Primera Parte
32.2» André Frossard
Parte 2
Autor: P. Angel Peña O.A.R
Dios estaba allí, revelado y oculto por esa embajada de luz que, sin discursos ni figuras, hacía comprenderlo todo, amarlo todo... El milagro duró un mes.
Cada mañana volvía a encontrar con éxtasis esa luz que hacía palidecer al día, esa dulzura que nunca habría de olvidar y que es toda mi ciencia teológica...
Sin embargo, luz y dulzura perdían cada día un poco de intensidad. Finalmente, desaparecieron sin que, por eso me viese reducido a la soledad...
Un sacerdote del Espíritu Santo se hizo cargo de prepararme para el bautismo, instruyéndome en la religión de la que no he de precisar que no sabía nada.
Lo que me dijo de la doctrina cristiana lo esperaba y lo recibí con alegría; la enseñanza de la Iglesia era cierta hasta la última coma, y yo tomaba parte en cada línea con un redoble de aclamaciones, como se saluda una diana en el blanco.
Una sola cosa me sorprendió: la Eucaristía, y no es que me pareciese increíble; pero me maravillaba que la caridad divina hubiese encontrado ese medio inaudito de comunicarse y, sobre todo, que hubiese escogido para hacerlo el pan que es alimento del pobre y alimento preferido de los niños.
De todos los dones esparcidos ante mí por el cristianismo, ése era el más hermoso63.
Me sentía agradecido a aquellas ancianas que iban a la primera misa... Un arranque de gratitud me llevaba hacia ellas y hacia todos aquellos que habían guardado la fe; hubiera dicho, por poco, que me habían guardado la fe.
La idea de que la religión habría podido desaparecer de la superficie de la tierra antes de mi llegada me daba el escalofrío de los terrores retrospectivos...
¡Qué bien estábamos bajo las vigas de piedra gris en la soledad de esos graneros donde el sacerdote, acompañado por la imperceptible música del amanecer, realizaba en el altar su milagro tranquilo!64
Su padre lo metió en la Marina, donde estuvo 10 años.
Y dice: Por la mañana asistía a la primera misa. A mediodía, me iba a sacar una hora de oración a Saint Roch…
Tras esa hora, pasada al sol del sagrario con las delicias habituales, me llegaba a un pequeño restaurante vecino, confiando mis pensamientos a mi ángel de la guarda.
Por la tarde, entre dos parqués por encerar, recitaba el rosario, que se me hacía corto. No me cansaba la repetición de las avemarías.
Terminada la jornada, me iba a recibir una bendición aquí o allá, antes de reanudar la lectura de santa Teresa de Avila, por quien tenía una admiración sin límites…
Este género de vida parecerá hoy absurdo o extravagante.
¿Puede pensarse en un joven robusto, en el umbral de la vida, que pasa rezando seis horas al día y dedica el resto del tiempo a lecturas espirituales?
¿Puede pensarse en un joven, doliéndose de sus pequeñas distracciones y reprochándose no haber mantenido hasta la hora del sueño la cara vuelta a las invisibles cimas, de donde provenía su alegría?
¿Qué otra cosa podía hacer? El cielo era mi elemento natural. ¿Acaso se queja el pez de tragar demasiada agua?65
Quiso entrar, en dos oportunidades, cartujo o trapense, pero vio que no era la voluntad de Dios y buscó en el matrimonio la vocación de su vida.
Dice: Mi hijo no contaba aún tres meses y mi matrimonio no llegaba al año, cuando la Gestapo, seguida de una docena de soldados, vino a apresarme.
Llevado a la prisión alemana de Fort Montluc en Francia, se me acusó de ser judío. Mi abuela materna había sido judía.
En la prisión, yo rezaba, como siempre he rezado, sin muchas más palabras que
las del avemaría…
Continua en: 32.3» André Frossard Parte 3
63 ib. p. 162-164.
64 ib. p. 137.
65 Frossard André, ¿Hay otro mundo?, Ed. Rialp, Madrid, 1981, pp. 100-102.