649- El beato tránsito de María Santísima.
             
             María, en su pequeño cuarto solitario situado  arriba en la terraza, vestida enteramente de cándido lino (de cándido lino son  la túnica que cubre sus miembros, y el manto que, sujeto en la base del cuello,  desciende por sus espaldas, y el velo sutilísimo que le pende de la cabeza),  está ordenando sus vestidos y los de Jesús, que siempre ha conservado.
               
Elige  los mejores. Éstos mejores son pocos. De los suyos, toma la túnica y el manto  que tenía en el Calvario; de los de su Hijo, una túnica de lino que Jesús  acostumbraba a llevar en los días veraniegos y el manto encontrado en el  Getsemaní, todavía manchado de la sangre brotada con el sudor sanguíneo de  aquella hora tremenda. 
             Dobla bien estos indumentos, besa el manto  ensangrentado de su Jesús, y se dirige hacia el arca en que están, ya desde  hace años, recogidas y conservadas las reliquias de la última Cena y de la  Pasión. Las reúne en una única parte, la superior, y pone todos los indumentos  en la inferior. 
               
               Está cerrando el arca cuando Juan, que ha  subido silenciosamente a la terraza, donde debe haber subido María a pasar las  horas de la mañana, y se ha asomado a ver qué hace, quizás impresionado por su  larga ausencia de la cocina, le hace volverse bruscamente al preguntarle: 
                            -¿Qué haces, Madre? 
               -He ordenado todo lo que conviene conservar.  Todos los recuerdos... Todo lo que constituye un testimonio de su amor y dolor  infinitos. 
               
               -¿Por qué, Madre, volverte a abrir las heridas  del corazón viendo de nuevo esas cosas tristes? Sufres viéndolas, porque estás  pálida y tu mano tiembla -le dice Juan acercándose a Ella, como temiendo que  -tan pálida y temblorosa como está-pueda sentirse mal y caer al suelo. 
                            -¡Oh, no es por eso por lo que estoy pálida y  tiemblo! No es porque se me abran de nuevo las heridas... que, en verdad, nunca  se han cerrado completamente. En realidad, siento en mí paz y gozo, una paz y  un gozo que nunca han sido tan completos como ahora. 
             -¡Nunca como ahora! No entiendo... A mí el ver  esas cosas, llenas de atroces recuerdos, me hace renacer la angustia de  aquellas horas. Y yo soy sólo un discípulo suyo; tú eres su Madre... 
             -Y, como tal, debería sufrir más, quieres  decir. Y, humanamente, no yerras. Pero no es así. Yo estoy acostumbrada a  soportar el dolor de las separaciones de Él. Siempre dolor porque su presencia  y cercanía eran mi Paraíso en la Tierra. 
               
               Pero también siempre con buena  disposición y serenamente sufridas, porque todos sus actos respondían a la  Voluntad del Padre suyo, eran actos de obediencia a la Voluntad divina, y, por  tanto, yo lo aceptaba porque yo también he obedecido siempre a los deseos y  planes de Dios para mí. 
             Cuando Jesús me dejaba, sufría. ¡Claro! Me  sentía sola. 
               
               El dolor que sufrí cuando, siendo niño, me dejó ocultamente por el  debate con los doctores del Templo, sólo Dios lo ha medido en su más auténtica  intensidad; y, a pesar de ello, aparte de la justa pregunta que, como madre, le  hice por haberme dejado así, no le dije nada más. Y tampoco lo retuve cuando me  dejó para manifestarse como Maestro... y ya había enviudado de José, y, por  tanto, estaba sola, en una ciudad que, excepción hecha de algunas escasas  personas, no me quería. Y no mostré estupor por su respuesta en el banquete de  Caná. Él hacía la voluntad del Padre, yo lo dejaba libre para hacerla. 
               
               Podía  llegar a darle un consejo o a pedirle algo: un consejo sobre los discípulos,  una súplica por algún desdichado. Pero más, no. Yo sufría cuando me dejaba para  ir al mundo, a ese mundo que le era hostil, a ese mundo tan pecador, que el  hecho de vivir en él le resultaba ya un sufrimiento. ¡Pero, cuánta alegría  cuando volvía! Era una alegría tan profunda, que me compensaba setenta veces  siete el dolor de la separación. Desgarrador fue el dolor de la separación que  siguió a su Muerte, pero ¿con qué palabras podré expresar el gozo que sentí  cuando se me apareció resucitado?
              Inmensa  fue la pena de la separación por su regreso al Padre, una pena sin término  hasta el acabamiento de mi vida terrena. Ahora experimento el gozo, inmenso  gozo como inmensa ha sido la pena, porque siento que mi vida toca a su fin.
               
He  hecho cuanto debía hacer. He terminado mi misión terrena. La otra, la celeste,  no tendrá fin. Dios me ha dejado en esta Tierra hasta que he consumado -yo  también, como mi Jesús-todo lo que debía consumar. Y
tengo dentro de mí esa  secreta alegría -única gota de bálsamo en medio de sus amarguísimos, finales,  atroces sufrimientos-que tuvo Jesús cuando pudo decir: 
"Todo está  consumado". 
             -¿Alegría en Jesús? ¿En aquella hora? 
               -Sí, Juan. Una alegría incomprensible para los  hombres, pero comprensible para los espíritus que ya viven en la luz de Dios y  ven las cosas profundas, escondidas bajo los velos que el Eterno corre sobre  sus secretos de Rey, gracias a esa luz. Yo, tan angustiada como estaba,  profundamente turbada por lo que estaba sucediendo, asociada a Él, a mi Hijo,  en el abandono en las manos del Padre, no comprendí en esos momentos. La Luz se  había apagado para el mundo todo que no la había querido acoger.
               
Y también para  mí. No por un justo castigo, sino porque, debiendo ser la Corredentora, yo  también debía padecer la angustia del abandono de los consuelos divinos, la  tiniebla, la desolación, la tentación de Satanás de que no creyera ya posible  lo que Él había dicho; todo lo que Él padeció en el espíritu desde el Jueves  hasta el Viernes. 
Pero luego comprendí. Cuando la Luz, resucitada para siempre,  se me apareció, comprendí. Todo. Incluso la secreta, final alegría de Cristo  cuando pudo decir: "Todo lo que el Padre quería que llevara a cabo lo he  cumplido. 
He colmado la medida de la caridad divina amando al Padre hasta el  sacrificio de mí mismo, amando a los hombres hasta morir por ellos. Todo lo que  debía llevar a cabo lo he cumplido. Muero lacerado en mi carne inocente, pero  contento en el espíritu". Yo también he cumplido todo lo que, ab aeterno,  estaba escrito que cumpliera.
Desde la generación del Redentor hasta la ayuda a  vosotros, sus sacerdotes, para que os formarais perfectamente. La Iglesia,  actualmente, está formada y es fuerte.
El Espíritu Santo la ilumina, la sangre  de los primeros mártires la une sólidamente y multiplica; mi ayuda ha cooperado  en hacer de Ella un organismo santo, al que la caridad hacia Dios y hacia los  hermanos alimenta y fortalece cada vez más, y donde los odios, rencores,  envidias, maledicencias, malvadas plantas de Satanás, no arraigan. 
Dios está  contento de ello, y quiere que lo sepáis a través de mis labios, como también  quiere que os diga que continuéis creciendo en la caridad para poder crecer en  la perfección, y lo mismo en número de cristianos y en potencia de doctrina.  Porque la doctrina de Jesús es doctrina de amor. Porque la vida de Jesús, y  también la mía, estuvieron siempre guiadas y movidas por el amor. 
Ninguno fue  rechazado por nosotros, a todos los perdonamos; sólo a uno no pudimos otorgarle  el perdón, porque él, siendo ya esclavo del Odio, no quiso nuestro amor sin  límites. Jesús, en su último adiós antes de la muerte, os  mandó que os amarais los  unos a los otros. Y os dio incluso la medida del amor que debíais guardaros,  diciéndoos:
“Amaos los 
               unos  a los otros como Yo os he amado. Por esto se sabrá que sois mis discípulos”. La  Iglesia, para vivir y crecer, tiene necesidad de la caridad. Caridad, sobre  todo, en sus ministros. Si no os amarais entre vosotros con todas vuestras  fuerzas, y, de la misma manera, no amarais a vuestros hermanos en el Señor, la  Iglesia se haría estéril, y raquítica y escasa sería la nueva creación y la  supercreación de los hombres, para el grado de hijos del Altísimo y coherederos  del Reino del Cielo, porque Dios dejaría de ayudaros en vuestra misión.
               
Dios es  Amor. Todos sus actos han sido actos de amor. Desde la Creación hasta la  Encarnación, desde ésta hasta la Redención, desde ésta, a su vez, hasta la fundación  de la Iglesia, y, en fin, desde ésta hasta la Jerusalén celestial, que recogerá  a todos los justos para que exulten en el Señor. Te digo a ti estas cosas  porque eres el Apóstol del amor y las puedes comprender mejor que los otros... 
               Juan la interrumpe diciendo: 
               
               -También los otros aman y se aman». 
               
               -Sí. Pero tú eres el Amante por excelencia.  Cada uno de vosotros tuvo siempre una característica, como, por lo demás, la  tienen todas las criaturas. Tú, en el número de los doce, fuiste siempre el  amor, el puro y sobrenatural amor. Quizás -es más, ciertamente-por ser tan puro  amas tanto. ¿Y Pedro? Pedro fue siempre el hombre, el hombre auténtico e  impetuoso. Su hermano, Andrés, tuvo todo el silencio y timidez que el otro no  tenía. Santiago, tu hermano, impulsivo, tanto que Jesús lo llamó hijo del  trueno. El otro Santiago, hermano de Jesús, justo y heroico. Judas de Alfeo, su  hermano, noble y leal, siempre; la descendencia de David era evidente en él.  
               
               Felipe y Bartolomé eran los tradicionalistas. Simón el Zelote, el prudente.  Tomás, el pacífico. Mateo, el hombre humilde que, teniendo presente su pasado,  trataba de pasar inadvertido. Y Judas de Keriot, ¡ay!, la oveja negra del  rebaño de Cristo, la serpiente que recibió el calor de su amor, fue el satánico  embustero, siempre. Pero tú, todo tú amor, puedes comprender mejor y ser voz de  amor para todos los otros, para los lejanos, para transmitirles este último  consejo mío. 
               
               Les dirás que se amen y que amen a todos, incluso a sus  perseguidores, para ser una sola cosa con Dios, como yo lo fui, hasta el punto  de merecer ser elegida esposa del Amor eterno para concebir a Cristo. Yo me he  entregado a Dios sin medida, aun comprendiendo desde el primer momento cuánto  dolor me habría acarreado ello.
               
Los profetas estaban presentes en mi mente, y  sus palabras la luz divina me las hacía clarísimas. Por tanto, desde mi primer  "fiat" al Ángel, supe que me consagraba al mayor de los dolores que  madre alguna pudiera padecer. Pero nada puso límite a mi amor. Porque yo sé que  el amor es, para cualquiera que lo use, fuerza, luz, imán que atrae hacia  arriba, fuego que purifica y hace hermoso todo lo que enciende, y transforma y  transhumana a todos los que ciñe en su abrazo. Sí, el amor es realmente llama.  
Es llama que, aun destruyendo todo lo caduco, hace de ello -aunque se trate de  un desecho, un detrito, un despojo de hombre-un espíritu purificado y digno del  Cielo. ¡Cuántos desechos, cuántos hombres manchados, corroídos, acabados,  encontraréis en vuestro camino de evangelizadores! No despreciéis a ninguno de  ellos. Antes al contrario, amadlos, para que nazcan al amor y se salven.  Infundid en ellos la caridad.
Muchas veces el hombre se hace malo porque nadie  lo amó nunca o lo amó mal. Vosotros amadlos para que el Espíritu Santo vaya de  nuevo a vivir -después de la purificación-en esos templos vaciados y ensuciados  por muchas cosas. Dios, para crear al hombre no tomó un ángel, ni materia  selecta; tomó barro, la materia más abyecta. Luego, infundiendo en ella su  soplo, o sea, otra vez su amor, elevó la materia abyecta al excelso grado de  hijo adoptivo de Dios.
Mi Hijo, en su camino, encontró muchos seres humanos  caídos en el fango y que eran verdaderos despojos. No los pisó con desprecio.  Al contrario, con amor los recogió y acogió, y los transformó en elegidos del  Cielo. Recordad esto siempre.
Y actuad como Él actuó. Recordad todo, hechos y  palabras de mi Hijo. Recordad sus dulces parábolas, vividlas, o sea, ponedlas  en práctica; y escribidlas para que tengan constancia de ellas los que vengan  después hasta el final de los siglos, para que sean siempre guía de los hombres  de buena voluntad para que consigan la vida y gloria eternas.
No podréis, no,  repetir todas las luminosas palabras de la eterna Palabra de Vida y Verdad;  pero escribid cuantas más podáis escribir. El Espíritu de Dios, que descendió  sobre mí para que diera al Salvador al mundo, y que descendió también sobre  vosotros en dos ocasiones, os ayudará a recordar y a hablar a las gentes de  forma que las convirtáis al verdadero Dios.
Continuaréis así la maternidad  espiritual que empecé yo en el Calvario para dar muchos hijos al Señor. Y el  propio Espíritu, hablando en los hijos del Señor de nuevo creados, los  fortalecerá de tal manera, que para ellos será dulce el morir entre tormentos,  padecer el destierro y la persecución, con tal de confesar su amor a Cristo y  unirse a Él en el Cielo, como ya hicieron Esteban y Santiago, mi Santiago, y  otros más... Cuando estés solo, salva esta arca...  
             Juan, palideciendo y turbándose, más pálido aún  de lo que ya se ha puesto cuando María ha dicho que siente cumplida su misión,  la interrumpe exclamando y preguntando: 
               
               -¡Madre! ¿Por qué dices esto?  ¿Te sientes mal? 
               -No. 
               -¿Entonces es que quieres  dejarme? 
               -No. Estaré contigo mientras  esté en la Tierra. Pero prepárate, Juan mío, a estar solo. 
               -¡Pero, entonces es que te  sientes mal y quieres ocultármelo!... 
             -No, créeme. Nunca me he  sentido con tantas fuerzas, con tanta paz, con tanta alegría, como ahora. Tengo  dentro de mí un gozo tal, una tan gran plenitud de vida sobrenatural, que...  sí, que pienso que no podré soportarla siguiendo viva. Además, no soy eterna.  Debes comprenderlo. Eterno es mi espíritu; la carne, no; y está sujeta, como  todo cuerpo humano, a la muerte. 
             -¡No! ¡No! No digas eso. ¡Tú  no puedes, no debes, morir! ¡Tu cuerpo inmaculado no puede morir como el de los  pecadores! 
               
               -Estás en un error, Juan. ¡Mi  Hijo murió! Yo también moriré. No conoceré la enfermedad, la agonía, el  angustioso sufrimiento de la muerte. Pero, morir, moriré. 
               
               Y, además, has de  saber, hijo mío, que si tengo un deseo entero y solamente mío, y que permanece  desde que Él me dejó, es precisamente éste. Éste es el primero, intenso deseo  del todo mío. Es más, puedo decir: la primera voluntad mía. Todas las otras cosas  de mi vida no fueron sino consentimiento de mi voluntad a la Voluntad divina.  
               
               Voluntad de Dios, puesta por Él mismo en mi corazón de niña, fue el querer ser  virgen; voluntad suya, mi boda con José; voluntad suya, mi Maternidad virginal  y divina. Todo en mi vida ha sido voluntad de Dios, y obediencia mía a su  voluntad. Pero ésta, la voluntad de querer unirme de nuevo a Jesús, es voluntad del todo mía. ¡Dejar  la Tierra por el Cielo, para estar con Él eterna y continuamente! ¡Mi deseo de  hace ya muchos años! Y ahora siento que próximamente se va a hacer realidad.  ¡No te turbes de esa manera, Juan!
               
Escucha, más bien, mis últimos deseos.  Cuando mi cuerpo, ausente ya de él el espíritu vital, yazca en paz, no me  sometas a los embalsamamientos habituales entre los hebreos. Ya no soy la  hebrea, sino la cristiana, la primera cristiana, si bien se piensa, porque fui  la primera que tuvo a Cristo, Carne y Sangre, en mí, porque fui su primera  discípula, porque fui con Él Corredentora y continuadora suya aquí, entre vosotros,  siervos suyos. 
Ningún ser humano, excepto mi padre y mi madre y los que asistieron  a mi nacimiento, vio mi cuerpo. Tú a menudo me llamas: “Arca verdadera que  contuvo a la Palabra divina”. 
Ahora bien, tú sabes que sólo el Sumo Sacerdote  puede ver el Arca. Tú eres sacerdote, y mucho más santo y puro que el Pontífice  del Templo. Pero yo quiero que sólo el eterno Pontífice pueda ver, en su debido  momento, mi cuerpo. Por eso, no me toques. Además... ya ves que me he  purificado y me he puesto la túnica pura, el vestido de los esponsales  eternos... Pero, ¿por qué lloras, Juan? 
             -Porque  la tempestad del dolor se desencadena dentro de mí. ¡Me doy cuenta de que voy a  perderte pronto! ¿Cómo podré vivir sin ti? ¡Siento desgarrárseme el corazón  ante este pensamiento! ¡No resistiré este dolor! 
               
               -Resistirás.  Dios te ayudará a vivir, y mucho tiempo, como me ayudó a mí. Porque si Él no me  hubiera ayudado en el Gólgota y en el Monte de los Olivos, cuando Jesús murió y  cuando Jesús ascendió al Cielo, habría muerto, como murió Isaac. Te ayudará a  vivir y a recordar todo lo que te he dicho antes, para el bien de todos. 
             -¡Oh,  lo recordaré todo! Y haré todo lo que deseas, y lo que has dicho respecto a tu  cuerpo. Yo también comprendo que los ritos hebreos para ti ya no sirven, para  ti, cristiana, para ti, la Purísima que -estoy seguro de ello-no conocerá en su  carne la corrupción. No puede tu cuerpo, divinado como ningún otro cuerpo de  mortal -por no haber tenido Pecado original y, más aún, porque además de la  plenitud de la Gracia contuviste en ti a la Gracia misma, al Verbo; por lo cual  tú eres la más verdadera reliquia suya-, conocer la descomposición, la  podredumbre de toda carne mortal. Será éste el último milagro de Dios a ti, en  ti. Serás conservada como eres ahora... 
               
               -¡No  sigas llorando! -exclama María mirando a la cara desencajada, enteramente  bañada en lágrimas, del apóstol. Y añade: 
               
               -Si  voy a conservarme como soy ahora, no me perderás. ¡Así que no te angusties! 
               
               -Te  perderé de todas formas, aunque permanezcas incorrupta. Y me siento como  atrapado por un huracán de dolor, un huracán que me quebranta y me abate. Tú  eras mi todo, especialmente desde la muerte de mis padres y desde que los otros  hermanos, de sangre y de misión, están lejos, incluido el queridísimo Margziam  al que Pedro ha tomado consigo. ¡Ahora me quedaré solo, y en medio de la más  fuerte tempestad! -y Juan cae a sus pies, llorando aún más fuertemente. 
               
               María  se agacha hacia él, le pone una mano sobre la cabeza, que se mueve por los  sollozos y le dice: 
               
               -No.  Así no. ¿Por qué me das dolor? Tan fuerte como fuiste al pie de la Cruz... ¡y  era una escena de horror sin igual, por la intensidad del martirio y por el  odio satánico del pueblo! ¡¿Tan fuerte, tan consolador para Él y para mí, en  aquel momento... y hoy, en el atardecer de un sábado tan sereno y sosegado, y  ante mí, que exulto por el inminente gozo que presiento, te turbas de esta  manera?!
               
Cálmate. Imita a todo lo que nos rodea, a todo lo que está dentro de  mí; es más: únete a ello. Todo es paz. Ten paz tú también. Sólo los olivos  rompen, con su leve frufrú, la calma absoluta de esta hora. Pero ¡es tan dulce  este susurro, que parece un vuelo de ángeles en torno a la casa!
Y quizás están  realmente los ángeles, porque siempre los ángeles estuvieron cerca de mí, uno o  muchos, cuando me encontraba en un momento especial de mi vida. Estuvieron en  Nazaret cuando el Espíritu de Dios hizo fecundo mi seno virgen. Y estuvieron  con José cuando estaba turbado y titubeante, por mi estado y respecto a cómo  comportarse conmigo. Y en Belén en dos ocasiones: cuando nació Jesús y cuando  tuvimos que huir a Egipto.
Y en Egipto, cuando nos dieron la orden de volver a  Palestina. Y a las pías mujeres -si no a mí, fue porque el propio Rey de los  ángeles había venido a mí-se les aparecieron ángeles en el amanecer del primer  día después del sábado, y dieron la orden de decirte a ti y de decirle a Pedro  lo que debíais hacer.
Ángeles y luz, siempre, en los momentos decisivos de mi  vida y de la de Jesús. Luz y ardor de amor que, descendiendo del trono de Dios  a mí, su sierva, y subiendo de mi corazón a Dios, mi Rey y Señor, nos unían a  mí con Dios y a Dios conmigo, para que se cumpliera todo lo que estaba escrito  que había de cumplirse, y también para crear un entrecielo de luz extendido  sobre los secretos de Dios, de forma que Satanás y sus siervos no conocieran,  antes del tiempo justo, el cumplimiento del misterio sublime de la Encarnación.
También en este atardecer siento, aunque no los vea, a los ángeles en torno a  mí. Y siento que crece en mí, dentro de mí, la luz, una irresistible luz, como  la que me envolvió cuando concebí al Cristo, cuando lo di al mundo; luz que  viene de un impulso de amor más poderoso que el habitual en mí.
Por una  potencia de amor similar a ésta, arrebaté, antes del tiempo, del Cielo al  Verbo, para que fuera el Hombre y Redentor. Por una potencia de amor como la  que me acomete en este anochecer, espero ser raptada por el Cielo y que el  Cielo me lleve al lugar a donde deseo ir con mi espíritu para cantar, eternamente,  con el pueblo de los santos y los coros de los ángeles, mi imperecedero  "Magníficat" a Dios por las grandes cosas que ha hecho en mí, su  sierva.  
             -No  sólo con el espíritu, probablemente. Y a ti te responderá la Tierra, la cual  con sus pueblos y naciones te glorificará y te honrará mientras el mundo  exista, como bien predijo, aunque veladamente, de ti Tobit, (Tobías 13,  13-18) porque la que verdaderamente ha llevado en sí al Señor eres tú, y no  el Santo de los Santos. 
               
               Tú has dado a Dios, tú sola, tanto amor cuanto no le  han dado todos los Sumos Sacerdotes y todos los otros del Templo en siglos y  siglos. Un amor ardiente y purísimo. Por eso, Dios te hará beatísima. 
               
               -Y  cumplirá mi único deseo, mi única voluntad. Porque el amor, cuando es tan  total, que es casi perfecto como el de mi Hijo y Dios, todo lo obtiene, incluso  lo que para el juicio humano parecería imposible de obtenerse. Recuerda esto,  Juan.
               
Y di también esto a tus hermanos. ¡Seréis muy hostigados! Obstáculos de  todo tipo os harán temer una derrota, matanzas por parte de los perseguidores,  deserción por parte de cristianos de moral... iscariótica deprimirán vuestro  espíritu. 
             No  temáis. Amad y no temáis. En la proporción de vuestro modo de amar Dios os  ayudará y os hará triunfar sobre todo y sobre todos. Todo obtiene el que se  hace serafín. 
               
               Entonces el alma, esa admirable, eterna cosa que es el mismo  soplo de Dios, por Él infundido en nosotros, se proyecta poderosamente hacia el  Cielo, cae como llama a los pies del divino trono, habla con Dios y es  escuchada por Dios, y obtiene del Omnipotente lo que desea.
               
Si los hombres  supieran amar como ordena la antigua Ley y como amó y enseñó a amar mi Hijo,  todo lo obtendrían. Yo amo así. Por eso siento que dejaré de estar en la  Tierra, yo por exceso de amor, como Él murió por exceso de dolor. 
La medida de  mi capacidad de amar está colmada. ¡Mi alma y mi carne no pueden ya contenerla!  El amor rebosa de ellas, me sumerge y al mismo tiempo me eleva hacia el Cielo,  hacia Dios, mi Hijo. Y su voz me dice: "¡Ven! ¡Sal! ¡Sube a nuestro trono  y a nuestro trino abrazo!".
¡La Tierra, todo lo que me rodea, desaparece  en la gran luz que del Cielo me viene! ¡Los sonidos quedan cubiertos por esta  voz celestial! ¡Ha llegado para mí la hora del abrazo divino, Juan mío! 
               Juan,  que, escuchando a María, se había calmado un poco aunque permanecía turbado, y  que en la última parte de sus palabras la miraba extático, casi arrobado  también él, palidísimo su rostro como el de María, cuya palidez de todas formas  se va lentamente transformando en luz blanquísima, acude a ella para sujetarla  mientras exclama: 
               
               -¡Tu  aspecto es como el de Jesús cuando se transfiguró en el Tabor! ¡Tu carne  resplandece como luna, tus vestiduras relucen como lastra de diamante colocada  frente a una llama blanquísima! ¡Ya no eres humana, Madre! ¡La pesantez y la  opacidad de la carne han desaparecido! ¡Eres luz! Pero no eres Jesús. Él,  siendo Dios además de Hombre, podía sostenerse por sí solo en el Tabor, como  aquí en el Monte de los Olivos en su Ascensión. Tú no puedes. No te sostienes.  Ven. Te ayudo yo a reclinar en tu lecho tu cuerpo rendido y bienaventurado.  Descansa. 
               
               Y,  amorosísimamente, la lleva hasta el modesto lecho sobre el que María se  extiende sin quitarse siquiera el manto. 
               Recogiendo  los brazos sobre el pecho, celando sus dulces ojos, fúlgidos de amor, con sus  párpados, dice a Juan, que está inclinado hacia Ella: 
               
               -Yo  estoy en Dios y Dios está en mí. Mientras lo contemplo y siento su abrazo, di  los salmos y todas las otras páginas de la Escritura que a mí se aplican  especialmente en este momento. El Espíritu de Sabiduría te las indicará. 
               
               Recita  luego la oración de mi Hijo, repíteme las palabras del Arcángel anunciador y  las que me dijo Isabel, y mi himno de alabanza... Yo te seguiré con todo lo que  de mí tengo todavía en la Tierra... 
               
               Juan,  luchando contra el llanto que le sube del corazón, esforzándose en dominar la  emoción que le turba, con esa bellísima voz suya que con el paso de los años se  ha hecho muy semejante a la de Cristo -lo cual observa María con una sonrisa,  diciendo: -¡Me parece como si tuviera a mi lado a mi Jesús! -entona el salmo  118 (lo recita casi por entero), luego los tres primeros versículos del 41, los  ocho primeros del 38, el salmo 22 y el salmo 1. (En la  "neovulgata" se hallan, respectivamente, en: Salmo 119; Salmo 42,  1-3; Salmo 39, 1-8; Salmo 23; Salmo 1; Tobías 13; Eclesiástico 24) Dice  luego el Padrenuestro, las palabras de Gabriel e Isabel, el cántico de  Tobit, el capítulo 24 del Eclesiástico desde el verso 11 a 146; por último,  entona el Magníficat. Pero, en llegando al noveno verso, se da cuenta de que  María ya no respira, aun permaneciendo con postura y aspecto naturales;  sonriente, calma, como si no hubiera advertido el cese de la vida. 
               
               Juan,  con un grito de desgarro, se arroja al suelo, contra la orilla del lecho; y  llama, llama a María. No sabe persuadirse de que Ella ya no puede responderle;  de que su cuerpo ya no tiene el alma vital. ¡Pero, claro, tiene que rendirse a  la evidencia! 
               
               Se inclina hacia su cara, que ha quedado fija en una expresión de  gozo sobrenatural, y copiosas lágrimas llueven de los ojos de Juan para caer  sobre ese rostro delicado, sobre esas manos puras tan dulcemente cruzadas sobre  el pecho. Es el único lavacro que recibe el cuerpo de María: el llanto del  Apóstol del amor, de su hijo adoptivo por voluntad de Jesús. 
               
               Pasado  el primer ímpetu de dolor, Juan, recordando el deseo de María, recoge los  extremos del amplio manto de lino, que pendían de las orillas del lecho, y los  del velo, que penden de la almohada, y extiende los primeros sobre el cuerpo y  los segundos sobre la cabeza. María ahora asemeja a una estatua de cándido  mármol extendida sobre la tapa de un sarcófago. Juan la contempla durante largo  tiempo, y mirándola, nuevas lágrimas caen de sus ojos. 
               
               Luego  dispone de otra manera la habitación, quitando los enseres superfluos. Deja  sólo: la cama; la pequeña mesa, contra la pared, sobre la que deposita el arca  que contiene las reliquias; un taburete que coloca entre la puerta que da a la  terraza y el lecho donde yace María; y una repisa sobre la que está la  lamparita que Juan ha encendido (porque ya va llegando la noche).   
             Presuroso,  baja al Getsemaní para recoger todas las flores que puede encontrar, y ramas de  olivo ya con olivas formadas.
               
Vuelve a subir al pequeño cuarto y, a la luz de  la lamparita, coloca las flores y las ramas alrededor del cuerpo de María; y el  cuerpo queda como en el centro de una gran corona. 
               
               Mientras  realiza esto, habla con María yacente, como si pudiera oírle. Dice (haciendo  referencia al Cantar de los Cantares 2, 1-2; Eclesiástico 24, 14-17; Salmo 104,  13-15): 
               
               -Fuiste  siempre lirio de los valles, rosa suave, oliva especiosa, via fructífera,  espiga santa. Nos has dado tus perfumes, el óleo de la vida y el Vino de los  fuertes y el Pan que preserva de la muerte al espíritu de quienes de él  dignamente se nutren. Bien están en torno a ti estas flores, como tú sencillas  y puras, como tú adornadas de espinas, como tú pacíficas. Ahora acercamos esta  lamparita.
               
Así, junto a tu lecho, para que te vele y me haga compañía mientras  te velo, en espera de al menos uno de los milagros que espero, de los milagros  por cuyo cumplimiento oro. El primero es que, según su deseo, Pedro, y los  otros a los que mandaré avisar a través del servidor de Nicodemo, puedan verte  todavía una vez. El segundo es que tú; de la misma forma que en todo seguiste  la suerte de tu Hijo, como Él te despiertes al tercer día, para no hacer de mí  el dos veces huérfano.
El tercero es que Dios me dé paz, si no se cumpliera lo  que espero que en ti se cumpla, como se cumplió en Lázaro, que no era como tú.  Pero, ¿y por qué no iba a cumplirse? Regresaron a la vida la hija de Jairo, el  joven de Naím, el hijo de Teófilo... Verdad es que, entonces, obró el  Maestro... Pero Él está contigo, aunque no en modo visible. Y tú no has muerto  por enfermedad, como los resucitados por obra de Cristo.
¿Pero tú realmente has  muerto? ¿Has muerto como todo hombre muere? No. Siento que no. Tu espíritu no  está ya en ti, en tu cuerpo, y en ese sentido esto tuyo podría llamarse muerte.  Pero, por el modo en que tu tránsito ha sucedido, pienso que esto no es sino  una transitoria separación de tu alma, sin culpa y llena de gracia, de tu  purísimo y virginal cuerpo.
¡Debe ser así! ¡Es así! Cómo y cuándo tendrá lugar  de nuevo la unión y la vida volverá a ti, no lo sé. Pero estoy tan seguro de  ello, que me quedaré aquí, a tu lado, hasta que Dios, o con su palabra o con su  acción, me muestre la verdad sobre tu destino. 
               
               Juan, que ha terminado de colocar todas las  cosas, se sienta en el taburete, poniendo en el suelo, junto al lecho, la  lamparita; y contempla, orando, a María yacente.