana taberna se cruza con ellos. Uno de los legionarios  los observa e indica su presencia a los otros. Y se ríen todos. Y, cuando estos  pobres, maltratados discípulos se ven obligados a pasar por delante de ellos,  uno de los soldados que están apoyados en la puerta los apostrofa: 
               
               -¡Hala...  ¿no os ha lapidado el Calvario y han atinado los hombres?! ¡Por Júpiter! ¡Os  creía más valientes! Y creía que no teníais miedo a nada... porque como os  habíais atrevido a subir allá... ¿No os han echado en cara las piedras del  monte vuestra cobardía? ¿Tanto valor habéis tenido que habéis subido? Siempre  he visto a los culpables huir de los lugares que recuerdan la culpa. La Némesis  los sigue. Pero quizás a vosotros os ha llevado hasta allá arriba para haceros  temblar de horror, hoy, porque no quisisteis temblar de piedad entonces. 
               
               Una  mujer -quizás es la dueña de la taberna-se asoma a la puerta y se ríe. Tiene  una cara de fascinerosa que mete miedo, y grita fuerte: 
               
               -¡Mujeres  hebreas, mirad lo que brota de vuestras entrañas: cobardes perjuros que salen  de sus madrigueras cuando el peligro ha terminado! ¡El vientre romano sólo  concibe héroes! ¡Venid, vosotros, a beber por la grandeza de Roma!¡Vino selecto  y hermosas jóvenes!... -se adentra, seguida por los soldados, en su antro  oscuro. 
               
               Una  hebrea mira -alguna mujer está en la calle, con las ánforas; ya se oye el  gorgoteo de la fuente cercana a la casa del Cenáculo-y siente compasión. Es una  mujer anciana. Dice a sus compañeras: 
               
               -Han  errado... Pero todo un pueblo ha errado. 
               Se  acerca a los apóstoles y los saluda: 
               -La  paz a vosotros. Nosotras no olvidamos... Sólo queremos saber si verdaderamente  ha resucitado el Maestro. 
               -Ha  resucitado. Lo juramos. 
               
               -Pues  entonces no temáis. Él es Dios, y Dios vencerá. Paz a vosotros, hermanos. Y  decid al Señor que perdone a este pueblo. 
               
               -Y  vosotras orad para que el pueblo a nosotros nos perdone y olvide el  escándalo que hemos dado. Mujeres, a vosotras, yo, Simón Pedro, os pido perdón. 
               Pedro  llora... 
               
               -Somos  madres y hermanas y esposas, hombre. Tu pecado es el de nuestros hijos,  hermanos y maridos. ¡Que el Señor tenga piedad de todos! 
               
               Los  han acompañado a la casa estas mujeres compasivas, y ellas mismas llaman a la  puerta cerrada. Abre la puerta Jesús, llenando el espacio oscuro con su Cuerpo  glorificado, y dice: 
               
               -Paz  a vosotras por vuestra piedad. 
               
               Las  mujeres están petrificadas por el estupor. Se quedan así, hasta que la puerta  vuelve a cerrarse tras los apóstoles y el Señor. Entonces vuelven en sí. 
               -¿Lo  has visto? Era Él. ¡Qué hermoso! Más que antes. ¡Y vivo! ¡Ciertamente no era un  fantasma! Un hombre verdadero. ¡La voz! ¡La sonrisa! Movía las manos. ¿Has  visto qué rojas estaban las heridas? No, miraba que su pecho respiraba  exactamente igual que el de un vivo. ¡Que no nos vengan a decir que no es  verdad! ¡Vamos! ¡Vamos a decirlo por las casas! No. Vamos a llamar aquí para  verlo otra vez. ¿Qué piensas tú? Es el Hijo de Dios, resucitado. 
               
               ¡Ya es mucho  el que se haya mostrado a nosotras, pobres mujeres! Está con su Madre y las  discípulas y los apóstoles. No. Sí... 
               
               Vencen  las prudentes y el grupo se aleja. 
               Jesús,  entretanto, ha entrado con sus apóstoles en el Cenáculo. Los observa. Sonríe.  Ellos, antes de entrar en casa, se han quitado las prendas que cubrían como  vendas sus cabezas y se las han puesto como impone el uso normal. 
               
               Las  moraduras, por tanto, no se ven. Se sientan, cansados y silenciosos; más  afligidos que cansados. 
               -Habéis  tardado -dice Jesús con dulzura. 
               Silencio. 
               
               -¿No  me decís nada? ¡Hablad! Soy Jesús también ahora. ¡Ya ha cedido vuestra  intrepidez de hoy? 
               
               -¡Oh,  Maestro! ¡Señor! -grita Pedro cayendo de rodillas a los pies de Jesús -No ha  cedido nuestra intrepidez. Pero nos abate el constatar el daño que hemos  causado a tu Fe. 
               
               ¡Estamos machacados! 
               -Muere  el orgullo, nace la humildad. Surge el conocimiento, crece el amor. No temáis.  Estáis haciéndoos apóstoles ahora. Esto es lo que Yo quería. 
               
               -¡Pero  no vamos a poder hacer ya nada! ¡El pueblo, y tiene razón, se burla de  nosotros! Hemos destruido tu obra. ¡Hemos destruido tu Iglesia! 
               
               Están  llenos de angustia. Gritan, gesticulan... 
               Jesús  está majestuosamente sereno. Dice, ayudando a sus palabras con el gesto:  -¡Tened paz! Ni el infierno destruirá mi Iglesia. No hará perecer el edificio  la inestabilidad de una piedra aún no bien asegurada. ¡Tened paz! Haréis,  haréis cosas bien hechas, porque ahora os conocéis humildemente en vuestra  verdadera realidad, porque ahora poseéis una gran sabiduría: la de saber que  todo acto tiene muy vastas repercusiones, a veces imborrables, y que quien está  arriba -recordad lo que dije de la luz, que debe ponerse en un lugar alto para  que sea vista, pero, precisamente porque todos la ven, debe tener una llama  pura-, que quien está arriba, más que quien no lo está, tiene el deber de ser  perfecto. ¿Veis, hijos míos? Lo que, si lo hace un fiel, pasa desapercibido o  es excusable no pasa desapercibido y severo es el juicio del pueblo si lo hace  un sacerdote.
               
Pero vuestro futuro borrará vuestro pasado. No os he dicho nada  en el Gólgota, sino que he dejado que el mundo hablara. Yo os consuelo. ¡Ánimo,  no lloréis! Comed y bebed ahora, y dejad que os cure, así. 
               
               Toca  levemente las cabezas heridas. Luego dice: 
               -Pero  conviene que os alejéis de aquí. Por eso he dicho: "Id, orantes, al  Tabor". Podréis estar en los pueblos cercanos y subir a cada amanecer a  esperarme. 
               
               -Señor,  el mundo no cree que hayas resucitado -dice en tono bajo Judas Tadeo. 
               
               -Convenceré  al mundo. Os ayudaré a vencer al mundo. Vosotros sedme fieles. No pido más. Y  bendecid a quien os humilla, porque os santifica. 
               
               Parte  el pan, lo divide en partes, lo ofrece y distribuye: 
               -Éste  es mi viático para los que os marcháis. Allí he preparado ya el alimento para  mis peregrinos. Haced también esto en el futuro con aquellos de entre vosotros  que se pongan en viaje. Sed paternos con todos los fieles. 
               
               Todo lo que Yo hago,  o hago que hagáis, hacedlo vosotros también. También el ir al Calvario,  meditando y moviendo a meditar en la vía dolorosa, hacedlo en el futuro.  ¡Contemplad! Contemplad mi dolor. Porque por él, no por la presente gloria, os  he salvado. Allí está Lázaro con sus hermanas. Han venido a saludar a mi Madre.  Id vosotros también, porque mi Madre se va a marchar pronto en el carro de  Lázaro. La paz a vosotros. 
               
               Se  levanta y, rápidamente, sale. 
               -¡Señor!  ¡Señor! -grita Andrés. 
               -¿Qué  quieres, hermano? -le pregunta Pedro. 
               
               -Quería  pedirle muchas cosas. Hablarle de los que piden curaciones... ¡No sé! ¡Cuando  está en medio de nosotros ya no sabemos decir nada! -y sale corriendo en busca  del Señor. 
               
               -¡Es  verdad! ¡Estamos como desmemoriados! -convienen en ello todos. 
               
               -¡Pues  es muy bueno con nosotros! ¡Nos ha llamado "hijos" con una dulzura  tal, que me ha abierto el corazón! exclama Santiago de Alfeo. 
               
               -¡Pero  es tan... Dios, ahora!... Tiemblo cuando lo tengo cerca, como si estuviera  junto al Santo de los Santos -dice Judas Tadeo. 
               Vuelve  Andrés: 
               
               -Ya  no está. El espacio, el tiempo, las paredes, están bajo su dominio. 
               
               -¡Es  Dios! ¡Es Dios! -dicen todos, y permanecen en actitud de gran veneración...