637- El adiós a la Madre antes de subir al Padre. Todo lo tenemos por María
             
             Veo otra vez la habitación  habitada por María. Las señales de la Pasión han desaparecido.
               
La Virgen está sentada y lee.  Deben ser libros sagrados. 
No, ciertamente no está leyendo otra cosa en ese  rollo que tiene entre sus manos. Ya no se la ve torturada. Su rostro resulta  ahora más grave que antes de la Pasión. Sin ser aquel rostro trágico, aparece  más maduro. Ahora tiene aspecto majestuoso, aunque sereno. 
La hora parece matutina.  Efectivamente, ya luce un bonito sol, que, por la ventana abierta, entra en la  tranquila habitación, pero se ve que el jardín (un jardín cercado por altas  tapias, al cual da la ventana) está todavía lleno del frescor del rocío. 
Entra Jesús, todavía con su  espléndida vestidura de la mañana de la Resurrección. Su Rostro emana fulgor.  Sus heridas son pequeños soles. 
María se arrodilla sonriendo.  Luego se alza y lo besa en la Mano derecha. Jesús la estrecha contra su Corazón  y la besa en la frente, sonriendo, y le pide un beso, que María da, también en  la Frente. 
                            -Mamá. Mi tiempo de  permanencia en la Tierra ha terminado. Subo al Padre. He venido para una  especial despedida de ti, y para mostrarme a ti, una vez más, con el aspecto  que tendré en el Cielo. No he podido mostrarme a los hombres con esta figura de  esplendor: no habrían podido soportar la belleza de mi Cuerpo glorificado, una  belleza que supera demasiado sus posibilidades. Pero a ti, Mamá, sí. Y vengo a  inundarte de alegría otra vez con ella. 
             Besa mis Heridas. Que Yo  sienta en el Cielo el perfume de tus labios y que a ti te quede en los labios  la dulzura de mi Sangre. 
               
               Pero estáte segura, Mamá, de  que nunca te dejaré. Saldré de tu corazón durante esos pocos instantes  requeridos por la consagración del Pan y del Vino, para volver luego, después  de esa fatigosa separación de ti, con un ansia de amor pareja a la tuya, ¡oh  Cielo mío vivo cuyo Cielo soy Yo! 
             No habremos estado nunca tan  unidos como de ahora en adelante. Al principio, mi incapacidad embrional;  luego, mi infancia; luego, la lucha de la vida y del trabajo; luego, la misión;  en fin, la Cruz y el Sepulcro: estas cosas me interponían distancia, y  obstáculo para decirte cuánto te amo. 
               
               Pero ahora estaré en ti no ya como una  criatura en formación; estaré a tu lado no ya en medio de los obstáculos del  mundo que veda la fusión de dos que se aman: ahora estaré en ti como Dios; y  nada, nada, ni en la Tierra ni en el Cielo, podrá separarnos a mí de ti ni a ti  de mí, Madre Santa. Te diré palabras de inefable amor, te haré caricias de  indescriptible dulzura. Y tú me amarás por quien no me ama. 
             ¡Oh, tú colmas la medida del  amor, que el mundo no dará a Cristo, con tu amor perfecto, Mamá! Por eso, más  que un adiós, mi despedida es como la de uno que saliera un momento a este  jardín florido a coger rosas y azucenas. 
               
               Pero Yo te traeré del Cielo otras  rosas y otras azucenas más hermosas que éstas que aquí han florecido. Te  llenaré de ellas el corazón, Mamá, para hacerte olvidar el hedor de la Tierra,  que no quiere ser santa, y anticiparte la brisa del bienaventurado Paraíso  donde con tanto amor se te espera. 
             Y el Amor, que no sabe  esperar, vendrá a ti dentro de diez días. Adórnate con tu más hermosa alegría,  oh Madre Virgen, que tu Esposo viene. El invierno ha pasado... Las viñas  florecidas emanan su perfume, y Él canta: "¡Álzate, oh llena de hermosura!  ¡Ven, Esposa mía, que serás coronada!". (Cantar  de los cantares 2, 11-13)
               
             Con su Fuego te coronará,  ¡oh Santa!, y te hará feliz con su Espíritu, que se infundirá en ti con todos  sus esplendores, ¡oh Reina de la Sabiduría!, Reina suya, que has sabido  comprenderlo desde la aurora de tu vida y amarlo como ninguna criatura en el  mundo jamás amó. 
               
               Madre,  subo al Padre nuestro. A ti, Bendita, la bendición de tu Hijo. 
               
               María  resplandece en su éxtasis, en esta habitación resplandeciente por la luz de  Cristo. 
               
               Dice  Jesús: 
               -No  hagáis, hombres, objeto de polémica el hecho de si era o no posible que Yo  cambiara de figura. Ya no era el Hombre vinculado a las necesidades del hombre.  Tenía al Universo como escabel de mis pies, y todas las potencias como siervas  obedientes. Y si, mientras era el Evangelizador, había podido transfigurarme en  el Tabor, ¿no iba a poder transfigurarme para mi Madre siendo ya el Cristo  glorioso? O mejor: ¿no iba a poder cambiar de figura para los hombres y  aparecerme a Ella como ya era: divino, glorioso, transfigurado en Aquel  que en realidad era, en vez de con esa figura de Hombre con que me mostraba a  todos? 
               
               Ella, además, me había visto -¡pobre Mamá!-transfigurado por los  padecimientos; era justo que me viera transfigurado por la Gloria. 
               
               No  hagáis objeto de polémica el si Yo podía estar realmente en María. Si decís que  Dios está en el Cielo y en la Tierra y en todas partes, ¿por qué sois capaces  de dudar el que Yo pudiera estar contemporáneamente en el Cielo y en el Corazón  de María, que era un vivo Cielo? 
               
               Si creéis que estoy en el Sacramento y cerrado  dentro de vuestros ciborios, ¿por qué podéis dudar que Yo estuviera en este  purísimo y ardentísimo Ciborio que era el Corazón de mi Madre? 
             ¿Qué  es la Eucaristía? Es mi Cuerpo y mi Sangre unidos a mi Alma y a mi Divinidad.  Pues bien, cuando Ella me concibió, ¿acaso tenía algo distinto en su seno? ¿No  tenía al Hijo de Dios, al Verbo del Padre con su Cuerpo, Sangre, Alma y  Divinidad? 
               
               Si vosotros me tenéis, ¿no es, acaso, porque María me tuvo y me dio  a vosotros, después de haberme llevado nueve meses? 
               
               Pues bien, de la misma  manera que dejé el Cielo para morar en el seno de María, ahora, que dejaba la  Tierra, elegía el seno de María como Ciborio para mí. ¿Y qué ciborio, en qué catedral,  es más hermoso y santo que éste? 
               
               La  Comunión es un milagro de amor que hice por vosotros, hombres. Pero en la cima  de mi pensamiento de amor resplandecía el pensamiento de infinito amor de poder  vivir con mi Madre y hacer que viviera Ella conmigo hasta que nos reuniéramos  en el Cielo. 
             El  primer milagro lo hice para alegría de María, en Caná de Galilea. El último  milagro -es más: los últimos milagros-, para el consuelo de María, en  Jerusalén. La Eucaristía y el velo de la Verónica: éste, para poner una gota de  miel en la amargura de la Desolada; aquél, para que no sintiera que Jesús ya no  estuviera en la Tierra. 
             ¡Todo,  todo, todo -comprendedlo de una vez por todas- lo tenéis por María!  
               
               Deberíais amarla y bendecirla cada vez que respirarais. 
               
               El velo de la Verónica  es también un aguijón para vuestra alma escéptica. Comparad -vosotros,  racionalistas, tibios, inseguros en la fe, vosotros que os conducís por secos  exámenes- el Rostro del Sudario y el de la Sábana: uno es el Rostro de un vivo,  el otro es el de un muerto; pero la altura, la anchura, los caracteres  somáticos, la forma, las características son iguales. Superponed las imágenes.  
               
               Veréis que corresponden la una a la otra. Soy Yo. Yo que quise recordaros cómo  era y en qué me convertí por amor a vosotros.
               
Si no estuvierais definitivamente  extraviados, si no fuerais ciegos, deberían bastar esos dos Rostros para  llevaros al amor, al arrepentimiento, a Dios. 
               
               El Hijo de Dios os deja, bendiciéndoos con el  Padre y con el Espíritu Santo.