640- La venida del Espíritu Santo. 
               Fin del ciclo mesiánico 
             
             No hay voces ni ruidos en la  casa del Cenáculo. No hay tampoco discípulos (al menos, no oigo nada que me  autorice a decir que en otros cuartos de la casa estén reunidas personas). Sólo  se constatan la presencia y la voz de los Doce y de María Santísima (recogidos  en la sala de la Cena). 
               
La habitación parece más  grande porque los muebles y enseres están colocados de forma distinta y dejan  libre todo el centro de la habitación, como también dos de las paredes. 
A la  tercera ha sido arrimada la mesa grande que fue usada para la Cena. Entre la  mesa y la parecí, y también a los dos lados más estrechos de la mesa, están los  triclinios usados en la Cena y el taburete usado por Jesús para el lavatorio de  los pies.
Pero estos triclinios no están colocados verticalmente respecto a la  mesa, como para la Cena, sino paralelamente, de forma que los apóstoles pueden  estar sentados sin ocuparlos todos, aun dejando libre uno, el único vertical  respecto a la mesa, sólo para la Virgen bendita, que está en el centro, en el  lugar que Jesús ocupaba en la Cena. 
No hay en la mesa mantelería  ni vajilla; está desnuda, y desnudos están los aparadores y las paredes. La  lámpara sí, la lámpara luce en el centro, aunque sólo con la llama central  encendida, porque la vuelta de llamitas que hacen de corola a esta pintoresca  lámpara está apagada. 
Las ventanas están cerradas y  trancadas con la robusta barra de hierro que las cruza. Pero un rayo de sol se  filtra ardido por un agujerito y desciende como una aguja larga y delgada hasta  el suelo, donde pone un arito de sol. 
La Virgen, sentada sola en su  asiento, tiene a sus lados, en los triclinios, a Pedro y a Juan (a la derecha,  a Pedro; a la izquierda, a Juan). Matías, el nuevo apóstol, está entre Santiago  de Alfeo y Judas Tadeo. 
La Virgen tiene delante un arca ancha y baja de madera  oscura, cerrada. María está vestida de azul oscuro. Cubre sus cabellos un velo  blanco, cubierto a su vez por el extremo de su manto Todos los demás tienen la  cabeza descubierta. 
María lee atentamente en voz  alta. Pero, por la poca luz que le llega, creo que más que leer repite de  memoria las palabras escritas en el rollo que tiene abierto. Los demás la  siguen en silencio, meditando. De vez en cuando responden, si es el caso de  hacerlo. 
El rostro de María aparece transfigurado  por una sonrisa extática. ¡¿Qué estará viendo, que tiene la capacidad de  encender sus ojos como dos estrellas claras, y de sonrojarle las mejillas de  marfil, como si se reflejara en Ella una llama rosada?!: es, verdaderamente, la  Rosa mística... 
Los apóstoles se echan algo  hacia adelante, y permanecen levemente al sesgo, para ver el rostro de María  mientras tan dulcemente sonríe y lee (y parece su voz un canto de ángel). A  Pedro le causa tanta emoción, que dos lagrimones le caen de los ojos y, por un  sendero de arrugas excavadas a los lados de su nariz, descienden para perderse  en la mata de su barba entrecana.  
             Pero Juan refleja la sonrisa  virginal y se enciende como Ella de amor, mientras sigue con su mirada a lo que  la Virgen lee, y, cuando le acerca un nuevo rollo, la mira y le sonríe. 
               
               La lectura ha terminado. Cesa  la voz de María. Cesa el frufrú que produce el desenrollar o enrollar los  pergaminos. María se recoge en una secreta oración, uniendo las manos sobre el  pecho y apoyando la cabeza sobre el arca. Los apóstoles la imitan... 
               
               Un ruido fortísimo y armónico,  con sonido de viento y arpa, con sonido de canto humano y de voz de un órgano  perfecto, resuena de improviso en el silencio de la mañana. Se acerca, cada vez  más armónico y fuerte, y llena con sus vibraciones la Tierra, las propaga a la  casa y las imprime en ésta, en las paredes, en los muebles, en los objetos. La  llama de la lámpara, hasta ahora inmóvil en la paz de la habitación cerrada,  vibra como chocada por el viento, y las delgadas cadenas de la lámpara  tintinean vibrando con la onda de sobrenatural sonido que las choca. 
               
               Los apóstoles alzan,  asustados, la cabeza; y, como ese fragor hermosísimo, que contiene las más  hermosas notas de los Cielos y la Tierra salidas de la mano de Dios, se acerca  cada vez más, algunos se levantan, preparados para huir; otros se acurrucan en  el suelo cubriéndose la cabeza con las manos y el manto, o dándose golpes de  pecho pidiendo perdón al Señor; otros, demasiado asustados como para conservar  ese comedimiento que siempre tienen respecto a la Purísima, se arriman a María. 
               
               El único que no se asusta es  Juan, y es porque ve la paz luminosa de alegría que se acentúa en el rostro de  María, la cual alza la cabeza y sonríe frente a algo que sólo Ella conoce y  luego se arrodilla abriendo los brazos, y las dos alas azules de su manto así  abierto se extienden sobre Pedro y Juan, que, como Ella, se han arrodillado. 
               
               Pero, todo lo que he tardado  minutos en describir se ha verificado en menos de un minuto. 
               
               Y luego entra la Luz, el  Fuego, el Espíritu Santo, con un último fragor melódico, en forma de globo  lucentísimo, ardentísimo; entra en esta habitación cerrada, sin que puerta o  ventana alguna se mueva; y permanece suspendido un momento sobre la cabeza de  María, a unos tres palmos de su cabeza (que ahora está descubierta, porque  María, al ver al Fuego Paráclito, ha alzado los brazos como para invocarlo y ha  echado hacia atrás la cabeza emitiendo un grito de alegría, con una sonrisa de  amor sin límites). Y, pasado ese momento en que todo el Fuego del Espíritu  Santo, todo el Amor, está recogido sobre su Esposa, el Globo Santísimo se  escinde en trece llamas cantarinas y lucentísimas -su luz no puede ser descrita  con parangón terrenal alguno-, y desciende y besa la frente de cada uno de los  apóstoles. 
               
               Pero la llama que desciende  sobre María no es lengua de llama vertical sobre besadas frentes: es corona que  abraza y nimba la cabeza virginal, coronando Reina a la Hija, a la Madre, a la  Esposa de Dios, a la incorruptible Virgen, a la Llena de Hermosura, a la eterna  Amada y a la eterna Niña; pues que nada puede mancillar, y en nada, a Aquella a  quien el dolor había envejecido, pero que ha resucitado en la alegría de la  Resurrección y tiene en común con su Hijo una acentuación de hermosura y de  frescura de su cuerpo, de sus miradas, de su vitalidad... gozando ya de una  anticipación de la belleza de su glorioso Cuerpo elevado al Cielo para ser la  flor del Paraíso. 
               
               El Espíritu Santo rutila sus  llamas en torno a la cabeza de la Amada. ¿Qué palabras le dirá? ¡Misterio! El  bendito rostro aparece transfigurado de sobrenatural alegría y sonríe con la  sonrisa de los serafines, mientras ruedan por las mejillas de la Bendita  lágrimas beatíficas que, incidiendo en ellas la Luz del Espíritu Santo, parecen  diamantes. 
               
               El Fuego permanece así un  tiempo... Luego se disipa... De su venida queda, como recuerdo, una fragancia  que ninguna flor terrenal puede emanar... es el perfume del Paraíso... 
               
               Los apóstoles vuelven en sí...  María permanece en su éxtasis. Recoge sus brazos sobre el pecho, cierra los  ojos, baja la cabeza... nada más... continúa su diálogo con Dios... insensible  a todo... Y ninguno osa interrumpirla. 
               
               Juan, señalándola, dice: 
               -Es el altar, y sobre su  gloria se ha posado la Gloria del Señor... 
               
               -Sí, no perturbemos su  alegría. Vamos, más bien, a predicar al Señor para que se pongan de manifiesto  sus obras y palabras en medio de los pueblos -dice Pedro con sobrenatural  impulsividad. 
               
               -¡Vamos! ¡Vamos! El Espíritu  de Dios arde en mí -dice Santiago de Alfeo. 
               
               -Y nos impulsa a actuar. A  todos. Vamos a evangelizar a las gentes. 
               
               Salen como empujados por una  onda de viento o como atraídos por una vigorosa fuerza. 
               
               
               Dice Jesús (a María Valtorta): 
               -Aquí termina esta Obra que mi  amor por vosotros ha dictado, y que vosotros habéis recibido por el amor que  una criatura ha tenido hacia mí y hacia vosotros. 
               
               Ha terminado hoy,  conmemoración de Santa Zita de Luca, humilde sirvienta que sirvió a su Señor en  la caridad en esta Iglesia de Luca, ciudad a la que Yo, desde lugares lejanos  llevé a mi pequeño Juan para que me sirviera en la caridad y con el mismo amor  de Santa Zita hacia todos los infelices.
               
Zita daba pan a los menesterosos,  recordando que en cada uno de ellos estoy Yo, y que vivirán gozosos a mi lado  aquellos que hayan dado pan y bebida a los que tienen sed y hambre. María-Juan  ha dado mis palabras a los que flaquean envueltos en la ignorancia, en la  tibieza o en la duda sobre la Fe, recordando que la Sabiduría dijo (Sabiduría 3, 1-9; Daniel 12, 3-4) que  brillarían como estrellas en la eternidad aquellos que con fatiga se esforzaran  en dar a conocer a Dios, dando gloria a su Amor dándolo a conocer a muchos y  haciendo que muchos lo amen. 
               
               Y  ha terminado hoy, día en que la Iglesia eleva a los altares a María Teresa  Goretti, (María Teresa Goretti, más conocida como María Goretti, mártir de  la pureza (1890-1902), beatificada el 27 de Abril de 1947 y canonizada en 1950) pura azucena de los campos que vio su tallo quebrado cuando todavía era capullo  su corola -¿por quién quebrado, sino por Satanás, envidioso ante ese candor más  esplendoroso que su antiguo aspecto de ángel?-, quebrado por ser flor  consagrada al Amador divino.
               
Virgen y mártir, María, de este siglo de infamias  en que se mancilla incluso el honor de la Mujer, escupiendo baba de reptiles  negadora del poder de Dios de dar una morada inviolada a su Verbo, que, por  obra del Espíritu Santo, se encarnaba para salvar a los que en Él creyeran.
También María-Juan es mártir del Odio, que no quiere que mis maravillas sean  celebradas con esta Obra, arma que tiene poder para arrebatarle muchas presas.  Pero también María-Juan sabe, como sabía María Teresa, que el martirio -fueren  cuales fueren su nombre y su aspecto-es llave para abrir sin dilación el Reino  de los Cielos para aquellos que lo padecen como continuación de mi Pasión.  
             La  Obra ha terminado.
               
(Pero no han terminado las "visiones" ni los  "dictados" fuera del ciclo mesiánico, declarado concluido con la  venida del Espíritu Santo. Por ello se añadirán, completivos de la Obra, otros  escritos pertinentes (de varios años, sobre todo del 1951). Como consecuencia,  la Despedida de la Obra, escrita el 28 de Abril de 1947 y que en los cuadernos  autógrafos sigue inmediatamente al presente "dictado", será recogida  al término de la conclusión de la Obra)
Y, con su fin, con la venida del  Espíritu Santo, se concluye el ciclo mesiánico, que mi Sabiduría ha iluminado  desde sus albores (la Concepción inmaculada de María) hasta su terminación (la  venida del Espíritu Santo). Todo el ciclo mesiánico es obra del Espíritu de  Amor, para quien sabe ver bien. Cabal, pues, el haberlo empezado con el  misterio de la inmaculada Concepción de la Esposa del Amor, y el haberlo  concluido con el sello de Fuego Paráclito puesto en la Iglesia de Cristo. 
               
               Las  obras manifiestas de Dios, del Amor de Dios, terminan con Pentecostés. Desde  entonces, continúa ese misterioso obrar de Dios en sus fieles, unidos en el  Nombre de Jesús en la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica, Romana; y la  Iglesia -o sea, la asamblea de los fieles -pastores, ovejas y corderos-puede  continuar su camino sin errar, por la continua, espiritual operación del Amor  en sus fieles. 
               
               El Amor, Teólogo de los teólogos, Aquel que forma a los  verdaderos teólogos, que viven abismados en Dios y tienen a Dios dentro de sí  -la vida de Dios dentro de sí por la dirección del Espíritu de Dios que los  guía-, los verdaderos "hijos de Dios" según el concepto de Pablo. (Romanos  8, 14-17) 
               
               Y al término de la Obra debo poner una vez más  el lamento que he colocado al final de cada uno de los años evangélicos. Y en  mi dolor de ver despreciado mi don os digo: 
               
               "No recibiréis más, porque no  habéis sabido acoger esto que os he dado". 
               
               Y digo también las palabras que  os hice llegar el pasado verano para llamaros de nuevo al camino recto:
               
“No me  veréis hasta que no llegue el día en que digáis: Bendito el que viene en nombre  del Señor”.