632- Apariciones a varias personas 
               en distintos lugares
             
             I. A la madre de Analía.  
               
Elisa,  la madre de Analía, llora desconsoladamente en su casa, cerrada dentro de un  cuarto de reducidas dimensiones, donde hay una cama pequeña sin cobertores, que  quizás es la de Analía. Tiene la cabeza relajada sobre los brazos, desmayados a  su vez, extendidos sobre la cama como para abrazarla por entero. El cuerpo  pesa, desfallecido, sobre las rodillas. Lo único vigoroso es su llanto. 
Poca  luz entra por la ventana abierta. El día ha renacido hace poco. Pero una luz  viva brilla cuando entra Jesús. 
 Digo  "entra" para expresar que está en el cuarto, mientras que antes no  estaba. Y lo diré siempre así para significar sus apariciones en lugares  cerrados, sin repetirme respecto a cómo Él se descubre tras una gran  luminosidad que recuerda a la de la Transfiguración, tras un fuego blanco -se  me permita la comparación-que parece licuar paredes y puertas para permitirle  entrar con su verdadero, respirador, sólido Cuerpo glorificado (un fuego, una  luminosidad que se repliega sobre Él y lo oculta cuando se marcha). Después,  adquiere el aspecto hermosísimo de Resucitado, pero Hombre, verdaderamente  Hombre, de una belleza centuplicada respecto a la que ya tenía antes de la  Pasión. Es Él, pero glorioso, Rey. 
-¿Por  qué lloras, Elisa? 
No  sé cómo la mujer no reconoce esa Voz inconfundible. 
Quizás el dolor la aturde.  Responde como si hablara con un pariente que, quizás, ha ido donde ella después  de la muerte de Analía. 
-¿Has  oído ayer por la tarde a esos hombres? Él no era nada. Poder mágico, no divino.  Y yo que me resignaba a la muerte de mi hija figurándomela amada por un Dios,  en paz... ¡Me lo había dicho!... -llora aún más fuerte. 
-Pero  muchos lo han visto resucitado. Sólo Dios puede resucitarse por sí mismo. 
-Esto  se lo dije yo también a los de ayer. Tú lo oíste. Me opuse a sus palabras,  porque sus palabras significaban la muerte de mi esperanza, de mi paz. Pero  ellos -¿lo oíste?- ellos dijeron: "No es más que una comedia de sus  seguidores, para no reconocer su falta de cordura. Él está muerto y bien  muerto, y ya en estado de descomposición han robado su cadáver y lo han  destruido, y dicen que ha resucitado". Esto dijeron... Y también dijeron  que por eso el Altísimo ha mandado el segundo terremoto, para hacerles sentir  su ira por su sacrílego embuste. ¡Oh, ya no tengo consuelo! 
-Pero  si vieras al Señor resucitado, con tus ojos, y lo palparas con tus manos,  ¿creerías? 
-No  soy digna de ello... Pero ¡claro que creería! Me bastaría con verlo. No me  atrevería a tocar sus Carnes, porque, si así fuera, serían carnes divinas, y  una mujer no puede acercarse al Santo de los Santos. 
-¡Alza  la cabeza, Elisa, y mira quién tienes delante! 
La  mujer alza la cabeza cana, alza la cara desfigurada por el llanto, y ve... Cae  más aún su cuerpo, gravitando más en los talones; se restriega los ojos; abre  la boca, por un grito que quiere subir pero que el estupor estrangula en la  garganta... 
-Soy  Yo. El Señor. Toca mi Mano. Bésala. Me has sacrificado tu hija. Lo mereces. Y  halla de nuevo, en esta Mano, el beso espiritual de tu hija. Está en el Cielo.  Bienaventurada. Dirás esto a los discípulos, y se lo dirás este día. 
La  mujer está tan arrobada, que no se atreve a llevar a cabo ese gesto. Es Jesús  mismo el que le aprieta la punta de sus dedos contra los labios. 
-¡Oh!  ¡¡¡Verdaderamente has resucitado!!! ¡Feliz! ¡Soy feliz! ¡Bendito seas, Tú que  me has consolado! 
Se  inclina para besarle los pies, y lo hace, y se queda así. 
La luz sobrenatural envuelve en su esplendor a  Cristo y la habitación queda vacía de Él; pero la madre tiene el corazón lleno  de inquebrantable certeza. 
II. A María de Simón, en Keriot, con Ana, madre de Yoana, y el anciano  Ananías.  
Es  la casa de Ana, madre de Yoana; la casa de campo donde Jesús, acompañado de la  madre de Judas, obró el milagro de la curación de Ana. También aquí una  habitación, y una mujer que yace sobre un lecho; irreconocible ella, de tan  desfigurada como está a causa de una mortal angustia.
Su rostro aparece  consumido, devorado por la fiebre que enciende los pómulos, salientes de tan  ahondados como están los carrillos. Los ojos, dentro de un círculo negro, rojos  de fiebre y llanto, están semicerrados bajos los párpados hinchados. Donde no  hay enrojecimiento de fiebre hay amarillez intensa, verdastra, como por bilis  esparcida en la sangre. Los brazos descarnados, las manos afiladas, están  desmayados sobre las mantas que un veloz jadeo levanta. 
Junto  a la enferma, que no es sino la madre de Judas, está la madre de Yoana, Ana,  secando lágrimas y sudor, agitando un abanico, cambiando en la frente y la  garganta de la enferma paños impregnados en un vinagre aromatizado, acariciando  a la enferma las manos y los sueltos cabellos, esos cabellos que, en poco  tiempo, han pasado a ser más blancos que negros y que están esparcidos sobre la  almohada o aglutinados por el sudor tras las orejas ahora transparentes. Y  llora también Ana, diciendo palabras de consuelo: 
-¡Así  no, María! ¡Así no! ¡Basta! Él... él ha pecado. Pero tú, tú sabes cómo el Señor  Jesús... 
-¡Calla! Ese Nombre... diciéndomelo a mí... se  profana... 
¡Soy la madre... del Caín… de Dios! ¡Ay! 
El  llanto quedo se transforma en extremo, lacerante sollozo. La mujer siente  ahogarse, se agarra al cuello de su amiga, que la socorre; un vómito bilioso le  sale por la boca. 
-¡Cálmate!  ¡Cálmate, ¡María! ¡Así no! ¡Oh!, ¿qué puedo decirte para convencerte de que Él,  el Señor, te quiere? ¡Te lo repito! ¡Te lo juro por las cosas para mí más  santas: por el Salvador y por mi hija! Él me lo dijo cuando lo condujiste a mí.  Él tuvo para ti palabras y detalles de un amor infinito. Tú eres inocente. Él  te quiere. Estoy segura, segura estoy de que se entregaría otra vez por darte  paz, pobre madre mártir. 
-¡Madre  del Caín de Dios! ¿Oyes? El viento, ahí afuera... lo dice... Va por el mundo la  voz... la voz del viento, y dice: "María de Simón, madre de Judas, el que  traicionó al Maestro y lo entregó a sus crucifixores". ¿Oyes? Todo lo  dice... El arroyo, ahí afuera... Las tórtolas... las ovejas... Toda la Tierra  grita que soy yo... No, no quiero curarme. ¡Morir es lo que quiero!... Dios es  justo y no descargará su mano contra mí en la otra vida. Pero aquí, no. El  mundo no perdona... no distingue... Me vuelvo loca porque el mundo grita...:  "¡Eres la madre de Judas!". 
Vuelve  a caer, exhausta, sobre la almohada. Ana la coloca y sale para llevarse los  paños ya sucios... 
María,  con los ojos cerrados, exangüe después del esfuerzo realizado, gimiendo, dice: 
-¡La  madre de Judas!, ¡de Judas!, ¡de Judas! 
Jadea.  Luego continúa: 
-Pero  ¡qué es Judas? ¿Qué di a luz? ¿Qué es Judas? ¡Qué di...? 
Jesús  está en la habitación, que una trémula luz clarea (y es que todavía la luz del  día es demasiado escasa como para iluminar esta vasta habitación, en la que la  cama está en el fondo, muy lejos de la única ventana que hay). Llama  dulcemente: 
-¡María!  ¡María de Simón! 
La  mujer está casi en estado de delirio y no da relevancia a la voz. Está ausente,  enajenada dentro de los torbellinos de su dolor, y repite las ideas que  obsesionan su cerebro, monótonamente, como el tictac de un péndulo: 
-¡La  madre de Judas! ¿Qué di a luz? El mundo grita: "¡La madre de  Judas!"... 
Jesús  tiene dos lágrimas en el lagrimal de sus ojos dulcísimos. Me asombran mucho. No  creía que Jesús pudiera llorar después de su resurrección... 
Se  agacha. ¡La cama es tan baja para Él tan alto...! Pone la mano en la frente  febril, apartando los paños impregnados en vinagre, y dice: 
-Un  desdichado. Esto. Nada más. Si el mundo grita, Dios cubre el grito del mundo  diciéndote: "Ten paz, porque Yo te quiero". ¡Pobre madre, mírame!  Recoge tu espíritu desorientado y ponlo en mis manos. ¡Soy Jesús!... 
María  de Simón abre los ojos como saliendo de una pesadilla y ve al Señor, siente su  Mano en su frente, se lleva las manos temblorosas a la cara y, gimiendo, dice:  
-¡No me maldigas! Si hubiera sabido lo que engendraba, me habría arrancado las  entrañas para impedir que naciera. 
-Y  habrías pecado. ¡María! ¡Oh, María! No te apartes de tu justicia por el pecado  de otro. Las madres que han cumplido con su tarea no deben considerarse  responsables del pecado de sus hijos. Tú has cumplido con tu deber, María. Dame  tus pobres manos. Pobre madre, tranquilízate. 
-Soy  la madre de Judas. Impura estoy como todo lo que ese demonio tocó. ¡Madre de un  demonio! No me toques. 
Forcejea  tratando de evitar las Manos divinas, que quieren sujetarla. 
Las  dos lágrimas de Jesús le caen a la mujer en la cara, que otra vez está  encendida de fiebre. 
-Yo  te he purificado, María. Tienes en ti mis lágrimas de piedad. Por ninguno he  llorado desde que consumí mi dolor. Pero por ti lloro con toda mi amorosa  piedad. 
Ha  logrado tomarle las manos y se sienta, sí, realmente se sienta en el borde la  cama, y tiene esas manos temblorosas entre las suyas. 
La  piedad amorosa de sus fúlgidos ojos acaricia, envuelve, a la infeliz, que se  calma y llora quedamente, y susurra: 
-¿No  me guardas rencor? 
-Te  tengo amor. He venido por esto. Ten paz. 
-¡Tú  perdonas! ¡Pero el mundo! ¡Tu Madre! Me odiará. 
-Ella  piensa en ti como en una hermana. El mundo es cruel. Es verdad. Pero mi Madre  es la Madre del Amor, y es buena. Tú no puedes ir por el mundo, pero Ella  vendrá a ti cuando todo esté en paz. El tiempo pacifica... 
-Hazme  morir, si me quieres... 
-Todavía  un poco. Tu hijo no supo darme nada. Tú dame un tiempo de tu sufrimiento. Será  breve. 
-Mi  hijo te dio demasiado... Te dio el horror infinito. 
-Y  tú el dolor infinito. El horror ha pasado. Ya no tiene utilidad Tu dolor sí; se  une a estas llagas mías, y tus lágrimas y mi Sangre lavan al mundo. Todo el  dolor se une para lavar al mundo. Tus lágrimas están entre mi Sangre y el  llanto de mi Madre, y alrededor está todo el dolor de los santos que sufrirán  por Cristo y por los hombres, por amor mío y amor a los hombres. ¡Pobre María! 
La  recuesta dulcemente, le cruza las manos, la mira mientras se tranquiliza... 
Vuelve  Ana. Se queda atónita en la puerta. 
Jesús,  que de nuevo se ha alzado, la mira diciendo: 
-Has  obedecido a mi deseo. Para los obedientes, paz. Tu alma me ha comprendido. Vive  en mi paz. 
Baja  de nuevo los ojos hacia María de Simón, que lo mira detrás de un fluir de  lágrimas ahora más serenas; y le sonríe y le dice todavía: 
-Pon  todas tus esperanzas en el Señor. El te dará todas sus consolaciones. 
La  bendice y hace ademán de marcharse. 
María  de Simón emite un grito apasionado: 
-¡Se  dice que mi hijo te traicionó con un beso! ¿Es verdad, Señor? Si es así, deja  que yo lo lave besándote las Manos. ¡No puedo hacer otra cosa! No puedo hacer  otra cosa para borrar... para borrar... 
El  dolor le vuelve, más fuerte. 
Jesús,  ¡oh!, no es que le dé a besar las Manos -esas Manos que quedan semicubiertas  por la ancha manga de la cándida túnica, que pende hasta la mitad del metacarpo  y esconde las heridas-, lo que hace es que toma la cabeza de la mujer entre sus  manos y se agacha para rozar con los labios divinos la frente ardiente de esta  mujer desdichadísima entre todas las mujeres. Y al alzarse le dice: 
-¡Mis  lágrimas y mi beso! Ninguno ha recibido tanto de mí. Quédate, pues, con la paz  de saber que entre tú y Yo no hay sino amor. 
La  bendice y, cruzando rápidamente la habitación, sale detrás de Ana, que no se ha  atrevido a entrar ni a hablar, sino que sólo llora de emoción. Pero, una vez en  el pasillo que lleva a la puerta de casa, Ana se atreve a hablar, a hacer la  pregunta que tiene en su corazón: 
-¿Mi  Yoana? 
-Desde  hace quince días goza en el Cielo. No lo he dicho ahí porque demasiado grande  es el contraste entre tu hija y su hijo. 
-¡Es  verdad! ¡Gran congoja! Creo que morirá de ello. 
-No.  No enseguida. 
-Ahora  tendrá más paz. La has consolado. ¡Tú, Tú que más que nadie...! 
-Yo  que más que nadie me compadezco de ella. Yo soy la divina Compasión. Soy el  Amor. Te digo, mujer, que hubiera bastado con que Judas me hubiera dirigido una  mirada de arrepentimiento para que le hubiera obtenido el perdón de Dios... 
¡Qué  tristeza hay en el rostro de Jesús! 
La  mujer se siente impresionada por esta tristeza. Palabras y silencio luchan en  sus labios, pero es mujer, y la curiosidad la vence. Pregunta: 
-Pero  fue una... un... Sí, lo que quiero decir es que si ese desdichado pecó de  repente o... 
-Hacía  meses que pecaba. Y tan fuerte era su voluntad de pecar, que ninguna palabra  mía ni acto mío valieron para frenarlo. Pero no le digas esto a ella... 
-¡No  se lo diré!... ¡Señor! Fíjate, cuando Ananías, que en la misma noche de la  Parasceve había huido de Jerusalén sin siquiera concluir la Pascua, entró aquí  gritando: "¡Tu hijo ha traicionado al Maestro y lo ha entregado a sus  enemigos! Con un beso lo ha traicionado. Y yo he visto al Maestro cargado de  golpes y esputos, flagelado, coronado de espinas, cargando con la cruz,  crucificado y muerto por obra de tu hijo. Y los enemigos del Maestro gritan  nuestro nombre con un repugnante sentido de triunfo. Y se narran las hazañas de  tu hijo, que ha vendido al Mesías por menos de lo que cuesta un cordero y lo ha  señalado ante la gente armada con un beso de traición", María cayó al  suelo, ennegrecida de repente. Y el médico dice que se esparció su hiel y se  rompió su hígado, quedando corrompida toda su sangre. Y... el mundo es malo...  ella tiene razón... Tuve que traerla aquí, porque en Keriot se acercaban a la  casa para gritar: "¡Tu hijo deicida y suicida! ¡Se ha ahorcado! Belcebú ha  atrapado su alma, y hasta ha ido por el cuerpo Satanás". ¿Es verdad que ha  sucedido este horrendo prodigio? 
-No,  mujer. Fue hallado muerto colgado de un olivo... 
-¡Ah!  Y gritaban: "Cristo ha resucitado y es Dios. Tu hijo ha traicionado a  Dios. Eres la madre del traidor de Dios. Eres la madre de Judas". De  noche, con Ananías y un criado fiel, el único que me ha quedado, porque ninguno  ha querido permanecer al lado de ella... la traje aquí. Pero María oye esos  gritos en el viento, en el rumor de la tierra, en todo. 
-¡Pobre  madre! Es horrendo, sí. 
-¿Pero  ese demonio no pensó en esto, Señor? 
-Era  una de las razones que yo usaba para pararlo. Pero no fue eficaz. Judas, que  nunca había amado con verdadero amor ni a su padre ni a su madre ni a ningún  prójimo suyo, llegó a odiar a Dios. 
-¡Sí,  nunca había amado! 
-Adiós,  mujer. Que mi bendición te conforte para soportar los ultrajes del mundo por tu  piedad con María. Besa mi mano. A ti te la puedo enseñar; a ella le habría  hecho demasiado daño el ver esto-Retira la manga, descubriendo así la muñeca  traspasada. 
Ana  emite un gemido mientras roza apenas con los labios la punta de los dedos. 
Se  oye el ruido de una puerta que se abre y un grito ahogado: 
-¡El  Señor! 
Un  hombre ya entrado en años se arrodilla y permanece postrado. 
-Ananías,  bueno es el Señor. Ha venido a confortar a tu pariente y también a nosotros  -dice Ana, que quiere también confortar al anciano en su demasiada gran  emoción. 
Pero  el hombre no se atreve a hacer movimiento alguno. Llora mientras dice: -Somos  de una sangre horrible. No puedo mirar al Señor. 
Jesús  se acerca a él. Le toca la cabeza y dice las mismas palabras ya dichas a María  de Simón: 
-Los  parientes que han cumplido con su deber no deben considerarse responsables del  pecado de su pariente. 
¡Ánimo, Ananías! Dios es justo. La paz a ti y a esta  casa. 
Yo he venido y tú irás a donde te envío. Para la Pascua suplementaria los  discípulos estarán en Betania. Irás a ellos y les dirás que el duodécimo día  después de su muerte viste en Keriot al Señor, vivo y verdadero, en Carne y  Alma y Divinidad. Te creerán, porque ya mucho he estado con ellos. Pero los  confirmará en la fe en mi Naturaleza divina el saber que estoy en todas partes  en el mismo día. Y antes, hoy mismo, irás a Keriot y le pedirás al  arquisinagogo que reúna al pueblo, y dirás en presencia de todos que Yo he  venido aquí, y que recuerden las palabras de mi despedida. Te dirán: "¿Por  qué no ha venido a nosotros?". Responderás así: "El Señor me ha dicho  que os diga que, si hubierais hecho lo que Él os había dicho que hicierais  respecto a la madre no culpable, se habría mostrado. Habéis faltado contra el  amor y el Señor no se ha mostrado por eso". ¿Lo harás? 
-¡Es  difícil esto, Señor! ¡Difícil de hacer! Todos nos consideran leprosos del  corazón... No me escuchará el arquisinagogo y no me dejará que hable al pueblo.  Quizás me pegue... De todas formas, puesto que Tú lo quieres, lo haré. 
El  anciano no alza la cabeza; habla permaneciendo inclinado en actitud de  postración profunda. 
-¡Mírame,  Ananías! 
El  hombre alza un rostro trémulo de veneración. 
Jesús  refulge y está hermoso como en el Tabor... La luz lo cubre, celando su aspecto  y su sonrisa... Y vacío de Él se queda el pasillo, sin que ninguna puerta se  haya movido para abrirle paso. 
Los  dos adoran, siguen adorando, en adoración viviente convertidos por la divina  manifestación. 
III. A los niños de Yuttá con su mamá Sara.  
Es  el huerto de la casa de Sara. Los niños juegan bajo los frondosos árboles. El  más pequeño se revuelca junto a una tupida hilera de vides; los otros, más  mayores, corren unos tras otros con gritos de golondrinas festivas, jugando a  esconderse tras los setos y las vides y a descubrirse. 
             Jesús  se aparece junto al pequeñuelo a quien dio el nombre. ¡Oh, santa sencillez de  los inocentes! Iesaí no se asombra al verlo ahí de repente, sino que tiende a  Él sus bracitos para que Jesús lo suba en brazos, y Jesús lo hace: la máxima  naturalidad en el acto de ambos. 
               Acuden  presurosos, los otros y -también aquí se ve esa sencillez gozosa de los niños-,  sin expresiones de asombro, se acercan a Él felices. Parece como si para ellos  nada hubiera cambiado. Quizás no saben lo que ha sucedido. Pero, después de la  caricia de Jesús a cada uno de ellos, María, la más grandecita y de juicio más  maduro, dice: -Entonces, ahora que has resucitado, ¿ya no sufres, Señor? ¡He  sufrido mucho!... 
               
               -Ya  no sufro. He venido a bendeciros antes de subir al Cielo, al Padre mío y  vuestro. Pero desde allí seguiré bendiciéndoos siempre, si sois siempre buenos.  Decid a los que me quieren que os he dejado hoy a vosotros mi bendición.  Recordad este día. 
               
               -¿No  entras en casa? Está nuestra mamá. A nosotros no nos creerán -dice María. Pero  su hermano no pregunta. Grita: 
               -¡Mamá!  ¡Mamá! ¡El Señor está aquí!... -y, corriendo hacia la casa, repite ese grito. 
               Sara,  presurosa, sale, se asoma... a tiempo de ver a Jesús, hermosísimo en el linde  del huerto, anulándose en la luz que lo absorbe... 
               
               -¡El  Señor! ¿Pero por qué no me habéis llamado antes?... -dice Sara en cuanto puede  hablar. 
               -¿Pero  cuándo? ¿Por dónde ha venido? ¿Estaba solo? ¡Qué calamidades que sois! 
               
               -Lo  hemos encontrado aquí. Un minuto antes no estaba... Por el camino no ha venido,  ni tampoco por el huerto. Y tenía en brazos a Iesaí... y nos ha dicho que había  venido a bendecirnos y a darnos la bendición para los que lo quieren de Yuttá,  y que recordemos este día. Ahora va al Cielo. Pero nos querrá si somos buenos.  ¡Qué guapo estaba! Tenía las manos heridas. Pero ya no le hacen daño. También  los pies estaban heridos. Los he visto entre la hierba. Esa flor de ahí tocaba  justo la herida de un pie. Voy a cogerla... -hablan todos al tiempo, encendidos  de emoción. Hasta sudan con la ansiedad de hablar. 
               Sara  los acaricia susurrando: 
               
               -¡Dios es grande! Vamos. Venid. Vamos a  decírselo a todos. Hablad vosotros, que sois inocentes. Vosotros podéis hablar  de Dios. 
  
  IV Al jovencito Yaia, en Pel.la.  
               
               El  jovencito está trabajando con ardor en cargar un carrito de verduras (recogidas  en un huerto cercano). El burrito golpea con su casco en el suelo duro del  camino campestre. 
               
               Al  volverse para coger un canasto de lechugas, ve a Jesús, que le sonríe. Deja  caer el cesto al suelo y se arrodilla; se restriega los ojos, incrédulo de lo  que ve, y susurra: 
               -¡Altísimo,  no me pongas ante un espejismo; no permitas, Señor, que me engañe Satanás con  falsas imágenes seductoras! ¡Mi Señor está bien muerto! Y fue sepultado y ahora  dicen que robaron el cadáver. ¡Piedad, Señor altísimo! Muéstrame la verdad. 
               
               -Yo  soy la Verdad, Yaia. Yo soy la Luz del mundo. Mírame. Veme. Por esto te devolví  la vista, para que pudieras dar testimonio de mi poder y de mi Resurrección. 
               -¡Oh,  es realmente el Señor! ¡Eres Tú! ¡Sí! ¡Tú eres Jesús! 
               
               Se  arrastra de rodillas para besarle los pies. 
               -Dirás  que me has visto y que has hablado conmigo, y que estoy bien vivo. Dirás que me  has visto hoy. La paz a ti y mi bendición. 
               
               Yaia  está otra vez solo. Feliz. Se olvida del carrito y de las verduras. En vano el  burro patea inquieto el camino y rebuzna protestando por la espera... Yaia está  en éxtasis. 
               Una  mujer sale de la casa cercana al huerto y lo ve allí, pálido de emoción y con  un rostro ausente. Grita: 
               -¡Yaia!  ¿Qué te pasa? ¿Qué te ha sucedido? 
               Se  acerca a él, lo zarandea, le hace volver a este mundo... 
               
               -¡El  Señor! ¡He visto al Señor resucitado! Le he besado los pies y le he visto las llagas.  Han mentido. Era realmente Dios y ha resucitado. Yo tenía miedo de que fuera un  engaño. ¡Pero es Él! ¡Es El! 
               La  mujer tiembla por un escalofrío de emoción y susurra: 
               -¿Estás  completamente seguro? 
               
               -Tú  eres buena, mujer. Por amor a Él nos has aceptado como criados, a mí y a mi  madre. ¡No quieras no creer!... 
               -Si  tú estás seguro, creo. ¿Pero era verdaderamente de carne y hueso? ¿Estaba  caliente? ¿Respiraba? ¿Hablaba? ¿Tenía verdaderamente voz o sólo te lo ha  parecido? 
               -Estoy seguro. Su carne tenía el calor de la  carne viva. Era una voz verdadera. Era respiración. Hermoso como Dios, pero  Hombre como yo y como tú. Vamos, vamos a decírselo a los que sufren o dudan. 
  
  V. A Juan de Nob.  
               
               El  anciano está solo en su casa, pero sereno. Está arreglando una especie de silla  que se ha desclavado por un lado. Sonríe (¿quién sabe ante qué sueño?). 
               Llaman  a la puerta. El anciano, sin dejar su trabajo, dice: 
               
               -¡Adelante!  ¿Qué queréis, vosotros que venís? ¿Todavía de aquéllos? ¡Soy viejo para  cambiar! Aunque todo el mundo me gritara: "¡Está muerto!", yo diría:  "Está vivo". Aunque ello me acarreara la muerte. ¡Pasad, pues! 
               Se  levanta para ir a la puerta, para ver quién es el que llama y no entra. Pero,  cuando está ya cerca, la puerta se abre y Jesús entra. 
               
               -¡Oh!  ¡Oh! ¡Oh! ¡Mi Señor! ¡Vivo! ¡He creído y viene a premiar mi fe! ¡Bendito! Yo no  he dudado. En mi dolor dije: "Si me ha mandado el cordero para el banquete  de alegría, señal es de que este día resucitará". Entonces comprendí todo.  Cuando moriste y la tierra tembló, comprendí lo que hasta ese momento no había  entendido. Y parecí un loco, en Nob, porque, tras la puesta del sol del día  siguiente del sábado, preparé el banquete y fui a invitar a unos mendigos  diciendo: "¡Ha resucitado nuestro Amigo!". Ya se decía que no era  verdad. Se decía que habían robado tu cadáver por la noche. Pero yo creí,  porque desde que moriste comprendí que morías para resucitar, y que ésta era la  señal de Jonás. 
               Jesús,  sonriendo, lo deja hablar. Luego pregunta: 
               
               -¿Y  ahora quieres todavía morir, o quieres seguir viviendo para dar testimonio de  mi gloria? 
               -¡Lo  que Tú quieras, Señor! 
               -No.  Lo que tú quieras. 
               El  anciano piensa. Luego decide: 
               
               -Sería  hermoso salir de este mundo en el que ya no estás como antes. Pero renuncio a  la paz del Cielo para decir a los incrédulos: "¡Yo lo he visto!" 
               
               Jesús  le pone la mano en la cabeza, lo bendice y añade: 
               -Pero  pronto llegará también la paz y tú vendrás a mí con el grado de confesor del  Cristo. 
               
               Y se marcha. Aquí, quizás por piedad hacia el  longevo anciano, no ha dado una forma maravillosa a su aparecer y desaparecer,  sino que, en todo, se ha manifestado como si fuera el Jesús de antes, que  entraba y salía de una casa humanamente. 
  
  VI. A Matías, el solitario de los aledaños de  Yabés Galaad.  
               
               Está  trabajando el anciano en sus verduras. Monologa: 
               -Todos  estos bienes los tengo por Él. Y Él no los saboreará ya nunca más En vano he  trabajado. Yo creo que Él era el Hijo de Dios, que ha muerto y resucitado. Pero  ya no es el Maestro que se sienta a la mesa del pobre o del rico y comparte con  igual amor... quizás, bueno, seguro, con más amor... el alimento con el pobre y  con el rico. Ahora es el Señor resucitado. Ha resucitado para confirmarnos en  la fe a nosotros sus fieles. Y esa gente dice que no es verdad. Que nadie nunca  se ha resucitado a sí mismo. Nadie. No. Ningún hombre. Pero Él sí. Porque Él es  Dios. 
               
               Da  unas palmadas para que se alejen sus palomas, que bajan a robar semillas de la  tierra recientemente layada y sembrada, y dice: 
               
               -¡Ya  es inútil que criéis! ¡Él no comerá ya de vuestra prole! ¿Y vosotras, inútiles  abejas? ¿Para qué fabricáis la miel? Había abrigado la esperanza de tenerlo  conmigo, al menos una vez ahora que soy menos pobre. Todo ha prosperado aquí  después de su venida... ¡Ah!, pero con ese dinero que nunca he tocado quiero ir  a Nazaret, donde su Madre, y decirle: "Hazme siervo tuyo, pero déjame aquí  donde tú estás, porque tú eres todavía Él"... 
               
               Se  seca una lágrima con el dorso de la mano... 
               -Matías,  ¿tienes un pan para un peregrino? 
               
               Matías  alza la cabeza. Pero estando, como está, de rodillas, no ve quién es el que  habla detrás del alto seto que rodea su pequeña propiedad perdida en esta  soledad verde que es este lugar de la Transjordania. Pero responde: 
               
               -Quienquiera  que seas, ven, en nombre del Señor Jesús. 
               Y  se pone en pie para abrir la barrera. 
               
               Se  encuentra enfrente a Jesús y se queda con la mano en el cerrojo, sin poder  hacer ya ningún movimiento. 
               -¿No  me quieres como huésped, Matías? Una vez me abriste tu casa. Te estabas lamentando  de no poder hacerlo ya. Estoy aquí... ¿y no me abres? -dice Jesús sonriendo. 
               -¡Oh!  Señor... yo... yo... no soy digno de que mi Señor entre aquí... Yo... 
               
               Jesús  pasa la mano por encima de la barrera y libera el cerrojo diciendo: 
               
               -El  Señor entra donde quiere, Matías. 
               
               Entra,  se adentra en el humilde huerto, va hacia la casa y ya en el umbral de la  puerta, dice: 
               
               -Sacrifica,  pues, a los hijos de tus palomas. Saca de la tierra tus verduras. Recoge la  miel de tus abejas. Compartiremos el pan, y no habrá sido inútil tu trabajo ni  vano tu deseo. Y amarás este lugar; sin ir a Nazaret, donde pronto habrá  silencio y abandono. Yo estoy en todas partes, Matías. El que me ama está  conmigo, siempre. Mis discípulos estarán en Jerusalén. Allí surgirá mi Iglesia.  Haz plan de estar en la Pascua suplementaria. 
               -Perdóname,  Señor, pero no supe resistir en aquel lugar, y huí. Había llegado a la hora  nona del día antes de la Parasceve, y al día siguiente... ¡Oh, huí por no verte  morir! Sólo por eso, Señor. 
               
               -Lo  sé. Y sé que volviste -uno de los primeros-para llorar ante mi sepulcro. Pero  ya estaba vacío. Yo ya no estaba en él. Sé todo. Mira, Yo me siento aquí y  descanso. Aquí siempre he descansado... Y los ángeles lo saben. 
               El  hombre se pone manos a la obra. Pero se mueve con gestos tan reverentes, que  parece moverse dentro de una iglesia. De vez en cuando se seca una lágrima que  quiere mezclarse con su sonrisa, mientras va y viene para tomar los pichones,  matarlos, prepararlos, atizar la lumbre, arrancar y enjuagar las verduras,  disponer en un plato los higos tempranos, aparejar la pobre mesa con las  mejores piezas de vajilla. Ya está todo preparado. Pero ¿cómo sentarse a comer?  Quiere servir, y ello ya le parece mucho; no quiere nada más. 
               
               Pero  Jesús, que ha ofrecido y bendecido los alimentos, le da la mitad del pichón (lo  ha cortado y ha puesto la carne en un trozo de hogaza que antes ha untado en el  jugo). 
             -¡Como  a un predilecto! -dice el hombre, y come, llorando de alegría y de emoción, sin  quitar los ojos de Jesús, que come... que bebe, que saborea las verduras, la  fruta, la miel, y que le ofrece su copa después de haber bebido un sorbo de  vino. Antes había bebido sólo agua. 
               Termina  la comida. 
               
               -Estoy  bien vivo. Ya lo ves. Y tú bien contento. Recuerda que hace doce días Yo moría  por voluntad de los hombres. Pero que nula es la voluntad de los hombres cuando  no goza del consenso de la voluntad de Dios. Es más, la voluntad contraria de  los hombres se vuelve instrumento servil de la Voluntad eterna. Adiós, Matías.  Porque he dicho que conmigo estará quien me haya dado de beber, quien dio de  beber cuando era el Peregrino al respecto del cual todavía era lícito tener  dudas; así, Yo te digo: tú tendrás parte en mi Reino celeste. 
               
               -¡Pero  ahora te pierdo, Señor! 
               
               -Veme  en todos los peregrinos, en todos los mendigos, en todos los enfermos, en todos  los que necesitan pan, agua y ropa. Yo estoy en todos los que sufren, y lo que  se hace con uno que sufre a mí se me hace. 
               Abre  los brazos bendiciendo y desaparece. 
  
  VII. A Abraham de Engadí, que muere en sus brazos.  
               
               La  plaza de Engadí: templo hipóstilo de palmeras susurrantes. La fuente: espejo  para este cielo abrileño. Las palomas: murmullo bajo de órgano. 
               
               El  anciano Abraham la cruza con sus instrumentos de trabajo cargados al hombro.  Aún más viejo, pero sereno, como quien hubiera hallado calma después de mucha  tempestad. Cruza también el resto de la ciudad y va a las viñas cercanas a las  fuentes, las hermosas viñas fecundas, ya llenas de promesas de vendimia  copiosa. Entra, se pone a sachar, a podar, a atar. De vez en cuando se  endereza, se apoya en la azada y piensa. Se alisa esa barba suya patriarcal,  suspira, menea la cabeza... desarrollando un discurso interior. 
               
               Un  hombre muy arropado en su manto sube por el camino hacia las fuentes y las  viñas. Digo: un hombre. Pero es Jesús, porque es su indumento y es su modo  majestuoso de andar. Pero para el viejo es un hombre. Y el Hombre pregunta a  Abraham: 
               
               -¿Puedo  hacer un alto aquí? 
               -Sagrada  es la hospitalidad. No se la he negado nunca a nadie. Ven. Entra. Te sea dulce  el descanso a la sombra de mis vides. ¿Quieres leche? ¿Pan? Te daré lo que  poseo, aquí. 
               
               -¿Y  Yo que te puedo dar? No tengo nada. 
               -El  que es el Mesías me ha dado todo, por todos los hombres. Y por  mucho que dé, nada doy respecto a lo que Él me ha dado. 
               
               -¿Sabes  que lo han crucificado? 
               -Sé  que ha resucitado. ¿Eres tú un crucifixor? Yo no puedo odiar, porque E1 no  quiere odio. Pero, si pudiera, te odiaría si lo fueras. 
               
               -No  soy un crucifixor suyo. Estáte tranquilo. Tú, entonces, sabes todo sobre Él. 
               -Todo.  Y Eliseo, que es mi hijo, no ha vuelto de Jerusalén. Había dicho:  "Despídeme, padre, porque dejo todos los bienes para predicar al Señor.  Iré a Cafarnaúm, a buscar a Juan, y me uniré a los discípulos fieles". 
               
               -¿Entonces  tu hijo te ha dejado? ¿Tan anciano y tan solo? 
               -Esto  que llamas abandono es mi gozo soñado. ¿No me había despojado de él la lepra?  ¿Y quién me lo devolvió? El Mesías. ¿Y lo pierdo, acaso, porque predique al  Señor? ¡Por supuesto que no! Lo encontraré de nuevo en la vida eterna. Pero...  hablas de una manera que despierta en mí sospechas. ¿Eres un emisario del  Templo? ¿Vienes a perseguir a los que creen en el Resucitado? ¡Descarga tu  mano! No huyo. No imito a los tres sabios del pasado lejano. Yo me quedo. Porque,  si caigo por Él, lo encuentro en el Cielo y se cumple mi súplica del año  anterior a éste. 
               
               -Es  verdad. Tú dijiste entonces: "He esperado ansiosamente al Señor y É1 se ha  inclinado hacia mí". 
               -¿Cómo  lo sabes? ¿Eres uno de sus discípulos? ¿Estabas aquí con Él cuando le hice esta  súplica? ¡Oh, si lo eres, ayúdame a hacerle llegar mi grito, para que lo  recuerde. 
               Se  postra, creyendo que está hablando con un apóstol. 
               
               -Abraham  de Engadí, Soy Yo, y te digo: "Ven". 
               Jesús  le abre los brazos manifestándose, y lo invita a lanzarse a ellos, a  abandonarse en su Corazón. 
               Entra  en ese momento en la viña un niño, seguido por un jovencito; viene llamando: 
               
               -¡Padre!  ¡Padre! Venimos en tu ayuda. 
               Pero  el trinado grito del niño queda ahogado por el poderoso grito del anciano, un  verdadero grito de liberación: 
               -¡Sí,  voy! 
               
               Y  Abraham se arroja a los brazos de Jesús, gritando todavía estas palabras:  -¡Jesús, Mesías Santo! ¡En tus manos encomiendo mi espíritu! 
               
               ¡Oh,  muerte dichosa! ¡Muerte que envidio! Sobre el Corazón de Cristo, en la paz  serena del campo floreciente de Abril... 
               
               Jesús  deposita serenamente al anciano sobre la hierba florecida que ondea con la  brisa; lo deposita al pie de una hilera de vides, y, a los niños, que se han  quedado casi llorando atónitos y asustados, les dice: 
               -No  lloréis. Ha muerto en el Señor. ¡Bienaventurados los que mueren en Él! Id,  niños, a avisar a los de Engadí de que su arquisinagogo ha visto al Resucitado  y Él ha escuchado su súplica. ¡No lloréis! ¡No lloréis! 
               
               Los  acaricia mientras los guía hacia la salida. 
               Luego  vuelve donde el difunto y le alisa la barba y el pelo, le baja los párpados que  habían quedado semicerrados, lo extiende encima del manto que Abraham se había  quitado para trabajar y le coloca los brazos y las piernas. 
             Está  allí hasta que oye voces procedentes del camino. Entonces se yergue.  Espléndido... Los que llegan lo ven. Gritan. Aceleran su ya veloz marcha para  llegar donde Jesús. Pero Él se cela a sus miradas en el fulgor de un rayo más  vivo que el Sol. 
             VIII. A Elías, el esenio del Carit.  
               La  soledad áspera de la abrupta montaña por cuyo pie corre el Carit. Elías orando,  aún más flaco y barbado, vestido con una áspera túnica de lana, ni gris ni  marrón, que le hace semejante a las rocas que lo rodean. 
               Oye  un ruido como de viento o trueno. Alza la cabeza. Jesús ha aparecido sobre una  peña suspendida en equilibrio sobre el precipicio por cuyo fondo corre el  torrente. 
               
               -¡El  Maestro! 
               
               Se  arroja al suelo, rostro en tierra. 
               
               -Yo,  Elías. ¿No sentiste el terremoto de Parasceve? 
               
               -Lo  sentí y bajé a Jericó y a casa de Nique. No encontré a ninguno de los que te  quieren. Pedí noticias sobre ti. Me pegaron. Luego sentí otra vez temblar la  tierra, pero más ligeramente, y volví aquí, en actitud de penitencia, pensando  que se había abierto el dique de la ira celeste. 
               
               -De  la Misericordia divina. Yo he muerto y he resucitado. Mira mis llagas. Únete,  en el Tabor, a los siervos del Señor y diles que te he enviado Yo. 
               
               Lo bendice y desaparece. 
  
  IX. A Dorca y a su hijo, en el castillo de  Cesárea de Filipo.  
               
               El  hijo de Dorca, sujetado por su madre, da los primeros pasos sobre el bastión de  la fortaleza. Dorca, estando encorvada, no ve aparecer al Señor. Pero cuando,  habiendo dejado un poco libre al niñito y viendo que éste camina seguro y rápido  hacia el ángulo del bastión, se yergue para correr (para impedir que se caiga,  y quizás perezca, si pasa por entre las almenas o pasajes hábilmente hechos  para las armas ofensivas), entonces ve a Jesús, que está recogiendo en su pecho  al infante y lo está besando. 
               
               La  mujer no se atreve a moverse. Pero grita, grita fuerte; un grito que hace  levantar la cabeza a los que están en los patios, y hace asomar las caras por  las ventanas: -¡El Señor! ¡El Señor! ¡El Mesías está aquí! ¡Ha resucitado  verdaderamente! 
               
               Pero,  antes de que la gente pueda acudir, Jesús ya ha desaparecido. 
               
               -¡Estás  loca! ¡Soñabas! Un juego de luz te ha hecho ver un fantasma. 
               
               -¡Estaba  bien vivo! Mirad cómo mira mi hijo hacia allá. 
               Mirad, tiene en sus manos una  linda manzana, tan linda como su carita. La está mordiendo con sus dientecitos  y sonríe. Yo no tengo manzanas... 
               
               -Nadie  tiene manzanas maduras en estos días, y tan frescas... -dicen impresionados. 
               -Vamos  a preguntarle a Tobías -dicen algunas mujeres. 
               -¿Pero  qué pretendéis! ¡Apenas sabe decir "mamá"! -dicen algunos hombres en  tono sarcástico. 
               Pero  las mujeres se agachan hacia el niñito y dicen: 
               -¿Quién  te ha dado la manzana? 
               
               Y  esa boca, que casi no sabe pronunciar las más elementales palabras, sonriente  toda con sus diminutos dientecitos y sus encías todavía vacías, dice segura: 
               -Jesús. 
               -¡Oh! 
               
               -¡Claro,  le llamáis Iesaí! Sabe decir su nombre. 
               -¿Jesús  tú o Jesús el Señor? ¿Qué Señor? ¿Dónde lo has visto? -insisten, apremiantes,  las mujeres. 
               -Allí,  el Señor. Jesús el Señor. 
               -¿Dónde  está? ¿A dónde se ha ido? 
               -Allí. 
               
               Señala  hacia el cielo lleno de sol, y ríe feliz mordiendo su manzana. 
               Y,  mientras los hombres se marchan meneando la cabeza, Dorca dice a las mujeres: 
               
               -Estaba  hermoso. Parecía vestido de luz. Y tenía en las manos la señal de los clavos,  rojas como una gema en medio de una gran blancura. He visto bien, porque tenía  al niño así -y repite el gesto de Jesús. 
               
               Acude  el superintendente. Pide que le repitan lo acaecido, piensa, concluye: 
               
               -El  salmo (8, 3) lo dice: "En la boca de los niños y de los lactantes has  puesto la alabanza perfecta". ¿Y por qué no va a ser así? 
               
               Ellos  son inocentes. Y nosotros... Recordemos este día... 
               -¡Qué  va hombre... lo que hago es que voy al pueblo donde están los discípulos! Voy a  ver si está allí el Rabí... Pero el caso es que... había muerto... ¡En fin!... 
               Y diciendo este « ¡en fin!», que se concluye  internamente, el superintendente se marcha, mientras las mujeres, exaltadas,  siguen haciendo preguntas al niño, que ríe y repite: «Jesús, allí. Y luego  allí. Jesús Señor», y señala al lugar donde estaba Jesús, luego hacia el sol,  tras el que lo vio desaparecer, feliz, feliz. 
  
  X. A las personas reunidas en la sinagoga de Quedes. 
               
               La  gente de Quedes está reunida en la sinagoga y comenta con el viejo Matías, el  arquisinagogo, los últimos acontecimientos. La sinagoga aparece más bien  semioscura, y es que las puertas están cerradas y las cortinas de las ventanas  echadas, cortinas gruesas apenas movidas por el viento de Abril. 
               
               Un  relámpago ilumina el interior de la sinagoga. Parece un relámpago, pero es la  luz que precede a Jesús. Y Jesús, ante el estupor de las muchas personas  presentes, se manifiesta. Abre los brazos y, bien visibles, aparecen las  heridas de las manos; y también de los pies, porque se ha presentado en el  último de los tres peldaños que conducen a una puerta cerrada. Dice: 
               
               -He  resucitado. Os recuerdo la disputa que hubo entre mí y los escribas. A esta  generación malvada le he dado la señal que había prometido. La señal de Jonás.  A quien me ama y me es fiel le doy mi bendición. 
               Nada  más. Ha desaparecido. 
               
               -¡Era  Él! ¿De dónde? ¡Y estaba vivo! ¡Él lo había dicho! ¡Ahora comprendo! La señal  de Jonás: tres días en las entrañas de la Tierra y luego la resurrección... 
             Murmullo  de comentarios... 
               
               XI. A un grupo de rabíes en Yiscala.  
               
               Un  grupo venenoso de rabíes que tratan de persuadir de sus exigencias a algunos  hombres que titubean. Lo que quieren es conseguir que éstos vayan donde  Gamaliel, que se ha encerrado en su casa y no quiere ver a nadie. 
               
               Dicen  estos hombres: 
               
               -Os  decimos que no está aquí. No sabemos dónde está. Ha venido. Ha consultado unos  rollos. Se ha marchado. No ha dicho una sola palabra. 
               Y  otros añaden: 
               
               -Tenía  un aspecto tan alterado, y estaba tan envejecido, que metía miedo. 
               
               Con  gesto de descortesía, los rabíes dan la espalda a estos que están hablando, y  se marchan diciendo: 
             -¡Gamaliel  también está loco, como Simón! ¡No es verdad que el Galileo ha resucitado! No  es verdad. ¡No es verdad! No es verdad que es Dios. No es verdad. Nada es  verdad. Sólo nosotros estamos en la verdad. 
             El  propio afán con que dicen que no es verdad muestra su miedo a que sea verdad y  su necesidad de afianzarse. 
               
               Han  bordeado la pared de la casa, ahora van en dirección a la tumba de Hil.lel.  Mientras siguen ladrando sus negaciones, alzan la cara... y huyen lanzando un  grito. 
               
               Jesús, bonísimo con los buenos, está allí, lleno de terrible potencia,  con los brazos abiertos como en la cruz... Las llagas en las manos rojean como  si todavía gotearan sangre. No dice una sola palabra. Pero sus miradas  fulminan. 
             Los rabíes huyen, caen, vuelven a levantarse,  se hieren contra plantas y piedras, enloquecidos, trastornados por el miedo.  Asemejan a homicidas a los que se condujera a la presencia de la víctima. 
               
               XII. A Joaquín y María, en Bosra.  
               
               -¡María!  ¡María! ¡Joaquín y María! ¡Venid fuera! 
               
               Los  dos, que están en una habitación tranquila e iluminada por una lámpara, ella  cosiendo, él haciendo cuentas, alzan la cabeza, se miran... Joaquín,  palideciendo de miedo, susurra: 
               
               -¡La  voz del Rabí! Viene de la otra vida... 
               La  mujer, aterrada, se abraza al hombre. 
               
               Pero  la llamada se repite, y los dos, bien estrechados el uno con el otro, para  infundirse valor recíprocamente, se atreven a salir, a ir en la dirección de la  voz. 
               
               En  el jardín, iluminado por el hocino de una luna nueva, resplandece, envuelto por  una luz más fuerte que muchas lunas, Jesús. La luz lo rodea y lo hace Dios; la  sonrisa dulcísima y la mirada amorosa lo hacen Hombre: 
               -Id  a decir a los de Bosra que me habéis visto vivo y real. Y decidlo en el Tabor,  tú, Joaquín, a los que estén congregados allí. 
               
               Los  bendice. Desaparece. 
               
               -¡Era  Él! ¡No era un sueño! Yo... Mañana voy a Galilea. ¿Ha dicho al Tabor,  verdad?... 
  
  XIII. A María de Jacob, en Efraím.  
               
               La  mujer está amasando harina para hacer pan. Se vuelve al oír que la llaman. Ve a  Jesús. Rostro en tierra, las manos en el suelo, muda de adoración, un poco  asustada. 
               Jesús  habla: 
               
               -Dirás a todos que me has visto y que te he  hablado. El Señor no está sujeto al sepulcro. He resucitado al tercer día, como  había predicho. Perseverad, vosotros que estáis en mi camino, y no os dejéis  seducir por las palabras de los que me crucificaron. Mi paz a ti. 
  
  XIV A Síntica, en Antioquía. 
             Síntica  está preparando una bolsa de viaje. Es de noche. En efecto, puesta encima de  una mesa, junto a 1a mujer, que está doblando unos vestidos, arde una lámpara  pequeña, temblorosa, de luz bastante limitada. 
               
               La  habitación se ilumina vivamente. Síntica alza la cabeza, asombrada, para ver qué  es lo que sucede, de dónde viene esa luz tan clara en esa habitación  enteramente cerrada. Pero, antes de ver, Jesús la previene: 
               
               -Soy  Yo. No temas. Me he mostrado a muchos para confirmarlos en la fe. También a ti  me muestro, discípula obediente y fiel. He resucitado. ¿Ves? Ya no tengo dolor.  ¿Por qué lloras? 
             La  mujer, ante la belleza del Glorificado, no encuentra las palabras... Jesús le  sonríe para animarla, y añade: 
               
               -Soy  el mismo Jesús que te acogió en el camino cerca de Cesárea. Supiste hablar entonces,  estando tan atemorizada como estabas y siendo Yo para ti "el  Desconocido", ¿y ahora no sabes decirme una palabra? 
             -¡Oh,  Señor! Yo me estaba marchando... para quitarme del corazón tanta inquietud y  dolor. 
               
               -¿Por  qué dolor? ¿No te han dicho que había resucitado? 
               -Han  dicho y han contradicho. Pero no me han turbado sus contradicciones. Yo sabía  que no podías descomponerte en un sepulcro. He llorado por tu martirio. He  creído en tu resurrección antes incluso de que me la refirieran. Y he seguido  creyendo cuando han venido otros a decirme que no era verdad. Pero quería ir a  Galilea. Pensaba: a Él ya no lo puedo perjudicar. Él ahora es más Dios que  Hombre. No sé si me sé expresar bien... 
               
               -Comprendo  tu pensamiento. 
               
               -Y  decía: lo adoraré, y veré a María. Pensaba que Tú no ibas a permanecer mucho  tiempo entre nosotros. De forma que estaba acelerando la partida. Decía: una  vez vuelto al Padre, como Él decía, su Madre estará un poco triste dentro de su  alegría. Porque es un alma, pero es también una madre... Y voy a tratar de  consolarla, ahora que está sola... ¿Era soberbia yo! 
               
               -No.  Compasiva. Le referiré a mi Madre este pensamiento tuyo. Pero no vayas allá.  Quédate aquí donde estás y sigue trabajando para mí. Ahora más que antes. Tus  hermanos, los discípulos, tienen necesidad del trabajo de todos para poder  propagar mi doctrina. Me has visto, María está confiada a Juan. Cesen todas tus  penas. Podrás fortalecer tu espíritu en la certidumbre de haberme visto y con  la potencia de mi bendición. 
               
               Síntica  siente grandes deseos de besarlo. Pero no se atreve. Jesús le dice: 
               
               -Ven. 
               
               Y  ella se determina a arrastrarse de rodillas hasta Jesús, y hace el ademán de  besarle los pies. Pero ve las dos llagas y no se atreve a hacerlo. Susurra: 
               
               -¡Qué  te hicieron¡ 
               Luego  pregunta: 
               
               -¿Y  Juan-Félix? 
               -Vive  feliz. Sólo recuerda el amor, y en él vive. La paz a ti, Síntica. 
               
               Desaparece. 
               
               La mujer permanece en su actitud de adoración,  de rodillas, alzada la cara, las manos un poco tendidas hacia delante, lágrimas  en el rostro, una sonrisa en los labios... 
  
  XV. Al levita Zacarías.  
               
               Es  una habitación pequeña. Pensativo está sentado, reclinada la cabeza sobre una  mano, Zacarías, el levita. 
               
               -No  abrigues dudas, no acojas las voces que te turban. Yo soy la Verdad y la Vida.  Mírame. Tócame. 
               
               El  joven, que al oír las primeras palabras ha levantado la cara y ha visto a  Jesús, y luego ha caído de rodillas, grita: 
               
               -¡Perdóname,  Señor! He pecado. He acogido dentro de mí la duda acerca de tu verdad. 
               
               -Más  que tú, son culpables los que tratan de seducir tu espíritu. No cedas a sus  tentaciones. Soy cuerpo vivo y real. Siente el peso y el calor, la consistencia  y la fuerza de mi Mano. 
               
               Lo  toma por un antebrazo y lo alza con fuerza, diciendo: 
               -Álzate  y camina por los caminos del Señor. Al margen de la duda y del miedo.  Bienaventurado serás si sabes perseverar hasta el final. 
               
               Lo  bendice y desaparece. 
               
               El  joven, pasados unos instantes de perpleja maravilla, sale precipitadamente de  la habitación gritando: 
               
               -¡Madre!  ¡Padre! He visto al Maestro. ¡No es verdad lo que dicen los otros! No estaba  loco. No queráis persistir en creer en la mentira. No. Bendecid conmigo al  Altísimo, que ha tenido piedad de su siervo. Me marcho. Voy a Galilea.  Encontraré a algunos de los discípulos. Voy a decirles que crean, que realmente  ha resucitado. 
               
               No toma consigo ninguna bolsa con alimento o  vestidos. Se echa el manto encima y sale presuroso, sin dar siquiera tiempo a  sus padres de salir de su estupor y poder intervenir para retenerlo. 
  
  XVI. A una mujer de la llanura de Sarón, que  obtiene la curación de su hijo enfermo.  
               
               Un  camino litoral. Quizás es el que une Cesárea con Joppe, o quizás otro; no lo  sé. Lo que sé es que veo campos hacia dentro y el mar hacia fuera, azul vivo  después de la línea amarillenta de la orilla. El camino es, esto sí es seguro,  una arteria romana: su pavimentación lo atestigua. 
               
               Una  mujer llorando va por él en las primeras horas de una mañana serena. La aurora  poco ha que ha nacido. La mujer debe estar cansadísima porque de vez en cuando  se detiene y se sienta en un poste kilométrico o en el mismo camino. 
               
               Y luego  vuelve a alzarse y sigue, como si algo le aguijara a andar a pesar del fuerte  cansancio. 
             Jesús,  un viandante arropado en su manto, se pone a su lado. La mujer no lo mira.  Camina absorta en su dolor. Jesús le pregunta 
               
               -¿Por  qué lloras, mujer? ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas tan sola? 
               
               -Vengo  de Jerusalén y vuelvo a mi casa. 
               -¿Lejos? 
               -A  mitad de camino entre Joppe y Cesárea. 
               -¿A  pie? 
               
               -En  el valle, antes de Modín, unos bandidos me han quitado el burro y todo lo que  llevaba el animal. 
               
               -Ha  sido una imprudencia venir sola. No es costumbre ir solos para la Pascua. 
               
               -No  había venido para la Pascua. Me había quedado en casa, porque tengo, espero  tenerlo todavía, un hijito enfermo. Mi marido había ido con los otros. Yo dejé  que se adelantara, y cuatro días después fui yo. Porque dije: 
               
               "Sin duda,  Él estará en Jerusalén para la Pascua. Lo buscaré". Tenía un poco de  miedo. Pero dije: "No hago nada malo. Dios lo ve. Yo creo. Y sé que es bueno.  No me rechazará, porque..." -Para de hablar, como con miedo, y dirige una  fugaz mirada al hombre que va caminando a su lado, tan tapado que apenas se le  ven los ojos, esos inconfundibles ojos de Jesús. 
               
               -¿Por  qué callas? ¿Tienes miedo de mí? ¿Crees que soy enemigo del que tú buscabas?  Porque buscabas al Maestro de Nazaret, para pedirle que fuera a tu casa a curar  al niño mientras tu marido estaba ausente... 
               
               -Veo  que eres profeta. Así es. Pero cuando llegué a la ciudad el Maestro había  muerto. 
               
               El  llanto la ahoga... 
               -Ha  resucitado. ¿No lo crees? 
               
               -Lo  sé. Lo creo. Pero yo... Pero yo... durante algunos días, también he tenido la  esperanza de verlo... Se dice que se ha mostrado a algunos. Y he retardado mi  salida de la ciudad... cada día que pasaba una congoja, porque... mi hijo está  muy enfermo... Mi corazón está dividido... Ir para consolarlo en su muerte...  Quedarme para buscar al Maestro... No pretendía que fuera a mi casa; pero sí,  que me prometiera la curación. 
               
               -¿Y  habrías creído? ¿Tú piensas que desde lejos?... 
               -Creo.  ¡Oh, si me hubiera dicho: "Ve en paz, que tu hijo se curará", no  habría dudado. Pero no lo merezco porque... llora, apretándose el velo contra  los labios como para impedirles hablar. 
               
               -Porque  tu marido es uno de los acusadores y verdugos de Jesucristo. Pero Jesucristo es  el Mesías. Es Dios. Y Dios es justo, mujer. No castiga a un inocente por el  culpable. 
               
               No tortura a una madre porque un padre sea pecador. Jesucristo es  Misericordia viva... 
               
               -¡No  serás tú uno de sus apóstoles! ¡Quizás sabes dónde está Él! Tú... Quizás te ha  enviado a mí Él para decirme esto. Ha sentido, ha visto mi dolor, mi fe, y te  envía a mí igual que a Tobías el Altísimo mandó al arcángel Rafael (Tobías  5-12). Dime si es así, y yo, a pesar de estar tan cansada que hasta tengo  fiebre, volveré sobre mis pasos para buscar al Señor. 
               
               -No  soy un apóstol. Pero en Jerusalén se quedaron los apóstoles bastantes días  después de su Resurrección... 
               -Es  verdad. Hubiera podido dirigirme a ellos. 
               -Eso  es. Ellos continúan al Maestro. 
               -No  creía que pudieran hacer milagros. 
               
               -Aún  los han hecho... 
               -Pero  ahora... Me han dicho que sólo uno permaneció fiel, y yo no creía... 
               -Sí.  Tu marido te ha dicho eso, escarneciéndote movido por su delirio de falso  triunfador. Pero Yo te digo que el hombre puede pecar, porque sólo Dios es  perfecto. Y puede arrepentirse. Y, si se arrepiente, su fortaleza crece, y Dios  le aumenta sus gracias por su contrición. ¿No perdonó, acaso, a David el Señor  altísimo? (2 Samuel 12, 13) 
               
               -¿Pero  quién eres? ¿Quién eres, que hablas con tanta dulzura y sabiduría, si no eres  apóstol? ¿Eres un ángel? El ángel de mi hijo. Quizás es que ha expirado y Tú  has venido a prepararme... 
               
               Jesús  deja caer, de la cabeza y de la cara, el manto, y, pasando del aspecto modesto  de un peregrino común a la majestuosidad suya de Dios-Hombre, resucitado de la  muerte, dice con dulce solemnidad: 
               
               -Soy  Yo. El Mesías crucificado en vano. Soy la Resurrección y la Vida. Ve, mujer. Tu  hijo vive porque he premiado tu fe. Tu hijo está curado. Porque, aunque la misión  del Rabí de Nazaret haya terminado, la del Emmanuel continúa hasta el final de  los siglos para todos los que tienen fe en el Dios Uno y Trino, y esperanza en  el Dios Uno y Trino, y caridad hacia el Dios Uno y Trino, del que el Verbo  encarnado es una Persona, que por divino amor ha dejado el Cielo para venir a  enseñar, a padecer y morir para dar a los hombres la Vida. Ve en paz, mujer. Y  sé fuerte en la fe, porque ha llegado el tiempo en que en una familia el marido  esté contra su esposa, el padre contra los hijos y éstos contra su padre, por  odio o amor hacia mí. ¡Y bienaventurados aquellos a los que la persecución no  aparte de mi Camino! 
               
               La bendice y desaparece. 
  
  XVII. A unos pastores en el Gran Hermón.  
               
               Un  grupo de rebaños y pastores. Han hecho un alto en su marcha en unas laderas de  espléndidos pastos. Hablan de los acontecimientos de Jerusalén. Están apenados.  Se dicen unos a otros: 
               
               -Ya  no tendremos en la Tierra al Amigo de los pastores -y evocan los muchos  momentos en que se encontraron, acá o allá, con Él... 
               
               -Encuentros  -dice un anciano -que no volveremos a tener. 
             Jesús  aparece, como saliendo de una espesura de tupidas y enmarañadas frondas, de un  bosque de altos troncos abrazados por matorrales que impiden la visión del  sendero. No lo reconocen en este hombre solitario, y, viéndolo tan envuelto en  vestiduras blancas, comentan en tono bajo: 
               
               -¿Quién  es? ¿Un esenio? ¿Aquí? ¿Un fariseo rico? 
               Muestran  perplejidad. 
               
               Jesús  pregunta: 
               
               -¿Por  qué decís que no volveréis a encontraros con el Señor? Porque este de que  habláis es el Señor. 
               -Lo  sabemos. ¿Y Tú no sabes lo que le hicieron? Ahora hay quien dice que ha  resucitado, y hay quien dice que no. Pero aunque, como preferimos creer  nosotros, haya resucitado, se habrá marchado. ¿Cómo puede seguir amando a un  pueblo que lo ha crucificado? ¿Cómo puede seguir entre la gente de ese pueblo?  Y nosotros, que lo queríamos, aunque no todos lo habíamos conocido, estamos  tristes porque lo hemos perdido. 
               
               -Hay  una manera de tenerlo todavía. Él lo enseñaba. 
               -¡Sí!  Haciendo lo que Él enseñaba. Entonces se tiene el Reino de los Cielos y se está  con Él. Pero antes uno debe vivir y luego morir. Y Él ya no está en medio de  nosotros para confortarnos. 
               Menean  la cabeza. 
               
               -Hijitos  míos, los que viven lo que Él ha enseñado, teniendo en el corazón su  enseñanza, es como si tuvieran a Jesús en su corazón. Porque Palabra y Doctrina  son una sola cosa. No era un Maestro que enseñara cosas que no fueran como Él  era. Por eso, el que hace lo que Él ha dicho tiene a Jesús vivo dentro y no está  separado de Él. 
               
               -Así es. Pero somos pobres seres humanos y... queremos ver  también con los ojos para sentir bien la alegría... Yo no lo vi nunca, y  tampoco mi hijo; ni Jacob, ése; ni Melquías, ése; ni ése, Santiago; ni Saúl.  ¿Ves? Ya entre nosotros, sin ir más lejos, hay muchos que no lo han visto. Lo  buscábamos siempre, y cuando llegábamos ya se había marchado. 
               
               -¿No  estabais en Jerusalén ese día? 
               -¡Sí  que estábamos! Pero cuando supimos lo que querían hacerle huimos como locos a  los montes, y volvimos a la ciudad después del sábado. No somos culpables de su  Sangre, porque no estábamos en la ciudad. Pero hicimos mal siendo cobardes. Al  menos, lo habríamos visto, y dirigido nuestro saludo. Sin duda, nos habría  bendecido por nuestro saludo... Pero no, verdaderamente no tuvimos el valor de  verlo entre tormentos... 
               
               -Él  os bendice ahora. Mirad a Aquel cuyo Rostro deseáis 
               conocer. 
               
               Se manifiesta, espléndidamente divino sobre el  verdor del prado. Y ante su estupor, que les hace arrojarse al suelo, pero que  también clava sus pupilas en el Rostro divino, desaparece envuelto en un fulgor  de luz. 
  
  XVIII. Al niño que era ciego de nacimiento, en  Sidón.  
               
               E1  niño está jugando completamente solo bajo una tupida enramada. Oye que lo  llaman y se encuentra delante a Jesús. Le pregunta, bien poco tímido: 
               
               -¿Pero  Tú eres el Rabí que me dio los ojos? -y clava sus límpidos ojos de niño, de un  azul igual que el de los de Jesús, en loa fulgurantes ojos divinos. 
               
               -Soy  Yo, niño. ¿Tú no tienes miedo de mí? -Lo acaricia en la cabeza. 
               
               -Miedo  no. Pero yo y mamá lloramos mucho cuando mi padre volvió antes de lo previsto y  nos dijo que había huido porque habían apresado al Rabí para matarlo. No hizo  la Pascua y tiene que marcharse otra vez para hacerla. Pero ¿entonces no  moriste? 
               
               -Morí.  Mira las heridas. Morí en la cruz. Pero he resucitado. Vas a decirle a tu padre  que se detenga un tiempo en Jerusalén después de la segunda Pascua, y que esté  en las cercanías del Monte de los Olivos, en Betfagé. Allí encontrará a alguien  que le dirá lo que ha de hacer. 
               
               -Mi  padre pensaba buscarte. Durante la Fiesta de los Tabernáculos no pudo hablar  contigo. Quería decirte que te quería por los ojos que me diste. Pero no pudo  hacerlo entonces, ni tampoco ha podido esta vez... 
               
               -Lo hará con la fe en mí. Adiós, niño. La paz  a ti y a tu familia. 
  
  XIX. A los campesinos de Jocanán.  
               
               La  Luna besa los campos de Jocanán. Silencio absoluto. Las 
               pobres moradas de los  labriegos, en una noche de bochorno que obliga a tener abierta al menos la  puerta para no morir de calor en esas habitaciones bajas en que se agrupan  demasiados cuerpos respecto a la cabida de los espacios. 
               
               Jesús  entra en una de esas habitaciones. Parece como si la propia Luna alargara su  rayo para poner una alfombra regia sobre el suelo de tierra. Se inclina hacia  uno de los que duermen, que está boca abajo por el pesado sueño cargado de  fatiga. Lo llama. Pasa a otro, y a otro. Llama a todos estos fieles y pobres  amigos suyos. Pasa ligero y rápido como un ángel en vuelo. Entra en otros  cuchitriles... 
               
               Luego va a esperarlos fuera, al pie de un grupo de árboles. 
               
               Los  labriegos, medio dormidos, salen de sus chamizos: dos, tres, uno solo, cinco  juntos, algunas mujeres. Están asombrados de haber sido llamados así, por una  voz conocida que ha dicho a todos las mismas palabras: «Venid al pomar».
               
Van  allí, terminando de ponerse las pobres ropas los hombres, o de fijarse los  cabellos las mujeres, y hablan en voz baja. 
               
               -A  mí me ha parecido la voz de Jesús de Nazaret. 
               -Quizás  su espíritu. Lo han matado. ¿Habéis oído? 
               -Yo  no puedo creerlo. Era Dios. 
               -Pues  Joel lo vio incluso pasar cargado de la cruz... 
             -A  mí me han dicho ayer, mientras esperaba a que el encargado hiciera sus  compraventas, que han pasado por Jesrael los discípulos y han dicho que  realmente ha resucitado. 
               
               -¡Calla!  Ya sabes lo que dice el patrón. A1 que diga esto le espera la flagelación. 
               -La  muerte, quizás. Pero ¿no sería mejor que sufrir de esta manera? 
               
               -¡Y  ahora ya no está Él! 
               -Ahora  que han conseguido matarlo son incluso peores. 
               
               -Son  malos porque ha resucitado. 
               Hablan  en voz baja mientras se dirigen al punto que les ha sido indicado. 
               
               -¡El  Señor! -grita una mujer (y es la primera en caer de rodillas). 
               
               -¡Su  fantasma! -gritan otros. Y algunos tienen miedo. 
               
               -Soy  Yo. No temáis. No gritéis. Acercaos. Soy realmente Yo. He venido a confirmar  vuestra fe, que sé que se ve insidiada por otros. ¿Veis? Mi Cuerpo proyecta  sombra porque es verdadero cuerpo. No estáis soñando, no. Mi voz es verdadera  voz. Soy el mismo Jesús que compartía con vosotros el pan y os daba amor.  También ahora os doy amor. 
               
               Enviaré a mis discípulos a vosotros. Y seguiré  siendo Yo, porque ellos os darán lo que Yo os daba y lo que les he dado para  entrar en comunión con los que creen en mí. 
               
               Soportad vuestra cruz, como Yo he  soportado la mía. Sed pacientes. Perdonad. Os dirán cómo morí. Imitadme. El  camino del dolor es el camino del Cielo. Seguidlo con paz y tendréis el Reino  mío. No hay otro camino sino el de la resignación a la voluntad de Dios y la  generosidad y la caridad hacia todos. Si hubiera habido otro, os lo habría  indicado. 
               
               Yo lo he recorrido, porque es el auténtico camino. Sed fieles a la  Ley del Sinaí, que es inmutable en sus diez preceptos, y a mi Doctrina. Vendrán  los que os van a instruir para que no estéis abandonados a las maniobras de los  malvados. Yo os bendigo. Recordad siempre que os he amado y que he venido a  vosotros antes y después de mi glorificación. En verdad os digo que muchos  desearían verme ahora, pero no me verán. Muchos grandes. Pero Yo me muestro a los  que amo y me aman. 
               
               Uno  de los hombres se resuelve a decir: 
               -Entonces...  ¿existe verdaderamente el Reino de los Cielos? ¿Tú eres verdaderamente el  Mesías? Ellos tratan de influir en nosotros... 
               
               -No  escuchéis sus palabras. Recordad las mías y acoged las de los discípulos míos  que conocéis. Son palabras veraces. Y quien las acoge y practica, aunque aquí  sea siervo o esclavo, será ciudadano y coheredero de mi Reino. 
               Los  bendice abriendo los brazos y desaparece. 
               
               -¡Oh!  ¡Yo... yo ya no temo nada! 
               -Y  yo tampoco. ¿Has oído? ¡También para nosotros hay un lugar! 
               
               -¡Debemos  ser buenos! 
               -¡Perdonar! 
               -¡Tener  paciencia! 
               -Saber  resistir. 
               
               -Buscar  a los discípulos. 
               -Ha  venido a visitarnos a nosotros, que somos unos pobres siervos. 
               
               -Se  lo diremos a sus apóstoles. 
               -¡Si  lo supiera Jocanán! 
               -¡Y  Doras! 
               
               -Nos  matarían para que no habláramos. 
               -Pero  nosotros guardaremos silencio. Sólo se lo diremos a los siervos del Señor. 
               
               -Miqueas,  ¿no tienes que ir con aquella carga a Seforí? ¿Por qué no vas a Nazaret a  decir...? 
               -¿A  quién? 
               
               -A  la Madre. A los apóstoles. Quizás estén con Ella... 
               Se  alejan comentando en voz baja sus proyectos. 
  
  XX. A Daniel, pariente del fariseo Elquías,  con el Anciano Simón.  
               
               Elquías,  el fariseo, con otros de su misma índole, está deliberando sobre las medidas  que deben tomarse con el Anciano Simón (el que echó de su casa al padre, por  haberse hecho seguidor de Jesús, Quien lo colocó con un justo en su negocio,  aún allí, Simón mandó asesinar a su propio padre), el cual, enloquecido el  viernes santo, habla y dice demasiadas cosas. Varias son las propuestas.  
               
               Hay quien propone aislarle en algún lugar desierto, donde sus gritos no puedan  ser oídos sino por un criado fidelísimo y de las mismas ideas que ellos;  hay quien, más benigno, confía en que, siendo un trastorno pasajero, bastaría  dejarlo donde está. 
               
               Elquías  responde: 
               
               -Lo  he traído aquí porque no sabía a qué otro lugar llevarlo. Pero vosotros sabéis  que tengo muchas dudas sobre mi pariente Daniel... 
               
               Otros,  más malvados aún que Elquías, dicen: 
               
               -Quiere  huir, irse por el mar. ¿Por qué no complacerlo? 
               -Porque  es incapaz de actos ordenados. En el mar él solo perecería; y ninguno de  nosotros es capaz de guiar una barca. 
               
               -¡Y  aunque lo fuéramos! ¿Qué sucedería en el lugar de llegada con esas cosas que dice?  Dejadlo a él elegir el camino... En presencia de todos, incluso de tu pariente,  haz que él exprese su voluntad: y que se haga como él desea. 
             Se  aprueba esta propuesta. Elquías, llamando a un criado, ordena que lleven a  Simón y llamen a Daniel. Aparecen ambos, y, si Daniel tiene aspecto de un  hombre que se siente violento en compañía de cierta gente, el otro tiene  verdaderamente el aspecto de un demente. 
               
               -Óyenos,  Simón. Dices que te tenemos prisionero porque queremos matarte... 
               
               -Debéis.  Porque ésa es la orden. 
               -Tú  deliras, Simón. Calla y escucha. ¿Dónde te parecería que te curarías? 
               
               -En  el mar. En el mar. En medio del mar, donde no hay ninguna voz, donde no hay  ningún sepulcro; porque los sepulcros se abren y salen los muertos y mi madre  dice... 
               -¡Calla!  Escucha. Nosotros te estimamos. Como si fueras carne nuestra. ¿Estás seguro de  que quieres ir al mar? 
               
               -Claro  que lo quiero. Porque aquí los sepulcros se abren y mi madre... 
               
               -Pues  irás. Te llevaremos al mar, te daremos una barca y tú... 
               -¡Haciendo  eso, cometéis un homicidio! ¡Está fuera de sí! ¡No puede ir solo! -grita el  honesto Daniel. 
               
               -Dios  no fuerza la voluntad del hombre. ¿Podríamos nosotros hacer lo que Dios no  hace? 
               
               -¡Pero  él no razona! No tiene voluntad ya. ¡Tiene menos inteligencia que un recién  nacido! ¡No podéis...! 
               
               -Tú  calla, que no eres más que un labriego. Nosotros sabemos... Mañana partiremos  para el mar. Puedes estar contento, Simón. ¿Al mar, comprendes? 
               
               -¡Ah!  ¡Dejaré de oír las voces de la Tierra! Ya sin las voces... ¡Ah! -un grito  largo, un espasmo de agitación, un taparse los ojos y los oídos. Y otro grito,  el de Daniel, que huye aterrorizado. 
               
               -¿Pero  qué pasa? ¿Qué sucede? ¡Parad a ese loco y a ese necio! ¿Pero es que estamos  todos perdiendo el juicio? -grita Elquías. 
               
               Pero  ese al que Elquías llama "el necio", o sea, su pariente Daniel, tras  haber corrido durante unos metros, se postra en el suelo; el otro, por el  contrario, en el sitio en que está, echa espuma mientras sufre una convulsión  horrorosa, y grita, grita: 
               
               -¡Hacedle  callar! ¡No está muerto, y grita, grita, grita! ¡Más que mi madre, más que mi  padre, más que en el Gólgota! ¡Allí, allí! ¿No veis allí? -Señala hacia donde  está Daniel, sereno, sonriente, alzado su rostro, después de haber estado  rostro en tierra. 
               
               Elquías  llega adonde Daniel. Lo zarandea bruscamente, furioso, sin ocuparse de Simón,  que se revuelca por el suelo y echa espuma y emite gritos bestiales en el  centro del aterrorizado círculo que forman los demás. Elquías increpa a Daniel: 
               
               -Visionario  ocioso, ¿quieres decirme qué es lo que haces? 
               -Déjame.  Ahora te conozco. Y me alejo de ti. He visto -para mí benigno, para vosotros  terrible-a Aquel que queréis hacerme creer que está muerto. Yo me marcho. Más  que el dinero y todas las otras riquezas, lo que tutelo es mi alma. ¡Adiós,  maldito! Y, si puedes, procura merecer el perdón de Dios. 
               
               -¿Pero,  a dónde vas? ¿A dónde? ¡Yo no quiero! 
               
               -¿Tienes,  acaso, el derecho de tenerme prisionero? ¿Quién te ha dado ese derecho? Te dejo  a ti lo que tú amas y sigo lo que yo amo. Adiós -le vuelve la espalda y se  marcha rápido, como arrastrado por una fuerza sobrehumana, hacia abajo, por la  ladera vestida del verde de olivos y árboles frutales. 
               
               Elquías  -y no sólo él-está lívido. La ira los ahoga a todos. Elquías amenaza venganza  contra su pariente, contra todos los que «con sus frenesíes», dice, afirman que  el Galileo vive. Quiere decir quiere actuar... 
               Uno  -no sé quién es-dice: 
               
               -Actuaremos,  actuaremos, pero no podremos cerrar todas las bocas, ni las pupilas, que hablan  porque ven. ¡Estamos derrotados! Pesa sobre nosotros el delito. Ahora viene la  expiación... -y se golpea el pecho, envuelto en una angustia que le hace  parecerse a uno que esté subiendo los peldaños de un patíbulo -La venganza de  Yeohveh -dice, y todo el terror milenario de Israel aflora en su voz. 
               
               Entretanto,  herido, echando espuma, aterrorizado, Simón brama con gritos de réprobo: 
               
               -¡Parricida me ha llamado! ¡Haced que se  calle! ¡Que se calle! ¡Parricida! ¡La misma palabra de mi madre! ¡¿Es que todos  los muertos dicen las mismas palabras?!... 
  
  XXI. A una mujer galilea, que obtiene la  resurrección de su marido muerto.  
               
               La  Luna, casi en su ocaso, está para esconder tras la giba de un monte su arco,  aún sutil, de Luna nueva. Su luz, pues, es muy relativa, y dentro de poco habrá  desaparecido de la amplia campiña. 
               
               Pero  por el camino solitario -más que nada, una senda, un sendero, entre los  campos-va un viandante. Camina llevando cogido de una argolla un rudimentario  farol (de los que -yo creo que tan viejos como el mundo-generalmente usan los  carreteros para alumbrar su camino por la noche). 
               
               Éste, no siendo el cristal  una cosa común -es más, creo que lo desconocen por completo, porque nunca he  tenido ocasión de ver cristal en ninguna casa, ni como vaso, ni como recipiente,  ni como protección de las ventanas-, tiene, como protección de la llama, una  cosa que puede ser tanto mica como pergamino. La luz la traspasa, tan leve, que  apenas es suficiente para dar claridad a un pequeño espacio alrededor del  farol. Pero, en cuanto la Luna se esconde del todo, esa luz del pobre farol  parece crecer en vigor y pone un oscilante punto claro en la oscuridad de la  campiña. 
               
               El  viandante camina, camina... En el cielo se insinúa un principio de alba en el  extremo horizonte. Pero es tan tenue, que, por ahora, no ilumina nada, y el  pobre farolillo es útil todavía. 
               
               En  un puentecito está esperando -o descansando-otro viandante, arropado todo en su  manto. 
               El  del farol, que va en la dirección de ese puente, se detiene incierto: duda si  pasar por allí o volver hacia atrás, a un lugar en que el guijarral de un  pequeòo torrente tiene anchas piedras que pueden servirle de paso por la poca  agua del fondo. 
             El  que está sentado en la rústica orilla del puente, hecha con un tronco sin  desbastar de corteza blanco-verde, alza la cabeza y observa al que se ha  detenido. Se pone en pie y dice: 
               
               -No  tengas miedo de mí. Acércate. Soy un buen compañero, no un salteador. 
               
               Es  Jesús. Lo reconozco más por la voz que por el aspecto, velado por el oscuro  crepúsculo que el farol no consigue romper en el lugar donde Él se encuentra.  Pero la persona, parada, todavía duda. 
               
               -Mujer,  ven. No temas. Incluso caminaremos juntos un trecho. Será bueno para ti. 
               
               La  mujer -ahora sé que es una mujer-, vencida por la dulzura de la voz o por una  fuerza arcana, se acerca; menea la cabeza mientras camina, y susurra: 
               
               -Para  mí ya no hay nada bueno. 
               
               Ahora  van caminando juntos por ese estrecho sendero cuya anchura sólo permite el paso  de dos personas. El alba avanza y muestra, a un lado del camino, una inmóvil  selva en miniatura, de cereales maduros que esperan la hoz. En el otro lado los  cereales, ya segados, están extendidos en gavillas sobre el campo desvestido de  su gloria de mieses maduras. 
               
               -¡Malditos!  -dice en voz baja la mujer, lanzando una mirada hacia las gavillas acostadas. 
               
               Jesús  calla. 
               
               El  día avanza. La mujer apaga el humilde farol, y, para hacerlo, descubre su cara  devastada por el llanto. Y alza la cara para mirar al oriente, donde una estría  amarillo-rosa anuncia el surgir del sol. Agita el puño hacia oriente y dice  otra vez: 
               
               -¡Y  maldito tú! 
               
               -¿El  día? Dios lo ha hecho. Como también ha hecho el trigo. Son dones de Dios y no  se les debe maldecir... -dice Jesús con dulzura. 
               
               -Yo  los maldigo. Maldigo al sol y a las mieses. Y tengo razón en hacerlo. 
               
               -¿No  han sido buenos para ti durante muchos años? ¿No te ha madurado, el primero, el  pan de cada día y la uva que se hace vino y las verduras y las frutas del  huerto?, ¿no te ha hecho crecer los pastos para alimentar ovejas y corderos con  cuya leche y carne te has alimentado y con cuya lana te tejes los vestidos? ¿Y  el trigo no os ha dado pan a ti, a tus hijos, a tu padre y a tu madre, a tu  marido? 
               
               Un  estallido de llanto y un grito: 
               
               -¡Ya  no tengo marido! ¡Ellos me lo han matado! Había ido a trabajar como jornalero,  porque tenemos siete hijos y no nos bastaba lo poco nuestro que teníamos para  dar de comer a diez personas. Y ayer, al anochecer, vino; decía: "Estoy  cansado y aturdido", y se echó en la yacija, ardiendo de fiebre. Yo y su  madre lo socorrimos como pudimos. 
               
               Pensábamos llamar hoy al médico de la  ciudad... Pero después del galicinio se me ha muerto. Lo ha matado el sol. Voy,  sí, a la ciudad, a tomar todas las cosas que hacen falta. A la vuelta me  preocuparé de avisar a los hermanos. He dejado a la madre velando a su hijo y  cuidando de los míos... y yo me he marchado para hacer las cosas que hay que  arreglar... ¿Y no debería maldecir al sol ardiente y a los cereales? 
               
               A1  principio estaba muy contenida (tanto, que no habría imaginado que fuera una  mujer, y, menos todavía, una mujer afligida), pero ahora ha dado rienda suelta  a su dolor, que rebosa impetuoso. Dice todo lo que no ha dicho en su casa «para  no despertar a los niños que dormían en la habitación de al lado»; todo lo que  tanto le pesaba en su corazón, que le daba la impresión de que se le fuera a  estallar. Recuerdos de amor, abatimiento ante el futuro, las angustias propias  de una viuda... se entremezclan y pasan, como sobre las hinchadas ondas durante  una riada los detritos arrancados con violencia... 
               
               Jesús  la deja hablar. Y es que Jesús, como sabe comprender el dolor, deja que éste  se desahogue, para que la criatura se vea aliviada y el propio cansancio que  sigue a la impetuosidad del dolor haga a la criatura capaz de entender al que  la consuela. Entonces dice dulcemente: 
               
               -En  Naím y en Nazaret, y en los lugares entre ambas cíudades, están los discípulos  del Rabí de Nazaret. Ve donde ellos... 
               
               -¿Y  qué crees que van a hacer? ¡Si Él estuviera aquí todavía' ¿Pero ellos? ¡Ellos  no son santos! Mí marido estaba en Jerusalén ese día. Y sabe... ¡No, no  sabe!... ¡Sabía; que ya no sabe nada, porque está muerto! 
               -¿Qué  hizo tu marido ese día? 
               
               -Cuando  el clamor de la calle lo despertó, corrió a la terraza de la casa donde estaba  con sus hermanos, y vio pasar al Rabí -lo llevaban al Pretorio-y, con otros  galileos, lo siguió hasta que murió. A mi marido y a los otros les tiraron  piedras cuando se dieron cuenta de que eran galileos, y los obligaron a  distanciarse hacia abajo. 
               
               Pero estuvieron allí hasta el final. Luego... se  marcharon... Y ahora ha muerto él. ¡Sí al menos supiera sí por su piedad para  con el Rabí descansa en paz! 
               
               Jesús  no responde a este deseo. Pero dice: 
               
               -Vería,  entonces, que había discípulos en el Gólgota. ¿Acaso todos los galileos fueron  como tu marido? 
               -¡No,  no! Muchos, incluso de Nazaret, lo injuriaron. Esto se sabe ¡Una vergüenza! 
               
               -Pues  si muchos, incluso de Nazaret, no tuvieron amor hacia su Jesús, y, a pesar de  ello, Él los ha perdonado, y muchos incluso se santificarán en el futuro, ¿por  qué quieres medir a todos los discípulos de Cristo con el mismo rasero?  ¿Quieres ser tú más severa que Dios? Dios concede mucho a quien perdona... 
               
               -¡Ya  no está el Rabí bueno! ¡Ya no está aquí! Y mi marido está muerto. 
               
               -El  Rabí ha dado a sus discípulos el poder de hacer lo que Él hacía. 
               
               -Quiero  creerlo. Pero sólo Él vencía a la muerte. ¡Sólo Él! 
               
               -¿Y  no se lee (1 Reyes 17, 17-24) que Elías devolvió el espíritu al hijo de  la viuda de Sarepta? En verdad te digo que Elías era un gran profeta, pero que  los siervos del Salvador, que ha muerto y resucitado porque era el Hijo de Dios  verdadero, encarnado para redimir a los hombres, tienen un poder todavía mayor,  porque Él, en la Cruz, les ha perdonado sus pecados, a ellos los primeros,  conociendo por divina sabiduría el verdadero dolor de sus espíritus contritos,  los ha santificado después de la resurrección con un nuevo perdón, y ha  infundido en ellos el Espíritu Santo, para que pudieran representarme  dignamente, tanto con las palabras como con los actos, de manera que el mundo  no se quedara desolado después de que Yo me marchara. 
             La  mujer retrocede briosamente, sorprendida. Echa hacia atrás el velo para mirar  bien a su compañero. Pero no lo reconoce. Cree que ha entendido mal. Pero ya no  se atreve a hablar... 
               
               -¿Tienes  miedo de mí? Al principio me has tomado por un salteador que quería robarte los  denarios que llevas en el pecho y que sirven para comprar las cosas necesarias  para la sepultura. Y has tenido miedo. ¿Ahora tienes miedo de saber que soy  Jesús? ¿Y no es Jesús el que da y no toma, el que salva y no destruye? Vuelve  sobre tus pasos, mujer. 
               
               Yo soy la Resurrección y la Vida. No son necesarios ni  el sudario ni los perfumes, para uno que no está muerto, que ya no está  muerto, porque Yo soy Aquel que vence a la muerte y premia a quien tiene fe.  ¡Ve! Ve a tu casa! Tu marido vive. La fe en mí nunca queda sin premio. 
               
               Hace  un gesto de bendecirla y querer marcharse. 
               La  mujer sale de su estatismo. No pregunta, no duda... Nada. Cae de rodillas  adorando. Y luego, por fin, abre su boca y, buscando en su pecho, saca una  bolsa, pequeña, una bolsa raquítica, como las bolsas de la gente pobre, a  quienes la miseria impide hacer solemnes honras a sus muertos; y, ofreciendo la  bolsa, dice: 
               
               -No  tengo nada más... Nada más con que expresarte mi agradecimiento, con que  honrarte, con que... 
               -Yo  ya no necesito dinero, mujer. Llévaselo a mis apóstoles. 
               
               -¡Oh,  sí! Iré con mi marido... ¿Pero qué puedo darte entonces, mi Señor? ¿Qué? Tú,  aparecerte a mí... este milagro... y yo no reconocerte... y yo tan nerviosa...  sí, incluso injusta con las cosas... 
               
               -Sí.  Y no pensabas que las cosas existen porque Yo existo, y que todo lo que Dios ha  hecho es bueno. Si no hubiera habido Sol, si no hubieran existido los cereales,  no habrías recibido esta gracia de ahora 
               
               -Sí...  ¡pero cuánto dolor!... -La mujer llora al recordar. 
               Jesús  sonríe y muestra sus manos diciendo: 
               -Ésta  es una parte mínima de mi dolor. Y lo he sorbido todo, sin quejarme, por  vuestro bien. 
               
               La  mujer agacha su cabeza profundamente y confiesa: 
               -Es  verdad. Perdona mi queja. 
               
               Jesús  desaparece envuelto en su luz, y, cuando ella alza 
               la cara se ve sola. Se  levanta, mira a su alrededor. Nada puede ser obstáculo para la vista, porque ya  el día está luminoso y alrededor no hay sino campos de cereales. La mujer se  dice a sí misma: -¡Pues no he soñado! 
               
               Quizás  la está tentando el demonio para hacerla dudar, porque se ve en ella un momento  de incertidumbre mientras sopesa la bolsa entre sus manos. 
               
               Pero  vence la fe y vuelve la espalda al lugar hacia el que se dirigía; vuelve sobre  sus pasos, rápida como si el viento la llevara sin que ella tuviera que hacer  esfuerzo, iluminada su cara con una tan serena alegría, que mayor es que la  alegría humana. Va repitiendo de trecho en trecho: 
               
               « ¡Qué bueno es el Señor!  ¡Él, verdaderamente es Dios! Él es Dios. ¡Benditos sean el Altísimo y su  Enviado!». No sabe decir nada más. Y esta letanía suya se mezcla ahora con los  cantos de los pájaros. 
               
               La  mujer está tan absorta en sus palabras, que no oye el saludo de algunos  segadores que la ven pasar y le preguntan de dónde viene a esa hora... Uno se  llega a ella y le dice: 
               
               -¿Marcos  está mejor? ¿Has ido a llamar al médico? 
               -Marcos  ha muerto en la hora del galicinio y ha resucitado. Porque el Mesías del Señor  lo ha hecho -responde ella manteniendo su rápido paso. 
               
               -¡El  dolor la ha desquiciado! -susurra el hombre, meneando la cabeza y volviendo  donde sus compañeros, que han empezado a segar la mies. 
               
               Los  campos se van poblando cada vez más. Pero la curiosidad vence a muchos, que se  deciden a seguir a la mujer, la cual camina cada vez más deprisa. 
               Y  camina, camina. Se ve una casa pobrísima, baja, solitaria, perdida en medio del  campo. A ella se dirige, apretando las manos contra su corazón. 
               
               Entra.  Pero, en cuanto cruza la puerta, una anciana se arroja a sus brazos gritando: 
               
               -¡Oh,  hija mía, qué gracia del Señor! ¡Cobra ánimo, hija, porque lo que he de decirte  es tan grande, tan dichoso, que... 
               
               -Lo  sé, madre. Marcos ya no está muerto. ¿Dónde está? 
               -¡Lo  sabes!... ¿Y cómo? 
               
               -He  visto al Señor por el camino. No lo reconocí, pero Él me habló y cuando quiso,  me dijo: "Tu marido vive". Pero aquí... ¿cuándo? 
               
               -Acababa  de abrir la ventana y estaba mirando el primer rayo de sol en la higuera. Sí,  justamente así. Y, al tocar el primer rayo la higuera de enfrente de la  habitación... oí un suspiro fuerte, como de uno que se despertara. Me volví  aterrada y vi a Marcos que se estaba sentando y que apartaba la sábana con que  le había cubierto la cara, y que miraba hacia arriba ¡con una expresión en su  rostro!... Luego me miró y me dijo: "¡Madre! ¡Estoy curado!". Yo...  poco faltó para que no me muriera yo. Él me socorrió, y comprendió que había  estado muerto. No recuerda nada. Dice que recuerda hasta cuando lo metimos en  la cama, y ya nada más, hasta el momento en que vio un ángel, una especie de  ángel que tenía la cara del Rabí de Nazaret y que le dijo:  "¡Levántate!". Se levantó. Justo a la hora en que el Sol aparecía por  entero. 
               
               -A  la hora en que me ha dicho: "Tu marido vive". ¡Oh, madre, qué don!  ¡Cuánto nos ha amado Dios! 
               
               Los  que llegan en ese momento las encuentran abrazadas, llorando. Y creen que  Marcos ha muerto y que su esposa, en un destello de lucidez, se ha percatado de  la desventura. Pero Marcos, que oye las voces, aparece sereno con un niño en  brazos y los otros agarrados a su túnica, y dice fuerte: 
               
               -Aquí  estoy. ¡Bendigamos al Señor! 
               
               Los  llegados lo asedian con sus preguntas, y, como siempre pasa en las cosas  humanas, surge la contradicción. Hay quien cree en una verdadera resurrección;  otros -la mayoría-dicen que solamente había caído en un sopor, pero que no ha  estado muerto. Hay quien admite el que Cristo se haya aparecido a Raquel. Y hay  quien dice que todo eso son patrañas, porque unos dicen-«Él está muerto», o  porque -dicen otros-«Ha resucitado, pero está tan indignado, debe estarlo, que  ya no hace milagros para su pueblo asesino». 
             -Decid  lo que os parezca -dice el hombre perdiendo la paciencia -y decidlo donde os parezca. Basta con que no lo digáis aquí, donde el Señor Jesús me ha  resucitado. ¡Y marchaos de aquí, desdichados! ¡Quiera el Cielo abriros la  cerviz para creer! Pero ahora marchaos y dejadnos en paz. 
               Los  empuja afuera y cierra la puerta. Estrecha contra su corazón a su esposa y a su  madre 
               
               -Nazaret  no está lejos. Voy allí a proclamar el milagro. 
               -Así  lo quiere el Señor, Marcos. Llevaremos estos denarios a sus discípulos. Vamos a  bendecir al Señor. Así, como estamos. Somos pobres, pero Él también lo era, y  sus apóstoles no nos despreciarán. 
               
               Se  pone a atar las sandalias a los niños mientras la madre echa algunos alimentos  en una bolsa y cierra puertas y ventanas, y Marcos va a hacer no sé qué. 
               
               Salen cuando están todos listos y caminan a  buen paso, los más pequeños en brazos, los otros niños, felices y un poco  desconcertados alrededor; hacia el este, hacia Nazaret lógicamente. Quizás este  lugar está todavía en la llanura de Esdrelón, pero es un punto distinto del de  las propiedades de Jocanán.