645- El proceso y la lapidación de Esteban. Los caminos opuestos de Saulo y Gamaliel hacia la santidad
             
             Es la sala del Sanedrín,  igual, en cuanto a la disposición de los objetos y a las personas, que la noche  del jueves al viernes, durante el proceso de Jesús.
               
El Sumo Sacerdote y los  otros están en sus escaños. En el centro, delante del Sumo Sacerdote, en el  espacio vacío donde, durante el proceso, estaba Jesús, está ahora Esteban. 
               
Debe haber hablado ya (como en Hechos 6, 8-15; 7, 1-54),  confesando su fe y dando testimonio de la verdadera Naturaleza de Cristo y de  su Iglesia; en efecto, el tumulto ha alcanzado su punto álgido, un tumulto que,  en su violencia, es enteramente similar al que hervía contra Cristo en la noche  fatal de la traición y el deicidio. 
Puñetazos, maldiciones, blasfemias  horribles lanzan contra el diácono Esteban, quien, como efecto de los brutales  golpes, se tambalea y vacila, mientras, ferozmente, le dan tirones hacia uno u  otro lado. 
Pero  él conserva su calma y dignidad. Es más, no sólo se muestra sereno y digno,  sino que se le ve incluso beatífico, casi extático. Sin tener en cuenta los  esputos que resbalan por su rostro, ni la sangre que desciende de su nariz,  violentamente golpeada, alza en un determinado momento su rostro inspirado y su  mirada luminosa y risueña para centrarse en una visión que sólo él conoce. Abre  luego en cruz los brazos, los alza y los extiende hacia arriba, como para  abrazar a lo que ve. Luego cae de rodillas exclamando: 
-¡Veo  abierto el Cielo, y, a la derecha de Dios, al Hijo del Hombre, a Jesús, al  Cristo de Dios, a quien vosotros habéis matado! 
Entonces  el tumulto pierde ese mínimo de humanidad y legalidad que todavía conservaba y,  con la furia de una jauría de lobos, de chacales, de fieras hidrófobas, todos  se lanzan sobre el diácono: le muerden, lo pisotean, lo agarran, lo levantan  tirándole del pelo, lo arrastran, haciéndole caer otra vez, poniendo a la furia  el obstáculo de la propia furia (porque, en medio del tumulto, los que tratan  de arrastrar hacia afuera al mártir se ven obstaculizados por los que tiran en  la otra dirección para golpearle, para pisotearlo de nuevo). 
Entre  los furiosos más furiosos hay un joven bajo y feo al que llaman Saulo; la  ferocidad de su rostro es indescriptible. 
             En  un rincón de la sala está Gamaliel, que en ningún momento ha tomado parte en el  tumulto y que en ningún momento ha dirigido la palabra a Esteban ni a ninguno  de los poderosos. 
               
               Su desdén por la escena injusta y bestial es bien visible. En  otro rincón, también con expresión de desdén y sin participar ni en el proceso  ni en la agitación, está Nicodemo, mirando a Gamaliel, cuyo rostro tiene una  expresión más clara que cualquier palabra. 
               
               Pero, de repente -exactamente cuando  ve, por tercera vez, levantar a Esteban por los cabellos-, Gamaliel se envuelve  en su amplísimo manto y se dirige hacia una salida opuesta a aquella hacia la  cual están arrastrando al diácono. 
               El  acto no le pasa desapercibido a Saulo, que grita: 
               -Rabí,  ¿te marchas? 
               Gamaliel  no responde. 
               
               Saulo,  temiendo que Gamaliel no haya entendido que la pregunta iba dirigida a él,  repite y especifica: 
               -Rabí  Gamaliel, ¿te abstraes de este juicio?
               
               Gamaliel  se vuelve rígidamente, con una mirada tan desdeñosa, pundonorosa y glacial, que  causa terror; responde solamente: «Sí». Pero es un "sí" que dice más  que un largo discurso. 
               
               Saulo  comprende todo lo que hay en ese "si" y, apartándose de la jauría  sanguinaria, corre adonde Gamaliel. Lo alcanza, lo para, le dice: 
               -¿No  querrás decirme, oh Rabí, que desapruebas nuestra condena? 
               Gamaliel  no lo mira y tampoco le responde. 
               
               Saulo  insiste: 
               
               -Ese  hombre es doblemente culpable, por haber renegado de la Ley, siguiendo a un  samaritano poseído por Belcebú, y por haberlo hecho después de haber sido tu  discípulo. 
               
               Gamaliel  sigue sin mirarlo y guardando silencio. 
               Saulo  entonces pregunta: 
               
               -¿No  serás tú, también tú, seguidor de ese malhechor llamado Jesús, no? 
               Gamaliel  esta vez habla. Dice: 
               -No  lo soy todavía. Pero, si Él era el que decía ser -y, en verdad, hay muchas  cosas que demuestran que lo era-, ruego a Dios venir a serlo. 
               -¡Horror!  -grita Saulo. 
               
               -Ningún  horror. Tenemos una inteligencia para usarla, y una libertad para aplicarla.  Que cada uno, pues, las use según la libertad que Dios ha dado a cada hombre y  según la luz que ha puesto en el corazón de cada uno. Los justos, antes o  después, usarán estos dos dones de Dios en el bien, y los malos en el mal. 
               
               Y  se marcha en dirección al patio donde está el gazofilacio, y va a apoyarse en  la columna en que Jesús se apoyó cuando habló a la pobre viuda que da al Tesoro  del Templo todo lo que tiene: dos monedas de escaso valor. 
               
               Lleva  poco tiempo allí, y otra vez llega Saulo y se le planta delante. El contraste  entre los dos es fortísimo. 
               Gamaliel  es alto, de noble compostura, de hermosas facciones fuertemente semíticas:  tiene frente alta; ojos negrísimos inteligentes, penetrantes, largos, y muy  hundidos bajo las cejas tupidas y derechas a ambos lados de la nariz también  derecha, larga y delgada, que recuerda un poco a la nariz de Jesús. También el  color de la piel, y la boca de delgados labios, recuerdan a Cristo; pero  Gamaliel tiene la barba y el bigote --en el pasado negrísimos-ahora muy  entrecanos, y más largos. 
               
               Saulo,  sin embargo, es bajo, toroso, casi raquítico: sus piernas son cortas y gruesas,  un poco divergentes en las rodillas, que se ven bien porque se ha quitado el  manto y lleva sólo una túnica corta, grisácea, como vestido; sus brazos, como  las piernas, son cortos y fornidos; su cuello, corto y toroso, sujeta una  cabeza gruesa, morena, con cabellos cortos e híspidos; tiene orejas más bien  salientes, nariz chata, labios gruesos, pómulos altos y gruesos, frente  convexa, ojos oscuros, más bien overos, de ninguna manera dulces ni mansos,  pero muy inteligentes, bajo cejas muy arqueadas, tupidas y enredadas; sus  mejillas están cubiertas por una barba híspida, como los cabellos, y  tupidísima, pero que mantiene corta. Quizás por causa de ser muy corto el  cuello, parece levemente cargado de espaldas, o de espalda corva. 
               
               Durante  unos momentos, guarda silencio, mirando fijamente a Gamaliel. Luego le dice  algo en voz baja. 
               Gamaliel  le responde, con voz bien clara y fuerte: 
               
               -No  apruebo la violencia. Por ningún motivo. De mí nunca recibirás la aprobación  para ningún plan violento. Esto lo dije incluso públicamente, a todo el  Sanedrín, cuando apresaron por segunda vez a Pedro y a los otros apóstoles y  los condujeron ante el Sanedrín para ser juzgados. Y repito lo mismo: "Si  es proyecto y obra de los hombres, perecerá por sí solo; si es de Dios, no  podrá ser destruido por los hombres, sino que, al contrario, los hombres podrán  ser castigados por Dios". Recuérdalo. 
               
               -¿Tú,  el mayor de los rabíes de Israel, eres protector de estos blasfemos seguidores  del Nazareno? 
               -Soy  protector de la justicia. Y la justicia enseña a juzgar con justicia y cautela.  Te repito que si esto viene de Dios resistirá; si no, caerá por sí solo. Pero  yo no quiero mancharme las manos con una sangre que no sé si merece la muerte. 
               
               -Tú,  tú, fariseo y doctor, ¿dices eso? ¿No temes al Altísimo? 
               
               -Más  que tú. Pero yo pienso. Y recuerdo... Tú eras sólo un niño, aún no eras hijo de  la Ley, y yo ya enseñaba en este Templo con el rabí más sabio de este tiempo...  y con otros, sabios pero no justos. Nuestra sabiduría recibió, dentro de estos  muros, una lección que nos hizo pensar durante todo el resto de la vida. Los  ojos del más sabio y justo de nuestro tiempo se cerraron con el recuerdo de  aquel momento, y su mente se extinguió estudiando aquellas verdades oídas de  labios de un niño que se revelaba a los hombres, especialmente a los justos.  Mis ojos siguieron vigilantes, mi mente siguió pensando, coordinando  acontecimientos y cosas... Yo tuve el privilegio de oír al Altísimo hablar por  medio de la boca de un niño, que luego fue un hombre justo, sabio, poderoso,  santo, al cual mataron precisamente por estas cualidades suyas. 
               
               Las palabras  que dijo entonces se vieron confirmadas por los hechos acaecidos muchos años  después, en la época anunciada por Daniel... ¡Mísero de mí, que no comprendí  antes, que esperé a la última, terrible señal para creer, para comprender!  ¡Pobre pueblo de Israel, que ni comprendió entonces ni comprende ahora! ¡La  profecía de Daniel (Daniel 9), y la de otros profetas y de la Palabra de  Dios, continúan; y se cumplirán para este Israel obcecado, ciego, sordo,  injusto, que sigue persiguiendo al Mesías en los siervos de Jesús!  
             -¡Maldición!  ¡Blasfemas! ¡Ciertamente, si los rabíes de Israel blasfeman y reniegan de  Yahveh, el Dios verdadero, por exaltar a un falso Mesías y creer en Él, no  habrá ya salvación para el pueblo de Dios! 
               
               -No  soy yo el que blasfema, sino todos los que insultaron al Nazareno y continúan  despreciándolo despreciando a sus seguidores. Tú sí que blasfemas contra Él,  porque lo odias, directamente y en los suyos. Pero has expresado una verdad  diciendo que no hay ya salvación para Israel; mas no porque haya israelitas que  se pasen a su grey, sino porque Israel ha descargado su mano, a muerte, contra  Él. 
               
               -¡Me  causas horror! ¡Traicionas a la Ley y al Templo! 
               
               -Denúnciame,  entonces, al Sanedrín, para que yo siga la misma suerte de ese que va a ser lapidado  de un momento a otro. Será el comienzo y compendio feliz de tu misión. Y yo,  por mi sacrificio, seré perdonado de no haber reconocido y comprendido al Dios  que pasaba, como Salvador y Maestro, junto a nosotros, hijos suyos y pueblo  suyo. 
               
               Saulo,  con un ademán de ira, se marcha con despecho, y vuelve al patio que está  enfrente de la sala del Sanedrín, patio en el que aún se oye el griterío de la  turba exasperada contra Esteban. Saulo se llega a los verdugos, en este patio;  se une a ellos, que lo esperaban; y sale, junto con los otros, del Templo, y  luego de las murallas de la ciudad. Siguen lanzándole insultos, escarnios,  golpes, al diácono, que camina ya sin fuerzas, herido, vacilante, hacia el  lugar del suplicio. 
               
               Fuera  de las murallas hay un espacio yermo y pedregoso, absolutamente desierto.  Llegados allí, los verdugos se abren en círculo, dejando solo, en el centro, al  condenado, con las vestiduras desgarradas, sangrando por muchas partes del  cuerpo a causa de las heridas que ya ha recibido. Le arrancan las vestiduras  antes de alejarse; sólo se queda con un sayo cortísimo. 
               
               Todos se desprenden de  las túnicas largas, de forma que se quedan sólo con las vestiduras cortas, como  la de Saulo, al cual le dejan los vestidos, dado que él no participa en la lapidación  (o porque le han afectado las palabras de Gamaliel, o porque se considera  incapaz de dar bien). 
               
               Los  verdugos recogen los gruesos cantos y las piedras 
               aguzadas, que abundan en ese  lugar, y empiezan a lapidar. 
               
               Esteban  recibe los primeros golpes permaneciendo en pie y con una sonrisa de perdón en  la boca herida, en esa boca que un instante antes del comienzo de la lapidación  ha gritado a Saulo, que estaba recogiendo los vestidos de los verdugos:
               
«Amigo  mío, te espero en el camino de Cristo». A lo cual Saulo le había respondido: «  ¡Puerco! ¡Endemoniado!», y había unido a las injurias una fuerte patada en las  espinillas del diácono, que por poco no se había caído, por el golpe y el  dolor. 
               
               Después  de unas cuantas pedradas, que le llegan desde todas las partes, Esteban cae de  rodillas, apoyándose en las manos heridas, y -sin duda, acordándose de un  lejano episodio-susurra, tocándose las sienes y la frente heridas: 
               
               -¡Como  Él me había predicho! La corona... Los rubíes... ¡Oh, Señor mío, Maestro,  Jesús, recibe mi espíritu! 
               
               Otra granizada de  golpes en la cabeza ya herida le hacen desplomarse completamente; y el suelo  queda impregnado de su sangre. Mientras distiende sus miembros en medio de las  piedras, bajo otra granizada de piedras, expira susurrando: -Señor... Padre...  perdónalos... No les guardes rencor por este pecado... No saben lo que... 
               
               La  muerte quiebra la frase en sus labios. Una última convulsión le hace como  acurrucarse, y así se queda... muerto. 
               
               Los  verdugos se acercan a él. Le lanzan encima otra descarga de piedras. Casi lo  sepultan bajo ellas. Luego vuelven a vestirse y se marchan. Vuelven al Templo  para referir, ebrios de celo satánico, lo que han hecho. 
               
               Mientras  hablan con el Sumo Sacerdote y otros poderosos, Saulo va a buscar a Gamaliel. No  lo encuentra inmediatamente. Vuelve, encendido de odio contra los cristianos,  donde los sacerdotes. Habla con ellos. 
               
               Solicita y obtiene un pergamino con el  sello del Templo, un pergamino que le autoriza a perseguir a los cristianos. 
               
               La  sangre de Esteban debe haberlo enfurecido, como le sucede a un toro al ver el  color rojo, o a un alcohólico si le dan un vino generoso. 
               
               Está  para salir del Templo, cuando ve, bajo el Pórtico de los Paganos, a Gamaliel.  Va donde él. Quizás quiere empezar una discusión o una justificación. Pero  Gamaliel cruza el patio, entra en una sala y cierra la puerta ante Saulo, el  cual, ofendido y furioso, sale a toda prisa del templo para perseguir a los  cristianos. 
               
               Dice  Jesús (a María Valtorta): 
               
               -Me  manifesté muchas veces y a muchos, incluso con formas extraordinarias. Pero no  en todos actuó mi manifestación de igual manera. Podemos ver cómo a cada una de  mis manifestaciones le corresponde un efecto de santificación en aquellos que  poseían la buena voluntad requerida en los hombres para tener Paz, Vida,  Justicia. 
               
               Así, en los pastores la Gracia trabajó durante los treinta años de mi  vida oculta, y luego floreció con espiga santa cuando llegó el tiempo en que  los buenos se separaron de los malos para seguir al Hijo de Dios, que pasaba por  los caminos del mundo lanzando su grito de amor para convocar a las ovejas de  la Grey eterna, desparramadas y desorientadas por Satanás. Presentes en medio  de las turbas que me seguían, enviados míos, porque con sus sencillas y  convencidas narraciones predicaban a Cristo diciendo: 
               
               "Es Él. Nosotros lo  reconocemos. Sobre su primer vagido descendió la canción de cuna de los  ángeles. Y a nosotros los ángeles nos dijeron que tendrían paz los hombres de  buena voluntad. Buena voluntad es el deseo del Bien y de la Verdad. ¡Sigámosle!  ¡Seguidle! Tendremos todos la Paz prometida por el Señor". 
               
               Humildes,  sin instrucción, pobres, mis primeros enviados a los hombres se dispusieron  como centinelas a lo largo de los caminos del Rey de Israel, del Rey del mundo.  Ojos fieles, bocas honestas, corazones amantes, incensarios que emanaban el  perfume de sus virtudes para hacer menos corrompido el aire de la Tierra en  torno a mi divina Persona, que se había encarnado por ellos y por todos los  hombres; e incluso al pie de la Cruz los encontré, después de haberlos  bendecido con mi mirada en el camino de sangre del Gólgota.
               
Ellos, los únicos,  junto con otros poquísimos, que no maldijeron entre la multitud desenfrenada,  sino que amaron, creyeron, esperaron todavía, y que me miraron con ojos de  compasión, pensando en la ya lejana noche de mi Navidad y llorando ante el  Inocente cuyo primer sueño tuvo lugar sobre una madera penosa, y el último  sobre un madero aún más doloroso. Esto porque mi manifestación a ellos, almas  rectas, los había santificado.  
             Y  lo mismo respecto a los tres Sabios de Oriente, a Simeón y Ana en el Templo, a  Andrés y Juan en el Jordán, y a Pedro, Santiago y Juan en el Tabor, a María  Magdalena en el alba pascual, a los once perdonados en el Monte de los Olivos  -y, antes todavía, en Betania-de su extravío... No. Juan, el puro, no tuvo  necesidad de perdón. Fue el fiel, el héroe, el amante siempre. El amor purísimo  que había en él y su pureza de mente, de corazón, de carne, lo preservaron de  toda debilidad. 
               
               Gamaliel,  y con él Hil.lel, no eran sencillos como los pastores, ni santos como Simeón,  ni tenían la sabiduría de los tres Sabios. En él, y en su maestro y pariente,  estaba la maraña de las lianas farisaicas ahogando la luz y el libre desarrollo  del árbol de la fe.
               
Pero dentro de su condición de fariseos había pureza de  intención. Creían estar dentro de lo justo y deseaban estarlo; lo deseaban instintivamente, porque eran justos, e intelectualmente, porque su espíritu gritaba  descontento: "Este pan está mezclado con demasiada ceniza. Dadnos el pan  de la verdadera Verdad". 
               
               Pero  Gamaliel no tenía suficiente fortaleza como para tener el valor de romper estas  lianas farisaicas. Su humanidad lo tenía todavía demasiado esclavizado, y, con  su humanidad, las consideraciones de la estima humana, del peligro personal,  del bienestar familiar. 
               
               Por todas estas cosas, Gamaliel no había sabido  comprender "al Dios que pasaba entre las gentes de su pueblo", ni  usar "esa inteligencia y esa libertad" que Dios ha dado a cada uno de  los seres humanos para que las usen para su propio bien.
               
Sólo la señal esperada  durante tantos años, la señal que le había abatido y torturado con  remordimientos incesantes, suscitaría en él el reconocimiento de Cristo y el  cambio de su viejo pensamiento, por lo cual de rabí del error habiendo los  escribas, fariseos y doctores corrompido la esencia y el espíritu de la Ley,  ahogando su sencilla y luminosa verdad, procedente de Dios, bajo cúmulos de  preceptos humanos, frecuentemente equivocados y, en todo caso, útiles para  ellos-, de rabí del error se transformaría, después de una larga lucha entre su  yo viejo y su yo actual, en discípulo de la Verdad divina. 
               
               Pero,  además, no había sido el único titubeante en decidirse y en actuar con  fortaleza. Tampoco José de Arimatea, y menos todavía Nicodemo, supo  -supieron-domeñar inmediatamente bajo su pie las costumbres y lianas judías y  abrazar notoriamente la nueva Doctrina; tanto fue así, que su modo usual fue el  ir a Cristo "a hurtadillas" por temor a los judíos, o el hacer como  que se encontraban con Él (y generalmente en sus casas del campo o en la de  Betania de Lázaro, porque sabían que era más segura y más temida por los  enemigos de Cristo; que bien conocían la protección de Roma hacia el hijo de  Teófilo). 
               
               De  todas formas, respecto a Gamaliel, ciertamente éstos siempre estuvieron mucho  más adelante en el Bien y en el valor (hasta el punto de atreverse a realizar  aquellas acciones compasivas del Viernes Santo). Menos adelante estaba el rabí  Gamaliel. 
               
               Pero,  vosotros que leéis, observad la potencia de su recta intención. Por ella su  justicia, humanísima, se impregna de lo sobrehumano.
               
La de Saulo, por el  contrario, se ensucia de lo demoníaco, cuando el mal al desatarse pone a ambos  -a él y a su maestro Gamaliel-ante el dilema de elegir el Bien o el Mal, lo  justo o lo injusto. 
               
               El  árbol del Bien y del Mal se yergue ante cada uno de los hombres para  presentarles, con el más lisonjero y apetitoso aspecto, sus frutos del Mal,  mientras entre la frondas, con engañosa voz de ruiseñor, silba la Serpiente  tentadora. 
               
               Le corresponde al hombre, criatura dotada de razón y alma dadas por  Dios, el saber discernir y querer el fruto bueno de entre los muchos no buenos  que lesionan y matan el espíritu; y coger este fruto, aunque ello sea fatigoso  y punzante, aun-que tenga sabor amargo, aunque tenga modesto aspecto. Su  metamorfosis -en virtud de la cual este fruto se hace liso y suave para el  tacto, dulce para el gusto, hermoso para la vista-se produce solamente cuando,  por justicia de espíritu y de razón, sabemos elegir el fruto bueno y nos  nutrimos con su extracto, amargo pero santo. 
               
               Saulo  tiende sus manos ávidas hacia el fruto del Mal, del odio, de la injusticia, del  delito. Y las tenderá hasta cuando quede fulminado, abatido, cegado respecto a  la vista humana para adquirir la sobrenatural, y pase a ser no sólo justo, sino  incluso apóstol y confesor de Aquel a quien antes odiaba y perseguía en sus  fieles. 
               
               Gamaliel,  rompiendo las lianas tenaces de su humanidad y del hebraísmo, por el nacimiento  y florecimiento de la lejana semilla de luz y justicia, no sólo humana sino  también sobrehumana, que mi cuarta epifanía -o manifestación, que quizás es  para vosotros palabra más clara y comprensible-le había puesto en el corazón,  en ese corazón suyo de rectas intenciones, semilla que él había custodiado y  defendido con honesta afección y elegida sed de verlo nacer y florecer, tiende  las manos hacia el fruto del Bien.
               
Su voluntad y mi Sangre rompieron la dura  cáscara de esa lejana semilla, que él había conservado durante decenios en el  corazón, en ese corazón de roca que se abrió junto con el velo del Templo y con  la tierra de Jerusalén, y que lanzó el grito de su supremo deseo, hacia mí -que  ya no podía oírlo con oído humano, aunque sí, y nítidamente, con mi espíritu  divino-, allí, arrojado al suelo al pie de la cruz. Y, bajo el fuego solar de  las palabras apostólicas y de los mejores discípulos, y bajo la lluvia de la  sangre de Esteban, primer mártir, esa semilla echa raíces, se hace planta,  florece y da frutos. 
               
               La  planta nueva de su cristianismo, nacida donde la tragedia del Viernes Santo  había abatido, desarraigado, destruido todas las plantas y hierbas antiguas. La  planta de su nuevo cristianismo y de su santidad nueva ha nacido, y se yergue  ante mis ojos. 
               
               Perdonado por mí -siendo culpable por no  haberme comprendido antes- por la justicia suya que no quiso participar ni en mi  condena ni en la de Esteban, su deseo de hacerse seguidor mío, hijo de la  Verdad, de la Luz, recibe también la bendición del Padre y del Espíritu  Santificador, y pasa de ser deseo a ser realidad, sin necesidad de una potente  y violenta fulminación, como la que fue necesaria para Saulo en el camino de  Damasco, para el altero que con ningún otro medio habría podido ser conquistado  y conducido hacia la Justicia, la Caridad, la Luz, la Verdad, la Vida eterna y  gloriosa del Cielo.