628- El regreso de Tomás y su incredulidad
             
             Los diez están en el patio de  la casa del Cenáculo. 
               
               Hablan entre sí y luego oran, y después siguen hablando. 
Dice Simón Zelote: 
-Estoy verdaderamente afligido  por la desaparición de Tomás. No sé ya dónde buscarlo. 
-Yo tampoco -dice Juan. 
-Con sus familiares no está. Y  nadie lo ha visto. ¿Y si lo hubieran capturado? 
-Si así fuera, el Maestro no  habría dicho: "Diré lo demás cuando esté el ausente". 
-Es verdad. Yo, de todas  formas, quiero ir todavía a Betania. Quizás está por aquellas montañas sin  atreverse a mostrarse. 
-Ve, ve, Simón. Tú nos has  reunido a todos y... reuniéndonos, nos has salvado, porque nos has llevado  donde Lázaro. ¿Habéis oído qué palabras ha dicho el Señor respecto a Lázaro? Ha  dicho: "el primero que en mi Nombre ha perdonado y guiado". ¿Por qué  no lo pone en el lugar del Iscariote? -pregunta Mateo. 
-Porque no querrá dar al  perfecto amigo el lugar del traidor -responde Felipe. 
-He oído hace poco, cuando he  estado dando una vuelta por los mercados y he hablado con vendedores de  pescado, que... sí, de ellos me puedo fiar, que los del Templo no saben qué  hacer con el cuerpo de Judas. No sé quién habrá sido... pero esta mañana, al  alba, los guardianes del Templo han encontrado dentro del sagrado recinto su  cuerpo putrefacto, todavía con la soga en el cuello. Yo creo que habrán sido  paganos los que lo hayan descolgado y lo hayan echado allá... ¡a saber cómo!  -dice Pedro. 
-Sin embargo, a mí ayer tarde,  en la fuente, me dijeron -más exactamente, oí decir-que, ya desde el atardecer  de ayer, han lanzado con hondas entrañas del traidor hasta incluso contra la  casa de Anás. Sin duda, paganos. Porque ningún hebreo habría tocado, después de  más de cinco días, ese cuerpo. ¡Bien podrido que estaría!   dice Santiago de Alfeo. 
-¡Algo horrible, ya desde el  sábado! 
Juan, al recordarlo, palidece. 
-¿Pero cómo es que terminó en  ese lugar? ¿Era suyo? 
-¿Quién ha sabido algo alguna  vez con exactitud de boca de Judas de Keriot! ¿Os acordáis de lo cerrado que  era, y complicado? 
-Puedes decir  "embustero", Bartolomé. Nunca era sincero. Durante tres años estuvo  con nosotros, y nosotros, que todo lo teníamos en común, ante él estábamos como  ante la alta muralla de una fortaleza. 
-¿De una fortaleza? ¡Simón!  ¡Di de un laberinto! -exclama Judas Alfeo. 
-¡Oye, un momento! ¡No  hablemos de él! Me da la impresión de estar llamándolo y que vaya a venir a  crearnos fastidio. Yo quisiera cerrar su recuerdo de mí y de todos los  corazones, sean hebreos o gentiles; si son hebreos, para no sentir la vergüenza  de que nuestra raza haya generado a este monstruo; si son gentiles, para que  entre ellos no haya quien un día pueda decirnos:
"Fue uno de Israel su  traidor". Yo soy un muchacho, y no debería hablar ante vosotros antes. Yo  soy el último, y tú, Pedro, eres el primero. Y aquí están el Zelote y  Bartolomé, instruidos, y están los hermanos del Señor. 
Pero, mirad, yo quisiera  poner pronto a uno en el duodécimo puesto, uno que fuera santo, porque mientras  vea ese puesto vacío en nuestro grupo, veré la boca del infierno con sus  hedores en medio de nosotros. Y tengo miedo de que nos extravíe... 
-¡No, hombre, Juan! Te has  quedado impresionado por la fealdad de su delito y de su cuerpo colgado... 
-No, no. También la Madre  dijo: "He visto a Satanás viendo a Judas de Keriot". ¡Oh, démonos  prisa en buscar a un santo al que poner en ese lugar! 
-Oye, yo no elijo a nadie. Si  Él, que era Dios, ha elegido a un Iscariote, ¿qué elegirá el pobre Pedro? 
-Pues, a pesar de todo, si que  tendrás que... 
-No, amigo. Yo no elijo nada.  Se lo pediré al Señor. ¡Basta ya de pecados cometidos por Pedro! 
-Muchas cosas debemos pedir.  La otra noche nos hemos quedado como alelados. Pero debemos buscar instrucción.  
Porque... ¿Cómo nos las arreglaremos para comprender si una cosa es realmente  pecado, o si no lo es? Ya ves cómo el Señor habla sobre los paganos de forma  distinta de como hablamos nosotros. Ya ves cómo disculpa más una cobardía o el  hecho de renegar, que la duda sobre su posible perdón... ¡Oh, yo tengo miedo de  actuar equivocadamente -dice, desconsolado, Santiago de Alfeo. 
-Verdaderamente nos ha hablado  mucho, y tengo la impresión de no saber nada. Desde hace una semana estoy  entontecido -confiesa, desconsolado, el otro Santiago. 
-Yo también. 
-Y yo. 
-También yo. 
Están todos en las mismas  condiciones. Atónitos, se miran unos a otros y recurren a la consabida  solución: 
-Vamos donde Lázaro -dicen  -Quizás allí encontramos al Señor. Y... Lázaro nos ayudará. 
Llaman al portón. Guardan  todos silencio y escuchan. Todos emiten una exclamación de estupor al ver  entrar en el vestíbulo a Elías junto con Tomás (un Tomás tan enajenado, que no  parece él). 
Sus compañeros se arremolinan  en torno a él con gritos de júbilo: 
-¿Sabes que ha resucitado y ha  venido? 
-¡Y te espera a ti para  volver! 
-Sí. Me lo ha dicho también  Elías. Pero yo no lo creo. Yo creo en lo que veo. Y veo que para nosotros todo  ha terminado. Veo que estamos desperdigados. Veo que no existe ni siquiera un  sepulcro conocido donde llorarle. 
Veo que el Sanedrín quiere deshacerse de su  cómplice -cuya sepultura decreta, como si se tratara de un animal inmundo, al  pie del olivo donde se ha ahorcado-y de los seguidores del Nazareno. A mí me  echaron el alto el viernes, en las puertas, y me dijeron: "¿También tú  eras uno de lo suyos? Ya está muerto. Vuelve a tu oficio de batihoja". Y  he huido... 
-Pero ¿a dónde? ¡Te hemos  buscado por todas partes! 
-¿A dónde? Fui hacia la casa  de mi hermana, a Rama; pero luego, para no sufrir el reproche de una mujer, no  me atreví a entrar. Así que di en vagar por las montañas de Judea y ayer  terminé en Belén, en su gruta. ¡Cuánto lloré!... Me quedé dormido entre los  cascotes, y allí me encontró Elías, que no sé por qué había ido allí. 
-¿Por qué? Pues porque en las  horas de alegría o de dolor demasiado grandes, se va a donde más se siente a  Dios. Yo muchas veces en estos años había ido allí de noche, como un ladrón,  para sentirme acariciar el alma por el recuerdo de su vagido. Y luego me  alejaba de allí con los primeros rayos del sol, para no ser apedreado; pero ya  estaba consolado. Esta vez he ido allí para decirle a ese lugar: 
"Me  siento feliz", y para recoger de él todo lo que podía. Hemos decidido  hacerlo así. Nosotros queremos predicar su Fe. Y para ello nos darán fuerza un  trozo de esas paredes, un puñado de esa tierra, una astilla de aquellos postes.  No somos santos como para atrevernos a tomar la tierra del Calvario... 
-Tienes razón, Elías. También  tendremos que hacerlo nosotros, y haremos. Pero... ¿Tomás?... 
-Tomás dormía y lloraba. Le  dije: "Despiértate y no llores más. Ha resucitado". No quería  creerme. Pero insistí tanto, que lo convencí. Aquí lo tenéis. Ahora está con  vosotros y yo me retiro. Voy a reunirme con mis compañeros, que van a Galilea.  La paz a vosotros. 
Elías se marcha. 
-Tomás, ha resucitado; yo te  lo digo. Ha estado con nosotros. Ha comido. Ha hablado. Nos ha bendecido. Nos  ha perdonado. Nos ha dado potestad de perdonar. ¡Oh! ¿Por qué no has venido  antes? 
Tomás continúa abatido, no  reacciona; menea, testarudo, la cabeza. 
-No creo. Habéis visto un  fantasma. Estáis todos fuera de quicio; las primeras, las mujeres. Un hombre  muerto, por sí solo, no resucita. 
-Un hombre, no; pero Él es  Dios. ¿No lo crees? 
-Sí. Creo que es Dios. Pero  precisamente porque lo creo pienso y digo que, a pesar de toda su bondad, no  puede ser tan bueno como para venir a quienes lo han amado tan poco; y digo  que, a pesar de toda su humildad, debe estar ya harto de rebajarse en esta  mísera carne nuestra. No. Estará, sin duda lo está, triunfante en el Cielo; y,  quizás, se aparecerá como espíritu. Digo "quizás": ¡no merecemos  tampoco eso! Pero, ¿resucitado en carne y hueso?... No, no lo creo. 
-¡Pero si lo hemos besado, lo  hemos visto comer, hemos oído su voz, sentido su mano, visto sus heridas! 
-Nada. Yo no creo. No puedo  creer. Debería ver para creer. Si no veo en sus manos el agujero de los clavos  y no meto dentro el dedo, si no toco las heridas de los pies y si no meto la  mano en donde la lanza abrió el costado, no creo. No soy ni un niño ni una  mujer. Quiero la evidencia. Lo que mi razón no puede aceptar lo rechazo. Y no  puedo aceptar estas palabras vuestras. 
-¡Pero Tomás! ¿Te parece que  te queramos engañar?  
-¡No, almas de Dios! Dichosos  vosotros, más bien, que sois tan buenos, que queréis llevarme a esa paz que con  vuestra 
ilusión habéis conseguido para vosotros. Pero... yo no  creo en su Resurrección. 
-¿No temes que te castigue?  Ten en cuenta que oye y ve todo. 
-Pido que me convenza. Yo  tengo una razón, y, por tanto, hago uso de ella. Él, que es el Dueño de la  razón humana, que me enderece la mía si está desviada. 
-Pero Él decía que la razón es  libre. 
-A mayor razón para que no la  haga esclava de una sugestión colectiva. Yo os quiero, y quiero al Señor. Le  serviré como pueda, y estaré con vosotros para ayudaros a servirle. Predicaré  su doctrina Pero no puedo creer si no veo. 
Y Tomás, testarudo, sólo se  presta oídos a sí mismo. Le hablan de todos los que lo han visto, y de cómo lo  han visto. Le aconsejan que hable con la Madre. Pero él menea la cabeza,  estando sentado en su asiento de piedra (más piedra él que el asiento).  Testarudo como un niño, repite: 
-Creeré si veo... 
Ésta es la palabra  clave de los desdichados que niegan aquello que, admitiendo que Dios todo lo  puede, es tan dulce y santo creer.